WESTERN CENTURIES

Weight of the World

(Free Dirt Records, 2016)

En espera de las primeras referencias del año que recién inicia sus andadas, seguimos sacando oro de 2016 (un año que nos ha dado un montón de alegrías –qué imbécil me resulta forzarle un nombre a la cosa: country, música de raíces, americana…, que cada cual escoja el alfiler que quiera para clavar al bicho en su colección personal de insectos peculiares, para mí el género es «la música que me gusta», subgénero: «y a tomar por culo lo que digan los que saben»–, por mucho que eso les joda (lo de las alegrías del año pasado) a los agoreros que, cuando desayunan mal, predican «el acabose» mientras escuchan por enésima vez el último disco rayado que les gustó de, como mínimo, diciembre de 1976; aunque, todo sea dicho de paso, a juzgar por lo que caga la radio, nuestros esqueletos llevan ya muchos años blanqueándose a la intemperie en ese horripilante desierto apocalíptico preconizado por los cenizos en el que, por cierto, el último golpe de gracia («la tortura nunca para», como cantaba el bueno de Frank Zappa) ha sido la inclusión de Rhiannon Giddens, antigua Carolina Chocolate Drops –ya hace un par de años totalmente perdida para la causa–, en el terrorífico casting de la muy pulcra, aseada y catatónica serie Nashville…). En cualquier caso, química jubilosa. A veces pasa. Podríamos empezar como con el chiste: van un inglés, un francés y un español…, en este caso los que van son tres vocalistas a priori irreconciliables: Morrison, Miller y Lawton, o lo que es lo mismo, un músico country de Seattle, el cofundador de la banda neoyorquina Donna the Buffalo y un tipo muy punki salido del hip-hop que desde hace unos años le da fuerte al R&B y al bluegrass, tres vocalistas cuyo único vínculo, a priori, es una peregrina vinculación afectiva con la música «honky tonk». Y todo ello producido por Bill Reynolds (de Band of Horses) en su estudio de Nashville (Fletwood Shack), con pedal steele, bajo y mucho fiddle en seis de los doce cortes. Vale. En un primer momento, puede parecer una fórmula condenada al desastre, pero nada más lejos de la realidad. La cosa funciona como un motor recién engrasado y no puede sonar mejor. Canciones de corazones rotos y alcohol. Hasta aquí, de acuerdo, nada nuevo bajo el sol. La misma cantinela de siempre. Pero, ya digo, la cosa no puede sonar más novedosa, más fresca y más ilusionante. En efecto, es la «vieja religión», pero con «piel nueva para la vieja ceremonia», hay quien incluso ha recurrido a encontrar paralelismos con fenómenos como The Band o los Flying Burrito Brothers. No sé yo si tanto ni sin tan poco. Pero el espíritu y la felicidad que desprenden es exactamente la misma; «felicidad» en el sentido que le da Borges cuando afirma que leer a Chesterton es la felicidad, a esa suerte de felicidad me refiero, porque este es un disco así de feliz, un disco logrado a lo Peter Handke en su Ensayo del día logrado, y basta ya de referencias literarias, aunque vengan muy a cuento, porque es precisamente en las letras de esta gente, muy líricas y por momentos ligeramente psicodélicas, donde se fragua, en buena medida, parte de esa «felicidad lograda» a la que me refiero, no sé si me explico (aunque tampoco es que mi intención sea explicar nada). Y todo esto para decir simplemente que ojalá el chiste siga y tengamos Western Centuries para rato.

DRIVE-BY TRUCKERS

American Band

(ATO Records, 2016)

Reconozcamos que la cosa no pintaba demasiado bien. Tras la marcha de Jason Isbell en abril de 2007 (todo ese culebrón de Jack Daniels y desafectos que aunque en un primer momento se esforzasen en relatarlo como algo amable, como el cuento de una simpática renuncia amistosa, encerraba mucha peste; como se descubriría luego, al final lo cierto es que el bueno de Jason, casado por aquel entonces con la bajista del grupo, salió tarifando; Patterson Hood declararía más tarde: «Hay gente que se vuelve cariñosa y beatífica cuando bebe, Jason Isbell no es una de esas personas»), todo fue de mal en peor. Parece mentira, cómo pasa el tiempo. Cualquiera diría que fue ayer cuando pinchamos por primera vez el A Blessing and a Curse. Diez años ya de búsqueda y tambaleo. Recopilatarios innecesarios, discos de rarezas y descartes, directos, colaboraciones como banda de apoyo de otros artistas (Bettye LaVette y Booker T. Jones), más directos, más deserciones dolorosas maquilladas de amables retiradas (otra bajista del grupo huida por motivos no aclarados; y llegar a pensar, a lo Stephen Hawking, en la figura de «la bajista del grupo» como en una suerte de curvatura espacio-temporal, una singularidad en un horizonte de sucesos, origen de un colapso gravitatorio, la muerte de una gigante roja y la creación de una enana blanca, en definitiva: la bajista del grupo como agujero negro; y aparte de leer el libro de Kim Gordon, La chica del grupo, publicado por Contra, me viene también ahora a la cabeza el de Sean Yseult, bajista de White Zombie, I’m in the Band, aún sin traducir) y Patterson Hood intentando recuperar la calma con un par de discos en solitario (con el evidente subtexto de: «Por mí como si os vais todos a la mierda»). Así que todo apuntaba a que ya. A que jamás volveríamos a vibrar como vibramos en su día con Gangstabilly o The Dirty South. Pero, de repente (cuando ya somos todos muy de Jason Isbell, no solo por borrachuzo –es decir, por afinidad existencial–, sino por la brillantísima redención de su espectacular Something More Than Free de 2015), nos llegan noticias de este undécimo disco de estudio, el primero desde el Pizza Deliverance, es decir, desde 1999, que no cuenta con ilustración en la cubierta del colaborador habitual, el artista gótico-sureño Wes Freed (en el interior y en la galleta sí hay dibujos suyos, menos mal, por un momento pensamos en una nueva disensión, ¡cómo se las gasta esta buena gente de Alabama, coño!). En su lugar, una fotografía de una bandera estadounidense a media asta (señal de duelo y luto). Y un título que no puede ser más lacónico y directo: American Band. Recuerdo esperar su llegada con muy poca fe. Pero fue poner el primer corte y decir: «Dios, ¡qué bien, joder! ¡Han vuelto!». ¡Y cómo! Por ahí decían que era como el Nebraska de Springsteen, no refiriéndose al sonido, entiéndase, sino al compromiso y a su vocación de reinvención y renacimiento. Sin duda, se trata de su disco más potente y más político hasta la fecha. Por ahí dicen también, de un modo más acertado, que es al 2016 y a la era Trump lo que en su día fue el American Idiot de Green Day para la era Bush. Un disco necesario e imprescindible. Directo al cuello y sin florituras. Demoledor. Rock and Roll del bueno. Mucho Neil Young y mucha rabia contra la máquina. American Band, sí. Sin más. La mejor puta banda americana del siglo veintiuno. Y Feliz Año, coño. Feliz año.

