ZACH RUSSELL

Where the Flowers Meet the Dew

(Carlboro Records & Thirty Tigers, 2023)

Allí estaba, con su guitarra y su mandolina («ojalá —dice— pudiera tocar la mandolina como cuando tenía quince años»), con puntualidad protestante, con su banda sureña adolescente de la Iglesia Baptista del pueblo, tirando del himnario, y poco más. Hasta los dieciséis en eso se cifraba toda su experiencia musical. Estamos en Caryville, en el condado de Campbell, Tennessee. En el censo de 2020, dos mil doscientos doce habitantes y, probablemente, bajando (tres negros, cinco indios y siete asiáticos, hispanos treinta; esa clase de pueblo). Colinas al este y un lago artificial al norte, de cuando construyeron la presa. Se hacía música porque se hacía música, igual que se desayuna o se defeca. No se cuestiona ni se plantea. Está ahí, como debería estar en todas partes si viviésemos en un mundo mejor. El Sur es, entre otras cosas, eso. Música hasta debajo de las piedras. Historias. No solo de pan vive el hombre. Hay que nutrirse. Es parte de la tradición y, otra cosa no, pero por aquellas latitudes, probablemente por carecer de Historia, nunca se ha vivido de espaldas a la tradición. Ellos no tendrán demasiada Historia, pero están bien pertrechados de historias y tradición. El bluegrass y el country tradicional corre por sus venas. No se trata tampoco de vocación, como nunca sería vocacional comer o follar. Willie Nelson estaba, y está, en lo más alto de su santoral. Y Waylon y Merle, claro, tan vulnerables como furibundos cuando quieren, con los mismos tres acordes, la santísima trinidad. Pero hubo un momento en que se produjo un cambio de vía. Un momento en que la música pasó a ser una cosa más intencionada. Dejó de ser algo que se daba por hecho, y pasó, esta vez sí, a trastocarse en afición y, por evolución natural, en profesión. Y por eso Zach saltó a Nashville por la I-40, diez años estudiando a los mejores. Yendo a conciertos, tomando nota, mamando de la fuente (trabajando en una zapatería y de maestro de ceremonias en un karaoke, criando callos con sistemas de irrigación y currando de carpintero, porque no todo va a ser glamour de biopic, también tiene su poco de película finlandesa triste). Y aquí nos vendría bien un fundido en negro para dar paso al segundo acto. Estamos, en efecto, en Music City, USA, y nadie se fija en el tipo a cargo del merchandising de Tyler Childers (un inciso, a modo de un par de flashbacks: parece mentira, cómo pasa el tiempo, ahora es Tyler Childers el que da el relevo, como a él se lo diera en su día Sturgill Simpson y a Sturgill Simpson el que fuera, a todos ellos los vimos brotar, ergo nos hacemos viejos; pero lo bueno es que sigan brotando y no se entierre el relevo, la tradición, otra vez, frente a la invasión de las maquinitas y los autotunes de los ahítos de Historia, huérfanos de una tradición a la que asesinan, o menosprecian). Seguimos. El chaval que te vendía los discos y las camisetas en los conciertos de Tyler Childers, era Zach Russell. Ya listo para hacer las maletas y volver a los espacios abiertos y los bosques tupidos de East Tennessee, donde perpetra un primer EP (The Creek, 2021) y, a los dos años, acomete la grabación de este Where the Flowers Meet the Dew, producido por Kyle Crownover, natural de Chattanooga, recién venido de producir el maravilloso White Trash Revelry de Adeem the Artist (que ya tuvimos a bien reseñar por aquí, y en el que Zach colaboraba haciendo las voces en un tema: «Rednecks, Unread Hicks»). Valses tradicionales, folk eléctrico y R&B de los sesenta en la primera mitad. Luego la cosa se salpimenta con toques de guitarras distorsionadas, se asoma un cierto aroma de grunge tardío, rollo 1998, como él mismo sugiere, con alguna loncha en el sándwich de Matchbox 20 y Third Eye Blind, amoldándose a aquello que ya apuntábamos de la fragilidad y la fuerza rabiosa de los viejos outlaws. Thirty Tigers lo fichó enseguida. Así que, ya sabes, la próxima vez que vayas a un concierto, ojo con el tipo que te vende el CD o la pegatina. Lo mismo en un par de años te los vende otro en un concierto suyo. A veces, pasa.

LONE JUSTICE

This is Lone Justice: The Vaught Tapes, 1983

(Omnivore Recordings, 2014)

La cosa apenas duró seis años. Seis años y dos discos (sin contar las tres compilaciones —entre las que se encuentra esta joya que hoy reseñamos— ni los dos directos). Un disco glorioso, el primero (Lone Justice, 1985) y otro no tanto, el segundo y último (Shelter, 1986). Estuvieron ahí, con sus cuarenta acres y su mula, entre los primerísimos pioneros, desbrozando la maleza, mucho antes de la eclosión del rock de raíces, el country alternativo y demás zarandajas. Se les englobó en el movimiento cowpunk, en la época gloriosa de los Long Ryders, Jason and the Scorchers, Rubber Rodeo y compañía. Muchos nos enamoramos hasta las trancas de Maria McKee cuando la conocimos. Y seguimos enamorados (Quentin Tarantino, que es un viejo zorro a la hora de ponerle coplas a sus películas, no dudaría en meter su maravillosa «If Love is a Red Dress (Hang Me In Rags)», ya de ella en solitario, en la banda sonora de Pulp Fiction). Fueron como un relámpago. Ojalá hubiésemos vivido aquellos primeros luminosos años ochenta en Los Ángeles. La ciudad de Los destrozos de Bret Easton Ellis. Nos pilló demasiado críos y demasiado lejos. McKee y Hedgecock, a principios de los ochenta, se movían por la escena cowpunk y compartían su afición por el rockabilly y la música campestre. Se conocieron en una garito de hamburguesas muy rollo American Graffiti, con camareras en patines. Ella tocaba con los Rockabilly Rebels (o con una de aquellas bandas, recuerda Maria) y Ryan la vio cantar. Formaron el grupo y empezaron como banda de versiones, aunque no tardarían en componer sus propios temas. Sudaron los garitos. Y enseguida empezaron a dar que hablar. Benmont Tench, de los Heartbreakers solía subirse a tocar con ellos en el escenario. Dolly Parton los vio en The Music Machine de Los Angeles, allá por 1983, y se quedó prendada. De Maria McKee en particular. «La mejor cantante a la que puede aspirar cualquier banda», eso dijo. Se llegaría a decir que era como Linda Ronstadt puesta de speed, o como la propia Dolly con los Blasters de soporte. Cada vez que tocaban en el Whisky a Go Go, se lo llevaban de calle. La gente enloquecía. Una vez telonearon a Arthur Lee y este tuvo que largarse del local después de dos canciones. La gente solo quería escucharles a ellos. Le robaron el show. Linda Ronstadt lo vio claro y no dudó en llamar a David Geffen para que los fichara en su sello. Y así llegaron a grabar su primer disco, en el que colaborarían dos Heartbreakers (el ya citado, Benmont Tench, y Mike Campbell), Tony Gilkyson y Annie Lennox. Salieron de gira con U2 para promocionarlo. Pero el disco no llegó a conectar. Sacaron otro casi seguido, esta vez producido por Steve Van Zandt, y también fracasó. No era lo que daban y se vivía en los garitos. Estaba todo demasiado sobreproducido. Aquella industria tan hortera de los años ochenta no supo capturarlo. Al año siguiente se separarían. Por eso este disco que hoy rescatamos resulta tan impresionante. Aún no habían estallado. No hay apenas producción. No hay estrellas invitadas, ni overdubs, ni teclados. Solo una grabadora de dos pistas y pura energía, pura rabia. Les quedaba un año y medio para llegar a las tiendas de discos. Y así es como sonaban entonces, cuando si uno quería escucharlos, en toda su crudeza, sin adulterar, tenía que pillar el coche y acercarse al garito de turno. Y por eso, para los que no pudimos hacerlo en su día, porque nos quedaba a trasmano y, aparte, los gorilas de la puerta no nos hubiesen dejado entrar ni falsificando el carné, estas grabaciones que se sacó de la manga David Vaught, metiendo a la banda en un humilde estudio del valle de San Fernando, son un regalo y un tesoro. Un viaje en el tiempo. Dos años antes de Regreso al futuro. Año 1983. Es así como sonaban. Es así como enardecían al personal. Y es así como lo inventaron todo. Hay nueve temas inéditos y tres versiones descomunales: el «Jackson» de Johnny Cash y June Carter (escrita por Billy Edd Wheeler y Jerry Leiber), el «Nothing Can Stop My Loving You», de George Jones y Roger Miller, y el «Working Man’s Blues» de Merle Haggard. Una auténtica fiesta. En efecto, se hizo justicia. Ahí quedan, desde luego, sus dos discos oficiales. Pero sus dos discos oficiales nunca fueron ellos. Ellos fueron esto. Lo que ha quedado atrapado en estas cintas milagrosamente rescatadas, como el mosquito de Parque Jurásico. Estos eran/son los auténticos dinosaurios (ella tenía diecinueve años).

