SETH AVETT

Seth Avett sings Greg Brown

Ramseur Records, (2022)

Los que frecuentáis este ventorrillo ya me habréis oído alguna vez, acodado al fondo de la barra (en distintos estados de embriaguez), hablar del inmenso Greg Brown, tesoro nacional –o debería serlo, y aún así me quedaría corto en el peritaje–, el cantante, músico, poeta de Iowa, con ya más de treinta discos –joyas– en su haber. Su voz, ese «barítono amistoso» del sello Red House, y sus canciones llevan sonando en esta casa desde que tengo uso de razón (poca, pero uso; hay quien tiene mucha y no gasta). Cada nuevo disco ha sido esperado y recibido como un nuevo libro de, por ejemplo, Marilynne Robinson, o un nuevo cómic de Chris Ware, cualquiera de los gloriosos bardos del Medio Oeste, su voz cada vez más cavernosa y cálida, sus estudios de personajes cada vez más naturalistas e incisivos. De Seth Avett, en cambio, compruebo que he hablado menos, y eso que lleva firmando, con su hermano Scott, obra maestra tras obra maestra desde 2002, cuando debutaron como los Avett Brothers (ya con Bob Crawford al contrabajo) con el Country Was. Esto, este olvido impertinente, me lo digo ahora y lo expongo aquí para que quede constancia, a modo de aval o resguardo, habrá de ser en breve enmendado. El caso es que desde que Seth Avett anunció que iba a sacar este disco homenaje a uno de los héroes de su panteón, Greg Brown, su sexto álbum en solitario, todo el mundo me ha empezado a caer bien, hasta los más anormales (no hay cuidado, en un par de días se me pasará, lo tengo comprobado). Para que se me entienda, la experiencia ha sido como la satisfacción casi orgásmica que se obtiene con la biyección de una tupla, intuyo, o más bien recuerdo, de cuando toreábamos el álgebra y la aritmética, con mayor o menor fortuna, en los años de instituto (yo más bien entre los toreros de salón, los que resolvían siempre de pura chiripa, y, claro, aquí me tenéis ahora, escribiendo reseñas para un blog que leerán cuatro o cinco extraviados, en tiempos de «yo tengo un podcast» –que es como decir que se tiene un tío en Alcalá, en la mayoría de los casos–). Valga lo anterior para decir que este disco me parece de una lógica aplastante. Tenía que acabar ocurriendo. Y el resultado, ya en casa desde hace unos días, es apabullante. Entiendo que entran en juego factores muy personales, pero para mí ya es, sin duda, el disco del año. Lo primero que pensé, ni bien entonada la primera línea de la primera canción, «The Poet Game», es que tenía delante un caso clínico evidentísimo del Síndrome Trent Reznor/Johnny Cash (que es un síndrome que me acabo de inventar). Aquello que dijo Trent Reznor al escuchar por primera vez la versión que hizo El Hombre de Negro de «Hurt»: «Me ha quitado la novia», vale perfectamente para este disco. Solo que en este caso no es solo una novia, son diez. Y, probablemente también el perro, el coche, la casa y la cuenta bancaria (hasta los calzoncillos). Desvalijamiento total. Pero tampoco es que me haya pillado por sorpresa, porque el bueno de Seth ya había hecho antes algo parecido, hace ocho años, junto a Jessica Lea Mayfield, con las canciones de Elliott Smith. Tremendo asaltaconventos, el muchacho de Carolina del Norte. Grabado en habitaciones de hotel, entre giras por México y Estados Unidos, y producido por Dana Nielsen (Bob Dylan, Neil Young…), qué manera de olisquear y fagocitar el correo ajeno. Emociona imaginarse a Greg Brown escuchando estas canciones en su casa, con Iris DeMent al lado, preguntándose: «En serio, ¿son mías?». Y ella diciéndole: «Eran». La sinceridad, el espíritu, el intimismo, los personajes, siguen estando ahí, pero Seth se los ha llevado a su granero y el resultado es espeluznante, y lo digo en el buen sentido, en el sentido de erizársete el pelo y las plumas, de ponérsete los pezones como escarpias (y, ¿por qué no?, de espantar y causar horror, básicamente por lo que el resultado tiene de casi numinoso). Un disco de pura emoción, perpetrado por alguien que lleva escuchando y admirando a Brown toda la vida (por herencia paterna), que ha cantado estas canciones mil veces en su covacha («su música –dice Avett–, ha sido siempre un lugar al que he regresado en busca de guía», ejemplo de oficio y propósito), y que viene a demostrar, entre otras cosas, que más allá de las personalidades y el carisma, al final, lo que de verdad importa, la argamasa, son las canciones. Oídas de nuevo, tan diferentes, tan singularizadas, vienen a demostrar lo que ya se sabía desde el puerto de origen: qué buenas son, qué deslumbrantes. «Greg dijo una vez: “Un himno deja de ser un himno si se canta sin corazón”. Ahora esto me resulta obvio, y no solo en lo que respecta a los sentimientos de la música góspel, sino en cualquier ofrenda, canción, deseo, gesto o acción que emprenda un alma hacia otra. Con este disco quiero darle las gracias a Greg Brown por recordármelo una y otra vez, una verdad que todos nacemos sabiendo, pero que en ocasiones puede olvidarse».

HERMANOS GUTIÉRREZ

El bueno y el malo

(Easy Eye Sound, 2022)

Yo tenía un amigo vikingo muy poco vikingo. Se llamaba Dan, nos conocimos en la Facultad de Imagen y Sonido, y hará ya cerca de treinta años que no nos vemos. Él volvió a su Vieja Uppsala. Era de padre sueco y madre colombiana, pero tenía más de Chiminigagua que de Odín, no había más que verlo. El gobierno sueco le daba una paga y con eso íbamos tirando en su apartamento (la facultad, decidimos, nos quedaba un poco lejos), fumando, bebiendo y empapándonos de Wim Wenders, Aki Kaurismäki, Betty Blue, Bagdad Café y mucha música de Ry Cooder y Chuck Berry (también cumbia, vallenato y currulao, Carlos Vives lo petaba en aquel momento, y a Dan le encantaba). Fresas Salvajes, El séptimo sello y mucho Strindberg a ritmo de «sabrosura». El caso es que este disco de los Hermanos Gutiérrez, primero grabado en Estados Unidos, me ha hecho recordar aquellos tiempos (que en mi cabeza aparecen fotografiados por Robby Müller, que eran las gafas que gastábamos en esa época). Nos obsesionaba «la mirada». Había un libro de Wim Wenders que por aquel entonces nos llegamos a aprender casi de memoria, The Act of Seing (se traduciría años más tarde, en 2005, Ediciones Paidós). Nos fascinaba la cultura yanqui, el paisaje, visual y sonoro, de Estados Unidos, pero sobre todo visto desde el prisma del extraño, del forastero, la mirada europea. Esa cosa de Stroszek perdido en Wisconsin o de los Leningrad Cowboys de gira por América. En aquellas reuniones en casa de Dan, de vez en cuando, aparecía también Patrick, el amigo sueco, en este caso muy sueco, de mi amigo no tan sueco, más rockabilly que los rockabillies que lo inventaron. Era Madrid, pero podía haber sido perfectamente un suburbio de Pittsburgh. «Tan lejos, tan cerca», con permiso de Wenders, de quien nos encantaba aquello que decía en el libro de marras acerca de la «identidad alemana» que no pudo resistirse a la tentación estadounidense cuando desembarcó en aquellas tierras, pero, por fortuna, continuaba diciendo, llevaba otro traje en la maleta, «bajo el chaleco Teutón llevaba una camisa blindada europea tejida a base de innumerables idiomas, culturas, fronteras, regiones, guerras y paces». Y con todo ese bagaje era con lo que el bueno de Wim hacía su cine. De todo eso estaba teñida su mirada. Una visión que pivotaba entre la fascinación y el extrañamiento. De repente, una vez caído el Muro, todos aquellos espacios abiertos y el desierto. El mito de la carretera… Y es precisamente a todo eso a lo que suenan los Hermanos Gutiérrez, de padre suizo y madre ecuatoriana, residentes en Zúrich. Dice Estevan que cuando toca con su hermano Alejandro es como si se montasen en un coche y se echasen a la carretera. Saguaros, moteles, Joshua Tree, Death Valley, spaguetti western y mucha banda sonora de Morricone. También sacan a la palestra su admiración por el cine de Lynch y de Jarmusch. Su imaginario está poblado de vaqueros, cancioneros perdidos, vagabundos, fugitivos, amantes y vínculos familiares. Mucha guitarra clásica y mucha slide, la música, en definitiva, del gran desierto americano, pero visto desde fuera, con la mirada del desencanto europeo y el mestizaje con la cultura latina, el bongo, la conga, las maracas y el joie de vivre de la música materna (con Julio Jaramillo a la cabeza). Dan lo vio claro desde el principio (esta vez, otra vez, me refiero a Dan Auerbach, de los Black Keys, no a mi amigo escasamente vikingo, que a saber en qué andará metido o qué andará metiéndose) y se los llevó a su estudio de Nashville. Los Cowboys de Zúrich aterrizan en América. Bastó una conversación de no más de veinte minutos para que firmasen un contrato con su compañía, Easy Eye Sound. Luego fue todo rodado, enchufaron las guitarras y empezaron a tocar para mostrarle a Dan lo que tenían entre manos. Al acabar, Dan dijo: «Muy bien, ahora otra vez desde el principio». Ni siquiera se habían dado cuenta de que los había grabado. Eso les gustó. No buscaba perfección, buscaba sentimiento. Buscaba capturar el instante: eran de la misma calaña. Grabar la mirada. Toda esa pasión y esa nostalgia, el profundo entendimiento de esas dos guitarras que llevan tocando juntas, con los Alpes al fondo, desde 2015 (con su primer álbum, 8 años, que son los años que se llevan). Y la misma exacta fórmula de sus cuatro discos anteriores: guitarra clásica, guitarra lap steel, percusión y nada de voces. Música de atravesar ciudades en la noche, de asomarse a las ventanas de la gente al pasar, para ver cómo viven (como en aquella fantástica canción de Richmond Fontaine), música de vida de motel (de nuevo Vlautin), de carreteras interminables. Música a la que solo le falta un poco de chasquido de leña húmeda en la fogata y un fondo de grillos y coyotes para convocar al fantasma de Tom Joad y mandarlo todo a hacer puñetas.

TYLER CHILDERS

Can I Take My Hounds To Heaven?

(Hickman Holler Records, 2022)