MARTY STUART

Badlands. Ballads of the Lakota

(Superlatone Records, 2005)

Dos son los motivos (si es que hubiera que darlos) por los que hoy regreso a esta obra maestra de Marty Stuart. El primero, incontestable, es el severo cuñadismo imperante (el disco está co-producido por John Carter Cash y fue grabado en la Cash Cabin de Hendersonville, Nashville; para los más despistados convendrá apuntar que Marty Stuart estuvo casado cinco años con Cindy, la tercera de las cuatro hijas de Johnny Cash y su primera esposa, Vivian Liberto, por lo que todo queda en casa). El segundo es que llevo varios días escuchando estas canciones en bucle. Hacía tiempo que no volvía a ellas, pero resulta que me he visto inmerso en la redacción de un artículo sobre lo que está ocurriendo estos días en Standing Rock y Badlands, junto a los discos de John Trudell y el Bitter Tears. Ballads of the American Indian del suegrísimo (la única versión incluida en Badlands, por cierto, es un tema de Cash, «Big Foot»), ha sido la banda sonora perfecta. Badlands es uno de los mejores discos olvidados de la pasada década y hoy, en medio de la cruenta lucha contra «la Serpiente Negra» (el Dakota Access Pipeline, el oleoducto contra el que siguen luchando «los Protectores del Agua», los Oceti Sakowin, «los Siete Fuegos» de los lakota, los dakota y los nakota), con el recrudecimiento del activismo en «el Campamento de la Piedra Sagrada», ha vuelto a cobrar una rabiosa actualidad. Marty Stuart, al poco de debutar como miembro de la banda del Hombre de Negro, se enamoró del pueblo sioux tras un concierto benéfico en la reserva de Pine Ridge. Viajó mucho a Wounded Knee en compañía de John L. Smith, antólogo de Cash y cronista de los lakota. Juntos ascendieron en numerosas ocasiones las cumbres de Paha Mato (Bear Butte) y Paha Sapa (las Black Hills), y recorrieron las Paha Sica (las Badlands) en un Ford del 64, encadenando noches de motel en las que leyeron mucho y bucearon por internet, verificando hechos y comparando datos, en busca de las verdaderas palabras de Nube Roja y Toro Sentado, mientras componían las canciones que se incluirían después en este descarnado disco conceptual que tanto tiempo tardaría en ver la luz (a los dos años de la muerte de Johnny Cash y con él ya por fin desembarazado de las cadenas doradas del pegajoso «mainstream» de Nashville). Aunque su voz carece de la solidez y la gravedad de Cash (pensar este disco en la etapa Rubin del Hombre de Negro da escalofríos), no puedo estar más de acuerdo con lo que dijo Michael Streissguth (biógrafo de Cash) en la Rolling Stone el 14 de agosto de 2015: Marty Stuart, en este disco, canta como un predicador con el diablo posado en la espalda. En su día nadie compró el disco, solo sus fans más devotos (entre los que me cuento). Hoy sigue sonando cruento y urgente. Sigue poniendo el pelo de punta. Marvin Helper, músico y Hombre Medicina de la reserva de Pine Ridge, Dakota del Sur, antiguo boxeador y descendiente de Big Foot por parte de padre y de Caballo Loco por parte de madre, no dudó ni un instante en apadrinar estas canciones: «Los espíritus trajeron el nombre. Y él lo llevará el resto de su vida. El nombre lakota que se ha concedido a Marty Stuart es O Yate’o Chee Ya’Ka Hopsila (“el hombre que ayuda al pueblo”). Ha sido adoptado por la tribu lakota… ahora él es familia».

LUKE WINSLOW-KING

I’m Glad Trouble Don’t Last Always

(Bloodshot, 2016)

Proceder por vía directa de los descendientes del Mayflower, criarse en la Iglesia Baptista de tu pueblo, formar una banda a los 14, irse de Cadillac (Michigan) a ritmo de bebop y acabar afincado de modo indefinido en Nueva Orleans porque por la noche, mientras duermes en un hotel de mala muerte, te roban el coche (con todos tus instrumentos) y te quedas tiradísimo y sin saber qué hacer, reuniendo fuerzas, planteándote volver o seguir, buscándote la vida como profesor de música y sonando a porche de madera destartalado en día húmedo de verano o a calle sórdida de detrás del Barrio Francés. Y así con cuatro discos, dos para el sello Fox on a Hill y dos para los exquisitos francotiradores de Bloodshot Records. Padecer desde el primer momento la etiqueta de «tradicionalista» y que vayan diciendo por ahí que lo tuyo es una amalgama de «música popular» y jazz colectivo improvisado con influencias del jazz de Nueva Orleans, blues del Delta, ragtime, folk americano pre-bélico, Béla Bartók, el Cuarteto de Cuerda nº12 de Antonín Dvořák y Woody Guthrie… pues muy bien, ahí queda eso. Y ahí podría haber seguido quedándose: acomodado en esa casilla que tanto gusta a los turistas de Bourbon Street, repitiendo el mismo disco una y otra vez para deleite de los cansinos. Yo he de confesar que decidí plantarme en el cuarto (que, por otro lado, fue con el que le descubrí). Tanto tradicionalismo, por muy honesto y bien que suene, acaba fatigando. Yo, al menos, siempre acabo intuyendo un vacío. Me pasa también con Pokey LaFargue. Discos que uno, al final, no pone mucho, a lo sumo (y a lo resto) música de fondo. Un avatar de la vieja música de ascensor. Postureo retro para hipsters con gorro (y poco más, aparte del gorro, digo). Pero entonces va Luke y nos sale con esta quinta maravilla. Disco con cubierta de cielo encapotado y «solitarísima» apertura de slide guitar en «On My Way», «A mí manera», en el que claramente se percibe que, ahora sí, en efecto, se ha dado un paso de gigante. Atrás quedan los discos de aseadísimo estilista, lo que viene ahora promete ser diferente, más auténtico, más profundo. Desde el primer acorde te asalta la reconfortante sensación de que, por fin, vamos a escuchar al verdadero Luke Winslow-King. Entre el cuarto y el quinto disco ha habido un divorcio, no solo del tradicionalismo (¡bien!), también de la que fuese su mujer y compañera musical, Esther Rose King (no tan bien, supongo), y el dolor resultante de esa resquebrajadura impregna y resuena en los nueve cortes que conforman este impecable I’m Glad Trouble Don’t Last Always. Ahora esta música sí que ensucia y duele. Ahora sí.

BILLY BRAGG & JOE HENRY

Shine a Light (Field Recordings From The Great American Railroad)

(Cooking Vinyl, 2016)

Hay momentos en la vida en los que, por muy «Rashomon» que se quiera poner uno para poder ver las cosas desde todos los ángulos posibles, no vale lo gris: o bien te pones del lado del asesino del samurai, del lado de la esposa del samurai, del lado del samurai mismo (a través de una médium) o del lado del leñador que fue testigo del crimen. Situaciones binarias en las que uno tiene que decantarse voluntariosamente y sin medias tintas por Wilco o por Billy Bragg cuando lo del Mermaid Avenue y todo aquel lío. Yo lo tuve bien claro entonces y más claro lo tengo ahora después de oír este disco (y de haber soportado, por otra parte, no más de medio minuto del primer tema del último Wilco). Billy Bragg es nuestro hombre. Wilco se lo regalamos al primero que se pase por el rancho (¡qué demonios! hasta le pago y le añado una botella de nuestro mejor moonshine si se lo lleva ahora mismo). Honestidad, autenticidad, compromiso. Llámalo como quieras. Me sobran los motivos. Y todo esto para subrayar la extraordinaria belleza de este Shine a Light que se ha marcado el bueno de Billy Bragg con el bueno de Joe Henry (esperemos que esta vez no haya que tomar partido). Esta fabulosa y recomendabilísima «delicatessen» ha sido grabada a bordo del Texas Eagle 421, en los andenes y en las salas de espera de las estaciones, desde Chicago a Los Ángeles, pasando por San Antonio, entre el 14 y el 18 de marzo, con la excepción del tema «Waiting for a Train», grabado en la mítica suite 414 del Hotel Sheraton-Gunter de San Antonio, Texas, el 17 de marzo (en la misma habitación, por cierto, en la que Robert Johnson hizo su primera grabación; a modo de curiosidad, añadir que en el bar de este hotel solo se escucha, en bucle, a Robert Johnson, lo cual es, sin duda, una decisión bastante radical teniendo en cuenta que solo grabó 29 canciones en su corta y trágica vida, pero creemos vehementemente que hacen falta más gestos así en el mundo). Dos hombres, dos voces y dos guitarras, con fondo sonoro de vida de tren, ajetreo de pasajeros, bullicio de estación, estruendo de puertas que se abren y se cierran, cargas de maletas, motores poniéndose en marcha… Un viaje traqueteante y lento por la «Old Weird America» que acuñó Greil Marcus en su día. Canciones de trenes que conectan el presente con la historia de los antepasados y con los avatares de la penosa fundación del país, con todas sus sombras y matices. Canciones e historias familiares por las que no parece haber pasado el tiempo (o quizá sea que este disco abra un portal y nos traslade mágicamente a ese pasado siempre vivo, incrustado en la memoria), canciones que siguen ahí, como muescas en la culata del viejo fusil del abuelo que conservamos aún colgado sobre el marco de la puerta. El modo en que la tecnología, en nombre del progreso, transfiguró aquel vasto paisaje, transformó la conciencia y dejó todos aquellos cadáveres por el camino. Despojamiento total. La canción en su más sencillo y descarnado esqueleto. Sin adornos a lo Wilco, sin filtros ni desodorantes. Carbón puro.