JAIME WYATT

«Feel Good»

(New West Records, 2023)

El título del disco, bien entrecomillado para que no haya duda de que es una cita literal y que es ella la que lo sostiene, título también del segundo corte del álbum, lo dice todo. Jaime Wyatt se siente bien; y ya iba siendo hora. Como ya apuntamos al reseñar su disco anterior, Neon Cross, el camino que la ha llevado hasta este instante, no ha sido de rosas, y ya iba siendo hora, en efecto, de mudar de piel y empezar a disfrutar un poco de todo esto. Así lo proclama alegremente en la canción: «Esta misma semana he dejado de hacerme daño a mí misma / he dejado de buscar un perdón que no necesito […] Lo único que quiero hacer / Lo único que quiero / es sentirme bien, nada más que eso, sentirme bien». De ahí, asimismo, el cambio de registro. Decía Johnny Cash que la música country es, en esencia, una música triste. Tres acordes y una verdad, sí, pero casi siempre, para qué engañarnos, una verdad triste (quizá no haya verdades de otra clase, porque como decía Gloria Steinem: «La verdad os hará libres. Pero antes os enfadará»). De ahí el paso al soul, que quizá sea la mejor música para expresar el gozo y la felicidad. Cantar, bailar y reunirse, esa tríada ha sido el sustrato elemental de muchas culturas. Curación por catarsis, aventura Jaime Wyatt, sanación a través del movimiento somático, la conexión, el vínculo y, en última instancia, la creación. Y eso ella, pese a los muchos altibajos, pese al alcohol, los estupefacientes, la cárcel, las cicatrices y los numerosos tatuajes, siempre lo ha llevado en su macuto. Aprender a estar presente en el momento presente y a ser vulnerable en las relaciones sentimentales, no se aprende de la noche a la mañana, tiene su proceso. Wyatt era una velocista en todos los aspectos de la vida, no tiene problema en confesarlo: velocista con las drogas, con las amantes, con el no parar de girar de ciudad en ciudad, huyendo siempre hacia delante y sin mirar atrás, sin darse tiempo a aprender a sentir, y a disfrutar. Y la carga social permanente de procurar no levantar la voz más de la cuenta, de no liarla, no montar escándalos, no sentirse triste ni transmitirlo, no ser demasiado franca o, al menos, no dejar que la gente sepa que estás jodida o que no te gusta el trato que te dispensan. La batalla contra la adición, después de haber probado todos los antidepresivos habidos y por haber, y la ocultación, la vergüenza y el oprobio de haberse visto obligada a pasarse muchos años metida en el armario. Todo eso, todo ese material de música country de segunda fila, ya casi un cliché, se acabó. Ya son seis años sin beber, sin avergonzarse de nada, sin simulacro y sin arrepentimiento. Ha habido terapia y meditación. Se ha reencontrado con la niña a la que, en algún momento, asesinó, y ha dado rienda suelta a la compasión, sobre todo consigo misma (los demás que la alcancen, si pueden, tampoco es que le preocupe). En definitiva, se siente bien, ha dejado de maltratarse, se la liberado de la depresión y de la ansiedad social, y tiene unas ganas locas de jugar. Recuerda que lo que siempre la ha hecho más feliz ha sido la música. Que siempre ha disfrutado componiendo y tocando la guitarra. Ya no siente que ser feliz sea una imposición. Simplemente lo es. Han sido unos años muy buenos. Nunca se había sentido tan viva. El mundo sigue siendo igual de cruel e inhóspito, pero ella, por fin, después de mucha lucha, se siente bien y quiere transmitirlo, no solo para proclamarlo a los cuatro vientos, sino también, y más aún, para contagiarlo. Y que se mueran los feos. Y por eso el soul. Por eso la producción de Adrian Quesada, de los Black Pumas (conexión oficiada por Nikki Lane, a la que no duda en agradecérselo de todo corazón), por eso el estudio Electric Deluxe Recording de Austin, por eso las cuerdas y los vientos, por eso una versión de «Althea» de los Grateful Dead, por eso del doo-wop sesentero, por eso el sonido Motown, por eso el R&B, por eso más Dusty y Bobby que Loretta y Dolly, nuevos territorios en los que, sin embargo, no se percibe salto ni brusquedad, porque Jaime Wyatt ya venía soltando sus buenos coletazos en los discos anteriores, y no hay nada forzado ni calculado en la transición, es todo fluidez, de una lógica casi aplastante, resulta evidente que se siente como pez en el agua (no obstante, está ahí la colosal «Moonlighter» con la que cierra el disco, para recordarnos de dónde viene y lo que lleva, inexcusablemente, en la sangre, con versos tan brillantes como cuando canta eso de: «It's raining like hell here in Belfast and I miss my dog / But I don't have the answers I want so I might have to fall»). Un disco que te quita la tontería en cero coma. No todo va a ser llorar borracha entre rejas.

JEFFREY MARTIN

Thank God We Left The Garden

(Fluff & Gravy Records, 2023)

Seis años han pasado desde su anterior disco, aquel One Go Around de 2017 que ya reseñamos por aquí en su momento con absoluta devoción. Este Thank God We Left The Garden, su cuarto álbum de larga duración (y tampoco tan larga, once canciones y treinta y nueve minutos), editado por el mismo exquisito sello de Portland, Oregon, Fluff & Gravy Records (su listado de artistas es de primerísima división), se ha hecho esperar, la destilación ha sido lenta, pero la espera, como era de esperar, pues de esperar se trataba, ha merecido la pena, ¡y cómo! En el patio trasero de su casa, ubicada en un rinconcillo del suroeste de Portland, Jeffrey Martin se atrincheró en invierno para grabar este sosegado y potentísimo álbum. Largas noches desangradas en gélidos amaneceres, metido en la pequeña choza que él mismo se construyó, igual que construye sus canciones, a base de clavo y martillo, una choza de apenas dos metros por tres (grabado en La Choza, así consta en los créditos del disco). Y cuenta que lo que empezaron siendo unas demos que, más adelante, llevaría a un estudio decente para darles consistencia, se convirtieron en el álbum mismo. No precisaban de más consistencia que la que ya traían consigo, ni retoque ninguno (salvo en tres, a las que al final se sumaría sutilmente la guitarra eléctrica de Jon Neufeld, el hombre a cargo de las mezclas y la masterización). Lo cierto es que ahí estaban ya las canciones completas, sobrias, íntimas y verdaderas. Grabadas a lo vivo (y en vivo), en solitario, con dos micrófonos. A veces, tenía que contener el aliento a la espera de que se apagara el zumbido grave de un camión diésel que pasaba por la la calle ajetreada, a un par de manzanas. En las noches más frías (y los inviernos de Portland son mucho más inviernos que los inviernos de otros muchos sitios) planificaba la grabación atendiendo a los chasquidos del termostato de la estufa de aceite. Sostiene que había una cualidad que él solo sabría calificar de mágica en lo sonidos que comenzó a obtener en su choza con aquellos dos micrófonos de chichinabo. Lo que viene a demostrar que cuando se tiene (el talento), se tiene, y no se compra ni se simula con aparatitos prodigiosos y carisísimos (que muchas veces acaban por ser, más bien, un obstáculo para que la magia mane). Una receta afortunada, puramente fortuita, de tiempo y lugar, que hizo posible que su voz, su manera de tocar la guitarra y la propia configuración de las nuevas canciones, se fundiesen con la suerte de honestidad que él, desde que empezara en esto, siempre se ha preocupado de transmitir. Desde el anterior álbum que mencionábamos al principio, Jeffrey no ha parado de girar por Europa y Estados Unidos, hilvanando conversaciones de pueblo pequeño y barullo de ciudad grande. Suscribimos el credo del que se hacen eco sus textos promocionales. En un momento en el que la profundidad suele canjearse por lo instantáneo, en que los millonarios de la tecnología construyen cohetes para huir del planeta, en que la mirada de ojos apagados de la inteligencia artificial promete socavar nuestra existencia, y en que la desintegración de la cultura está alcanzando un nivel delirante de evidencia, el nuevo disco de Jeffrey Martin se siente como un antídoto esperanzador y radicalmente humano. Las canciones son cálidas, cercanas y reconfortantemente auténticas (qué mal, que lo auténtico, tras tanta tramoya, pose y simulacro, haya pasado a ser una cosa reconfortante, y no algo que se dé por sentado, lo que hablaría de un mundo sano y despoblado de gilipollas). Dice Martin, con su candor habitual (arrebatador) que tiene la sensación de que es ahora cuando está empezando a aprender a cantar. Que lleva siguiendo la consecución de este disco desde sus mas tempranas grabaciones. Que quería ver realmente hasta dónde podía llegar, de qué era capaz, solo él con la guitarra y poco más. Metido en un chamizo. Ni siquiera cree que haya sido una decisión consciente. Piensa que ha sido más bien una mera reacción a los tiempos que corren, a todo el desbarajuste que nos rodea. Y le corroía la necesidad de saber que, incluso en estos tiempos, la cosa podía seguir sosteniéndose con unos pocos ingredientes sencillos. Y se sostiene. Madre mía, si se sostiene. No es el pan cutre congelado que te vende el chino de abajo (y que elogias solo porque te lo da caliente, como si la mierda caliente fuese menos mierda). No. Es masa madre y horno de leña. Pan casero. Y así se siente. Sin prisa ni apremio. Harina, agua, sal y levadura. Sin inventos.

ZACH BRYAN

Zach Bryan

(Warner Records, 2023)