Cuidado, porque hay gente muy enfadada. Todo en este disco, que son tres discos, les molesta. Gente que esperaba otro Purgatory y que, claro, se enerva, porque aquí no hay purgatorio que valga. Es esa gente que siempre quiere más de lo mismo y que cuando la cosa no suena como ellos pretenden que suene, se sofocan y se estriñen. Se encabritan. Para empezar dicen que este disco, que son tres discos, no son tres discos, qué coño, dicen, ni siquiera es un disco, ¡ni siquiera es un solo disco! Dicen, y lo dicen elevando innecesariamente el tono de voz, hablando en MAYÚSCULAS y en negrita, que apenas, si acaso, da para un EP. Están muy enfadados. Cuando se anunció: Tyler Childers, con su banda de gira, los Food Stamps, saca un álbum de góspel, ocho temas en tres versiones distintas, presentadas en tres discos, la versión «Hallelujah» (en vivo en el estudio), la versión «Jubilee» (con secciones de viento y cuerdas) y la versión «Joyful Noise» (con remezclas y samplers), «un guiño a la Santa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con todo lo que eso significa», esa gente se emocionó, se emocionó de veras, ni lo dudes. Tyler Childers hace lo que le da la gana y se la suda todo. Es un outsider, un outlaw, qué tío. Un tipo admirable que, de un tiempo a esta parte, viene sacudiendo el polvo de toda esta escena tan rancia y amojamada, y tiene las cosas meridianamente claras, va a lo suyo, da la espalda al mercado, llama a las cosas por su nombre y no se disfraza de mamarracho country (no le hace falta sombrero, ni barba presidiaria, ni camperas). Pero entonces, esa misma gente que tanto parecía admirarlo, oye el susodicho disco (los tres discos, sobre todo el último, el del «ruido gozoso») y se solivianta, se les salen los ojos de las órbitas y se les atraganta el té de las cinco. Son, de hecho, los mismos amohinados que echaron pestes en su día del Sound & Fury de Sturgill Simpson, los vástagos de aquel tipo que llamó Judas a Dylan por enchufar la guitarra y soliviantar a los folkies en el Free Trade Hall de Manchester, allá en mayo de 1966. Se sienten traicionados. Parece como si hubieran insultado a sus madres. Dicen que el «ruido gozoso» es infecto. Dicen que de ocho temas nuevos nada. Dicen que uno es una versión de un clásico de Hank Williams («Old Country Church»). Dos son clásicos tradicionales («Two Coats» y «Jubilee»), uno es una revisitación de un tema de un disco anterior del propio Childers («Purgatory»), lo cual nos deja con cuatro temas, dos de ellos instrumentales (parece que lo instrumental también les provoca sarpullidos) y los otros dos no son para nada nuevos, dicen, porque cualquiera que haya seguido de cerca la carrera de Childers, sabe que son temas que lleva interpretando en sus conciertos desde hace tiempo. Así que de material nuevo nada. Y para colmo, siguen diciendo, las versiones del segundo disco, salvo ligerísimas variaciones, son casi exactamente iguales a las del primero. Así que se enfadan, emiten ruidos raros, les sienta mal la cena (sudan y huelen fuerte). A decir verdad, les cuesta enfadarse, porque en el fondo le tienen aprecio, porque lo admiran, pero el caso es que se enfadan, y mucho. De puertas afuera, reconvienen al artista, como curas adiposos y seborreicos ante la travesura de un niño malcriado. Se ponen muy dignos y muy paternalistas, disculpan el desagravio del muchacho, para no quedar como cenizos y cascarrabias, achacándolo a no sé qué cosa de etapa de transición, de búsqueda, de experimentación, de crisis existencial, ya se le pasará…, pero por dentro les reconcome la rabia. Están cabreadísimos. Por otro lado, los más mojigatos, los beatillos de turno, le afean aún más la conducta, si cabe, aduciendo que de góspel muy poco, que qué vergüenza, que qué poco respeto, que qué es eso de no querer saber nada del Cielo si no puede llevarse a sus sabuesos a cazar mapaches en los campos del Señor y preferir, en tal caso, ingresar en el Infierno, donde ya estarán instalados todos sus amigos. El enfado de esta gente adopta ya dimensiones de chiste. El caso es que es precisamente todo eso que tanto les agravia, que tanto les indispone, que tanto les trastorna la digestión y les provoca esa halitosis tan poco civil, es todo eso, digo, lo que más nos gusta de este disco, de los tres discos, incluso del tercero en discordia. Todo está cantado con garra y convicción. Es una voz que ha sufrido y que lo siente. Y, es más, si las versiones del «Jubilee» te resultan idénticas a las del «Hallelujah», con todos mis respetos (mentira, en realidad, como podrás comprender, me la refanfinfla), es muy probable que la corajina te esté ofuscando un poco los sentidos. Podría llegar a entender lo del tercer disco, por mucho que trates de explicarlo diciendo, tan moderno tú, tan de comprarte vinilos porque la calidad del sonido blablabla…, que es una remezcla de primero de remezclas, que te suena todo muy torpe y de principiante, cuando lo que está claro es que te jode la electrónica y te enervan los ruiditos, ya sean de primero de remezclas o de titulado cum laude. Te diría que te lo hicieras mirar, o no, yo qué sé, tú mismo, vive con ello, acaricia a tu mujer de vez en cuando y educa a tus hijos, procura tener siempre tila en la alacena, haz ejercicio todos los días y, cuando llegue el fin de mes, cuando cobres, cómprate ese disco de mierda que acaba de sacar Springsteen y mastúrbate con sus versiones góspel a escondidas, pero deja ya de dar por culo con lo del dinero tirado. En los tiempos que corren, se puede escuchar cualquier disco por la puta cara en mil sitios, y si no te gusta pues te cagas alegremente en los muertos de quien quieras (o en los vivos), pasas de comprártelo (he ahí un buen activismo de andar por casa con tus pantuflas) y punto. Por aquí solo nos queda añadir que cuanto más oímos el disco, los tres discos, incluido el tercero, más nos gusta(n). Y sí, totalmente de acuerdo con Tyler, si al Cielo no nos dejan entrar con nuestros perros, nos iremos directos al Infierno, donde, al fin y al cabo, acabarán mudándose todos nuestros amigos (y donde, por cierto, según parece, no te dicen nada si no recoges los zurullos). ¡Aleluya!

CAM PENNER & THE GRAVEL ROAD

Felt Like a Sunday Night

(Cam Penner, 2005)

Más de trescientos discos reseñados en este patio de vecindad y compruebo, apesadumbrado, que sí, que mucha ropa tendida en la que olisquear asombros y complicidades, que mucha novedad y algún salto al pasado, pero aún no he hablado de uno de mis músicos favoritos (ni de uno de mis álbumes de referencia). Debería darme vergüenza. Y me la da. Las cosas como son. Pero ayer tropecé de nuevo con el viejo «camino de grava» y creo que ha llegado el momento de enmendar este olvido imperdonable. Allá por julio de 2009, cayó en mis manos el disco Felt Like a Sunday Night y, para que se me entienda al momento y no haya ninguna duda, puede que lo que quedase de aquel año –exagerando solo un poquito– ya no oyera ninguna otra cosa (o que lo que oyera me pareciese famélico y tirando a obtuso). Ayer volví a escuchar (una y otra vez) el tema «Be Kind» y volví a sentir los mismos escalofríos (acabé bebiendo más de la cuenta, lo que siempre es muy buena señal). Casi catorce años más tarde, la canción no solo no ha perdido ni un ápice de su natural brío («estoy quemando toda una vida de miedo, / cuento con un mañana sin penas, / no más canciones tristes por aquí, / siempre pretendí ser amable, / pero si no te importa, / creo que a partir de ahora voy a seguir solo»), sino que incluso ha cogido solera, como los buenos vinos. Recuerdo que en aquellos días intenté hacerme con su anterior disco y con su EP, pero que en CD Baby, que era la plataforma que se estilaba entonces (Bandcamp llevaba un año en activo y aún no había pegado fuerte), solo se podían conseguir por descarga, hábito que, en la medida de lo posible, procuro no alimentar. El caso es que le escribí un email preguntándole cómo podía conseguirlos. Me respondió enseguida pidiéndome mi dirección. Luego me fui a Londres a ver a la gran Elyza Gylkinson en el Green Note (donde en su día trabamos amistad con Malcolm Holcombe hablando de quesos y canciones) y, a la vuelta del viaje, me encontré con los dos CDs en el buzón. Pretendí pagárselos. No se dejó. Fidelidad absoluta desde entonces, incluso en sus últimas incursiones, más electrónicas, más experimentales. Pero a Felt Like a Sunday Night ya no lo mueve ni Cristo del podio de mis inmortales. Cam Penner es oriundo de una comunidad menonita del sur de la provincia de Manitoba («estrechos de Manitú, el Gran Espíritu»), en Canadá, donde sus padres, los rebeldes del pueblo, regentaban un ventorrillo ilegal, y su abuelo se dedicaba a destilar y hacer contrabando de alcohol por las carreteras secundarias, secundarísimas, de grava, que discurrían entre los cerros. A los dieciocho años, Cam dejó las praderas y viajó a Chicago donde montó un comedor de beneficencia y comenzó a trabajar con los sin techo. Toda esa experiencia acumulada de viajes e historias truncadas, oídas al borde de la carretera o alrededor de la olla popular, acabaría por configurar el imaginario de sus letras, melancólicas e intensamente poéticas, simples y honestas (algo digno de agradecer en este mundo cada vez más emporcado de insinceridad e ironía). A su vuelta a Canadá, formó una banda, los Gravel Road (Sam Masterson al lap steel y al dobro; Ross Watson al bajo y Adam Esposito a la batería) y emprendió su carrera musical. Country añejo y rock and roll, la cosa no encierra mayores misterios. En la revista Maverick no se cortaron un pelo al definir su estilo: «Un trovador canadiense del más alto calibre, Cam Penner está escribiendo las canciones que debería estar escribiendo Steve Earle». Amén a eso. «Busco las canciones en los callejones y a pie de calle. Bajo los contenedores. En los restos de la basura desechada. En los números de teléfono y direcciones medio borradas de los paquetes de tabaco. En garitos vacíos, gasolineras y titulares de periódicos locales. En el fondo de una taza de poliestireno. En la última calada de un cigarrillo, o en lo embutido muy a lo vivo en la guantera. Entre los cojines del sofá. A los lados de la interestatal. Despertándome a su lado, contemplando la colisión de dos mundos. En los bares de mala muerte y en los restaurantes de carretera. En habitaciones de motel inenarrables en las que duermes con la ropa puesta y sin descalzarte. Parándome cuando veo algo que brilla. Caminando por las zanjas, pateando los hierbajos, buscando una moneda de diez centavos. Viviendo al día y despertándome para tomar café de hornillo recalentado. En la locura de la ciudad boyante, donde la pobreza y la élite chocan. A medianoche, cuando, a veces, retiro la gasa de la piel y la pincho para ver si sigue doliendo». Canciones sobre los desfavorecidos, héroes fatigados pero nunca vencidos. En su música, de la escuela de Guthrie, se percibe el rumor de esa lucha, la esperanza, el anhelo de ser mejor, sin soslayar las imperfecciones, toda esa colección de infamias y mezquindades que ocultamos en el macuto. «A veces siento que viven dentro de mí las almas desahuciadas de las miles de personas que me han ido contando sus historias a lo largo del camino. No se me dan muy bien las canciones al uso, suelo escribir sobre la lucha emocional, el pulso entre el bien y el mal», y eso, claro, deja sus huellas, deja rastros de sangre y de carmín. Sábanas sudadas y retretes colapsados. Por la mañana no tienes más que dejar la llave de la habitación en la cajita que hay junto a la puerta de la recepción y largarte sin decir nada. A las doce pasará una señora a limpiar el estropicio que dejaste a tu espalda al perpetrar la última canción. Música de cuando uno siente que toda la vida es domingo por la noche. Pero no hay que claudicar, porque siempre habrá un último tren que te lleve de vuelta a casa.

THE TENDER THINGS

The Tender Things

(Jesse Ebaugh, 2017)

La cosa, para entendernos, podría haberse cocido perfectamente en los hornos del Dillo, en una de aquellas noches memorables (históricas) del Armadillo WHQ, el cuartel general o la comandancia del Armadillo World, mítica sala de conciertos e inagotable abrevadero de cerveza, allá en el 525 de Barton Springs Road, esquina South First Street, al sur del río Colorado, en Austin, Texas, en lo que en su día fuera un arsenal de la Guardia Nacional, hoy ya inexistente, demolido en 1981 y sustituido por un triste edificio de oficinas de trece plantas. Esa especie de hangar donde un buen día se perpetró lo improbabilísimo, aquello que acabaría revolucionando el mundo del country estandarizado que se andaba perpetrando al final de la rocambolesca década de los sesenta en Nashville, cuando vaya usted a saber cómo y por qué, se juntaron los rednecks con los hippies en un guiso que solo podía salir mal, pero que salió bien, y alumbraron ese mejunje tan gozoso y desenfadado que daría nueva vida a aquel género ya tan carcamal y agonizante, raíz de lo que luego sería el outlaw, el country sucio, progresivo, fumeta, bastante lisérgico, aguardentoso y melenudo, que nos dio (y nos sigue dando) dignidad a sus adeptos. Estamos hablando de la banda sonora que compondrían Willie Nelson, Leon Russel, Freddie King, Commander Cody, Doug Sahm y toda esa gente de la misma, jubilosa, calaña. Escenario de conciertos míticos que quedarían grabados para la eternidad, como el Bongo Fury de Frank Zappa y Captain Beefheart, el Re-Union of the Cosmic Brothers de Sir Douglas Quintet (con Freddy Fender y Rory Erickson), o el inmortal Waylon: Live de 1976… Pues sí, de esa misma fuente podría haber salido la banda de Ebaugh, estas «cosas tiernas» que hoy reseñamos, deudoras y herederas de toda esa gloriosa tradición. Tras una infancia de mucha «música folk de cocina» en casa, con los mayores (pura celebración), toda una década tocando bluegrass en el norte de Kentucky (The Kenton County Regulators) y luego muchos años a cargo del bajo de los Heartless Bastards, Jesse Ebaugh, aprovechando un paréntesis de estos bastardos sin corazón de Cincinatti, Ohio, liderados por Erika Wennerstrom, formó los Tender Things y se pusieron a sudar los escenarios de Austin y alrededores hasta grabar este, su primer álbum, con las colaboraciones estelares de Ben Kweller y Tift Merritt. Sostiene Ebaugh que llevaba mucho tiempo enmendando la plana a otras bandas y que quería explorar sus propias ideas, enfrentar la catástrofe por su propia cuenta y riesgo. Hay quien los mete, un poco con calzador, en las botas del sonido Bakersfield, pero ellos, sin darle la espalda a California, son pura tradición texana, y a él le gusta situar lo que hace en la órbita del «cosmic country», de aquel «cosmic cowboy» que haría su primera aparición a finales de los setenta, en el tema «Geronimo's Cadillac», del maestro Michael Martin Murphy, otro de los maravillosos desafectos que rompieron y subvirtieron las fronteras del aquel género tan encorsetado. Esa es, más o menos, la latitud en la que cabría situar esta música. Desenfado y recochineo, con sus buenas dosis de fanfarronería. Mucho baile. Mucho zapateado sobre tablones y graneros. Y mucho pedal steel (Jesse no tuvo dinero para comprarse uno de esos cacharros hasta que cumplió los treinta y dos, y lo aprendió a tocar con tutoriales de YouTube; hoy Beck no duda ni un segundo en recurrir a él cuando necesita un pedal steel competente para sus giras). No obstante, y para terminar ya de poner las cosas en su sitio, en una vieja entrevista de los tiempos en los que militaba con los Bastardos Desalmados (septiembre del 2015, con motivo de la publicación del quinto disco de la banda, Restless Ones), a la pregunta de qué bandas contrataría si tuviera la oportunidad de montar un festival de fantasía, Jesse Ebaugh no tuvo ni que pensárselo: Velvet Underground, Black Sabbath y los Stooges, pero los Stooges del 71 y el 72. De tales rescoldos salieron estos fuegos. Cosas tiernas y bastardos sin corazón. Sea lo que sea, yo lo compro (y dejo, además, tremenda propina, aunque esa noche ya no cene y tenga que volver a casa andando).