CODY JINKS

I'm not the Devil

(Cody Jinks, 2016)

Algo sucedió en Los Ángeles. Papá, muchos años antes, en Halton City (Texas), escuchaba persistentemente a Johnny Cash, a Waylon Jennings y a The Hag (el inmenso Merle). Eso era lo que sonaba en la radio de casa a todas horas y esos fueron los primeros riffs que aprendería Cody Jinks a los dieciséis en su guitarra, pero la adolescencia, claro, que es esa cosa tan poco country (ni siquiera en su vertiente más «outlaw»), el instituto y el propio estado de Texas le conducirían irremisiblemente (como a tantos de nosotros, aunque sin Texas en la receta pero, por ejemplo, con el Madrid de los ochenta, que también tenía bemoles) al heavy metal. Su primer paso profesional fue una banda de thrash que formaría unos años más tarde, en 1997, en Fort Worth, los Unchecked Agression, que gastarían mucha suela hasta ver publicado el que sería su primer y único álbum, The Massacre Begins (2002), un año antes de que la masacre acabase (con ellos). Porque, en efecto, en el 2003, sucede algo en Los Ángeles. El grupo saca disco, se va de gira a L.A. y, acto seguido, sin solución de continuidad, se va a la mierda. La vieja historia de irse a Los Ángeles y mutilarse. Alcohol y peleas internas. Cosas del acné y de la rabia. Jinks, asqueado, abandona la música durante un año y luego, en el 2005, vuelve poco a poco a sus raíces y retoma la música country con la que se crió. David Allan Coe como referencia. Pasarían siete años hasta que grabase su primer disco, 30, con los The Tone Deaf Hippies cubriéndole las espaldas. Otros cuatro años hasta este I’m Not The Devil que le ha puesto, definitivamente en el mapa. Barbucia, pelo largo y tatuajes. Pensamos en Chris Stapleton, en Jamey Johnson y en Whitey Morgan. Lo de «trash» lo mantiene, como sentimiento. Esto no es pop-country. La actitud «outlaw» respira en cada corte. Hay incluso una formidable versión del inmenso Merle Haggard. Es el country que, en estos últimos años, con un pie metido en el mainstream, está dignificando el género entre toda esa mierda que desborda en la radio. El country que mira al pasado con una nueva actitud (que quizá, simplemente sea de honestidad). Un álbum oscuro y profundo. Sin concesiones. Mezclado, además, por Ryan Hewitt, que sabe muy bien de qué va el tema (y si no que se lo pregunten a los Red Hot Chili Peppers, a los Avett Brothers, a los Lumineers o a Flogging Molly). Tonterías las mínimas.

ROUSTABOUT

Protest Songs

(Roustabout, 2016)

Rústicos de Indiana. Intento recordar aquellas «Tierras de los Indios». Recuerdo campos de maíz. Una larga extensión que cruzamos verticalmente yendo hacia otra parte (creo recordar que desde Illinois y una historia bastante rara a Kentucky y otra historia no menos extraña). Y quizá nunca haya sido más que eso: un territorio que uno cruza para ir a otra parte. No en vano su lema es «The Crossroads of America» («Las encrucijadas de Estados Unidos»). Yo andaba en una de esas, huyendo a ninguna parte. Indiana eran los Pacers, que siempre estuvieron ahí (¡cómo las colaba el cabrón de Reggie Miller!), pero nadie era de los Pacers. La gente era de los Bulls o de los Lakers. No sé cómo andará ahora la cosa. Hace tiempo que no me asomo (la NBA dejó de interesarme tras la muerte de Andrés Montes). La última vez que miré no conocía a nadie, como cuando el otro día cometí el error de entrar en el mítico bar de nuestra juventud (cuántas historias raras también en ese bar). Ni una sola cara conocida. Ni siquiera la camarera de rostro marciano que persistió tantísimos años (sí, hablo del «Louie Louie» de la calle La Palma)… Todo esto para hablar de estos muchachos. De la extrañeza de un paisaje y del sonido que genera. Punk rock y hardcore, por supuesto, música de irse a otra parte. Guns N' Roses (todos ellos), Mick Mars de Mötley Crüey y David Lee Roth de Van Halen. Pero también los Jackson 5. Y, claro, indie y hip hop en Indianapolis (con sonido de coches acelerando). En realidad, poco country y «americana», salvo en el sur, en lo que se considera el Upland South para distinguirlo del Deep South, a pesar de John Mellencamp y John Hiatt. Este es el segundo álbum de estudio de los Roustabout. Y, en efecto, suena a música de encrucijadas. Música de peón o jornalero. Hoy aquí y allí mañana. Hay fronteras cruzadas, saltos entre el más puro bluegrass, el folk y el indie. Tras una intro instrumental que te hace preguntarte a dónde demonios te conducirá este viaje, la cosa estalla con el brutal «Abbs Valley», y el disco ya no te suelta hasta el final (no te extrañe que dicho final sea en un garito de mala muerte según cruzas el límite estatal de Kentucky –o Malasaña–; camareras con caras de marcianas). Hay momentos en que recuerdan a los Avett Brothers, a los Lumineers, a los Old Crow y a nuestra queridísima Ben Miller Band. Curtidos en fiestas privadas, conciertos benéficos y bodas (dicen ellos), dan ganas de añadir linchamientos y funerales. Basta con citar algunos títulos de sus canciones para decidirte a comprarlo. «Jodidamente arruinado», «Paria», «Cerveza y una Biblia», «Meando en la Interestatal» «Jesús de gasolinera» o «Preocupante cuando estoy seco». Y en la contra y la galleta el extraño dibujo de una gallina bicéfala. ¿Qué más se puede pedir?