Dijimos la semana pasada que acabaríamos el año viejo y emprenderíamos el nuevo con sendos pelotazos, y he aquí que venimos a cumplir la promesa con este descomunal Zach Bryan (primer y único propósito de Año Nuevo que probablemente cumplamos). Calculo, también, que con ya más de trescientos setenta discos reseñados desde esta ventanilla, a lo largo de diez años (con este que ahora empieza), ha de ser la primera vez que se nos cuela en el rancho una vaca de Warner (deberíamos decir, quizá, la segunda vez, pero es que se trata de la misma vaca). Esto es muy significativo y resume bien lo que me propongo explicar a continuación con mayor o menor atino. El caso es que con Zach Bryan viene pasando, pasa y seguirá pasando, si Dios no lo remedia (y quiera Dios que no lo remedie), lo impensable. En principio todo nos parecía un No, pero resulta que es un Sí como una catedral. Reconozco aquí mis prejuicios. Ya hablamos de este fenómeno por estas mismas líneas cuando la cosa saltó con su tercer disco. Ya dimos cuenta de nuestro asombro. Si te lo cuentan, ni te lo crees. Me refiero a lo de darle crédito a algo así. Un chaval de Oklahoma, de familia militar, con pinta de capitán del equipo de fútbol, que cuelga sus coplillas en YouTube y de pronto se hacer viral, y lo peta ya con Warner rendida a sus pies, llenando estadios con un disco intimista que contenía nada menos que treinta y cuatro canciones, ninguna mala. Un fenómeno parecido al de los Avett Brothers o los Lumineers en su día. Pensamos que no podía ser, y lo seguimos pensando. Seguimos sin dar crédito, aun teniéndolo delante. Y ya sé que es un lugar común, lo de decir «ha vuelto a hacerlo», pero es que lo ha vuelto a hacer. No ha bajado el pistón. No ha dado su brazo a torcer. No ha hecho ninguna concesión, como podía esperarse de alguien fichado por un sello mastodóntico, de los de antes. Ni corto ni perezoso (que no es ninguna de las dos cosas, sino todo un currante), sin doblegarse a las imposiciones del cotarro («establishment» en traducción, como ya apuntamos en alguna parte, del gran Torrente Ballester), se ha sacado de la manga otros dieciséis temazos, el primero de ellos, para más inri, «Fear & Friday's», un poema recitado en el que, en efecto, como muy bien apuntaban en la Rolling Stone, deja meridianamente claro que ni se le ha subido a la cabeza ni se ha dejado seducir por las sirenas del éxito. Y que sigue sin tener nada que ver con el circuito infecto con el que, en un primer momento, por pura miopía recalcitrante (que supimos corregir al instante), podríamos haberlo relacionado. Zach Bryan, para ir abriendo boca, nos dice lo que es para él una buena vida, lejos de la vorágine farandulera: nada de camionetas, chicas en bikini o en shorts, barbacoas, latas de cerveza y partidos de fútbol, etc…, nada del habitual paisaje (horripilante) por el que transita la música country que empuerca desde hace ya eones las emisoras de radio (similar al de la cosa cateta —aunque pretendan disfrazarla de ironía— del hip-hop, pero en pálido y con sombrero). Para él es coger la moto y recorrerse la Pacific 101, subir al Empire State con su padre o despertarse en la cima de una montaña. Ver gente morir, gente nacer y besar unos buenos labios. «He aprendido que basta con cada despertar y que el exceso nunca conduce a nada mejor, que solo se apila y se apila sobre las cosas que ya tienes delante en abundancia, como respirar, buscar, bailar lento, hacer el amor, luchar y reír». Mientras lo recita se oyen olas de fondo. Se acabó esa música de viernes, esa música de usar y tirar, esa música de fin de semana. Para él, como acaba diciendo en el poema, el miedo y el viernes tienen mucho en común, están de alguna forma sobrevalorados y glorificados, y siempre te dejan a medias. Lo que hace falta, viene a decirnos, es una música para siempre, no solo para un momento, una música para vivir, para que te acompañe todos los días de la semana. Ese es su compromiso y en eso estriba la dimensión de su genio. Su periplo es una búsqueda incesante. Y es impresionante el modo en que ese mensaje está resonando en la gente, saltándose todo tipo de fronteras. Al poco tiempo de salir, el disco se encaramó al Número Uno de la lista de doscientos álbumes de la Billboard, vendiendo doscientas mil unidades en su primera semana. Y encabezó las listas no solo de country, también de rock, de música alternativa, de folk y hasta de pop. Y todo sin perder un ápice de autenticidad. Ahí están, como señalaba la Rolling Stone, Guthrie, Steinbeck, Faulkner, Springsteen (su héroe) y los tres acordes y la verdad de Harlan Howard. «Su Sur es puro Gótico Sureño». Está la épica de las carreteras y las vivencias mundanas de pueblo pequeño, soñadores con los pies bien plantados en el suelo, trabajo, pérdida y decepción. Hace poco giró con Charles Wesley Godwin, la otra fiera que está redimensionando los viejos conceptos y rescatando los tesoros de la tradición, inoculando savia nueva al árbol caído (en lugar de hacer leña, que es lo que llevan haciendo desde hace tiempo los «entendidos» de las secciones culturales). Y en el disco colaboran Sierra Ferrell, Kacey Musgraves, los War and Treaty y los Lumineers, porque es evidente que Zach Bryan está marcando el camino. Así que, desde aquí, como han hecho en Warner (donde se conoce que aún persiste alguien con criterio), no tenemos nada que añadir ni sugerir más allá de decirle al bueno de Zach (como si nos fuese a escuchar) que le dejamos las llaves de casa debajo de la maceta para que venga a instalarse cuando le plazca: «El perro no muerde y tendrás la nevera siempre llena.» No creo que haya mejor forma de empezar el año.

CHARLES WESLEY GODWIN

Family Ties

(Big Loud Records, 2023)

Para acabar el año (y empezar el que se nos viene encima) me he he estado reservando un par de ases en la manga, dos discos de dos sospechosos habituales por estas líneas que son, a mi juicio, de lo mejor que ha salido en 2023. Hoy nos ocuparemos de Family Ties, el tercer álbum de Charles Wesley Godwin, el joven artista de West Virginia que nos viene emocionando y fascinando desde que debutase con aquel fabuloso Seneca que nos dejó ojipláticos en febrero de 2019. He de confesar que, en un principio, me temí lo peor. No sé si será solo cosa mía, pero cada vez que un artista se cae del caballo camino de Damasco, me pongo a temblar. Los discos de los iluminados, de los enamorados, de los accidentados, de los supervivientes, de los despechados, de los de repente papás o mamás, de los que ya llevan un tiempo sin beber, de los que se han hecho veganos o han descubierto la versatilidad de los teclados… No es que me parezca mal que les pasen cosas y que sean más o menos felices, claro es, sé que sin todas esas peripecias es obvio que no se puede crear una obra personal e íntima, pero conviene masticar bien la comida antes de deglutirla, el arte no es un patio de vecindad, ni un confesionario. Se pueden exorcisar o celebrar las cosas sin necesidad de ser un moñas o un cansino. Esta vez se venía publicitando que la cosa iba a ir de la familia. Diecinueve temas, nada menos, contando la obertura y la «cerratura» («overture» y «underture»). Pero lo que en otros suele acabar resultando en álbumes bochornosos y sonrojantes, en el caso de Charles Wesley Godwin se traduce, como nos viene teniendo acostumbrados, ya sea al hablar de sí mismo y de su tierra, al más puro estilo Stanislavski en «el trabajo del actor sobre sí mismo» (Seneca), como al distanciarse, a lo Brecht, para contarnos las historias de otros (How the Mighty Fell), en un disco exquisito (el tercero, siempre tan difícil), compendio de ambas cosas (lo mío y lo de la gente de mi tierra), y no le faltaba razón cuando él mismo argüía que se encontraba en su mejor momento compositivo. La felicidad no le ha hecho peder garra ni fuerza. Todo lo contrario. Parece haber hallado un lugar cómodo desde el que crear. Dice que ha sido el trabajo más disfrutón que ha emprendido hasta ahora. Que nunca se había divertido tanto en un estudio. Esta vez ha sido el Echo Mountain de Asheville, en Carolina del Norte (tan de los Avett Brothers), donde confiesa haberse sentido como en casa, durante dos semanas (la vez que más tiempo se ha pasado grabando). En esta suerte de álbum conceptual (algo ya de por sí bastante valiente, si no osado y puede que hasta incluso suicida en los tiempos que corren), hay una canción dedicada a su padre («Miner Imperfections»), una a su madre («The Flood»), un par a su mujer («All Again» y «Willing and Able»), una a su hijo («Gabriel») y otra a su hija («Dance in the Rain»). La sombra benefactora de Kris Kristofferson, su ídolo, sigue estando muy presente y hasta se atreve a componer una secuela («10-38») para el «State Trooper» del inmenso Nebraska de Bruce Springsteen, en la que nos cuenta la otra mitad de la historia. También homenajea la mítica canción de John Denver, himno no oficial de su terruño («Cue Country Roads») e incluye, para concluir, una versión del susodicho, «Take Me Home, Country Roads», con el que suele cerrar sus conciertos. Y aprovecho, ya que estamos, para recomendar el EP con cinco temas que ha sacado este mismo año, Live From the Church, grabado en los estudios The Church de Pittsburgh, Pennsylvania, que abre con una versión de nuestro reverenciado Chris Knight, «The Jealous Kind»; y la escucha de «Jamie», su brillante colaboración para el EP de 2022, Summertime Blues, de la otra mala bestia cuya gira ha estado abriendo durante buena parte del año y cuyo último disco nos reservamos para inaugurar por todo lo alto el blog del año que viene. ¡Feliz 2024!

RACHEL BAIMAN

Common Nation of Sorrow

(Signature Sounds, 2023)