OLD SALT UNION

Old Salt Union

(Compass Records, 2017)

Esa cosa tan islandesa de las sagas y las epopeyas familiares que se extienden durante generaciones, tipo Nidrstigningar o Volsunga, vidas de héroes o de extensas familias, o también las menos untuosas, mis favoritas de largo, las tipo Skógarmanna sögur, más de subgénero, más decadentes, más quijotescas, más famélicas, sagas de proscritos y fugitivos. Hay quien no quiere, hay quien como que le da vergüencilla y decide cambiarse el apellido para que no lo relacionen con los pecados (o logros) del padre, del tío o del abuelo (léase también madre, tía o abuela, inclusive e inclusivo). Hay quien quiere medrar por méritos propios, demostrar su valía sin que le digan que lo tuvo fácil por ser hijo de tal o de cual, por tener paguita vitalicia, trapecistas con red, nacidos con flor en el culo, entre los algodones de una fama o una fortuna heredadas sin comerlo ni beberlo, probablemente, inmerecidas, algo así como un síndrome Forsyte, por lo de la saga del mismo nombre, las doce novelas de John Galsworthy, con todos esa ingente caterva de nuevos ricos, procaces e infelices. Esa cosa tan freudiana de matar al padre. De dejar de ser hijo de tal y acabar siendo un completo hijo de puta. Desnaturalizado, ingrato, ruin y, por lo general, ofensivo con los camareros. Suelen ser casos que se resuelven (y muy bien resueltos) en la morgue o en comisaría. Gente por lo general mediocre (excepciones haylas, por supuesto, pienso en Nicolas Cage, por ejemplo, glorioso hasta en lo infecto, y en su tío Coppola, ¿quién te ha visto y quién te ve?). Pero ahora hablamos de la Familia Carter, de los Cash, de los Williams. De esas familias que han estado desde siempre taconeando los tablones del porche, con sus banjos, sus violines, sus guitarras y sus mandolinas. La prioridad del cuento, de lo que se cuenta, de lo que se transmite de generación en generación. Del legado. Y no como algo institucional, sino como algo perfectamente natural. Una necesidad vital, folclórica, de estar con la «folk», con la gente. Old Salt Union procede de esos porches y de esa necesidad. Jesse Farrar se crio en una de esas gloriosas familias, y se da con un canto en los dientes, porque de bien nacido es ser agradecido. Su tío Jay, de Son Volt (y antes de Uncle Tupelo), su padre y su abuelo, son músicos excepcionales, y lo de escribir canciones lo lleva en la sangre. En lo que hace está el folk del abuelo Farrar y la energía rockera del tío Farrar, una fórmula que los Old Crow supieron entender muy bien en su día. En 2012, Jesse (sobrino o nieto) cofundó esta banda. Cinco años de fatigar escenarios en compañía de lo más granado del bluegrass, obteniendo premios y beneplácitos allí donde tocaban, hasta firmar con Compass Records y sacar este, su primer disco, del que se ha dicho que tiene más de vodevil que de porche delantero (nada que objetar). «Bluegrasseros postmodernos, auténticos renegados», según Alison Brown, su productora (sí, la mítica banjista de Hartford, Connecticut). Parecen, en efecto, una banda de bluegrass, pero su sensibilidad musical va mucho más allá, es bastante más amplia y profunda: está Bill Monroe, desde luego, pero también hay indie rock y jazz, y hasta aires fronterizos (a lo Calexico cuando Calexico no era un chiste) en el tema «Flatt Baroque», compuesto por John Brighton (violín, palmas y mandolina del grupo), que es una manera de decir que hay aventura, que hay sano disparate y experimentación en el estudio; de ahí que Alison no dudara ni un segundo en querer producirlos. La versión que se marcan del «You Can Call Me Al», del Graceland de Paul Simon, es ya, para el que esto suscribe, un hito de la historia musical (de la mía). Oírlo ha sido una experiencia muy de magdalena de Proust: recuperar súbitamente un pasado, recuerdo y reminiscencia de cuando yo iba por la vida como por el camino de Swann, allá por 1986, con trece añitos y ya yonqui perdido del vinilo, cuando mi padre me regaló el susodicho Graceland después de ponerme yo muy cansino, un disco que me volaría la cabeza, con aquel vídeo desternillante que vimos, con mi hermano, unas quinientas mil veces, tirando por lo bajo, partiéndonos la caja con la actuación de aquel colosal Chevy Chase de la época dorada de Fletch, Espías como nosotros y Tres amigos. Desde ya mismo situado en el podio de mis covers favoritas EVER. Y leo ahora por ahí que este año sale (si no ha salido ya) el primer disco de Jesse Farrar en solitario, The Art of Leaving. Así que en cuanto deje de escribir esto saldré a cazarlo. En efecto, da gusto comprobar que «el círculo no se rompe», con permiso de –y gracias a– la Nitty Gritty Dirt Band. No solo no se rompe, sino que incluso se refuerza. Esa cosa tan islandesa de las sagas, ya digo. ¡Larga vida a los Farrar!

WHITNEY ROSE

Rule 62

(Six Shooter Records, 2017)

Ella es isleña, del otro lado del estrecho de Northumberland, de la Isla del Príncipe Eduardo («Cuna de la Confederación»), Parva Sub Ingenti («El pequeño bajo la protección del grande»), la antigua Abegweit de los micmac, tribu algonquina; de donde Ana de las Tejas Verdes, la novela de Lucy Maud Montgomery, también ella niña precoz, brillante y perspicaz, no huérfana, pero casi, no en una granja (aún), sino en un bar, el Union Hall, el bar de sus abuelos. Ella se crio allí, con su madre y sus tíos. El bar estaba en la primera planta. Sus mayores cuentan que, ya a los dos años, era sonar la canción «There's a Tear in My Beer», de Hank Williams, y la chiquilla se volvía loca. A veces, bajaba a cuatro patas después de que la acostasen, se colaba en el bar y se la cantaba a los parroquianos. Llegó a ganarse algún que otro dólar (ella, hoy, bromea al recordar aquellos días: «Seguimos en lo mismo», dice). Mucho Johnny Cash y mucho «Ring of Fire», la canción favorita de su abuelo, que ella luego incluiría habitualmente en su repertorio. Otra influencia determinante fue la música celta, a partir de un viaje que hizo a los ocho años con su madre a Halifax, Nueva Escocia, donde oiría por primera vez a la multipremiada banda folk The Rankin Family, con su particular mezcla de sonidos country y celtas, en lo que sería su primer gran concierto. El Tío Dan es el que le regala su primera guitarra y quien le anima a componer sus propias canciones. Estudia Periodismo y Lengua Inglesa en cinco universidades diferentes. Es culo de mal asiento (buena señal). Se traslada, esta vez sí, como la niña de Tejas Verdes, a una granja en mitad de la nada y tiene una relación sentimental fallida, material de lo más apropiado para exprimir el dolor, domarlo y parir un número suficiente de canciones para grabar un disco. Entonces entra en escena el segundo bar de su vida. El Cameron House, en el 408 de Queen Street West, un pequeño local con una potente escena musical que se convertiría, desde su fundación en octubre de 1981, en el garito de referencia de Toronto para los amantes de la música popular (suele describirse como una mezcla entre el CBGB's y el Hotel Chelsea de Nueva York, y por su escenario han pasado grandes bandas, como los Blue Rodeo y nuestros preferidísimos Freeman Dre and The Kitchen Party), con capacidad para no más de sesenta personas (actualmente, cuenta también con su propio sello discográfico, Cameron House Records, donde Whitney Rose sacaría su primer trabajo, homónimo). El bar se convierte en su segunda residencia. Granja y bar. Como una vaquera triste de un relato de Sam Shepard. La cosa se dispara cuando un buen día abre en Toronto para los Mavericks. Raul Malo lo ve clarísimo y decide convertirse en su productor oficial. En el primer disco que hacen juntos (Heartbreaker of the Year, 2015), incluye, por supuesto, la vieja canción de Williams («There's a Tear in My Beer», ya habiendo vertido de verdad unas cuantas lágrimas sobre infinitas cervezas) y una versión tremebunda, mano a mano con Malo, del «Be My Baby» de las Ronettes. La revista American Songwriter aplaude estupefacta su deslumbrante irrupción en la escena de Texas: «countrypolitan robusto […], una voz dulce, fuerte y vulnerable, llena de poderío y sutileza, […] música de raíces garantizada para provocar sonrisas». El New York Times, ante el duo que se marca con Malo, no duda en retrotraerse al «centelleo melancólico que desprendían Tammy Wynette y George Jones». Tras esta fastuosa entrada en la escena country, graba un EP (South Texas Suite en el estudio de Dale Watson, apenas veinticinco minutos en los que la crítica afirma asombrada que la canadiense canta como si hubiese nacido en el mismísimo estado de La Estrella Solitaria), y ficha definitivamente con Six Shooter Records y Thirty Tigers. Con ellos saca el disco que reseñamos hoy, su tercer álbum de estudio, su obra maestra (considerado por distintas instituciones como el mejor álbum country de 2017). La pandilla de la que se rodea es imbatible. Raul Malo, claro (coproduciendo con Niko Bolas), con algún músico de los Mavericks, de los Asleep At The Wheel y de los Jayhawks. Jay Weaver, bajista de Dolly Parton y Tanya Tucker (sus «abejas reina» como las llama ella, incluyendo también a Kitty Wells), y, a la guitarra, el inmensísimo Kenny Vaughn. El título del disco, Rule 62, hace referencia a una de las normas de Alcohólicos Anónimos: «No te tomes tan jodidamente en serio», pero como para no tomárselo. Este disco no es, para nada, asunto baladí, es country de muchísima clase, cosa seria, deudor de Kristofferson y de Wynette. Canciones nacidas para sobrevivir, de esas que parecen que vienen sonando desde Altamira y que seguirán sonando cuando nosotros ya no estemos aquí, derramando lágrimas sobre nuestras cervezas. Ese es, para entendernos, el nivel que alcanzó la hija adoptiva de Austin, Texas, con este álbum. Luego vendría el We Still Go to Rodeos de hace un par de años. Pero lo bueno, lo que más nos enamora de ella, es que sigue siendo la misma de siempre. Sus amigos no quieren ir en coche con ella porque se niega a escuchar música de mierda. En su equipo de música no entra esa cochambre. Y, además, sigue siendo muy de los suyos. La tecnología solo la celebra porque le permite estar cerca de la gente a la que quiere, allá en la vieja isla. De su abuela dice que es probablemente la única persona con la que habla todos los días. Hablan y se mandan mensajes de texto sin parar. «Pero mucho, mucho»… En fin, como para no sonreír, como para no invitarla a casa y hacerle unas lentejas, como para no quererla.