MANDOLIN ORANGE

Blindfaller

(YepRoc Records, 2016)

«Mandolin Orange. El disco de la cabaña en la loma y el cielo estrellado». Eso me dijo un día mi querido socio, Dirty Reig. Yo no los conocía. Such Jubilee (2015). Tenían otros tres discos antes, uno descatalogado, el primero, solo accesible por descarga. Normalmente no hago caso. No me fío. La gente cree que te tiene pillado el punto. La mayor parte de las veces no aciertan ni por el forro. Suele pasarme. Son peores que un logaritmo de Amazon o Spotify. No escucho música de prestado. Bicheo, compro y si la cago la cago solo. No me gusta cagarla en comandita, de letrina a letrina comentando la jugada. No. Cagadas solitarias. Siempre. Como en casa en ningún sitio. Fratulencias despreocupadas, sin prisas y con papel sedoso siempre a mano, doble capa a ser posible… Pero esta vez mi socio acertó de pleno. A veces pasa. El dúo de Chapel Hill, Carolina del Norte, me sedujo desde la primera escucha. Atendí, picoteé y salí de caza. Me gustó mucho el de la cabaña en la loma, pero el primero que encontré fue este, recién salido, el del bosque incendiado. Espectral. Tercero editado en YepRoc Records («el sello dirigido por artistas que se niegan a ser catalogados»). Folk, country, bluegrass y gospel con su puntito de pop. Pero no se crean, tras su aparente quietud, violín, mandolina y banjo, merodea la fuerza y la devastación. La perdición se oculta tras su belleza sin barniz, cruda. Como en los discos anteriores, parece que no estamos ahí, tal es la intimidad, parece que están solos, Andrew y Emily, tocando para sí mismos (como Gillian Welch y David Rawlings). Da igual dónde estés, Madrid, Wyoming, Tokio o El Cairo. La sensación va a ser la misma. Pones un disco de los Mandolin Orange y de repente te encuentras en una mecedora, en el porche de tu pequeña propiedad junto al río Savannah. Probablemente seas viejo o estés tullido, por eso no fuiste a la guerra (lo mismo eres un cobarde o un desertor, o la esposa de cualquiera de ellos, puede que la hija o le hermana de alguien que jamás regresará). Has escondido en el sótano el cerdo y las tres gallinas. Y las últimas sobras de una pésima cosecha. La cosa pinta bastante mal. Hace poco fue lo de Gettysburg y lo de Vicksburg. Atlanta ardió en llamas. Todo se desmorona. El general William Tecumseh Sherman hace días que inició su brutal ofensiva desde Tennessee hacia el mar. En cualquier momento aparecerá con sus tropas por el camino y lo devastará todo. Ya hay melancolía y nostalgia por todo lo perdido. Ya nada volverá a ser lo mismo. Y esta es la música que suena. La única posible. Música de vencidos. Como los personajes quebrantados de la novela de Leonard Cohen. Beautiful Losers. Los Hermosos Vencidos. Maldita mandolina…

THE RECORD COMPANY

Give It Back To You

(Concord Records, 2016)

Pocos son los discos que, desde la primera escucha, te follan la cabeza. No hay más que escuchar el primer corte de este álbum, «Off The Ground», para saber que estamos ante un portento de la naturaleza (algo parecido a lo que nos pasó en su día con el primer disco de Ryan Bingham, aquel insuperable Mescalito del 2007 que a punto estuvo de dejarnos bizcos). El típico disco por el que, con toda seguridad, te apuesto lo que quieras, tu vecino, después de destrozarse la mano aporreando la pared y de castigar tu timbre hasta fundirlo, acabará llamando a la policía (o incluso al ejército). Ellos son de Los Ángeles, mucho John Lee Hooker, pero también sus buenas dosis de The Stooges con cierto regustillo a la granja lechera en la que se crió su líder, Chris Vos (voz, guitarra –una vieja Teiesco Del Rey rescatada de un contenedor de basura– y armónica) en Wisconsin (que es un poco como nuestro Teruel: lo creas o no, en algún lugar, allá por la región de los lagos, existe –y de hecho es el estado con mayor tasa per-capita de consumo de alcohol de todo el país, detalle harto simpático; no en vano, la música de The Record Company ha sido utilizada en anuncios de Coors Light y Miller Lite, cervezas de mierda y, desde luego, muy poco apropiadas, porque ellos no tienen nada de «light», pero al final hay que sacar la banda adelante, así que, ¡qué demonios!–). Su nombre, no falla, siempre da lugar al mismo irritante diálogo. Uno que suelta: «¿Conoces “La Compañía Discográfica?». A lo que siempre le sigue la obvia pregunta del interpelado: «¿Qué compañía discográfica», para que el primero se vea obligado a aclarar: «No. La Compañía Discográfica es el nombre del grupo». Son solo tres. El combo clásico, guitarra, bajo y batería. No hace falta más. Quizá un piano en algún momento, y dos amigas, hermanas para más inri, que lo mismo se enrollen y hagan unos coros en un tema («The Crooked City»). La cosa comenzó a tomar consistencia a finales del 2011, cuando se dedicaban a grabar dudosas maquetas y se emborrachaban en el salón de la casa que el bajista, Alex Stiff, se había agenciado en el barrio de Los Feliz (barrio de míticos baretos que en su día frecuentaron ilustres borrachuzos como Bukowski o el actor Lawrence Tierney –el Joe Cabot de Reservoir Dogs–). Mucho bolo por todo el país, solos y esquivando botellas en «jukejoints» o excitando a las masas que acudían a ver a gente como B.B.King, Social Distortion, Buddy Guy o Brian Setzer. En el 2015 llegarían a pasearse por Europa (¡maldita sea, y nos enteramos ahora!) como teloneros de los Blackberry Smoke y en febrero del 2016 llegó el amanecer etílico en que dijeron: «Un momento» y se pusieron a grabar este disco. Cuando se les pregunta por lo que hacen la respuesta es tan precisa, sencilla y contundente como este disco: «Somos The Record Company. Tocamos rock and roll».

ZACH SCHMIDT

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The Day We Lost The War

(Zach Schmidt Music, 2016)

Los caminos del Señor (en realidad los caminos de casi cualquier señor, no digamos ya de las señoras…) son inescrutables. A veces uno llega a un disco por las vías más peregrinas. Es este caso lo que me llamó la atención fue la fotografía de la cubierta. Enseguida me dije: «Este retrato tiene toda la pinta de ser obra de Joshua Black Wilkins». Indagué un poco más y, en efecto, así era. De mis adicciones y del señor Black ya lo confesé todo por aquí en una entrada anterior (http://www.dirtyworkseditorial.com/blog/2015/12/8/joshua-black-wilkins), así que no creo que haya necesidad de explicar que, sin pensármelo dos veces (sin siquiera escucharlo) me lanzara de cabeza a por este disco. El hecho es que el señor Black sabe muy bien lo que se hace y nunca da puntada sin hilo. Y esta cosa brilla. Aún antes de escucharlo (ese momento de acabar de comprar un disco, salir a la calle y que te pueda la ansiedad y antes de llegar al metro o a la parada del autobús no puedas evitar desenvolverlo y ponerte a bichear su contenido chocando con los siempre molestos transeúntes…; esa clase de maravillosa emoción nunca te la dará una descarga digital, te jodes), veo en los créditos que a la guitarra eléctrica milita nada menos que Aaron Lee Tasjan (que con su último disco, por cierto, está empezando a petarlo en Nashville) con lo que la cosa ya se gana del todo mi corazón. No necesito ni escucharlo. Pero bueno, tampoco es eso, así que llego a casa, me abro una cervecita bien fresquita, lo escucho y todo cuadra. Desde la primera canción, no puedo evitarlo, me digo: «Consummatum Est». Porque esa es precisamente la sensación que tiene uno cuando tropieza con un disco de esta categoría. Una sensación de plenitud: todo ha culminado, todo se ha cumplido, todo está pacificado. El tipo es de Pittsburgh (Pennsylvania), ciudad «blue-collar» donde las haya, pero ahora vive en Nashville (Tennessee).  Lo ha grabado, mezclado y masterizado un tal Justin Francis en el local de Ronnie (me encanta el nombre de este estudio) en solo dos días. Puro East Nashville. En los agradecimientos también aparece el nombre de Joe Fletcher, otro de nuestros queridísimos sospechosos habituales (el primer artista que reseñamos en este Blog: http://www.dirtyworkseditorial.com/blog/2015/5/14/joe-fletcher). Solo añadir que es el segundo disco de Zach Schmidt, que ya grabó uno en el 2013, House or Truck or Train, después de recorrerse el país en moto, historias de currantes y de corazones abatidos. Y que no puedo estar más en desacuerdo con todos esos enojosos agoreros que claman al cielo pregonando cansinamente, día sí y día también, que hay que «salvar la música country». La música country no necesita ser jodidamente salvada por nadie, porque ya hay gente como Zach Schmidt que mantiene la cosa, si bien es cierto que muchas veces en la sombra, jubilosamente viva. Sin duda, como diría mi buen amigo el entendido, firme candidato a disco del año.