Se define como una artista de música folk. Toca el violín, el banjo y la guitarra. Es de Oak Park, Illinois, pero lleva diciendo que su casa es Nashville desde que, al cumplir los dieciocho, se marchó a estudiar a la Universidad de Vanderbilt, y, a día de hoy, ya no es solo que lo diga, es que lo es. Nashville es su casa. Conviene empezar diciendo que Rachel Baiman es licenciada en antropología y que le importan las cosas. Tanto es así que, en su día, cofundaría Folk Fights Back, una organización de músicos que, durante la administración Trump, montó conciertos benéficos y eventos de sensibilización para combatir toda aquella pesadilla. El folk no se achanta, el folk resiste y contraataca. Toda esta cosa política le viene, por cierto, de nacimiento. Cuando era pequeñita su padre, «economista radical», como ella misma lo ha calificado en alguna ocasión, militó en un pequeño grupo político marginal que se hacía llamar los Socialistas Demócratas de América, algo que, entre la buena gente de Oak Park, se consideraba bastante extremista, motivo por el que Rachel se privaba de comentarlo con sus amigos. Luego la cosa cambiaría. «Ahora los de mi generación hemos tenido que espabilarnos debido a la opresión económica que vivimos. Nos sentamos y elucubramos permanentemente para ver cómo podemos sacarle la pasta a los ricos para que paguen nuestros discos». Su madre es asistente social. Por ahí también le viene lo de la reacción alérgica ante cualquier fascismo. Al final, toda esta militancia activista, toda esta experiencia compartida de vivir y estar jodidos, no hace sino señalar hacia algo que al final se puede resumir de un modo bastante sencillo (pese a los muy cenizos): aún hay esperanza, aún se puede luchar con rabia contra la máquina, aún hay tiempo de frenar la devastación individual y comunal a la que todo este tinglado raro que nos hemos montado parece conducirnos. Y de eso, más que nada, va este, su tercer disco, Common Nation of Sorrow. Ella empezó tocando el violín de muy jovencita, luego vendrían el banjo y la guitarra. Y también lo de cantar. Sus padres no eran músicos, pero eran muy folkies, como toda esa generación de izquierdas anticapitalista, y la llevaron a muchos festivales de música folk. En 2014 se autoprodujo su primer disco, Speakeasy Man, y desde que, en 2017, ya para Free Dirt Records, le produjese su siguiente álbum, Andrew Marlin, de los Mandolin Orange, todo ha sido carretera, ensayos y estudios de grabación, con algún que otro trabajo ocasional entre medias, para ir tirandillo, de camarera, por ejemplo, para la élite tecnológica, y de lectora de novelas de fin de siglo relacionadas con el trabajo obrero (una investigación que tuvo que llevar a cabo para un sociólogo). También ha sido escudera de Kasey Musgraves, Kevin Morby y Molly Tuttle, entre otros artistas. Sus dos máximas influencias son John Hartford (de quien apaña y extiende una versión maravillosa del «Self Made Man») y la australiana Courtney Barnett, que no tienen nada que ver entre sí, pero a quienes considera igualmente sabios, ambos insolentes y cercanos en su modo de escribir. «Escucharlos es como invitar a tu mejor amigo o amiga a echar la tarde en casa, hablando de vuestras movidas». Escucharla a ella también es un poco así. Para este Common Nation of Sorrow, grabado en doce días en The Tractor Shed, en Goodlettsville, Nashville, producido por ella misma, pero con Sean Sullivan (ganador de un Grammy) a los mandos, y mezclado en Portland, Oregon, por Tucker Martine, ingeniero y productor de My Morning Jacket, The Decemberists y First Aid Kit, Rachel Baiman ha querido sumergirse del todo en su querido bluegrass, la música con la que creció. De algún modo, este disco ha sido para ella una especie de vuelta a casa. Homenajea a Gillian Welch y Dave Rawlings, presencias rastreables en el tema «Bitter», y hasta se atreve a volverse hacia sus propias sombras para hablarnos en «Lovers and Leavers» de la batalla que viene sosteniendo con el trastorno bipolar que le diagnosticaron en 2021, una canción, no obstante, compuesta antes del diagnóstico y que interpretaba en los bolos, disfrazada de canción de amor, hasta que solo muy recientemente se dio cuenta de lo que latía por dentro. Todo esto para decir que con estas diez nuevas canciones, Rachel Baiman vuelve a mostrarnos una vez más que, aunque todo esté condenadamente roto, aún hay un atisbo de esperanza. Puede que parezca un lamento (diez lamentos), pero en el fondo es una celebración perpetua. Porque eso es lo que vienen haciendo los músicos de folk (la música de la «folk», de la «gente», no del género musical, como decía creo que era Henry Rollins, afirmando que él también hace música para la gente, que su hardcore punk es tan folk como el folk más puro, puede incluso que más, y que se jodan los cazamariposas con sus etiquetas y clasificaciones), desde que el mundo es mundo. Ojo crítico y corazón alentador. Gente que sangra por nuestras heridas y que nos señala el absceso que, como nos sigan tocando mucho los genitales, habrá que ir a reventar. «Amar es combatir», que decía Octavio Paz en «Piedra de Sol» (y no Maná, faltaría más, Dios me libre de ser tan chungo).

JASON HAWK HARRIS

Thin Places

(Bloodshot Records, 2023)

En los cuatro años que han pasado desde que reseñamos su primer LP, Love & The Dark (2019), asimismo en Bloodshot Records (ahora renacida de sus cenizas), también han pasado muchas cosas, entre otras, como el propio Jason Hawk Harris apunta en las notas, disculpándose por la demora: un apendicitis, un tornado y la primera pandemia en cien años. Y decimos que «también» han pasado muchas cosas porque, antes de aquel primer disco, su biografía «también» estuvo llena de incidentes. Lances y peripecias que, inevitablemente, acabarían reflejándose en sus canciones. Recordemos: el fallecimiento de su madre por complicaciones derivadas del alcoholismo, la declaración de su padre en bancarrota tras una demanda del Rey de Marruecos, el diagnóstico de esclerosis múltiple de su hermana y el nacimiento prematuro de su sobrino, con parálisis cerebral. Por si esto fuera poco, y forzando la credibilidad del argumento, le robaron la furgoneta y su sello discográfico, tan largamente anhelado (ahora, por suerte renacido, como hemos dicho unas líneas más arriba), se fue a pique. Encadenamiento de hechos inverosímiles que ni el mejor guionista lograría colar ni al más nefasto productor cinematográfico de la ciudad y que, en su caso, lo llevaría a dejarse al cuidado de sus propios vicios. No obstante, de una manera poco menos que heroica, al final logró exorcizar todos aquellos hundimientos en las canciones de «Amor y la oscuridad», un disco en el que daría buena cuenta de sus sucesivos pulsos con la muerte, la adicción y la supervivencia. De entonces a hoy, al disco que hoy reseñamos, entre las nuevas tribulaciones, parece haberse resquebrajado el muro tras el que había emparedado todos aquellos sentimientos que, en su momento, con la herida aún abierta y supurante, no se atrevió a encarar. La dedicatoria no deja lugar a dudas. «Este álbum está dedicado a las tres mujeres más importantes de mi vida. Tina Hawk Harris, mi madre, que descansa en paz. Ashley Harris, mi mujer, que llora su muerte conmigo, y mi hermana, Sommer, la única otra persona del mundo que sabe lo que ha sido perder a mi madre». En efecto, tras cuatro años de luto y duelo, de carretera y bolos constantes, sin apenas tiempo para pensar, demorando siempre la cura o simulándola, ha tenido al final tiempo, con el parón forzoso al que nos obligó la pandemia, para dedicarse al «pensamiento mágico», con permiso de Joan Didion (otra californiana adoptiva, como él), y se ha sacado de la manga este Thin Places, que podría ser la banda sonora de muchas de las tesis de aquel libro maravilloso. Un disco sobre la muerte, la devastación y el duelo. Y a la vez una celebración de la vida. Una aproximación casi podría decirse que mexicana (por el gozo, la guasa e incluso el cinismo) a sus muertitos, en este caso a su muertita, su madre, que parte más o menos de la misma premisa que El año del pensamiento mágico: «La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba». El sentimiento postergado, en efecto, se ha descongelado, el peregrinaje de cuatro años por el dolor y la soledad, por los «lugares estrechos» de los que habla el folclore celta al que hace referencia el título, el pensamiento mágico, para entendernos, le ha dejado parir estas nueve canciones (ocho temas propios y una reimaginación del «Keep Me In Your Heart» de Warren Zevon, otro californiano adoptivo, y ya van tres; California, el sol y la muerte, la falsa inmortalidad de las estrellas, la falsa inmortalidad de cualquier cosa, el disimulo, el maquillaje, la mítica Fuente de la Juventud de las viejas crónicas de Indias…), estas nueve bellas cicatrices, bellas porque, como diría Harry Crews, significan que las heridas han sanado. Belleza, dolor y catarsis. Con su buena mezcla de country, rockabilly, gospel, soul y folk. Haciendo bailar a los esqueletos. Poniendo a vibrar a la gusanera. Enseñándole el culo a La Segadora. Haciendo equilibrio, jubilosamente, entre la luz y la oscuridad, entre la desesperación y la esperanza, entre la vida y la muerte, siguiendo al violinista loma abajo, con los danzarines bufonescos de El Séptimo Sello. «En este álbum quise explorar todo el espectro de la aflicción, no solo los momentos devastadores. Cuando uno lidia con la pérdida, vive momentos de confusión, de rabia y de puro descojone». Y cuando lo tuvo ya todo listo para entrar a grabar, la gente puso pasta por Venmo, Bloodshot Records limpió su cocina, le pagó lo que le debía y lo volvió a fichar. El disco marca, por tanto, también, un regreso, un «estar jodido pero seguir adelante». «Me rodea el caos, nena —canta en «So Damn Good»—, el aire está cargado de pesar y rabia, y no tengo ni idea de por qué la gente se muere, ni de qué pasa al otro lado, y llevo perdidísimo desde que me encontré, pero hay una cosa de la que no me cabe la menor duda: ahora mismo estás preciosa». Así que la vida sigue, con toda su precariedad, pero sigue. Y, aunque duela, se baila. Se zapatea sobre las tumbas y se le invita a una cerveza a La Parca (la segunda que la pague ella).