DAVID NEWBOULD

Sin & Redemption

(Rock Ridge Music, 2019)

En 2019 aconteció esto. Después, en junio de este año, aconteció lo siguiente (como es natural), pero hoy volvemos a lo acontecido en el 19 (sin quitarle méritos al Power Up!, que también hocicamos como puercos, y que también, vaya sorpresa, oculta tremenda trufa), porque fue el disco con el que lo conocimos y por el que nos quitamos, desde el minuto uno, el sombrero. Si no lo conocéis, nos complace presentaros a David Newbould, culo inquieto nacido en Toronto, mudado a la ciudad de Nueva York de adolescente (que es cuando más incide y repercute) y, posteriormente, a Nashville, pasando antes por la impresionante escena musical de Austin. La cosa empieza con un chaval de cierta aptitud y con una intratable obsesión por la música, que un día se pone en un sótano el vídeo del Live Rust de Neil Young. Ahí se acabó la partida. Ahí besó la lona. K.O. técnico en el primer round. Si alguien tuvo la culpa de todo lo que acontecería luego, fue él, su paisano de Toronto. Cuando le preguntaron qué habría hecho de no haber podido ganarse la vida con la música, Newbould no dudó en contestar que se habría dedicado a desear ganarse la vida con la música. Vivir de ese deseo. Alimentarlo. En la misma entrevista, dos o tres preguntas más abajo, soltaba una briosa declaración de intenciones: de poder escuchar solo un álbum para lo que le quedara de vida, elegiría The Ghost Of Tom Joad de Bruce Springsteen, y la mejor canción country de la historia es, con diferencia, «El Paso» de Marty Robbins (seguida de cerca por «Empty Glass» de Gary Stewart). A nosotros, con esto, ya nos tiene ganados. Si mata a alguien y nos llama, testificaremos a su favor sin pensárnoslo ni un segundo (mentiremos como bellacos, si es preciso). Su sueño sería cantar canciones con Tom Waits y armonizar con su voz (ánimo ahí), la música de Tom Waits, dice, «abarca la belleza en todas sus formas». Y le gustaría abrir (haber abierto) para John Prine. Coincidiréis conmigo en que muy mal cocinero hay que ser para, con todos estos ingredientes, te salga mal el guiso. En este Sin & Redemption se juntó, además, con una buena panda de excelsos y gloriosos malhechores. Entre ellos, Leroy Powell (que le produce el «L.A. Dreams»), el batería Brad Pemberton (de las filas de Steve Earle y Ryan Adams, nada menos) y la leyenda, Dan Baird, de los Georgia Satellites. Sueños rotos, lecciones, heridas, deserciones. Cómo afrontar todo eso con un corazón sensible, sin acorazar. La sensibilidad como fuerza («algo por lo que la gente debería esmerarse, algo digno de respeto y admiración. O, al menos, eso creo»). Proteger las emociones, de eso trata «Sensitive Heart». De lidiar con «el sentimiento trágico de la vida» y salir por el otro lado con el corazón intacto. De sonreír en la lluvia («las sonrisas más luminosas son las que nacen en los días más oscuros»). Mirar el abismo y encontrar diamantes en las tinieblas. Un álbum sobre aprender a convivir con uno mismo después de haber tomado ciertas decisiones. Y sobre encontrar cómplices, claro, como Dan Baird y Leroy Powell, con quienes escribió, mano a mano, el tema que cierra el disco, «Oh Katy (Just Gettin' By)», una canción sobre los duros golpes de la vida, porque está claro que «la vida no es manera de tratar a un animal» (como diría el grandísimo Kurt Vonnegut), pero por suerte tenemos la música («somos feos, pero tenemos la música», esta vez es Leonard Cohen diciéndoselo a Janis Joplin, que sabía de golpes y de humillaciones, tras una mamada en una habitación del Hotel Chelsea), porque «la música está hecha para que te plantes en medio de la tormenta y te digas: eh tío, espabila… que el sol volverá a salir mañana, y al menos tenemos esto –la música–» (está hablando de Dan Baird y de Leroy Powell). La amistad (que no precisa de frecuentación –a diferencia del amor–, ahora es Borges el que se cuela en este lupanar, quizá lease mejor: casa de citas) y el gozo de tener algo en común (la música, unos libros, un bar irlandés en el que suenan los Dropkick Murphys y tiran bien la Guinness…). Con eso se sobrevive y se va tirando. Y si encima suena así de bien, con tanta guitarra irredenta y tanto coro bien engrasado, pues ni que pintiparado, oiga. Todo esto, ya digo, aconteció en 2019 y, al menos en nuestro equipo de música, sigue y seguirá aconteciendo siempre. Y, como casi todo lo bueno, mejora con el tiempo.

WARD HAYDEN & THE OUTLIERS

Free Country

(Ward Hayden & The Outliers, 2021)

Durante doce años fueron los GGG (Girls, Guns & Glory, «Chicas, Armas de Fuego y Gloria»), pero pese a ser de Boston y manejar el distanciamiento irónico, allá por 2018 decidieron cambiar de nombre, por aquello de los tiroteos y el control de armas en Estados Unidos. No estaba la cosa para tirar cohetes, y nunca mejor dicho. El asunto se quedó en Ward Hayden (líder de la banda) & The Outliers, que viene a ser algo así como el susodicho y «los casos aparte», «las anomalías», «los valores atípicos». En agosto de aquel mismo año, sacaron el disco que precede al que hoy reseñamos, el Can’t Judge a Book, un disco de versiones, y abrieron para los Oak Ridge Boys, Marty Stuart, Los Lobos y Dwight Yoakam. Por entonces, la Rolling Stone arriesgó una de esas fórmulas a las que son tan aficionados (yo creo que por haraganería), dijo de la banda que era como sumar a un Buddy Holly moderno con Dwight Yoakan, y luego dividir la suma por los Mavericks (sabe Dios lo que significará eso). En la No Depression salieron a relucir los nombres de Roy Orbison, Hank Williams y Chris Isaak. Dijeron de aquel disco que era «el disco de-sentarse-en-el-porche-en-primavera-a-beber-birras-con-los-amigos del año». Es, sin duda, nuestra etiqueta musical favorita de todos los tiempos (que se metan por donde amargan los pepinos las insustanciales etiquetas de «americana», «alt-country» y demás pamplinas). El cambio de nombre de la banda vino dado también a raíz de una honda reflexión en los valores amparados en los diez puntos del «código vaquero» del que ha sido siempre el héroe de Hayden, el inmenso Gene Autry. Para Hayden, natural, ya advertimos, de un territorio y un ambiente muy poco vaqueros, lo de ser «cowboy» es sobre todo un estado mental (enseguida nos viene a la mente nuestro queridísimo Ramblin' Jack Elliott). Con el cambio de nombre, pretendieron definirse mejor, ajustarse a lo que verdaderamente eran y son. En doce años habían pasado muchas cosas. Y lo cierto es que ellos siempre se habían considerado anómalos dentro del mundo de la música country. Aunque eso era precisamente lo que hacían, country sincero (punto tres del código de Gene Autry: decir siempre la verdad) y rock 'n' roll emotivo, desde el corazón (quizá esto sea también una anomalía, y sin el «quizá», basta encender la radio a cualquier hora). Dejándose la piel en los escenarios. Trabajando, día a día, sin bajar la guardia (punto siete del código de Gene Autry: ser un buen trabajador). Y, sobre todo, ser fiel a aquel chaval de veinte años, con su buena dosis de corazón roto y su creciente colección de pérdidas y desengaños que, al volante de un Oldsmobile Delta Eighty-Eight, encontró en los casetes de su madre la respuesta a todos sus desvelos. En la honestidad de aquellas letras. La verdad duele, en efecto, y si no que se lo digan al viejo Hank Williams (que está tosiendo, cien plantas más abajo). Y así fue como llegó este disco, en el año de la pandemia, con ayuda de una campaña de Kickstarter que, aparte del dinero, les suministró tiempo de reflexión (alrededor de dieciséis meses) y la libertad para hacer lo que querían, en un estado de inocencia cercano al de aquellas primeras grabaciones de la historia del country, sin rendir cuentas a nadie, más que a sí mismos. Dicen que este Free Country ha sido como meter el coche sucio en el lavacoches. Una visión sobre el abismo sociocultural que divide a su país (punto diez del código de Gene Autry: un vaquero es un patriota). Un disco de borrón y cuenta nueva, de mirarse las heridas y cicatrizar (cuya descarga gratuita, hablando de libertades, anda por las redes para que tú lo goces, atendiendo al punto seis del código de Gene Autry: ayudar a las personas en apuros). Y producido nada menos que por el legendario Eric «Roscoe» Ambel (que, además, añade voces y guitarras, como acostumbra). Un country gozoso y sin nostalgia ninguna. Todo lo contrario. Un disco esperanzador. Una música que se sacude de encima todo asomo de pena y lanza la mirada al futuro. Lo dicen bien claro en «Irregardless»: «Recuerdo cuando el country era country, / recuerdo cuando el blues era negro, / las cosas cambian, como cambia el clima, / es lo único que se necesita para traer todo de vuelta, / ahora mismo están naciendo tempestades, / y la siguiente generación tendrá lo suyo». Y luchar contra lo que viene es luchar para la nada, trabajar para el vacío. Mantener esa esperanza, mimar esa confianza en la música y en la libertad, tampoco es que sea poca anomalía, así que el nombre de la banda les viene ni que pintado. Y para despedirme solo añadiré que la semana que viene nos los traen a casa nuestros dealers habituales de The Mad Note. Perdérselo sería de ser el encargado de esperar en el coche con el motor encendido y quedarse dormido el día del atraco. De embrearte y emplumarte sobre una mula en la plaza del pueblo para escarnio público y solaz del respetable. Así que, lo dicho, ni lo dudéis. Nos vemos debajo del bafle de la izquierda. ¡Salud y alegría!

HANK WILLIAMS Jr.

Rich White Honky Blues

(Easy Eye Sound, 2022)

Y, de repente, en un giro imprevisto de los acontecimientos, Hank Williams Jr., de quien ya habíamos jurado en 2012, esto es, hace dos lustros, que no queríamos volver a saber nada, va y, a sus setenta y dos años, se saca de la manga (bueno, de la manga de Dan Auerbach, que ya aquí asienta definitivamente su condición de mago) un discazo de los de quitarse el sombrero, hincarse de rodillas, pedir perdón, también clemencia, y retirar todos los vituperios pronunciados a raíz de los bochornos y vergüenzas que nos ha hecho padecer en el más reciente pasado. Un disco, hablando en plata, de los de envainársela y cerrar el pico. Lo cierto es que nuestra relación con Bocephus siempre ha sido de amor/odio. De sus, con este, cincuenta y siete discos, tendremos en casa más de la mitad, y entre ellos hay álbumes de gloria pura (me viene ahora a la cabeza The New South, que le produjo Waylon Jennings en 1977, por citar solo un ejemplo), pero aunque seguimos fieles a sus puntuales entregas, desde aquella descomunal obra maestra que fue The Almeria Club Recordings, en 2002 (hasta, como ya decíamos unas líneas más arriba, el 2022, en que nos apeamos definitivamente, después de aquel infecto, y séame dispensada la manera de señalar, Old Schools New Rules), no había vuelto a dar, ni de cerca, en nuestra diana. Caíamos en la trampa de nuestra propia impertinente nostalgia, seguíamos comprándole los discos, disculpábamos sus apariciones en esa pesadilla que es el Country Music Channel (el Horror, con permiso del coronel Kurtz), mirábamos hacia otro lado cada vez que se pronunciaba para hablar de política y hasta justificábamos sus desmanes y sus ventosidades verbales ante las visitas, como quien tiene un hijo imbécil. Y, de repente, Dan Auerbach, lo mete tres días en un estudio y le graba a lo vivo doce temazos de los de dejar el plato limpio a lametones y guardarlo en la alacena sin pasar por el lavavajillas, recreaciones potentísimas y descarnadas, con banda detrás de quitar el sentido (Kenny Brown, Eric Deaton, Kinney Kimbrough y Auerbach en persona), de bestias pardas como Robert Johnson, Lightnin' Hopkins, R.L. Burnside, Muddy Waters y Jimmy Reed, más tres temas propios. La labor de desbroza llevada a cabo por Auerbach, a lo Rick Rubin (o Saura con Pajares o Tarantino con Travolta) ha sido de premio y rendición vitalicia. Auerbach recordaba ver en la televisión a Hank Williams Jr. por primera vez siendo un crío y haberlo flipado. Y lo que se propuso con este disco fue volver a poner todas las partes dañadas en su sitio. Desprender la dura masa coralina que se le había ido adhiriendo en el curso de los últimos años, toda esa cochambre, y poner a punto el motor. «Esa crudeza», afirma Auerbach, «la autenticidad de esa crudeza. Es lo que siempre busco, el material más oscuro. Y en cuanto nos pusimos a ello, en cuanto arrancamos a tocar, Hank quedó investido. Y nos arrastró a todos los demás». Claro es, Hank necesitaba a alguien que lo arrinconara en el cuadrilátero, lo alejara de las malas compañías (básicamente de los horteras), de la mediocridad imperante, de su propia caricatura, y lo empujase al ruedo aludiendo a su auténtica médula, al hueso roído, puro y duro. Y el resultado es notabilísimo. En un annus horribilis, con fallecimiento de mujer incluido (sumando desgracias a una vida estrambótica de accidentes, deformidades e hijos perdidos), Hank Williams Jr. graba su mejor disco en años, puro trueno, puro saber enciclopédico, pura pasión y pura autoridad. Un disco acorde y digno de la inmensa leyenda que es y siempre ha sido. In extremis, sí, casi a lo deus ex machina, saltándose toda la lógica y la coherencia de una trama que ya nos conducía a un irremediable final desastroso (por triste y decepcionante), baja Auerbach al escenario de la tragedia por algún insospechado mecanismo accionado desde bambalinas, y resuelve la situación dando un giro imprevisto a los acontecimientos. Nada menos que, pongamos, Helios salvando a Medea (Bocephus) de la muerte, mandándole el Carro del Sol, en el que, jubilosamente, escapa. Ante esto, solo caben aplausos. Y es así como, por tercera o cuarta vez en lo que va de año, tenemos que volver a postrarnos en el suelo y pedir a gritos que suba a saludar el felicísimo patrón de Easy Eye Sound. Y, con la emoción contenida, decirnos para nuestros adentros: «Le debemos dinero, señor Auerbach. Mil gracias (y otras tantas huríes, para cuando le toque, pago yo)».