ROD PICOTT

Fortune

(Welding Rod Records, 2016)

Antes de que me entrara el blues de Tiger Tom Dixon y me pusiese a merodear por los callejones con aquella banda de perros sin dueño, me enamoré perdidamente de la chica de Arkansas (como tantos otros); corría el año 2004. Junto con Stephen Simmons, Nathan Hamilton y Hayes Carll, Rod Picott fue uno de los primeros artistas que me recomendó mi amigo el entendido. Por ello, y volviendo a citar al bueno de Rafi: «Le debo dinero». Nació en New Hampshire, pero se crió en South Berwick, Maine, territorio de las novelas de Stephen King (que yo tanto había explorado, y sigo haciéndolo) y lugar de residencia de Nicholson Baker (otro de mis escritores de cabecera). En su primer día en la escuela de segundo grado se hizo amigo de Slaid Cleaves (uno de los más grandes «storytellers» de la actual música popular estadounidense), juntos formarían una precaria banda de garaje (precariedad sin la que, probablemente, ese género no existiría), que bautizarían con el nombre de The Magic Rats (en homenaje a uno de los personajes que habitan la canción de Springsteen, «Jungleland») y a lo largo de los años acabarían componiendo varias canciones mano a mano. Rod encalleció y se fortaleció en Boulder, Colorado, con las montañas al fondo, antes de trasladarse a Nashville en 1994, donde se pasaría una larga temporada tocando por nada o casi nada en los dudosos clubs locales. Su fama de compositor comenzaría a despegar cuando co-escribió una canción para el álbum 50 Odd Dollars del inmenso Fred Eaglesmith (todos estos nombres, no se apuren, aparecerán, si no lo han hecho ya, en futuras entradas de este blog). En el 98 consigue un curro de conductor a cargo del camión del «merchandising» de Alison Krauss, a la que aunque solo sea por eso (porque, personalmente: me produce urticaria), le estaré infinitamente agradecida. Cuando hizo falta un telonero, esa palabra que ahora los músicos tanto detestan (ahora parece ser que se comparte escenario o se abre, a lo que yo solo puedo responder con un carcajeante: «¡Mis cojones 33!», expresión cuya procedencia ignoro, pero que ha sido la primera que me ha venido a la cabeza y la verdad que muy a pelo; aunque ahora leo con cierto grado de perplejidad que hay quien le atribuye un oscuro origen masónico…), cuando hizo falta un telonero, decía, Rod Picott estuvo ahí, el muchacho del puesto de camisetas que dice que canta… Con Fortune, su décimo álbum, el más reciente, Rod se ha vuelto más intimista. Más que de personajes entrevistos a lo largo de sus múltiples travesías (ese interminable período de gira), con su voz «leonarcohenada», se ha vuelto hacia dentro y se ha puesto a hablar más de sí mismo. En poco más de una semana, grabó los doce temas/relatos (seis de ellos en un solo día) que componen este disco. Limpio y crudo, como cualquiera de sus actuaciones en uno de aquellos garitos peregrinos que frecuentó en Nashville. Perdedores hundidos en la barra y cervezas pagadas con las últimas monedas rescatadas de un bolsillo agujereado y dado de sí. Maquillaje corrido y cáscaras de cacahuetes. Bienvenidos al «circo de los corazones rotos y la miseria» (que es como Rod Picott identifica y llama a lo que hace: cantar y abrirse, noche tras noche, frente a extraños).

THE JOHN HENRYS

Sweet As The Rain

(9LB Records, 2008)

Aparte de que hizo un frío del carajo (en diciembre los termómetros llegarían a marcar los 30 grados bajo cero) y de la aparición del primer disco de los John Henrys (The John Henrys, un álbum que solo se editó por allí, localmente, en Ontario –si alguien lo tiene, por Dios, que me llame; se lo cambio por 40 acres y una mula–), no sé qué otras cosas reseñables pudieron suceder en Ottawa en el 2004. Tampoco es que me importe demasiado. Lo que importa es que la banda comenzó a sonar fuerte en las radios de la zona y, de la noche a la mañana, se vieron compartiendo escenario con The Sadies, los Golden Dogs, Elliot Brood y gente así. Fueron días de mucha carretera y tiempo más que de sobra para ir escribiendo las canciones que compondrían el Sweet As The Rain, su segundo álbum, el primero que cayó en mis manos, ya con tirada más amplia y conciertos al otro lado de la frontera. Ellos siempre dijeron que no aspiraban a ser unos Mad Max, unos héroes de la carretera, sino que preferían pararse de vez en cuando, sentarse en el porche y componer. Por entonces fue cuando en la Chart Magazine dijeron aquello de que si Gram Parsons, Neil Young, The Band y Otis Redding montasen una orgía, The John Henrys serían, más o menos, el resultado. Es un comentario bastante extraño: una orgía con toda esa gente. Y un resultado más o menos así. No entiendo nada (resulta que nos salió ocurrente el reseñista de la Chart Magazine, no sé a qué orgías habrá asistido…). Marcianísimo mundo de referencias cruzadas, de algoritmos locos y de «si te gustó esto, te gustará esto otro» (¿tú qué coño sabrás lo que a mí me gusta, puta máquina?). En cualquier caso, el nombre del grupo, en efecto, procede del mítico personaje del folclore popular, John Henry, tan presente en docenas de canciones tradicionales. Aquel gigantón (en casi todas las versiones, afroamericano) que desafió a la máquina, martilleando clavos de ferrocarril con una maza, y acabó saliendo victorioso aunque el esfuerzo le acabó costando la vida. Símbolo de la clase trabajadora estadounidense (Johnny Cash cantó la leyenda de su martillo) y, a lo que vamos, perfecta definición también para el tipo de música que perpetra este quinteto canadiense liderado por el gran Rey Sabatin Jr., de origen Ojibway, Filipino e Irlandés (mezcla de lo más explosiva), a lo que hay que sumar, además, su vasta experiencia como luthier. Música de currantes. Música de «rabia contra la máquina». Solo diré que el tema «New Years» lo tengo en lista preferente y hay días que me lo pongo en bucle y me sigue sonando igual de contundente que la primera vez. Ya me dirán…

JEFFREY FOUCAULT

Salt As Wolves

(Blueblade Records, 2015)