JESSE AHERN

Roots Rock Rebel

(Dropkick Murphys Partnership/Dummy Luck Music, 2023)

Lo dijo Jaime Wyatt por sus redes hace unos meses, y ni lo dudamos. En esta casa todo lo que dice Jaime Wyatt va a misa. ¿Y si te dice que te tires por el balcón? Pues también, madre querida, de cabeza, como un inglés ebrio en Mallorca. Si hay que desprestigiarse, se desprestigia uno y santas pascuas, que para eso se vive. Más aún si te lo sugiere Jaime Wyatt, bendita sea, aunque en esta ocasión lo que dijo fue menos comprometedor: «Ya estáis tardando en escuchar el nuevo disco de mi amigo Jesse». Y claro, ya digo, ni lo dudamos, hicimos «balconing» desde su recomendación a la piscina de este Roots Rock Rebel, en el que Jaime, por cierto, colabora junto a Ken Casey (cantante y bajista de los inmensos Dropkick Murphys) en el tercer corte del álbum, «The Older I Get». Y tras llegar a casa y escucharlo repetidamente, ya podemos decir que tenemos a Jesse Ahern en un altar. La cubierta no engaña. El disco es exactamente eso y suena a eso, sin afeites ni aderezos. Suena a tatuaje de un ancla en el ojo. Suena a Dorchester, a Boston y a clase obrera. Hablamos de la misma liga en la que militan los Dropkick Murphys, Chuck Ragan y Tim Barry, la liga de los hijos bastardos de Woody Guthrie, música de estibadores tatuados (sin necesidad de aprobación de ensayos premiados) y de cadena de montaje, música de manos callosas y empercudidas de grasa. Música que no se anda con remilgos ni cervezas artesanales, música de muelles y huelgas. De lesionarse y hacerse daño. De lucha irredenta y de probablemente perderlo todo, menos la dignidad (el disco, no en vano, lo produce Ted Hutt, productor de los Dropkick y de los Gaslight Anthem). Jesse creció escuchando música enfadada: Bob Dylan, Public Enemy, Beastie Boys y The Clash. La ciudad y los tiempos lo pedían. A los diecinueve empezó a escribir sus propias canciones, con cierto síndrome de impostor. ¿Quién le iba a decir que acabaría tocando con Chuck Ragan, sus queridos Dropkick Murphys y con Rancid? Aún ni él mismo se lo cree. Pero es un currante, y se lo ha ganado a pulso. Nadie le ha regalado nada. Y no se calla. Ni siquiera ahora, menos aún ahora, que es un hombre de familia. La lucha, si acaso, lejos de haberse atemperado, se ha vuelto más urgente, más desesperada. Fontanero sindicalizado, así empezó la cosa, en Quincy, Massachusetts, «la cuna del Sueño Americano», según se hace llamar. Y lo sudó fuerte con los Ramblin' Souls, la banda con la que se recorrió buena parte de los garitos de Boston entre 2002 y 2009 (tras su disolución, puta vida, llegarían a colar un tema en la serie True Blood, esa cosa tan de perdedores de triunfar siempre luego, cuando ya no). Y aún sigue trabajando en la construcción (porque hay tres niños a los que alimentar). Hace unos años se rompió la mano y tuvo que pasarse varios meses sin tocar. Valga este dato para subrayar que no nació con una flor en el culo (ni seguridad social). El andamio no perdona en «la tierra de los libres». Y este disco, en la tradición de los músicos callejeros, de la «vagabundia» estadounidense, es una llamada a la acción. Lleva veinte años haciéndolo, dando el callo y dejándose la piel, la voz del blue-collar estadounidense, agitando las conciencias (su primer EP, de nueve canciones, se titulaba Tales From de Middle Class, luego vendría el Searching for Liberty de 2016, que sonaría algo en la radio; le seguirían el My Truth and My Truth Only de 2018, tras cuya grabación se jodió la mano; el Bad Habits, en el que perpetra una versionaza del «Trapped» de Springsteen, y el Heartache and Love, ambos de 2022; los títulos casi hablan por sí mismos). Y, por fin, ahora, gracias, entre otras cosas, al empujoncillo de Jaime Wyatt y Ken Casey, la cosa parece que empieza a levantar cabeza. Es su primer disco con sello, después de los anteriores, que fueron todos autoeditados. Podemos decir que ha pasado de pantalla y que ya va a por el monstruo final. Ken Casey, a lo Rick Rubin con Cash, después de haber girado con él por Europa, se lo soltó sin tapujos: «Lo que tienes que hacer es buscarte un buen productor que te haga sonar como suenas en vivo, con esa misma fuerza, esa misma rabia, esa intensidad». Luego Tim Armstrong, de Rancid, se lo confirmó: «Haz un disco tú solo, sin banda, sin llenarlo de músicos, un disco que diga: “Ey, este soy yo y esta es mi guitarra. Y aquí os presento a mi armónica. Vamos allá”». No se necesitan máquinas más sofisticadas para matar fascistas. Eso, sumado a su brutal honestidad, la misma que destilan los Murphys desde que salieron del sótano de aquella barbería de Quincy, deja el guiso en su punto. Como regalo, ya en la recta final, una versión del «Strawman» de Lou Reed, que no puede sonar más demoledora, antes de poner la guinda con «I Believe», su particular catecismo: «Creo en la justicia y en tomar partido / Creo en la redención y en la gratitud / Creo en el mal y creo en el odio / En la tristeza y en llevar mi carga a solas // Creo en señalar a los malvados / Creo que aún quedan cosas buenas por hacer / Creo en los pocos elegidos / Y creo en ti». Gracias Jesse, y gracias Jaime por el soplo. Todo ayuda y contribuye. No pasarán.

JULIANNA RIOLINO

All Blue

(You've Changed Records, 2022)

Ya no es solo la chica de la banda. Después de La Luna (2022), el tercer álbum de Daniel Romano con The Outfit, no sabemos muy bien que nos deparará el futuro. Con Romano nunca se sabe. Será según le dé o se levante ese día. Dependerá de lo que haya cenado o leído la noche anterior. Cosas del genio. Como sabrá cualquiera que lo siga (probablemente con la lengua fuera), de avatares y heterónimos va y viene más que sobrado (lo último ha sido Spider Bite, si no llevo mal las cuentas, lo que podría muy bien ser, porque este hombre no para quieto ni un segundo, es una diana difícil, la pesadilla de un francotirador). Pero Julianna Riolino, por su parte, ya tiene bien encauzada su carrera en solitario después de aquel primer EP con cinco canciones, J.R. (2019), que pasó casi desapercibido (por entonces sería el EP de la chica de la banda de Romano, pese a haber sido grabado un año antes del primer álbum con The Outfit, el How Ill Thy World is Ordered). No obstante, en este All Blue, el álbum con el que debuta, militan varios miembros de The Outfit (incluyendo a los hermanos Romano), y ahora se puede decir que son ellos los chicos de la banda de ella, lo que no está mal, para variar. Julianna cuenta que en los días previos al lanzamiento del disco estuvo ayudando a restaurar las vidrieras de la catedral de San Miguel, en Toronto. Y que, rodeada por todos aquellos símbolos representados a través de pedacitos de vidrio francés del siglo XIX, no pudo evitar ponerse a reflexionar sobre su pasado y la memoria de sus sucesivas heridas y sanaciones. De haber sido pintora, dice, esto podría considerarse algo así como su período azul: contemplar, a toro pasado, su biografía, todas las decisiones, buenas o malas, y proceder o bien a la expiación o bien a reírse abiertamente de ellas, dos formas bastante efectivas de hacer borrón y cuenta nueva. Hay en ello un cierto fervor religioso que ella identifica con sus tres iconos personales: Dolly Parton, Emmylou Harris y The Band. Gracias a, o por culpa de, esos tres tótemes, Riolino, desde muy pequeñita, estuvo dando la tabarra para que le comprasen una guitarra y, una vez obtenida, aprendió por sí misma a dar cuerpo a las melodías que sonaban por su cabeza (esos fantasmas que para muchos, como un seguro servidor, resultan inasibles: inaccesibilidad que, como muy bien dice David Lynch a propósito de las ideas, puede conducir al suicidio, de ahí lo de tener un cuadernito siempre a mano). Mientras tanto, Riolino fue perfeccionando su voz en los musicales que montaban en el colegio. «Cantaba siempre que podía, pero no compartí mis propias canciones con la gente hasta que tuve dieciocho o diecinueve años». La primera canción que tocó para sus amigos fue precisamente «Lone Ranger», que aparece ahora, diez años después de aquella prueba, como tercer corte de este «todo azul» (o «todo triste», como se prefiera). La canción es una toma de posesión y a la vez una declaración de principios. «Soy una llanera solitaria en este mundo solitario», el mundo solitario de allí, de su tierra, que viene a ser el mismo que el de aquí, el de la nuestra, y quizá más en concreto el del gremio o la industria (igual el suyo y la suya que el nuestro y la nuestra, territorios inhóspitos por naturaleza). Se trata de una apuesta urgente por la independencia que gravita, además, sobre todo el disco. Esto es exclusivamente suyo. Su voz y su música. Ella es la Reina de Espadas del corte cinco. Se acabó lo de ser un guante que otro se pone y se quita a su antojo. Como ella misma dice, «Queen Of Spades» es hacerle la peineta musical a un amante insincero. Y coger la sartén por el mango, claro es. Las armonías, por momentos, como en ese contundente «You», corte diez, que habría hecho las delicias de Phil Spector, convocan reminiscencias de aquellas gloriosas bandas de chicas (pienso en las Ronettes, por ejemplo; el espectro musical de Riolino es apabullante, tiene un bagaje exquisito), con ese maravilloso registro alto, a lo Orbison, que, por momentos, también desempolva los primeros, fascinantes, discos de Neko Case. El disco se grabó en agosto de 2020, en los ya clausurados estudios de Baldwin Street Sound, producido por Aaron Goldstein (a cargo también de la pedal steel y algunas guitarras y percusiones), con toda la banda presente, tocando mano a mano en la misma sala. «Fueron días largos y duros, pero nos lo pasamos de miedo. Es un lujo trabajar con estos musicazos». Casi una terapia. Perfecto para dejar atrás el pasado enojoso, desanclarse del miedo y seguir adelante, mover ficha y a lo que salga. Son muchos los años de experiencias y desencuentros que se filtran en estas once canciones. Bajo las melodías «dulces hasta un punto casi surrealista», hay densidad en las letras. Porque aunque, atendiendo al panorama, pueda resultar de lo más extraño, hay músicos que leen y piensan. Al final se trata de un asunto de crecimiento y sanación. Abandonar la idea peregrina de quién pensaste en su día que tenías que llegar a ser (esos sueños obtusos) y conformarte y sentirte bien con lo que realmente eras y has devenido. Desde luego, ya nunca más la chica de la banda de nadie.