LEE BAINS + THE GLORY FIRES

Old-Time Folks

(Don Giovanni Records, 2022)

El disco empieza con una invocación, nada menos que con la voz de Angela Davis desde el Boutwell Auditorium de Birmingham sobre unos acordes de órgano. Conviene subrayarlo para quienes apuntan que la banda ha bajado de revoluciones, porque la revolución, claro, siempre ha sido otra y ha ido por otro lado. No se trata solo de meter ruido y ametrallar decibelios (que siempre ayuda, desde luego), sino de no bajar la guardia. No ceder ni un ápice ante la maquinaria de los poderosos, mantener la rabia intacta. Y, sí, esto sigue siendo el maravilloso punk sureño de izquierdas de sus anteriores tres discos, irredento y corcoveante, la misma épica rockera de forajidos y revolucionarios que habitan en las alcantarillas de Georgia y Alabama. Y no por gritarlo menos, deja de ser más incisivo, amenazador y necesario. Luego el disco se cierra con la bendición de la activista Joy Harjo, poeta laureada de la Nación Muscogee. La postura está clara. El objetivo también. No es una marca, ni una cierta forma de ver las cosas, es inconformidad, pura y dura, y, sobre todo, son historias. Historias de toda la vida. De gente de toda la vida. La lucha del día a día. De los nacidos sin flor en el culo. La voz de los silenciados y pisoteados en las páginas traseras de la historia. Es lo que somos, dice Bains (que sigue trabajando en los almacenes de una carpintería de Atlanta, porque con la música no da y, para él, la música, antes de dejar que se prostituya en busca de hits y de minutos de radio –bueno, de podcasts, que es lo que ahora se estila, con mayor o menor fortuna–, que muy bien podría, pero ni de guasa, la música es, decía, ante todo una militancia), nos guste o no. Historias de resistencia, viejas y nuevas. Luchas que se fraguaron en el pasado y que, en contra de lo que nos quieren hacer creer para reblandecernos, siguen candentes. Siguen produciendo bajas y abriendo heridas. Y muy probablemente lo seguirán haciendo hasta el minuto último, porque es precisamente esa lucha lo que, en última instancia, nos conforma. De ella venimos y con ella nos iremos. Hay un linaje de viejos combatientes, un sentido de pertenencia a la sangre que derramaron los que nos precedieron, una conexión con los antepasados. Y es en esos ancestros en los que Bains sigue buscando guía e inspiración. Se sabe deudor de esa lucha, progenie de esa misma indomabilidad, y se niega a aceptar el juicio de los tristes, de los rotos que, más agoreros que Casandra, no paran de dar la tabarra con el anticipo del inminente «fin de la historia», previsión artificial que es un modo de claudicar, de barrer la inmundicia y ocultarla bajo la alfombra, y eso sí que no, eso no son más que las habituales gilipolleces de los tertulianos y los columnistas de salón. Si saliesen al ruedo, si atendieran, si pisaran el suelo, se mancharían. Porque vivir mancha, igual que mancha la música cuando se toca desde la honestidad, la rabia y la esperanza. Porque en el peregrinaje personal (y profesional) que ha llevado a cabo Lee Bains entre sus dos estados de origen (Georgia y Alabama) ha encontrado, aparte de la desolación, solidaridad y resistencia. «Hubiese o no victoria al final, lo que realmente me ha servido de ayuda ha sido escuchar y ver aquellas historias con mis propios ojos». Lo dijo Harry Crews en su día (a quien seguro que le hubiese entusiasmado esta banda trapera del río de allí), lo importante son las historias. Las historias nos nutren. Tanto oírlas como contarlas. Y para contarlas hay que vivirlas, padecerlas. Aunque solo sea para poder contarlas. Sin más recompensa que la de ser oído, ser tenido en cuenta durante lo mismo no más de diez o quince minutos en la barra de un bar perdido de carretera. «¿Cuál es tu historia, amigo?». Y procurar que las cosas sucedan. El Movimiento por los Derechos Civiles. El Sindicato de Aparceros de Alabama. La huelga sureña de los trabajadores del textil de 1934. Bains ha viajado y se ha empapado de todo eso. De esas batallas que nunca acabaron, que siguen librándose, puede que más cruentas que nunca, porque al enemigo de siempre se suma, o se quiere sumar, ahora el olvido. La iglesia donde se reunía la Organización por la Libertad del Condado de Lowndes, que inspiraría la creación de los Black Panthers. Algo que no se cuenta en los colegios: las raíces del partido de los Black Panthers en la zona rural de Alabama. También revisitó los viejos campos de batalla en los que el pueblo Creek luchó por sus tierras ancestrales tras ser vilmente estafado y esclavizado. Bains ha cavado en esas zanjas y ha absorbido el sentimiento que aún impera en esos lugares y en esas gentes que murieron luchando por la injusticia. Son lugares de poder. Colectivismo, solidaridad, consideración por los otros, empatía. Y sobre todo historias y amor por el lugar que te ha visto nacer. No. No han bajado revoluciones, amigo rockero. Han afinado la puntería. Música folk, música de la gente. Woody Guthrie.

JOHN ANDERSON

Something Borrowed, Something New: A Tribute To…

(Easy Eye Sound, 2022)

De nuevo tenemos que rendirnos a los pies de Dan Auerbach (de quien nunca he sido muy forofo, todo hay que decirlo). Pero es que lo que está haciendo en su sello (Easy Eye Sound) desde hace unos años, no tiene precio. Sacó aquellas grabaciones inéditas de Tony Joe White; hace nada le ha producido un disco espectacular (y mira que me cae mal el personaje, pero qué grande es, cuando quiere) a Hank Williams Jr. y, hace un par de años, le produjo el Years a John Anderson, un álbum con el que lo rescató del olvido con la probable intención de hacerlo coincidir con este disco homenaje que sale ahora, con dos años de demora (con tanta jodienda de por medio entre pandemias, fallecimientos y cancelaciones, aparte de las dificultades, es un suponer, que ha de entrañar montar un disco de estas características, con semejante plantel). John Anderson es una leyenda (más de cuarenta singles en las listas country de Billboard, cinco números uno y miembro desde 2014 del Songwriters Hall of Fame). Eso nadie lo va a discutir a estas alturas, por mucho que adoleciera de aquellas sobreproducciones tan desoladoras de los años ochenta, en las que todo lo que sumaba restaba y, al final, enmascaraba (por no decir evisceraba) las bondades de sus canciones, que son muchas y excepcionales (tanto las canciones como las bondades), como vienen muy bien a demostrar, sin ir más lejos, las versiones que configuran este disco. Por aquí, ya lo hemos dicho en alguna ocasión, no somos muy partidarios de los discos tributo. Pero este posee ya de entrada tres elementos que nos lo vuelven imprescindible. En primer lugar, y abriendo el álbum, la posibilidad de volver a escuchar la voz de John Prine en «1959», una de las últimas grabaciones que hizo antes de entregar la herramienta y dejarnos tan sin padre. Oro puro. En segundo lugar, lo que viene a ser, sin duda, el momento álgido del disco: la versionaza que se marca Sierra Ferrell del «Years» (el tema que daba título al álbum de Anderson que le produjo Auerbach en 2020), y, no muy a la zaga, en tercer lugar, el «Wild and Blue» que despacha sin despeinarse Brent Cobb, otra mala bestia. (De estás dos últimas hay vídeos colgados en YouTube, una auténtica gozada, ambos). «No queríamos hacer el típico disco homenaje», dice Auerbach. «Tenían que ser los mejores cantantes con las mejores canciones y los mejores arreglos, y tenían que venir al estudio. No se trataba de decir: “Envíame la canción por correo y ya si eso la montamos nosotros”. Creo que eso es lo que hace que el disco sea único. Muy pocos discos tributo se hacen así. Creo que por eso suena coherente». La lista de artistas da buena cuenta de lo que se mueve hoy dentro del género. Nathaniel Rateliff, Erich Church, Gillian Welch & David Rawlings (también hay por ahí un vídeo fantástico), Tyler Childers (fagocitando el «Shoot Low Sheriff!» como si fuera suyo), Luke Combs (con la genética y la solvencia de un aborigen de Carolina del Norte, perpetrando una increíble versión del «Seminole Wind»), Sturgill Simpson, los Brothers Osborne, Del McCoury con Sierra Hull, Ashley McBride (un «Straight Tequila Night» versión femenina, algo ralentizado, pero apabullante porque, como dice la escritora Casey Young: «esta chica podría cantar la guía telefónica y hacerla sonar como un hit») y un colosal Jamey Johnson robándole la novia (como diría el otro a propósito de la versión que le hiciera el otro, bueno, el otrazo) a Anderson para cerrar el disco con la mítica «I'm Just an Old Chunk of Coal (But I'm Gonna be a Diamond Some Day». Lo mejor de lo mejor, ahí es ná. Habrá quien lamente el eclecticismo, pero esto es lo que hay, y funciona a las mil maravillas. No hay imitadores. No se trata de fotocopiar las canciones ni el estilo del intérprete. Se trata de devorar las canciones y regurgitarlas, y hasta tal punto se consigue el objetivo que estoy plenamente convencido de que cualquiera que no esté familiarizado con la música de Anderson y oiga las canciones por primera vez sin conocer su procedencia va a pensarse que son canciones originales de sus intérpretes. Buen trabajo. Suenan muchísimo a ellos, y eso es precisamente lo que yo, al menos, espero de un disco tributo. Al final, lo que importa son las canciones. Y hay que decir que muchas de ellas crecen aquí lo que no pudieron llegar a crecer en su día, encorsetadas como estaban por aquellas lamentables orquestaciones; aquí crecen, decía, en matices y emoción. Un álbum sincero y cantado desde el corazón. La foto de la cubierta, por cierto, la hizo en su día Johnny Cash (el otrazo del que hablábamos a propósito de la versión que hiciera de aquel otro que se lamentaba tan jubilosamente) Y así es como, al final, el círculo no solo no se rompe, sino que se ensancha. Bendito seas, Dan Auerbach.

EVA EASTWOOD

The Many Sides of Eva Eastwood

(Darrow Records, 2022)