Hace ya tiempo llegamos a él a través de una recomendación de John Prine (cuentan que Jeffrey aprendió a tocar la guitarra a los diecisiete años interpretando las canciones del primer álbum de John Prine, a puerta cerrada en su habitación y rodeado de pósters de bandas de la Nueva Ola Británica; más adelante, grabaría un disco homenaje con versiones de sus canciones favoritas, el prodigioso Shoot The Moon Right Between The Eyes; para que conste en acta, añadiremos que otros hitos fundamentales de su formación fueron aprenderse de memoria los versos del «Desolation Row» de Dylan, tarea titánica de la que no todo el mundo sale indemne, y robarle a un amigo el disco de Townes Van Zandt Live and Obscure, para lo que hay que ser muy hijodeputa o muy miserable, yo aún me siento mal por el libro de Stephen King que le robé al padre de un amigo, allá por la EGB, ahora mismo lo estoy viendo, Christine, la edición azul clarito de Plaza y Janes –por aquel entonces inencontrable–, y quiero pensar que sirvió para algo, que definió algo en el tiempo, que me hizo ser quién soy: el hijoputa miserable que está escribiendo esto; al menos Jeffrey Foucault no deja de firmar discos memorables…). El caso es que ya han pasado casi dieciséis años desde que publicase, junto a Peter Mulvey, su primer trabajo, allá por el año 2001, Miles from the Lightning, «baladas de un pueblo pequeño», en este caso Whitewater, Wisconsin (de donde también es, por cierto, el fotógrafo Edward S. Curtis), pero también podría ser mi pueblo o el tuyo… Con Salt As Wolves, título sacado del Acto III, Escena 3 del Otelo de Shakespeare, Foucault se marca un décimo álbum cargado de aires oscuros del Delta (Big Bill Broonzy, John Lee Hooker y un chorrito de Jessie Mae Hemphill). Pero también incluye un par de baladas country, su especialidad, y un «Left This Town» que, en palabras del propio Jeffrey suena a algo que podrían haber perpetrado perfectamente los Rolling Stones de haber vivido en Iowa. También afirma con rotundidad que es el primer disco en el que ha logrado transmitir todo lo que hace y todo lo que escucha (no en vano, estrena su propio sello independiente). Una colección de canciones perfectas para dar un concierto en un bar vacío (sin ni siquiera un triste camarero, el camarero eres probablemente tú mismo). Canciones epistolares de, como él mismo dice, «carreteras pequeñas». Grabadas en apenas tres días en mitad de un paraje boscoso y desolado de Minnesota. Canciones gastadas que, como alguien ha dicho muy certeramente por ahí, son como tus botas favoritas, llenas de barro y polvo del camino, erosionadas por años de abuso y andanzas por carreteras interminables. Tremendo.

BJ BARHAM

Rockingham
(At The Helm Records, 2016)

Hace tiempo que no hablo de él. Puede parecer que se ha ido, pero no. Sigue haciendo su trabajo en la sombra. Mi amigo el entendido. A veces me pregunto qué demonios haremos cuando él no esté. Tremenda depresión. No nos quedará otra que volver a fatigar las páginas de la revista No Depression en busca de pistas, migajas y jeringuillas usadas. Y echarle tremendamente de menos. Porque conocía nuestra alma, y nuestras debilidades. Y sabía sanarlas, como las «Sisters of Mercy» de aquella eterna canción de Leonard Cohen: «Y me trajeron su consuelo, y luego me dieron esta canción»… El caso es que en la tercera entrada de este Blog, allá por mayo del 2015, en la reseña del último álbum de los American Aquarium (Wolves), aparte de hablar de mi queridísimo «dealer», apunté su vaticinio. Cito textual: «Dice “el entendido” que el siguiente paso lógico solo puede ser la disolución de la banda y el comienzo de la carrera en solitario de su líder, BJ Barham». Pues bien, me quito el sombrero. La banda no se ha disuelto (es más, en breve publicarán un cd/dvd de un concierto que demuestra el buen estado de salud de la banda, por ahí dicen que su directo es conmovedor, y yo me lo creo), pero, en efecto, BJ Barham, líder del grupo, acaba de sacar su primer disco en solitario. Como muy bien dijo «el entendido», se veía venir. Y menudo disco. Desgarrador. Los pelos como escarpias. Todo surge en noviembre, en Bélgica, durante un concierto de los American Aquarium, la noche del ataque terrorista en París, en el concierto de los Eagles of Death Metal. Un par de días más tarde, BJ Barham tenía compuestas estas ocho canciones. Canciones sobre el hogar y sobre el «sueño americano» roto. Carreteras que conducen a ninguna parte. El cinismo oscuro que se genera en las ciudades pequeñas. La desesperación. La necesidad de evasión. La imposibilidad de evasión. La violencia… Y como broche final, dos versiones totalmente despojadas, como puñetazos en la tripa, del colosal álbum de American Aquarium del 2012, Small Town Hymns. Todo muy acústico, desenchufado, de arma blanca. Por ahí he oído algo que me encanta: este álbum hace que John Moreland suene a Sonny and Cher. Ahí lo dejo. Juzguen ustedes mismos.

 

 

 

THE FELICE BROTHERS

Life in the Dark
(Yep Roc Records, 2016)

Siempre me ha gustado la música que suena a circo que se va. Música que se lleva la música a otra parte. Música de desmontar la carpa en la madrugada con sonido fuerte de viento. Carromatos chirriantes, niños corriendo detrás, algún sueño roto de chica con el maquillaje corrido que no encuentra sus bragas entre los matorrales y su puntito Nino Rota a las órdenes de Fellini. Con su rastro desolador de palos de algodón de azúcar, envoltorios de golosinas, petardos reventados y cagadas de fieras. Por eso me gustaron desde el principio los hermanos Felice, desde que bajaron de Palenville, en las Catskill Mountains (a veinte minutos en coche de Woodstock), con sus acordeones, sus armónicas y sus violines, su fanfarria gitanesca, para instalarse en el suelo de un pequeño apartamento de Brooklyn y ponerse a tocar en las estaciones de metro de la Calle 42 y Union Square, y por las míticas calles de un Greenwich Village bastante anochecido. En un buen día podían llegar a sacar doscientos pavos, para gasolina, una cuerda nueva para el violín y poco más. Canciones de amor, asesinato y borracheras. Acabarían tocando en el granero de Levon Helm, claro. Música de «barn dance». De giro y taconeo. Revuelo de faldas y muchachos que ya no volverán nunca de la guerra… Este disco ha sido un jubilosísimo reencuentro. En el 2011 les perdí la pista. Sacaron el Celebration, Florida en el sello Fat Possum para ir de modernos, con su idiotez «electro» y «dance hall», les dio por experimentar y se fueron a la mierda (bueno, al menos yo les mandé a la mierda; no sé si fueron –a mí por lo menos no me mandaron ninguna postal, ¿a ti?–). Y he de reconocer que este último disco, el otro día, en Radio City, lo encargué con miedo y un poco a ciegas, sin saber qué iba a encontrarme. Al llegar a casa lo escuché con el rifle cargado. Pero desde el primer acorde, supe que los muchachos habían vuelto a la granja. El disco es una maravilla. Y, en efecto, han vuelto a grabar en una granja. Se puede oír el cloqueo real de las gallinas después de cada canción. Todo muy rústico y muy casero. Música «hobo» de la Gran Depresión, pero de ahora: un vestido de novia en una casa de empeños, casas y coches vendidos, familias rotas y guerras de «hombres ricos»… El encomiable talento narrativo del gran Simone (que, por cierto, también escribe novelas demoledoras) sacudiendo los cimientos de la era Trump y sus miserias. Así que, con vuestro permiso, me voy a salir ahora mismo de esta reseña porque me dispongo a conseguir el Favorite Waitress, el disco que sacaron después de esa atrocidad del 2011 que me hizo mandarles a hacer puñetas. El título es fantástico, y he vuelto a confiar en ellos. Me voy con el circo, mamá. Como Ramblin’ Jack Elliott.