DALLAS BURROW

Blood Brothers

(Subliminal Hymnal Records, 2023)

Parte vaquero, parte indio, parte vagabundo y parte poeta. Natural de New Braunfels, ciudad situada entre los condados de Comal y Guadalupe, en el estado de la Estrella Solitaria. Los inmigrantes alemanes, allá por 1845, lo tuvieron bastante claro cuando el príncipe Carlos de Solms-Braunfels decidió fundar allí su colonia: «In Neu Braunfels ist das leben schöne», esto es, «En New Braunfels la vida es bella», algo que los indios Waco, de la nación Wichita, ya sabían desde hacía tiempo. Al final, no se llevaron tan mal. El joven Dallas Burrow, cercano a la cultura nativa, desde canijo, decidió dedicarse a la música y, quizá porque estaba en el aire o en las aguas del río Guadalupe, algo que ha hecho de la ciudad una suerte de Meca de los compositores y músicos texanos, con la guitarra en ristre, no dudó en lanzarse, en cuanto pudo, a la carretera. Hoy día, cada vez que se sube a un escenario, dedica una parte del concierto a contar una vieja historia de su padre que ilustra muy bien (casi literalmente, como veremos) el modo en que los nacidos en New Braunfels llevan la música en las venas. A principios de los años setenta, en Nashville, su padre, Mike Burrow estaba presentando a Richard Dobson, John Lomax III y Townes Van Zandt en el garito que regentaba con sus hermanos en Elliston Place, cerca del viejo Exit/In (el mítico garito que salía en la película Nashville, de Robert Altman, y donde debutaría Steve Martin antes de hacerse célebre, por citar solo a uno de los muchísimos artistas que han pasado por su escenario; la lista, tal y como consta en el cartel de la fachada frente a la que posa la gente como si fuese Ryman Auditorium, es abrumadora). Pues bien, después de cerrar el bar, su padre y esos tres piezas se montaron una fiesta privada durante la cual Townes Van Zandt insistió en que tenían que hacerse hermanos de sangre para asegurarse, (bendito alcohol y lo que hubiere), de estar vinculados cósmicamente para siempre. A todos les pareció bien (bendito alcohol y lo que hubiere), y quizá por eso, fantasea ahora Dallas, a través de vaya a saber usted qué poder místico e intangible, desde la sangre paterna, le fue transferido el espíritu de Townes Van Zandt (al que venera por encima de cualquier otro artista). Y después de contar la historia de aquellos míticos borrachos de Texas, como no puede ser de otra manera, nobleza obliga, Dallas Burrow se lanza a tocar siempre, al menos, una canción de Townes Van Zandt en sus conciertos. Y por eso, también, al comenzar a concebir el disco que hoy nos ocupa, Blood Brothers, su amigo Jonathan Tyler (que aquí hace, asimismo, las veces de productor), le animó a componer una canción que rindiese tributo a aquella cicatriz que su padre enseñaba a veces, arremangándose la camisa, recuerdo de aquella historia de cruentas batallas de whisky y viejas guitarras, en compañía de los fabulosos «chicos de Texas», la noche en que se hicieron aquellas promesas de fraternidad eterna después de tajarse los brazos con un cuchillo y mezclar sus sangres. Así fue y, al final, la canción que da título al disco, acabaría convirtiéndose en el faro que alumbraría el resto de las canciones del álbum: un homenaje a sus raíces musicales. Burrow, con su voz de barítono, a lo Johnny Cash, canta: «Papá tenía una cicatriz que ni te creerías, / como una historia oculta en la manga. / Dieciséis años tardé en escuchar lo que había detrás […] // Decía que nunca hubiese sucedido de no haber sido por el alcohol». Burrow lleva ya cuatro años sobrio. Ha dejado de ser un nómada ebrio. Ya no es el que fue. Ahora es un hombre de familia, casado y con un hijo. Pero conoce las promesas del alcohol y de la carretera y solo desde la perspectiva de hoy, que casi podría considerarse la perspectiva de un superviviente, ha podido escribir una canción así, glorificando sin aristas a aquellos legendarios trovadores de «las carreteras del corazón gastado». Él estuvo allí y, sí, en efecto, lo lleva en la sangre. Su padre fue el puente que le unió con todos los héroes de su infancia y adolescencia: Townes, claro, pero también Guy Clark, Billy Joe Shaver y Willis Alan Ramsey, su particular santuario o monte Rushmore. En el álbum también hay guiños al blues de honky tonk, algunos vientos de inspiración Stax, y hasta un glorioso Wurlitzer que conjura la época dorada de Muscle Shoals (remendando, incluso, la voz de Dr. John en un tema). El año pasado, cuenta Burrow, tocó por primera vez en Luckenbach, el famoso local de Fredericksburg, Texas. Tocar allí es un rito de iniciación para los músicos de la Estrella Solitaria. Al final del concierto invitó a su padre al escenario para cantar juntos una canción. Fue un momento muy especial. De alguna manera, el círculo se cerraba. Para él fue una representación literal del momento vivido por aquellos gloriosos «hermanos de sangre», durante aquella velada mítica, perdida en la noche de los tiempos. En el disco hay una canción escrita por su padre («X Old Flames»), otra escrita mano a mano con su amigo Charley Crockett («Only Game in Town») y, por supuesto, una versión de su santísimo patrono, «Mr. Mudd and Mr. Gold», amén.

RODNEY RICE

Rodney Rice

(RR01, 2023)

Ya hablamos por aquí en su día, hace un par de años, con motivo de la publicación de su segundo disco, Same Shirt, Different Day (2020), de aquel muchacho de West Virginia, graduado en geológicas, que se ganó el pan recorriéndose el país como instructor de kayak y trabajando en minas, hasta acabar recalando en las plataformas petrolíferas del sur de Texas, donde llegaría a escuchar casi a diario (y sin el casi) las canciones de Billy Joe Shaver (amén) en las máquinas de los bares, al salir del curro, lo que muy probablemente cambió el curso de su vida (junto a la cepa inoculada por aquel lejano concierto de John Prine al que le llevó su hermana de canijo y que le llevaría a decir, años más tarde, esa cosa tan bonita y tan atinada de que «en un concierto de John Prine uno nunca tiene la sensación de estar en la última fila»). La música, en cualquier caso, desde la banda primeriza que formó con su primo, Buford & Pooch, con quien llegaría a tocar poco menos que en todos los honky-tonks de los Apalaches, siempre le había estado acompañado de un modo u otro y, tras tanto bandazo geográfico, llegaría a cosechar una ingente galería de personajes e historias que, en el granero de su mente, aguardarían el momento de habitar una canción. Billy Joe Shaver (cuyo batería, Jason McKenzie, fue quien le allanó el terreno a Rodney para que pudiera meterse en el Congress House Studio a grabar su primer álbum, Empty Pockets and a Troubled Mind) y John Prine fueron los detonantes. Para este tercer disco, homónimo y autoeditado, se ha ido de Austin, Texas, donde grabó los dos primeros, y se ha afincado en East Nashville, seducido por los maravillosos sonidos del Bombshelter, el estudio a cargo de Andrija Tokic y Drew Carroll donde, ya de un tiempo a esta parte, se están metiendo a grabar los mejores, gente como los Alabama Shakes, los Banditos, Caitlin Rose, Courtney Marie Andrews, los Deslondes, Ian Noe, Jeremy Albino, John R. Miller, Kashena Sampson, Luke Bell, Margo Price, Langhorne Slim, Sam Doores, Tré Burt, Spencer Burton y tantísimos otros. El tesón y el aguante son cualidades que Rodney Rice ha adquirido por lo duro en los ríos de aguas bravas y las nieves de Colorado. Estar en conexión con la naturaleza (no abrazando árboles ni plantando zanahorias, sino tomándole el pulso a la intemperie y retándose en cada recodo) hace que su mente, su cuerpo y su espíritu se mantengan alerta en todo momento. «Esas actividades en lo salvaje son a veces físicamente exigentes. Las condiciones pueden llegar a ser extremas (cuerpo), frío y lluvia, pero hay que mantenerse centrado en la dinámica de la situación (mente), en lugares donde uno no es más que una mota de polvo en la montaña, o una gota en un río (espíritu)». Habilidades que uno no pierde cuando regresa a su sofá o al taburete de su bar predilecto. Rodney Rice afirma que cuando la vida te exige y es incómoda (la vida del artista independiente es básicamente exigencia e incomodidad), toda esa experiencia te enseña a mantenerte centrado en lo que te traes entre manos. Esa perseverancia ha de ser la base de todo artista independiente que se precie. La industria, lo que queda de ella, te lo pone difícil, pero eso hace ya mucho tiempo que no ha de disuadir a nadie. No es excusa. Puedes sentarte a esperar o a lloriquear, como hacen los pusilánimes en sus redes sociales, o puedes currártelo sin cuartel, aunque no haya la menor certeza ni expectativa, aunque sea boxear muchas veces con tu sombra. Y él, como sus maestros, a base de deslomarse en los rápidos y de pasar frío en las cumbres, está versado en captar los destellos fugaces de los momentos emocionales de la vida y transformarlos en canciones que evocan nuestros sentimientos de desesperación y esperanza, de amor y pérdida, nuestro múltiple común denominador. Sus personajes, con sus desvelos y sus dificultades, nos recuerdan a gente que conocemos, a este o aquel vecino, y ese es su principal magisterio. Lo cotidiano se vuelve excepcional e insólito. Para este álbum las coordenadas han sido la muerte de unos abuelos entrañables, la pérdida de una mascota querida, la extenuante monotonía de la carretera y la gozosa celebración del matrimonio. Su sentido del humor sigue siendo su principal baza. «Rabbit Ears Motel», con el sonido vibrante de la Telecaster y su steel guitar, hará las delicias de todo aquel que se haya hospedado alguna vez en un motel de carretera con cartel de neón parpadeante y piscina vacía. Mero botón de muestra de un álbum excepcional que no baja el listón ni por un segundo. Nueve canciones y treinta y cuatro minutos de gloria bendita.