Rockabilly, rock 'n' roll y country, esas son las muchas caras de Eva Eastwood, Eva Östlund fuera de los escenarios, natural de Örebro, Suecia, y este disco, para quien no la conozca, brinda una magnífica oportunidad para codearse con todos esos avatares, con lo mejor de su producción entre el 2006 y el 2012. Pura dinamita. La niña, la menor de seis retoños, empezó a escribir canciones a los nueve años, la muerte prematura de su madre, acordeonista, la convirtió en una jovencita muy seria que siempre prefirió la compañía del tocadiscos a la de cualquier otro infortunio, por suerte, viniendo de una familia de músicos, tal infortunio (la música) se recibió como cosa natural y, a todas luces, intratable. En la película Eva en Lyckost, estrenada en 2017, Eva hablaría por primera vez, abiertamente y sin sentimentalismos, de los abusos sexuales y el alcoholismo de su padre. Más razón para buscar refugio en la música, incluso durante su breve estancia en el orfanato. Los músicos rockabilly siempre han tenido algo de críos dickensianos. Fue su hermano, Hansa, quien le enseñó a tocar la guitarra. Un maestro muy duro, según refiere ella misma, que le proporcionó un piano y su primera guitarra Gibson. Escucha con adoración a Melanie Safka, también a Ruth Brown y a JJ Cale. Su primera banda, una banda de sótano, la forma con su hermana (la chica country de la familia) y unos cuantos amigos. La escena rockabilly de Suecia, ya lo hemos comentado en alguna ocasión, es bastante potente. En 1984 conoce a los Peak Brothers, una banda rockabilly de Hallsberg, y ese encuentro resulta crucial, tanto en términos de amistad como profesionales. Con gente del rock duro del municipio de Nora, que es lo que procede en los noventa, toca en una banda llamada Irene's Federation, pero ella se sigue empecinando (jubilosamente) en defender su material original y, cuando la Warner sueca decide tenderle la mano, resulta que ella no va a poder porque se ha marchado a Estados Unidos, de viaje iniciático, con el que era su amor de entonces (futuro marido): un viaje a las fuentes y los orígenes de todo lo que la hacía vibrar. Un primer viaje a EE.UU. al que seguirían muchos, que tendrían un efecto profundo en su evolución musical. Allí, lo flipan. Suele pasar. Es más rockabilly que los rockabillys de allí (aunque, eso sí, comprado todo de baratillo y peinada en casa, frente al espejo, consultando viejas revistas de los años cincuenta). Tanto por cómo viste, como por actitud, les da mil vueltas. Un poco como los japoneses de la película de Jim Jarmusch. No tarda en actuar y dejar anonadado al respetable en los garitos legendarios de Nashville, el Blue Bird y el Tootsie's Lounge. Y enseguida le ofrecen un contrato discográfico. No lo firma porque es una atadura de cinco años y eso la obligaría a quedarse en Estados Unidos (que está bien para ir y volver, para volver y echarlo de menos, pero no para quedarse tanto) y aún no las tiene todas consigo (debe ser la única, los demás lo ven bastante claro) de que pueda llegar a ganarse la vida con la música. Así es que regresa a Suecia y es allí donde empieza a desarrollar en serio su carrera, en la cocina de casa. No para de componer canciones y de grabar maquetas. La prensa local comienza a fijarse en ella. Y es entonces cuando entran en escena ese par de amigos que todos tenemos, que tienen más fe en nosotros que nosotros mismos (por lo general amigos bastante verbeneros), y que actúan de repente como una suerte de deus ex machina: le hacen llegar dos de sus canciones a Bob Johnston (Bob Dylan, Simon & Garfunkel, Johnny Cash). Bob Johnston no da crédito. Afirma que es de lo mejor que ha escuchado en años. Incluso llegaría a viajar a Estocolmo para hablar de una posible colaboración, pero de nuevo los azares del destino imposibilitan que la cosa cuaje, el encuentro nunca llegaría a producirse. Aunque ya el motor rueda solo. En 1999 graba para Swedish Tail Records, un sello de Jönköping, su primer álbum, Good Things Can Happen. La crítica la define desde el primer momento como una mezcla feliz de Connie Francis, Wanda Jackson y Parsy Cline (luego dirán que Eva Eastwood es una mezcla entre Siw Malmqvist y Gene Vincent, ellos sabrán, porque, lo que es yo, de lo primero, no gasto). Y, en efecto, está toda esa nostalgia de los años cincuenta, pero también está la fuerza y el desgarro del sótano y el garaje de los noventa, con su banda, The Major Keys. Multitud de bolos en Inglaterra y en festivales como el Furuvik, el mayor festival country de Escandinavia. Tocan con Dave Edmunds y con The Refreshments, que se declaran ultraforofos de ella, como perrillos. Entre el 99 y el 2006 publica casi un álbum al año. Encabeza siempre las listas de rockabilly nórdico. Llega hasta ser telonera de John Fogerty en Gotemburgo. No para de girar. En la primavera del 2007 se separa de la banda y cada cual toma su rumbo. En el 2012 pasa a formar parte del Rockabilly Hall of Fame, en Jackson, Tennessee, por sus meritorias contribuciones al género. Este The Many Sides of… es el diario de bitácora de los siete primeros años de ese camino que emprendió por aquel entonces en solitario. «Packing Up To Hit the Road», el tema que cierra el disco, lleva sonando en esta santa casa desde que entró por la puerta. Pura vacuna para el desánimo y/o la flaqueza. Un temazo que deja meridianamente claro que Eva Eastwood evoluciona, crece y no tiene la menor intención de jubilarse.

RAY WYLIE HUBBARD

Co-Starring Too

(Big Machine Records, 2022)

Este disco es pura fantasía. Lo mismo que el anterior, hace un par de años, el Co-Starring, que ya reseñamos por aquí en aquel entonces. Rodearse de compinches (amigos y admiradores) y dar el golpe. He de reconocer que, al principio, me costó darme cuenta de que este era otro disco. Las cubiertas son prácticamente iguales (cambian los sombreros y el fondo). Pensé que lo mismo se reeditaba en vinilo o algo así, pero no. Lo de ahora es el Co-Starring Too. La segunda entrega. Me di cuenta al leer la lista de colaboradores, más apabullante aún, si cabe. El resultado es más duro y más potente. Más aguardentoso. Más ruidoso y más salvaje. Más el Ray Wylie Hubbard de la granja de serpientes, sucio y lodoso, con sus historias de perdedores, esa fauna polvorienta que pace y se desvive al borde de la carretera, los «hijos de Dios, salvajes por naturaleza», un poco al margen de todo, leyes y modas, vaqueros, pioneros, solitarios, criminales, vagabundos y músicos de country. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Este disco lo desmiente de un modo incontestable. Es casi un Padrino Dos, para entendernos. Además de una emocionante declaración de amor incondicional a la música y al estilo de vida que, en su día, llevó al joven Ray Wylie a largarse de Oklahoma e instalarse en Texas, ganándose el pan de garito en garito, entre amores desgastados, con no más equipaje que sus canciones, sin dar nunca el brazo a torcer, sin venderse al mejor postor ni aceptar elixires fraudulentos de vendehumos californianos. Siempre un poco al margen, en efecto, y siempre un poco esa cosa tan enojosa que es ser considerado un «músico de músicos», algo que, sin embargo, no deja de ser cierto. Se detecta sobre todo en proyectos como este. Ninguno de los invitados lo dudó ni un instante. No hubo nadie que exigiera oír la canción por adelantado. Si venía de mano del viejo Hubbard, el bombazo estaba garantizado. Rendición absoluta e incondicional. Y todo con ese realismo sucio, marca de la casa, ese naturalismo lleno de referencias musicales y literarias. «Esa cosa funky, sexy y cool que siempre he perseguido. Ese lugar groovy y arenoso donde la vida se vuelve demasiado real, se cometen errores, sí, pero también, a veces, se salvan almas». Música de la inmensa devastación americana (estadounidense), del Gran Desierto Interior. El festival empieza con «Stone Blind Horses», mano a mano con Willie Nelson, una canción que se presenta como una suerte de oración ebria para jóvenes vaqueros, viejos borrachos, amantes desesperanzados y ladrones que montan caballos ciegos. En «Groove», con Kevin Russell y las Shiny Soul Sisters, el viejo vagabundo nos descubre las fuentes de su Nilo personal, el «Try a Little Tenderness» de Ottis, el «Rather Go Blind» de Etta, el «Get Ready» de Curtis, el «Heard It Through the Grapevine» de Marvin, el «Respect Yourself» de Mavis, el «Walking In the Sun» de Percy, el «Take Me to the River», del reverendo Al y el «A Change Is Gonna Come» de Sam en una sola estrofa. Lo que viene siendo la escuela. Y, un poco más adelante, «JJ Cale, Delaney y Bonnie, Duck Dunn, Steve Crooper y Tony Joe White», para terminar con el «Chain of Fools» de Aretha, el «What I'd Say» de Ray, el «Treat Her Right» de Roy, el «Get Up Offa That Thing» de James y el «Cry To Me» de Solomon. Una portentosa lección de «groove». En el tercer corte, «Only a Fool», con las Bluebonnets, la banda garajera de Austin, el viejo amante cicatrizado rompe una lanza por «ellas», porque la carretera y los bares padecidos en el trayecto le han enseñado que son «solo los imbéciles los que las faltan al respeto». Llega entonces el momentazo del disco, «Hellbent For Leather», el dúo con Steve Earle en el que mandan a Los Ángeles a tomar vientos. La unión de estas dos bestias resulta de una lógica aplastante, y la mezcla no puede sonar mejor, puro rock and roll, trascendiendo a Henry David Thoreau y dando la razón a Gram Parsons, como es de ley y de gente bien nacida. Acto seguido, en «Naturally Wild», coescrita con nuestra admiradísima Jaimee Harris e interpretada junto a Lizzy Hale y John 5, Hubbard nos habla de un club de Austin en el que se da cita gente «que ya llega tarde a la redención», «gente olvidada y podrida que no tiene tiempo para rezar». Gente incendiada. «Hijos pródigos exiliados». Luego vienen los «Fancy Boys», nada menos que Hayes Carll, James McMurtry y Dalton Domino, en cuyos versos aparecen Hank Williams, muerto el día de Año Nuevo en un Cadillac Fletwood, los jovencitos presuntuosos que se pavonean en los escenarios en los que en su día tocó Waylon, y Willie diciendo que lo mejor va a ser liarlo todo en un buen porro y fumárselo. En «Texas Wild Side», con The Last Bandoleros, aparecen Jerry Jeff y Billy Joe, el lado salvaje de la noche de Texas. Seguimos con «Even If My Wheels Fall Off», con otro trío de ases, Wade Bowen, Randy Rogers y Cody Canada, una canción de quemar gasolina y correr al encuentro de mujeres que esperan lejos, que llaman desesperadas desde la otra punta de un país abrasado, sin frenos, pisándole fuerte, aunque en el camino revienten las ruedas. En «Pretty Reckless» el viejo Ray se une a Wynonna Judd, Jaimee Harris, Charlie Sexton y Gurf Morlix. Nada más empezar la canción, un coche se detiene junto al arcén con las ventanillas bajadas y el «Shine Along» de los Black Crowes sonando a todo trapo. Al volante va una chica con una cerveza entre las piernas, unas gafas de sol de espejo seguramente robadas y un colgante con una bala que le dice que suba su culo hillbilly al coche y deje de babear. La aventura está servida. Tanto Charlie Sexton como Gurf Morlix, aparte de prestar sus voces, aparecen como personajes en la canción. Carretera, cantina mexicana, cervezas hasta decir basta, enchiladas y una versión del «Houses of the Holy» de Led Zeppelin en el escenario. Ya en la recta final, «Ride or Die», con Ringo Starr, su hijo Lucas Hubbard, Steve Lukather, Eliza Gilkyson y Ann Wilson, una canción en la que una chica baila contoneándose como Stevie Nicks, camina como si estuviesen sonando todo el rato los Black Crowes en su cabeza, pincha una y otra vez el «Wild Horses» en su estéreo y, de vez en cuando, hace como que es Marianne Faithfull, joven y puesta hasta las trancas, en un castillo del sur de Francia. Y, para acabar, el bombazo de «Desperate Man», con The Band Of Heathens, en la que empieza diciendo que, al ir a ver el Joshua Tree, cayó de rodillas y rezó una oración a la Virgen. La historia de un hombre acostumbrado a caminar descalzo sobre cristales. La historia del propio Hubbard. Once canciones y cuarenta y dos minutos, ya lo dije al principio, de pura fantasía. ¡Aleluya!

IAN SIEGAL

Stone By Stone

(Grow Vision Records, 2022)

Ya han pasado diecisiete años y doce discos desde que lo descubriese un buen día en una de aquellas gloriosas jornadas cretácicas en las que uno era perfectamente capaz de pasarse horas (la verdad es que hemos sido una generación bastante dotada para la indigencia y la inmundicia; estábamos viviendo, probablemente sin saberlo, en las postrimerías de casi todo, el asteroide que oscurecería los cielos y enfriaría el planeta ya se veía venir), y de hecho me las pasaba (ella ya lo sabía y se iba a hacer sus cosas), manchándose los dedos (más adelante aprenderíamos a ponernos los guantes aristocráticos de Javier Marías, porque los ácaros ingleses son igual de ácaros, o incluso más, que aquí) en una costrosa (léase gloriosa) tienda de discos de Londres que ya no existe, con el que fue su segundo álbum, el glorioso Meat and Potatoes, que compré sin dudarlo, más que nada por el título y por lo que me dijo el dueño de la tienda, viejo zorro que en cuanto me vio dudar me lo pinchó desprevenidamente, como se tenía por costumbre en aquella época y en aquellos pagos, sabiendo ya que su pieza había caído en la trampa. «Esto que oyes es lo que tienes en la mano». No tuvo que insistir mucho. Le bastó decirme que era blues de astilleros y de ciudad portuaria. De un tipo de los aledaños de Portsmouth, al sudeste de Inglaterra, en el condado ceremonial de Hampshire, curtido durante muchos años en las tabernas de Alemania. Sudor, gomina y barba de tres días. Cuero y botas camperas. Respeto, tradición y mucho whisky. Parece yanqui, pero no. Procede de los muelles de la Pérfida Albión. Luego, llegaría a ganar un montón de premios en los British Blues Awards, se iría a grabar un par de discos descomunales a Mississippi con Cody Dickinson, de los Mississippi Allstars, a cargo de la producción (The Skinny, 2011 y Candy Store Kid, 2012), y comenzaría a colaborar muy de cerca con Jimbo Mathus. Todo gloria. El caso es que, durante todos estos años, no me he perdido ni uno solo de sus escarceos. Nunca me ha decepcionado. Y la reciente aparición de este Stone To Stone, no hace sino confirmar la inmensa altura que ha alcanzado. Lo cierto es que con este último disco ha puesto el listón muy alto. No se puede tener más clase, ni más buen gusto, ni más pantano. Con voz potente y segura, Ian Siegal ya no tiene nada que demostrar y hace lo que le da la gana y como le da la gana. Para empezar, el disco está dedicado a la memoria «y la inspiración» de Chuck E. Weiss, y eso ya, no sé si a vosotros, pero a mí me toca fuerte la patata. Aparte, incluye una canción de Jimbo Mathus, con quien, además, comparte los créditos de otras tres. Hay bien de resonator y mucho slide (y una tremendísima Shemekia Copeland en el segundo corte, entre el blues y el gospel, mano a mano con la voz aguardentosa de Ian en «Hand in Hand»). La cosa empieza destartalada, como la música que te encuentras al colarte en un garito pegajoso y lleno de humo, atmósfera de antro, pero luego todo se vuelve sorprendente y delicioso, inesperadamente, cuando Ian se arranca con «The Fear», solo voz, guitarra y armónica, una composición que nos descubre a un Ian Siegal más íntimo y más cercano a la sensibilidad de un Townes Van Zandt, por ejemplo, uno de sus máximos ídolos, dejándonos claro que no ha venido hoy aquí a gustar a todo el mundo y que este disco puede que no guste a aquellos que se acerquen a él a abrevar del blues más eléctrico y citadino. La cosa, desde este tercer tema, se vuelve, ya digo, extremadamente acústica y campestre. Faltan grillos, como quien dice. Chirrido de mecedora y tablón suelto de porche sobre humedal al ir y venir de la cocina a por cervezas. A poco que te descuides te masacran los mosquitos. Gloriosa también la versión fría, escalofriante, del «Psycho» de Leon Payne, con su letra brutalmente oscura, que en su día cantara Eddie Noack, ese cantante fascinante que ha pasado a ser la más extraña nota a pie de página de la historia de la música country (algún día le dedicaremos unas líneas). «Si crees que soy un psicópata, mamá, será mejor que dejes que me encierren…». Y así sigue, un tema tras otro. Música del páramo, mezcla de country, blues y folk. Un poco de mandolina. Y un banjo que parece tocado por uno de esos ancianos arquetípicos (con ese punto irónico de quien ha estado en lugares y perdido cosas que ni tú ni yo imaginaríamos). Algún momento a capella de puro escalofrío («Monday Saw»). Zapateo y silbidos. Sencillo y parco. Música para oír (o interpretar) con candil y jaleo de ranas toro en la distancia. Música de cosas que reptan por debajo. Pura artesanía.