 

DAVID CHILDERS & THE MODERN DON JUANS

Jailhouse Religion

(Little King Records, 2006)

Un disco de gospel accidental. Es lo que le salió y lo que le sigue saliendo. Pero es mucho más que eso. Y puede también que mucho menos. Es una lucha. Pecado y Redención, como los celebrados Rubin de Cash. Bastante crudos. Con un pie en el honky-tonk y otro en la iglesia. Y el diablo siempre esperando a la vuelta de la esquina. Childers procede de los campos de algodón de Mt. Holly, Carolina del Norte, aprendió a tocar el banjo a los 14 años, porque es lo que había, aunque sin la menor confianza para convertirse en músico, claro que tuvo el buen tino de meterse en el coro de la iglesia para poder estar cerca de las chicas bonitas. Ya andaba por ahí el viejo diablo, lujurioso y libertino. En la universidad abandona el banjo por la guitarra, un poco por lo mismo: chicas. Pero solo se tomaría en serio lo de la composición ya con 37 tacos bien cumplidos, ejerciendo al mismo tiempo de abogado, sesenta horas a la semana, agotador. Varios discos con los Mount Holly Hellcats y los Modern Don Juans. Gatos del Infierno y Don Juanes Modernos. Bandas de dedos destrozados en los algodonales. Bandas de cerveza, chicas sudorosas no tan bonitas y motel. Este Jailhouse Religion es el segundo disco que grabó con los Don Juans (el séptimo de su carrera en estudio), el álbum anterior al año en que decidió disolver la banda y retirarse definitivamente de los escenarios. Demasiado alcohol y demasiada carretera. Pero siguió componiendo (y pintando óleos de figuras extrañas, sombras delirantes y el diablo). Parte de la culpa la tiene Bob Crawford, bajista de los Avett Brothers. Grabaron juntos una canción suya, «Angola», para el documental de Jeff Smith, Six Seconds of Freedom, sobre el rodeo de la célebre prisión de Angola, Louisiana. Y la colaboración no acabó ahí. Luego, hablando una noche de la Batalla de King’s Mountain que tuvo lugar en Gastonia, en 1780, descubren que ambos son descendientes de los «Overmountain Men», los hombres de la frontera que ayudaron a las fuerzas coloniales a ganar la batalla. Así que adoptan su nombre, The Overmountain Men, y forman la banda con la que grabarán dos discos poderosos, Glorious Day (2010) y The Next Best Thing (2013), de los que ya hablaremos algún día. En el disco que reseñamos hoy está la conflictiva canción que le trajo tantos disgustos, «George Wallace», que muchos deficientes mentales adoptaron como himno racista sin percibir la evidente crítica que escondía la letra (algo parecido a lo que ocurre con los catetos que piensan que el «Born in the USA» de Springsteen es un himno nacionalista yanqui, ¡¿a dónde fue a parar el dinero que se gastó papá en vuestras putas clases de inglés, paletos?!). En fin. Fíjense en la cubierta. David es el preso del fondo. El que está debajo de la pintada en la pared que pone: «Insane». Hay tex mex, muy a lo Joe Ely, en el tema «Roadside Parable». Hay heavy metal del bueno en el apocalíptico «Danse Macabre». Hay música de porche delantero en el banjo de «Chains of Sadness». En definitiva, muerto Cash, David Childers es el predicador que estábamos esperando. ¡Aleluya!

MARGO PRICE

Midwest Farmer’s Daughter
(Third Man Records, 2016)

Es verdad. Hacía tiempo que no me pasaba algo así. Ni a mí ni a Nashville ni a la música country en general. Algo así como Margo Price, que un buen día llegó de Aledo, Illinois (población: 3612) con veinte añitos. Pero es verdad lo que dicen. Le bastan veintiocho segundos del primer tema de este disco para ponerte los pelos de punta y convencerte de que una nueva «badass» ha llegado a la ciudad. Son sus historias, es su actitud, es el sonido que saca (puro outlaw del bueno: Waylon & Jesse, tremendo el temazo «Tennessee Song»), es su voz. Es todo. Me viene a la cabeza el primer disco de Sturgill Simpson. Igual de contundente. Igual de conmovedor. Sumario de sus 32 años de vida: la perdida de la granja familiar, la muerte de un hijo, problemas con los hombres y la botella. Vulnerabilidad y resistencia. Ya había tonteado con una banda muy influenciada por los Kinks y el pop inglés (Secret Handshake), durmiendo en tiendas de campaña por las montañas de Colorado, y había grabado tres discos autoproducidos con su marido y una banda de algo así como rock sureño que se llamó Buffalo Clover. Luego vinieron Margo an the Pricetags, una súper-banda de vida efímera en la que llegarían a militar, entre otros, el ya mentado Sturgill Simpson y el grandioso Kenny Vaugham. Pero nadie la tomaba en serio. Etiqueta de «loser» a orillas del río Cumberland hasta que se mete en los míticos estudios Sun de Tennessee con su banda, graba esta joya y el bueno de Jack White (tan denostado por muchos sobre todo a partir de aquella obra maestra que fue el Van Lear Rose), alabado sea, se fija en ella, deslumbrado por la que identifica enseguida como la nueva Loretta Lynn, aire fresco para un Nashville que huele a sótano cerrado, y la ficha sin pensárselo dos veces para su sello Third Man Records. Gracias, Jack (una vez más). Y así es como una hija de un granjero del medio-oeste vino a plantarse en el trono de la que una vez fuese hija de un minero de carbón (quien, por cierto, dicho sea de paso, acaba de sacar un disco espantoso –ya sin Jack White–, muy geriátrico, y le ha dado, según me cuentan, por apoyar la candidatura de Donald Trump…, madre mía, si su padre minero –Levon Helm, en la versión cinematográfica– levantara la cabeza). El caso es que discos como este vienen a cerrar la boca de todos esos cenizos nostálgicos de mal aliento (me los imagino así, ¿qué le vamos a hacer…?) y con los bolsillos llenos de alcanfor (música ranciuna) que se quedaron varados como ballenas viejas en los setenta afirmando con rotundidad espasmódica que «la cosa ha muerto». Pues muy bien. Allá ellos. Que se queden con su música cadavérica. Nosotros nos quedamos con Sturgill, con Margo y con lo que venga, y si Margo no lo gana todo este año (con permiso de Sturgill) es que el mundo, como en la novela del escritor peruano Ciro Alegría, es ancho y ajeno (y ya tiene poco arreglo). Pero nosotros a lo nuestro.

THE DEVIL MAKES THREE

I’M A STRANGER HERE
(New West, 2013)

Buddy Miller ya había vendido su alma al diablo y llevaba un año sustituyendo a T-Bone Burnett a cargo de la producción musical de Nashville, ese gran mojón de la cadena ABC que defecaba/producía la esposa de aquel (Callie Khouri, guionista y productora de Thelma & Louise antes de que a ella también le diese por vender su alma al diablo), Buddy Miller, decíamos, ya iba camino de grabar con Christina Aguilera (madre mía, Buddy, con lo que te hemos querido…), cuando en el 2013, en un gesto de aquella admirable exquisitez a la que nos tenía tan acostumbrados, produjo para el sello New West el brillantísimo I’m A Stranger Here de los The Devil Makes Three, nada menos que en el estudio de Dan Auerbach, de The Black Keys (el Easy Eye Sound Studio). La banda de Santa Cruz, California, ya llevaba once años en la carretera, dos de sus tres diabólicos componentes habían regresado ya a su Vermont natal, donde hay más vacas que personas, habían firmado con un sello independiente (Milan Records) especializado en bandas sonoras y fatigaban los festivales de bluegrass en calidad de «secreto mejor guardado», minoritario y «gourmet», solo para enteradillos (sacando lo justo para comida y gasolina). Buddy Miller, enteradillo ilustre, con el proverbial olfato que se gastaba en aquel entonces (antes de que se le atufase a causa del hediondo mainstream de Nashville), lo vio claro: les produjo el álbum y les facilitó el acceso a nuevas pantallas (los escenarios del Fillmore, del Catalyst o del prestigioso festival Hardly Strictly Bluegrass). Entre otras cosas, tuvo el acierto de juntarlos con la gloriosa Preservation Hall Jazz Band, una auténtica institución de Nueva Orleans. Y la cosa no puede sonar mejor. En resumen: música borracha de saloon. Esa sería la etiqueta más aproximada (la que se les suele atribuir es: «alt-country/folk punk trio») Póker, escupidera, ventajista, pianola y prostituta aparentemente bondadosa en el excusado. Hay una crítica por ahí que dice que The Devil Makes Three han llegado para llenar el vacío que dejaron los Avett Brothers tras su también diabólica alianza con Rick Rubin. Quienes los han visto en directo afirman con ojos vidriosos que no hay cosa igual, regresan a sus casas como de un aquelarre, exhaustos y entusiasmados, algo que, dicen, es imposible transmitir en una grabación de estudio. Misa negra y orgía. Banjo, tatuajes y Howlin’ Wolf en la marmita. Además el libreto del cd es precioso. Vintage del bueno. Solo añadir que en menos de un mes, el 16 de septiembre, sale su nuevo trabajo, Redemption & Ruin, un disco en el que versionan, con su particular estilo ebrio, a sus héroes: Robert Johnson, Muddy Waters, Willie Nelson, Kris Kristofferson, Townes Van Zandt, Tom Waits, Ralph Stanley, Hank Williams…; y cuentan con colaboraciones de gentaza como Emmylou Harris, Jerry Douglas, Tim O'Brien, Darrell Scott y Duane Eddy. La buena noticia es que se producen solos. Que Buddy Miller ya no está. Buddy anda en otras, produciendo mojoncillos insulsos como su reciente y aburridísimo Cayamo Sessions At Sea. Sospechamos cosas. Debe andar mal de dinero. Algo relacionado con la enfermedad de su esposa, la increíble Julie. No tenemos ni idea. Especulamos. Preferimos no saber. Solo esperamos que vuelva pronto.