BILLY GRAY

Nowhere to Go (But Out of my Mind)

(Sundazed, Americana Anthropology, 2023)

Junto a las tempranas emisiones de radio de Jackie DeShannon, bajo el nombre de Sherry Lee, grabadas por su madre, y el disco de 1966 de los Kentucky Colonels, la buena gente de Americana Anthropology, sello de Sundazed, sigue con su laborioso y paciente rescate de joyas del pasado y nos brinda ahora este maravilloso Nowhere to Go (But Out of my Mind) del grandísimo Billy Gray. De allí mismo, de donde Travis Henderson se había comprado una parcelita en mitad del desierto que enseñaba en una foto a su hermano en Paris, Texas, de esa misma localidad que luce esa delirante réplica de la Torre Eiffel coronada con un sombrero rojo de cowboy que los tornados, muy razonablemente, tienen a bien desbaratar cada vez que se les presenta la ocasión, de esa misma pequeña ciudad del condado texano de Lamar, Paris, a escasos kilómetros al sur de la frontera de Oklahoma, es oriundo Billy Gray, perfecta personificación de la música country, el western swing y el espíritu honky-tonk de Texas. Vio la luz allí en 1924 y, desde los doce años, se estuvo deslomando en los campos de algodón, después del colegio y en verano, para comprarse su primera guitarra que, como dictan los cánones, aprendió a tocar sin ayuda de nadie, por su propio celo, esfuerzo y facultades, lo que muy pronto le llevaría a ganar un concurso de talentos en una emisora de radio local. A los diecinueve ya había formado su primera banda, Billy Gray & His Echo Mountain Boys, y no tardaría en trasladarse a Dallas, donde todo se dispararía. Talento + Destino = Verse de Pronto Abriendo y Calentando el Escenario para Hank Thompson en el Cotton Club de Lubbock, quien no duda en contratarlo para reinventar el sonido de su banda y ejercer de líder del combo. Ambos darían lugar a un western swing muy particular que los haría destacar por encima de las demás bandas del género que fatigaban los escenarios: Hank Thompson and the Brazos Valley Boys (que incluiría, más adelante, al inmenso Merle Travis, uno de los guitarristas más influyentes del siglo pasado). La banda haría historia en el circuito de los salones de baile y los clubes nocturnos, tal y como se estilaba entonces, con sus doscientos cincuenta bolos al año y sin bajar el listón (cifra que amedrentaría a los músicos desaplicados y remolones de hoy en día, que gastan más tiempo en promocionarse por las redes con sus soberanas soplapolleces, enumerando y celebrando escuchas en plataformas de mierda, que en tocar o, en buena parte de los casos, en aprender a tocar, siquiera decentemente). En marzo del 54 se mete con la banda en los estudios de Capitol de Los Angeles. El último día, Hank Thompson, contrata una sesión para grabar aparte unas demos de Billy con una muchacha de dieciséis años que Hank había descubierto dos años antes en un programa de radio en Oklahoma City: nada menos que Wanda Jackson. Cuando Paul Cohen, director de Decca Records, oye la cinta, se apropia al instante de Billy y Wanda para su sello. «You Can't Have My Love» los lanza a lo más alto de las listas de música country y, al poco tiempo, con su nueva banda, Billy Gray and The Western Okies, continúa marcando hitos durante las giras organizadas por el Grand Ole Opry, encabezando el cartel junto con June Carter y Cowboys Copas. Fueron dos años de no parar. Luego vendría Billy Gray & The Nuggets, con su propio programa de televisión en Fort Worth, Texas, y sus bolos en Las Vegas, donde llegarían a abrir para Willie Nelson en la gira promocional de su primer disco, And So I Wrote. Luego se haría cargo de la banda de Ray Price. Imparable. Parece estar en todas partes. Y crea una nueva banda, esta vez: Billy Gray and The Cowtowners, por la que siguen pasando músicos que luego triunfarían y se convertirían en referentes. Ray Benson, de Asleep At The Wheel, heredero de todo aquello, lo recuerda siempre al hablar de sus influencias: «Todos los músicos que alguna vez hemos admirado, habían pasado alguna vez por la banda de Billy Gray». Su estrella ni siquiera se apagó en la época del outlaw y aquel artefacto que llamaron country alternativo. El honky-tonk de Texas vivió un resurgimiento y los rockabillies siguieron adorándolo en la sombra. Aunque él no viviría para verlo. Falleció de un ataque al corazón a principios de marzo de 1975, con cincuenta años, los que yo cumplo hoy (sin terrenito ilusorio en Paris, Texas, que enseñarle a mi hermano al aparecer un buen día perdido en mitad del desierto, ni Nastassja Kinski detrás de un cristal, ni banda a mi cargo). Más adelante, pese a su más que evidente influencia en todo lo que suena hoy en los saraos western de Texas, vendría el olvido, el anonimato y la oscuridad. Su música llevaba, hasta hace unas semanas, más de cincuenta años desaparecida del mercado. Ahora ha vuelto, en vinilo y CD, gracias a los rescatadores del bendito sello de Hillsborough, Carolina del Norte, aunque lo cierto es que nunca se había ido del todo. Su legado es inmortal, más allá del soporte de turno. Está en el alma de Texas. Forma parte de su banda sonora. Es casi, casi, un sonido primordial. Todos bebieron de aquella fuente. Poco menos que la piedra de Rosetta.

AGS CONNOLLY

Siempre

(Finstock Music, 2023)

Te lo digo y te lo crees, porque me tienes mucha fe, de lo contrario me dirías que a otro cándido con ese cuento. Y el cuento es que aunque el acordeón de Michael Guerra se haya grabado en los Blue Cat Studios de San Antonio, Texas, y el violín de Billy Contreras en los Sidekick Sound de Nashville, Tennessee, Ags Connolly, como quizá pudiera sospecharse por su apellido (forma anglificada del gaélico Ó Conghaile, «descendiente de Conghal», esto es «de sabueso valiente», o, como dicen otros, de Ó Conghalaigh, «descendiente de Conghalach», una derivación de Conghal), es natural de West Oxfordshire, Reino Unido, donde uno ha de sentirse forzosamente como un cowboy de Leningrado (que es como me siento yo, y quizá tú también, cada vez que entro en un garito o voy a casa de alguien), y el grueso del disco se ha grabado en los estudios Woodworn, en mitad de la campiña inglesa, con músicos londinenses. Por aquí, Ags Connolly ya nos encandiló en 2014 con su ópera prima, How about Now, acodado a esa barra de bar de ensueño, con fotos enmarcadas de todos sus héroes (que son los nuestros), pero con este, Siempre, su cuarto álbum, la pirueta ha alcanzado la perfección. Contra patrias, brexits, o cualquier otra barrera con la que uno pretenda cercarse y definirse (porque quizá su vida sea un vacío y, ya se sabe, «cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo», vamos, que da por culo), puede que al final todo sea mucho más sencillo y sentimental y uno no sea más que de la música que escucha (y puede que de la cerveza que beba). Un vaquero a orillas del río Thames (léase Guadalquivir o Manzanares), esta vez incluso fronterizo, más texano que los de allí, incluso. No en vano, su nombre consta ya, con todos los honores, entre lo más destacado del podio de aquello que Dale Watson inauguró y bautizó en su día como Ameripolitan, un movimiento musical de raíces que se aleja de la moderna encarnación de la música country que inunda las radios con sus sonidos de pop y rock de pacotilla. El country que bailan los tontos, para entendernos. Un movimiento que apuesta por lo auténtico y que vendría a abrazar las cuatro grandes subcategorías tradicionales: honky-tonk, western swing, rockabilly y outlaw. Ags Connolly se crio con el rock and roll de los años cincuenta (¿hay otro?), junto a los inevitables Beatles y Stones de su tierra. Su padre era un habitual del viejo Marquee y de la calle Waedour. Su madre era más campestre, aunque esa música nunca se pinchase en casa. Fue precisamente la sensibilidad country de Buddy Holly, ese exquisito fondo de armario, lo que le sedujo desde el minuto uno. Ags quería escribir sus propias canciones, y sus referentes, en ese sentido, fueron en un primer momento Loudon Wainwright III y Ron Sexmith, pero la cosa se disparó tras asistir en 2009 a un taller impartido con el gran Darrell Scott en Nashville, dinero bien gastado. Aquello le hizo ganar confianza. Se empezó a tomar el asunto muy en serio. Ya no tenía que soslayar su verdadera patria. Y su verdadera patria no era otra que David Allan Coe, Johnny Cash, Johnny Paycheck, Guy Clark, Robert Earl Keen y Chris Knight (está visto que somos paisanos). Ni «Americana», ni disfraces para aliviar el bochorno tipo «Nuevo Tradicionalismo». Country y punto. La corbata de bolo, la camisa western, su buen sombrero y sus camperas. Y así empezó todo, muchas actuaciones tabernarias por los alrededores de Oxfordshire, primero con bien de versiones, claro, si no a ver quién se sube ahí arriba, pero poco a poco inoculando temas propios, con su acento difícil de localizar, en un terreno completamente inhóspito para su estilo, hasta radicar en este cuarto álbum, que ya es puro Tex Mex, con su bajo quinto, su dobro, su acordeón y su violín, y con los Texas Tornados resonando en cada corte, claro, su banda favorita. Valses de bareto. Baladas. Polkas. Sabor fronterizo. Gringos, caballos, señoras, bandoleros (en cursiva porque aparecen en castellano en el original, como quien dice), cerveza, tequila, baile, partidas de billar y coches destartalados. Y esa cosa de haberse curtido en terreno yermo que le llevó a decir en cierta ocasión que si te lo encuentras solitario a última hora en la barra de un bar, velando su whisky, mejor no te acerques a importunarlo. «No soy alguien al que quieras conocer cuando el whisky y los recuerdos están en plena floración». Lo que me lleva a pensar de nuevo que si no fuera porque Dios no quiso darme el don de la música, podría estar seguro de tener un doppelgänger en Oxforshire. Dado que no es así (lo del talento para la música), lo dejaremos en «un hermano» o, como ya dije antes, «un paisano».