THE DEAD TONGUES

Dust

(Psychic Hotline, 2022)

Ryan Gustafson, de The Dead Tongues, lleva más de una década dando el callo en la escena musical de Carolina del Norte, entre Durham y Asheville. Ha visto mundo como guitarrista de Hiss Golden Messenger y de Phil Cook, se ha hartado de hacer autoestop por el Oeste, ha cambiado de piel varias veces, no ha parado de sacar álbumes y en los últimos tiempos se viene diciendo que vive en una furgoneta en mitad del bosque. Es callado y bastante reservado. La escritora Ashleigh Bryant Phillips fue a entrevistarlo hace poco para hablar de su último disco, Dust. Quedaron en un salón te té oriental de Asheville. Él la invitó luego a conocer su cabaña. La furgoneta aparcada en la calle tenía una grieta en el parabrisas y flores secas en el salpicadero. El motor era estruendoso y, una vez en marcha, cuenta Ashleigh que tuvo que inclinarse varias veces para poder oír lo que le decía. Le contó que estaba intentando conseguir asistencia sanitaria, que había crecido en la pobreza, hijo de un predicador pentecostal. «Todo lo que tenían nos lo daban», de hecho, fue así como consiguió su primera guitarra. Poco a poco, se fueron adentrando en las montañas. Pasaron junto a un Dollar General. Al tomar una curva él le confesó que en su infancia toda la gente que conocía hablaba en lenguas (lenguas muertas, de ahí el nombre del grupo, en efecto, pero también porque sonaba muy bien, The Dead Tongues –risas–). Él nunca tuvo ese don y creció pensando que no era lo suficientemente bueno. La cabaña se alzaba a un kilómetro y medio de la carretera principal, al final de un camino de tierra, el típico camino en el que más vale que no te metas a menos que vayas en un camión o un todoterreno. Una cabaña centenaria en un terreno de cien acres situado en lo más profundo de las montañas Blue Ridge. Sus vecinos más cercanos crían ovejas, gallinas y pavos reales. Reina la calma. Era invierno y no había ni rastro de pájaros. Lo que sí había era un árbol que parecía estar haciendo kung-fu. Ryan imitó el gesto del árbol al bajarse de la camioneta, junto a una pila de leña tan alta como él, cortada por él mismo. No tiene callos solo en las primeras falanges. Esas manos cuentan otras historias. Ryan le habló entonces de que llegó un momento en que estuvo a punto de dejar la música, allá por 2020, tras la grabación del Transmigration Blues, su cuarto álbum, un auténtico borrón y cuenta nueva. Le mostró luego su estudio, un pequeño habitáculo, especie de invernadero triangular, adosado a un lado de la cabaña. El sol de la tarde entraba por la claraboya. Había instrumentos por todas partes. Y una foto de unos antepasados suecos, tomada poco antes de que emigraran a Estados Unidos. Muchos libros: Octavia Butler, Layli Long Soldier, Wendell Berry… y una máquina de escribir con un manuscrito en curso. Grabó Dust en nueve días. Es el disco que menos ha tardado en grabar hasta ahora. Antes le llevaba meses acabar una canción. Ya no. Él mismo se encargó de las guitarras, la armónica y el piano. Ryan afirma que la situación ideal para escuchar este disco es conduciendo de noche. Ashleigh dice que suena al sol bajando a través de unas ramas otoñales, sobre las rocas cálidas del río. Y lo cierto es que se nota que con este álbum Ryan ha ahondado en su corazón, se nota el tiempo de reflexión, la calma casi budista con la que ha rebuscado en sus viejos cuadernos. La cosa podía haber derivado perfectamente hacia el vacío, hacia la nada. Hacia vivir y olvidarse del resto. Pero al final ha sido más bien lo contrario. Ha sido un regreso en toda regla. Quizá es que no pueda concebir vivir de otra manera que no sea haciendo lo que hace. Un seguir para adelante con todo el peso de lo que se ha sido pero con el nuevo hábito hallado en la pausa y la lentitud. La naturaleza y la muerte del ego. Nueve canciones compuestas como en el transcurso de un sueño casi febril. Una crisis de identidad grabada en cinta. La gente de Rough Trade lo ha descrito muy afinadamente como una exploración del modo en que el alejamiento del arte puede llegar a ser lo que finalmente te conduzca de vuelta (ojalá muchos tomaran nota y dejaran de atosigar con las prisas y con tanto material de desecho, chusco e innecesario). Como dice el propio Ryan en la letra de «Dust», la canción que da título al disco: «Algunas historias no tienen final, algunas cosas nunca mueren». Y esa armónica que parece secuestrada del Harvest de Neil Young, no hace sino confirmarlo.

PHARIS & JASON ROMERO

Sweet Old Religion

(Lula Records, 2018)

En nada saldrá el disco que han grabado para Smithsonian Folkways Recordings, Tell 'Em You Were Gold (2022), un viaje sonoro a través de los tonos de siete banjos construidos a mano por el propio Jason, mezcla de canciones originales y melodías tradicionales. Así que aprovechamos la espera para hablar de ellos. De Pharis y Jason. Una pareja agradable que toca música folk (así se definen en su web, y seguramente no haya mejor definición). Ella es de reírse mucho, él es un poco misterioso. Son canadienses, han tocado en multitud de sitios, han ganado multitud de premios y han enseñado a multitud de gente. Tienen dos hijos estupendos y una casa en el bosque (junto a un río de desove de salmones, una de las últimas cuencas prístinas de la Columbia Británica). Y, además, son lutieres. Construyen banjos. Puedes visitar la web de su tienda. Y apuntarte a la lista de espera. Muchos de los mejores músicos de bluegrass tienen uno de sus banjos. Comen sano (de lo que plantan) y tocan música en la cocina. Todo es muy casero. Todo suena a madera de primerísima calidad. Empezaron tocando juntos música tradicional, banjo, guitarra y, a veces, un violín, en un trío que se llamaba The Haints con el que llegaron a grabar un disco hoy casi imposible de encontrar. También tienen una increíble colección de micrófonos (sus tesoros, el RCA y un C37) y un buen montón de guitarras de preguerra (una fatídica noche de junio de 2016 se les incendió el taller, J Romero Banjo Co., y perdieron los banjos y la colección de guitarras antiguas –incluida una Gibson J-45 de 1943 de valor incalculable, regalo de la inmensa Alice Gerrard–; el fuego también se llevó por delante la cabaña cercana donde dormían mientras terminaban las obras de renovación de la casa, lograron salir vivos de milagro; otros no habrían salido ilesos, pero ellos no se dejaron vencer por la devastación, toda una vida convertida en cenizas, se pusieron manos a la obra y lo reconstruyeron todo –la comunidad musical unió fuerzas y recaudaron fondos para ayudarles a levantar de nuevo el taller y la casa–). Son muy vieja escuela. Cuidan mucho el detalle. Hacen las cosas sin prisas. Mucha carpintería: planchas calientes para doblar maderos de arce, piezas en remojo, madera torrefacta, masajes con soplete…, ese tipo de cosas. Son muy frikis del banjo (ellos mismos lo reconocen) y muy fanáticos de la afinación (Pharis se reconoce también nerd de los árboles, tiene una licenciatura en botánica y en entomología, geek de la naturaleza). A veces, en directo, uno de ellos entra en una afinación esotérica, y el otro le sigue de inmediato, no necesitan ni mirarse, por muy difícil que sea. Se podrían pasar horas hablándote de las antiguas afinaciones de banjo, cientos de ellas, cada una con su razón de ser. Lo suyo tiene algo de conservacionista. Incluso construyen banjos de calabaza con trastes, algo que ya nadie fabrica. Son los guardianes de la vieja religión (en referencia al título del disco que hoy reseñamos, el disco con el que, por cierto, entraron en mi vida; sin contar el de The Haints, el quinto de siete, todos de un gusto exquisito). Banjos y pesca con mosca. Esas son sus dos actividades fundamentales. Y el bosque. Muchísimo bosque. Así es como les surgen las canciones. Muchas veces empieza simplemente con una afinación, en ocasiones la cosa gira en torno a no más de un par de compases, y luego irrumpe el bosque. El mero hecho de estar ahí hace el resto. El enfoque es puramente artesanal, es como hacer mermelada con las cosas que crecen alrededor de la cabaña o destilar moonshine entre los setos. Y así suena. Sweet Old Religion es el disco que sucedió al incendio, después de un tiempo de parón en el que estuvieron ocupados en las labores de reconstrucción y en la llegada de su segundo hijo. La vida sigue. Al reconstruir el taller, se montaron también un pequeño estudio de grabación y ahí es donde grabaron estas once canciones. Más casero imposible. Un disco humilde, como solo podía serlo tras la pérdida total. Un disco con más sentimiento country que los anteriores (y probablemente, ahora que ya los tenemos todos bien fatigados, el mejor para entrar en su pequeño mundo). Todo de los más selecto. El modo en que fluyen las líneas melódicas y la combinación perfecta de sus voces. Con sus pequeños toques adicionales de violín, pedal steel, mandolina, guitarra barítono, bajo y batería. Casi una homilía, en definitiva. Pura magia. Honestidad, entusiasmo, supervivencia y un fuerte olor a resina. La música que uno esperaría escuchar en el porche de esa cabaña que, de pronto, tras mucho caminar, se entrevé en la espesura.