LEVI PARHAM

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An Okie Opera

(Wesley Levi Parham, 2013)

 

En la geografía de este blog hay lugares recurrentes. Mucho Sur, mucho Nashville, mucho Tennessee, mucho Louisiana. También mucho Texas y mucho Carolina del Norte. De vez en cuando, California y, alguna vez, Nueva York o Boston, con paradas en Maine y breves estancias en Chicago. También Idaho, Nebraska y Montana. Incursiones en Canadá y alguna escapadita a Alaska… Pero, sin duda, el lugar que más se repite por aquí es Oklahoma. Y es que, como ya dijimos alguna vez, algo pasa en Oklahoma. Será el agua con que destilan la cerveza. O la sombra alargada de Woody Guthrie. Puede que le venga de cuando era el temido «Territorio Indio», o del fantasma de Tom Joad. Quizá lo inhala uno desde que nace, por el polvo de las míticas tormentas… El caso es que del «okla humma» de los indios choctaw (traducción literal: gente roja), no paran de salir artistas brillantes. La biografía de Levi Parham es bien parca. Buscas y apenas dice: «Levi creció en el sudeste de Oklahoma escuchando la inmensa colección de discos de su padre, especialmente de blues». Y ya. Pero es evidente que la clave no puede estar en la segunda parte de esta fórmula. Yo también crecí escuchando la inmensa colección de discos de mi padre (y puede que tú también) y no salí, ni por el forro, cantante ni multi-instrumentista (y puede que tú tampoco). Así que, como es obvio, la clave ha de estar en la primera parte de la ecuación, en este caso: McAlester, Oklahoma, de donde no somos ni tú ni yo, y de cuyo centro penitenciario (a veces llamado «Big Mac» y, a veces, simplemente «McAlester», nombre del célebre Gobernador de Oklahoma inmortalizado, por cierto, en True Grit, del genial Charles Portis), sale precisamente Tom Joad en las primeras páginas de Las Uvas de la Ira. Pues bien, An Okie Opera fue el debut de Levi Parham. Un disco árido y descarnado, con mucho de «finger-pickin del Delta» y su punto Townes Van Zandt, en el que el bueno de Levi se hace cargo de todos los instrumentos (también de la producción y de los arreglos). Básicamente es un disco grabado en el salón de su casa con el vecino más cercano viviendo a varios kilómetros de distancia y el motor de la pickup jodido por el polvo, así que ponerlo en marcha es siempre un sinvivir y cada vez que hay que acercarse a la tienda del pueblo a por cerveza uno se caga abundante y repetidamente en las Grandes Llanuras y en las Dust Bowel Ballads… Y el resultado no puede ser más brutal. No tiene desperdicio. Normal que se ganase ese puesto de honor como uno de los «Oklahoma’s top Americana singer/songwriters». Luego, con el éxito local de su Ópera debajo del brazo, se marchó a Nashville y grabó un EP no menos glorioso (Avalon Drive); y ahora parece que el nuevo disco (These American Blues) se lo va a producir nada menos que Jimmy Lafave para Music Road Records. Con lo que uno no puede más que acabar esta reseña con un muy sentido y admirativo: «¡Joder con los okies!».

J.TEX & THE VOLUNTEERS

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House on the Hill
(Heptown Records, 2012)

Los Voluntarios son muchos y de muy diversa catadura. Cuento dieciséis pero puede que sean más. Artistas, marineros, surfistas, escritores, pintores de brocha gorda y granjeros. Se juntan, montan su especie de carnaval, su Medicine Show, viajan y se transforman en músicos para tocar sus instrumentos y contar sus historias. Luego se disuelven, se pierden por el camino, quizá se reencuentren más tarde en cualquier otro lugar, con nuevas historias (o las mismas, cambiadas). Nómadas que jamás te dirán que no a un buen vaso de whisky, una taza de café, un cigarrillo o una buena conversación. El dueño del corral es Jens Einer Sørensen, alias J.Tex, nacido en Detroit, Michigan, pero criado en Dinamarca. Te contará que lleva tocando desde los seis años, ganándose la vida por las viejas carreteras de Europa, antes de volver, al cumplir los veinte, a Estados Unidos en busca de sus raíces musicales. Como quien emprende la búsqueda de su coronel Kurtz particular (todos tenemos uno) en El Corazón de las Tinieblas, comienza su «Odisea» en Nashville, con una guitarra en una mano y una brocha en la otra, y viaja por todo el Sur, tocando en garitos de mala muerte y pintando graneros. Las carreteras comarcales del Sur Profundo le absorben como las sirenas a Ulises y traba amistad con una especie de compañero y mentor, John Heiner, «el hombre de una sola pierna». Interestatal 75. Viejos sentados en porches desvencijados de drugstores y gasolineras que cuentan historias de muertos impertinentes y prostitutas mágicas. Y de todos aquellos devaneos y peripecias acabará surgiendo su primer álbum allá por el 2006, Lost Between Clouds Of Tumbleweed And Space que, en efecto, suena a matojo rodante y a espacios inabarcables. Pero es con su segundo trabajo, One of These Days, cuando comienzan las cansinas comparaciones con Tom Waits (es cierto que lo tiene, por lo de carnaval y música trapera, pero que cansinería, oiga). Luego viene Misery, grabado en tres días y en solitario, en el edificio de una vieja escuela a las afueras de Lund, Suecia. Le sigue un álbum navideño, en la vieja tradición country, antes de ponerse con este prodigioso House on the Hill del 2012 que me vuela la cabeza. Llámalo Alt-Country, llámalo Americana, llámalo como quieras. Nosotros por aquí no somos muy de clasificar las cosas para entenderlas. Si has seguido este blog lo sabrás. Huimos de las etiquetas igual que de esas serpientes míticas de las que hablaba la abuela de Harry Crews en Infancia: Biografía de un Lugar. Esto suena a años treinta, a banda de carromato, a carnaval de monstruosidades, a mágico crecepelo, a mooonshine venenoso, a caballo cojo y a tormenta de nieve. Hay una tremenda versión del «I Still Miss Someone» de Johnny Cash que es para quitarse el sombrero y sentarse encima. Y otra del «Ben McCulloch» de Steve Earle. Al final es un poco como las películas de Wenders o de Kaurismaki, lo hemos hablado muchas veces en el porche de los Dirty. La mirada de alguien de fuera que parece comprender mucho mejor que los propios lugareños lo que está sucediendo al otro lado de la puerta. Suena auténtico, parece de allí, pero hay algo más, no sé, una extrañeza o un extrañamiento que lo convierte en otra cosa. Rasposo y embarrado. A este disco le siguió un quinto, Old Days vs. New Days. Mañana engraso el Winchester y salgo a cazarlo.