49 WINCHESTER

Fortune Favors The Bold

(New West Records, 2022)

Empezaremos diciendo que no es un fusil con acción de palanca, sino el nombre y el número de una calle de un pequeño pueblo montañés, Castlewood, sito en Virginia, en los Apalaches, donde la banda empezó a tocar sin mayores pretensiones que tocar y seguir tocando mientras se pudiera. Uno de esos pueblos con un solo semáforo y, según las propias palabras de Isaac Gibson, líder del grupo, todos los clichés que uno quiera barajar a propósito de lo que supone crecer en un pueblo de apenas dos mil habitantes, en su día fundado sobre un terreno comprado a los indios shawnee a cambio de un sabueso, un cuchillo y un trago de whisky. Para empezar la necesidad de rebelarse, de ahí todo ese caudal punk rock y metalero que anida y transpira en el corazón de esta banda aparentemente country que debuta ahora en el sello New West con este Fortune Favors the Bold (la fortuna favorece a los audaces, en efecto, solo si te atreves a salir de tu pueblo mental en busca del Nuevo Oeste que está ahí fuera, esperándote). La tía Patsy, que falleció hace poco, fue la que le regaló su primer instrumento, un bajo con el que quiso formar una banda de punk, como buen fan de Pantera que siempre conviene ser, para crecer con la mente limpia, avatar que acabaría sucediendo, aunque con vestimentas completamente imprevistas. Probablemente, porque el punk, como género, nunca le ha interesado del todo, lo que le ha interesado ha sido más bien la filosofía, por llamarlo de alguna manera, la filosofía o la actitud, el espíritu si se quiere. Eso que, en ocasiones, se inocula en los demás géneros, incluso en el menos punk en apariencia, como puede ser el country que él perpetra, el único country que le interesa, un country de naturaleza rebelde (el viejo outlaw de los setenta). Para ello bastaría citar a Chris Shiflett, de los Foo Fighters, que lo dijo mejor que nadie al dictaminar que la música country es el lugar al que van a morir los viejos rockeros punk. Muchas bandas han demostrado ya que uno puede sentirse como en casa con unas botas camperas y un sombrero vaquero en el escenario de un garito de música punk. Una mera cuestión de energía que va mucho más allá del hábito, que jamás hace al monje, por mucho que nos intenten hacer creer los fantoches. Para empezar no es un disfraz, es auténtico. Enseguida se identifica al mamarracho que jamás se ha puesto un sombrero vaquero o al hijo de familia que se implanta un imperdible demasiado brillante en el pezón o se tatúa un dibujillo que en nada se diferencia de las calcamonías que venían en los pastelillos Bimbo. Disfrazados hay muchos y su música también suena a disfrazada. Cowboys y punks de pega. Pura fachada insulsa tocando música vacía. Para Isaac el asunto se basa en algo de lo más sencillo (y a la vez de los más complicado), se trata de total y absoluta dedicación a contar la verdad. Solo hay una indicación en el prospecto: nada de soplapolleces. Para él, eso es la música country. El lugar común de los tres acordes y la verdad. Verdad, honestidad y crudeza. Olvídate de la nouvelle cuisine. Caramelízate los huevos, si quieres, pero a mí el guiso me lo dejas quieto. Algo con lo que la gente se identifique al momento, que apele a sus vivencias y que tenga valor por sí mismo, más allá del sonido, algo, no por domado y elaborado, menos primitivo. Los muchachos del número 49 de la calle Winchester reconocen que nunca quisieron ser una banda de country, ni una banda de rock, ni una banda de Americana, ni de blues, ni de soul, ni de su puta madre. Nunca se lo plantearon en esos términos. Al inicio eran jóvenes (lo siguen siendo) y estaban muy verdes, no tenían ni repajolera idea de qué era lo que estaban haciendo, de cómo encajarlo o clasificarlo, pero sí tenían clara una cosa, querían contar lo que les pasaba, transmitir lo que oían en sus cabezas y lo que sentían en sus corazones. Lo traducían como podían y lo sacaban a la luz, contagiado inevitablemente de toda la música que escuchaban y amaban, algo que, poco a poco, a lo largo de los ocho años que llevan tocando, se ha ido depurando hasta dar lugar a su sonido actual, cierto que más cercano al country que a cualquier otra cosa, pero con mucho también de tantísimas otras cosas. Porque en lo suyo no hay nada previsto, es todo maravillosamente esporádico. Isaac se adscribe al viejo método de Hank Williams, según el cual, si te lleva más de media hora escribir una canción, lo mejor que puedes hacer es olvidarte de ella. Le viene de familia. Desde hace cien años se vienen dedicando a la carpintería y a la mampostería de piedra. Isaac pertenece a la cuarta de cinco generaciones que sabe lo que es sudar mientras se instala un tejado. Sabe lo que es ganarse la vida manchándose las manos. Y esa ética de trabajo es la que ha incorporado también a los del 49 de la calle Winchester. Pon en marcha el reloj, encájate el casco y a trabajar. Ese es el mantra, tanto en el estudio como en las giras y en los ensayos. Música de currantes. En definición de ellos mismos, «una banda de alt-country de lágrima en tu cerveza, rock and roll de bar de suelo pringoso y folk de los Apalaches de alto octanaje».

CRISTINA VANE

Make Myself Me Again

(Red Parlor Record, 2022)

Hace cinco años, en 2017, la descubrimos en una sesión de Jam in the Van, marcándose un «Long Way Home» que ya entonces nos dejó con el culo torcido. Luego le perdimos un poco la pista, pero nos volvió a seducir en octubre del año pasado, gracias a nuestro nuevo canal favorito, Western AF, en plena llanura, cantándole el «Travelin'Blues» al bisonte Billy, en el Prairie Monarch Bison Ranch de Wyoming, un estado por el que sentimos especial debilidad (por motivos que no vienen ahora al caso y que ya han quedado debidamente consignados en otros pagos). El caso es que acaba de salir su esperadísimo segundo disco para Red Parlor Records (atrás quedan también los dos EPs, Shades y The Magnolia Sessions) y nuestra absoluta rendición no ha hecho más que confirmarse. El viaje ha sido apasionante. Cristina nació en Italia, de padre siciliano-estadounidense y madre guatemalteca. Dio muchos tumbos. Cada tres años, más o menos, un nuevo salto. Se crió entre Inglaterra, Francia e Italia. A los dieciocho años, cuando se establece definitivamente en Estados Unidos para ir a la universidad (Princeton, Literatura Comparada), habla cuatro idiomas y lleva dentro el blues de la vieja Europa. Tanto ir y venir de aquí para allá ha hecho que no tenga muy desarrollado el sentido de pertenencia. Algo que no vive como una rémora, sino más bien como todo lo contrario. Su única patria es la música. Y no toca música folclórica tradicional italiana ni de la región del Piamonte, donde nació, aunque todo eso y mucho más, todo lo que ha visto y oído en sus largos peregrinajes, ha influido en su sonido y en su trayectoria profesional. Así como en su manera de relacionarse con el mundo. La guitarra slide, que aprendería a tocar en el Londres de los noventa (que era mucho Londres), marcaría su camino. En Los Ángeles estuvo trabajando una buena temporada en la tienda de guitarras McCabe's y allí se hizo experta en el fingerstyle, asesorada por Pete Steinberg, su mentor, al que siempre cita y tanto debe, que dio forma a su manera de componer y de tocar. Mucho country blues, Skip James, Mississippi John Hurt y Blind Willie Johnson (Venice Beach está lejos del Delta del Mississippi, pero Cristina salva esa distancia en cuanto agarra la National Resonator personalizada con la que aparece retratada en la cubierta de este disco, una Reso Rocket de cono único que tiene desde hace seis años y que, pese al tute que le viene dando, aún no ha tenido que llevar a reparar), por supuesto, viejos estilos de guitarra folk, música old time, bluegrass y su enamoramiento con el banjo «clawhammer», última incorporación al arsenal de instrumentos que toca casi sin despeinarse. Su primer álbum, Nowhere Sounds Lovely (referencia a esa «Ninguna Parte» de la que se siente tan habitante, como los cómicos de la legua de la inmortal obra del gran Fernán Gómez), elogiado como «material fascinante» por revistas eminentes como American Songwriter y Rolling Stone Country, fue escrito en buena parte durante el largo viaje por carretera a través de Estados Unidos que siguió a su estancia californiana. Cinco meses tocando en pequeños bares, cervecerías, cafeterías, clubes y patios de gente, durmiendo en casas de amigos o de desconocidos, y en tiendas de campaña al borde de la carretera, acampando de vez en cuando en los Parques Nacionales, para respirar y recargar pilas. «Una niña rockera obsesionada con la música antigua», así es como ella misma se define. Pero con algo adicional, algo que la hace única en su especie, esa fascinante visión del que viene de fuera, ese distanciamiento crítico y apasionado del que ya hemos hablado en otras ocasiones al referirnos a los Wenders y los Kaurismäkis que se asoman y se pierden por aquellos horizontes: el asombro y la emoción del descubrimiento y la confirmación. Ahora ella ha echado raíces en Nashville («Small Town Nashville Blues») y parece haberse reconstruido tras el largo viaje. El disco transpira el optimismo de haber llegado por fin a alguna parte, transpira fuerza y seguridad. Cristina Vane parece haber encontrado su propia voz, ella lo llama «el sonido de crecer». Y oír ese sonido, producido en estudio o a pelo en las Grandes Llanuras, nos seduce casi tanto como al bisonte Billy, que muge manso y se queda quieto.

BRENNEN LEIGH (featuring ASLEEP AT THE WHEEL)

Obsessed with the West

(Signature Sounds, 2022)

Puede que de primeras no te suene ni la conozcas, pero seguro que la habrás oído mil veces. Ha hecho voces para The Weary Boys, Moot Davis, Jesse Dayton, Leo Rondeau, James Hand, Melissa Carper, Jim Lauderdale, Charley Crockett, Rodney Crowell, Radney Foster y Bobby Bare, entre otros. Canta, compone y toca la guitarra y la mandolina «como una hija de puta», y no es que lo diga yo, lo de «like a motherfucker», eso lo dijo el gran Guy Clark en su día, alabando su flatpicking, sin andarse con chiquitas. David Olney, otro de nuestros héroes, se refirió a su escritura, «tierna, violenta, sentimental, tontorrona y sabia, siempre fiel a sí misma, confiada y a gusto, sin dárselas de nada ni pasar por una imbécil» (se ve que por aquellas latitudes lo de ir de sobradillo es tan habitual como por aquí, donde de mediocres envanecidos siempre hemos andado con exceso de stock). De este último disco, Colter Wall ha dicho que si al primer compás no se te planta una sonrisa en la cara y te pones a mover los pies es que probablemente estés muerto. Ella lleva obsesionada con el western swing desde que era pequeñita y siempre ha sido una influencia. Nació en Fargo (con catorce añitos ya giraba), se mudó a Austin a los diecinueve y actualmente reside en Nashville. De ahí que sus discos anteriores hayan abarcado el bluegrass, la música country (sus padres eran muy forofos de Willie Nelson y de Emmylou Harris, y no se perdían nunca las emisiones de fin de semana del Austin City Limits) y el folk. Pero solo ahora, con este séptimo álbum, se ha puesto a explorar en serio el western swing, para lo que ha contado en la producción con el mejor, nada menos que con el maestro Ray Benson, rey actual del Texas swing, al frente de su banda, los gloriosos Asleep at the Wheel. Cindy Walker (a la que Brennen considera su espíritu animal) y Bob Wills pueden dormir tranquilos. De adolescente, Brennen se topó en casa con un viejo regalo de bodas que le habían hecho a sus padres, Fathers and Sons, un disco editado en 1974 con Bob Wills & His Texas Playboys en una cara y en la otra Asleep at the Wheel. Ahí se le inoculó el virus del swing. Ella y su hermano no paraban de pincharlo, devoraban el disco. Alucinaban con aquellos gritos extrañísimos, el característico aullido agudo de Wills. Aquella mezcla de jazz, blues, polka y country rural. Un sonido que les parecía procedente del espacio exterior. Fue así como se enamoraron de la idea de Texas. Con quince años, conduciendo por las carreteras desoladas de Dakota del Norte, oyendo una y otra vez una cinta con temas como «New Spanish Two Step», «San Antonio Rose» o «Maiden Prayer». Imposible escapar a ese embrujo. Texas, un país o planeta mágico de comida mexicana y salones de baile. Quién le iba a decir que acabaría viviendo allí y grabando un disco de western swing. Y, además, con el espíritu aventurero del que siempre ha hecho gala, con la insobornable intención no solo de emocionar, sino también, y sobre todo, de preservar el pasado. Una carta de amor a un sonido que significa todo para ella y que cambió la fibra de su ser. «Para mí se trata de algo espiritual. Es como si te presentaras con tus mejores galas y le dieras a la gente lo más auténtico que puedes darle. He aprendido que cada vez que coqueteo con el lado menos auténtico de mí misma en lo que respecta a las apariencias, no consigo conectar tanto con la gente. Para mí es importante decir: “estoy orgullosa de esto” y poder mostrarlo tanto en mi actitud como en mi indumentaria. Creo que este género merece ser respetado, amado, alimentado y regado. Esta es nuestra música y es una música inteligente, es una música brillante y con clase». Y si encima va y te encaja a bocajarro el pistoletazo que da título al disco, «Obsessed with the West», con ese violín y ese viejo acordeón, esa especie de oda melancólica de ambiente vaquero, pues apaga y vámonos. Un auténtico poema de amor al Oeste que, en efecto, se desvincula un poco del tono general, bajando revoluciones, pero que es, sin duda, el momento álgido del disco, el más emotivo, con sus cigarras zumbantes, sus rocas calcáreas, sus altas hierbas danzantes, sus bandadas de buitres negros, sus granizadas asesinas, sus borrascas y sus ciclones, sus cactus rosados en flor y sus huesos blanqueados por la intemperie: «aunque me llene de aguanieve y me haga nudos en el pelo / estoy obsesionada con el Oeste, / esa vieja y ruda fulana, / ese poni salvaje indomable». Una canción en la que, por otro lado, ya se perfila ese nuevo proyecto con el que Brennen Leigh viene fantaseando en los últimos tiempos para gran alegría nuestra (o al menos mía), un álbum de canciones vaqueras, un disco en la línea de Roy Rogers y de Sons of the Pioneers, baladas de pistoleros a lo Marty Robbins y Don Edwards. «Definitivamente, serán canciones originales, siempre he querido escribir una novela del Oeste en forma de canción, ya sabes, un disco temático que tenga un poco de Louis L'Amour y un poco de McMurtry, ese tipo de cosas». Bendita seas, Brennen Leigh. Bendita sea tu obsesión y tu valentía. Una suerte y un regalo haberse tropezado contigo. Happy trails & yeeeeehaw!