BRENT COBB

Southern Star

(Buddy Records & Thirty Tigers, 2023)

De pequeño, dice Brent Cobb, se te advierte bien advertido que, si te pierdes ahí fuera, lo que tienes que hacer es calmarte y localizar la estrella polar, la estrella del Norte, que te ayudará a encontrar el camino de vuelta a casa. Bien, pero resulta que Brent Cobb es de Georgia, así que en sus extravíos nunca ha buscado la luz de esa estrella prestigiosa, sino que se ha dejado guiar, y lo sigue haciendo, por la única estrella concebible para él, la estrella del Sur. Este álbum, dice, las canciones, los sonidos, los músicos…, es producto del lugar del que procede, tanto musical como ambientalmente (musa y hogar). Desde el punto de vista histórico, y hasta hoy mismo, el Sur es el territorio del que han salido los artistas más influyentes del mundo. La música, tal y como la conocemos, no existiría sin el Sur de Estados Unidos. Y, más específicamente, sin los estudios Capricorn de Macon, Georgia (Allman Brothers, Marshall Tucker, Charlie Daniels…, todos los pioneros del rock sureño, pero también cantantes de soul, leyendas del country y viejos bluesmen; de quienes él ha mamado hasta las heces, desde que era un renacuajo, para confeccionar ese estilo propio que, a falta de una etiqueta oficial, él ha optado por denominar «sureño ecléctico»), los estudios, decía, en los que se ha metido, junto con una panda de músicos locales, para autoproducirse y grabar las diez canciones de este impecabilísimo Southern Star. Dice que se trata de un lugar vibrante a la vez que sentimental. Sencillo y complejo. «Aquí están sucediendo un montón de cosas y a la vez no pasa nada. Están todas esas culturas sureñas, entremezcladas. Otis Redding y Little Richard eran del mismo villorrio de Georgia. Igual que los Allman Brothers. James Brown y Ray Charles crecieron un poco más abajo. Y todos esos sonidos reflejan el Sur auténtico, una música que ha influido en todo el mundo. En mí, desde luego». Y se siente más que orgulloso de poder aportar su granito de arena para que esa estrella sureña siga brillando. En el disco, además, sin comerlo ni beberlo, Brent Cobb nos brinda la que muy bien podría ser nuestra biografía sentimental de los últimos veinte años. En «When Country Came Back To Town» describe pormenorizadamente, mejor que en un ensayo de doscientas páginas, en cinco minutos y siete segundos, el surgimiento renovador e ilusionante del country independiente que vino a dignificar y vivificar lo que la industria y los nuevos hábitos de escucha (quizá habría que entrecomillar mucho lo de «escucha») parecían haber masacrado. Habla de sí mismo, claro es, pero también habla de nosotros, al menos de aquellos que permanecimos atentos, deslumbrados y ansiosos ante todo lo que estaba sucediendo de espaldas al establishment (o, como lo traduciría nuestro grandísimo Torrente Ballester: del cotarro). Nos empieza contando que él estuvo allí cuando Shooter Jennings rebobinó el sonido como un cassette (no en vano, su hermano, Dave Cobb, fue el que produjo el Put the “O” Back in Country, en marzo de 2005, aquel álbum que lo cambiaría todo), y también en la reaparición (y metamorfosis) de Jamey Johnson con la ya mítica «You Can't Cash My Checks», en los tiempos en los que Jason Cope seguía vivo, tocando con Leroy Powell, «haciendo que rimase todo lo redneck». Después de eso, Brent Cobb se mudó a Nashville y nos recuerda en la quinta estrofa que por entonces todo el mundo quería ser Cody Canada, Ryan Bingham o Hayes Carll. Pero claro, nadie cantaba como Brandi Carlile ni escribía canciones como Nikki Lane. Y entonces llega ese momento en que Sturgill Simpson se sube a la High Top Mountain y el country vuelve a la ciudad por la puerta grande. «Más allá de las pickups y las carreteras comarcales, / casi podías oírlo, / aunque suave como un susurro entre los pinos. / Hay quien dice que nunca se fue y hay quien dice que ha sido salvada, / hay quien dice que, como pasa con todo, ha cambiado con el tiempo. / Bueno, lo que está claro, y a mí me alegra haber estado presente, / es que la música country ha vuelto a la ciudad». En el abismo cada vez más grande entre lo comercial y el arte, sigue cantándonos Cobb, ahí tenemos a gente como Miranda Lambert, manteniendo el ritmo en su corazón, «junto a Chris y Morgane y Kasey Musgraves», para acabar diciendo (y podríamos estar diciéndolo nosotros mismos): «Y aquí estamos ahora, dieciocho años más tarde, con una lista kilométrica / con nombres como Childers, Jinks, Price y Whitey, / Hood, Shook, Cook, Cauthen y Combs. / Dios sabe que es imposible nombrarlos a todos, / pero, joder, ahí arriba están Isbell, Eady, Patton, Moonpies, Turnpike, Colter y Crockett. / Y esto es un no parar y seguirán lloviendo nombres hasta que los libros de historia se hagan eco / de todos aquellos que ensillaron sus caballos y condujeron la música country de vuelta a la ciudad». No se podía decir mejor ni de forma más expeditiva. Fuera cenizos y agoreros. Esto está muy vivo y, como muy bien afirma Cobbs en la canción anterior, «Devil Ain't Done» —partamos de que estamos hablando de música del diablo—, si siempre son los buenos los que se mueren pronto —los aseados del pop y sus excrecencias, esto ya es mío, excúsenme—, a nosotros nos va a quedar aún mecha para rato. Ya se sabe: bicho malo nunca muere. Lo demás (ese ruido) es flor de un día. Por algo se llama música de raíz.

BEN DE LA COUR

Sweet Anhedonia

(Jullian Records, 2023)

En otro octubre, hace cinco años, dábamos cuenta por aquí de las peripecias de aquel boxeador amateur nacido en Londres y criado en Brooklyn, que se curtió en Cuba hasta colgar los guantes y ponerse a recorrer la vieja Europa en una furgoneta con su vieja banda de metal (Dead Man's Root) hasta recabar de nuevo en Estados Unidos, empapado en bourbon, primero en Nueva Orleans y luego en Nashville, hasta grabar aquel disco que reseñamos entonces (su tercer álbum), The High Cost of Living Strange. Desde entonces a hoy, hubo otro disco en medio, el oscuro Shadow Land (2020), recién salido de rehabilitación, recién salido de pagar «el alto coste de vivir raro», para el que se reunió con su hermano y una panda de desconocidos en Winnipeg, Canadá, en pleno invierno, para grabar unas cuantas canciones sobre amantes perdidos, ladrones de bancos, suicidas, trastornos mentales, billares endemoniados y asesinatos. El regreso del viejo «trovador» que, a diferencia del «cantautor», como alguien distinguía por ahí refiriéndose a él, no se limita a ser sensible, refinar su alma y compartir sus vivencias con el mundo, sino, simplemente, y no es poco, procura no acabar entre rejas. Y ahora, tres años después, desembarca con esta auténtica barbaridad, esta nueva colección de folk oscuro, esta vez producido por el gran Jim White (no menos perito en oscuridades) y acompañándose de las voces de tres de nuestras artistas más queridas (y habituales de estas líneas): Becky Warren («Numbers Game»), Emily Scott Robinson («Sweet Anhedonia») y Elizabeth Cook («Shine on the Highway»). Que nadie se llame a engaño. El propio Ben se asegura de remarcarlo siempre que puede: «la música folk tiene una larga tradición de oscuridad, y de oscuridad yo voy sobrado». Música de rincones sombríos y personajes tenebrosos. Él no solo canta sobre ellos, también los ha padecido, ha estado allí y ha sido uno de ellos (quizá uno nunca deja de serlo; la sombra, una vez invocada, permanece latente y tiene el sueño ligero) y no tiene apuro en airear sus demonios. No en vano, su página web se abre con una cita de Carl Jung: «Hasta que el inconsciente no se haga consciente, el subconsciente dirigirá tu vida, y tú lo llamarás destino». Ben reconoce que el álbum de Jim White, Wrong-Eyed Jesus! or The Mysterious Tale of How I Shouted Weong-Eyed Jesus! (1997), con aquella mezcla espiritual de Flannery O'Connor y Tom Waits a la hora de diseccionar el Sur de Estados Unidos (puro Gótico Sureño), le ayudó mucho en una época especialmente inmunda. Siempre había sido fan de su música así que, según confiesa, lo rastreó y acampó, prácticamente, frente a su casa hasta que aceptó producirle este descomunal Sweet Anhedonia. «Creo que aceptó para que le dejara en paz». La lucha con los fantasmas ha continuado desde el disco anterior pues, como apuntábamos antes, por mucho que uno se blinde, una vez emprendida, se trata de una lucha incesante. Ha fatigado instituciones y ha alcanzado una cierta claridad, tanto en su vida, como en su acercamiento a la música. Ha adquirido una cierta empatía con las luchas de los demás, y esa empatía, imprescindible como autor, aporta en este nuevo álbum un poco de luz y redención a tantísima sombra. Él cita claramente sus influencias: Townes Van Zandt, Nick Cave («Shine on the Highway» casi parece un descarte del Murder Ballads, con su toque Leonard Cohen en los coros), Raymond Carver y Toni Morrison (de pequeño, decía en una entrevista, quería ser bibliotecario, su mayor fuente de inspiración ha sido siempre la literatura, más que la música —y se nota en las letras: «Aquí en las llanuras no suceden muchas cosas, / apenas fantasmas de bisontes y una nieve interminable, como el dolor. / Aquí hay gente que se hace vieja y gente que se vuelve extraña […] La puerta del cielo está cerrada por dentro.»– y siguió manteniendo ese deseo o sueño libresco, «hasta que descubrí las drogas», según le reveló a un periodista). Sweet Anhedonia, su quinto álbum, no me cabe la menor duda, va a marcar un antes y un después en su carrera. Jim White no produce a cualquiera. Es un disco, en efecto, que podría decir lo mismo que le decía Humphrey Bogart en El sueño eterno a Carmen cuando esta le decía lo guapo que era: «Sí, y cada minuto que pasa lo soy más». Y es que así es, con cada nueva escucha, este disco, estas canciones, brillan más. Imposible no caer rendido a sus pies, como la Bacall.

GREGORY ALAN ISAKOV

Appaloosa Bones

(Suitcase Town Music & Dualtone, 2023)

Hasta Boulder, Colorado, donde ahora parece que piensa quedarse quieto (es un decir, porque no para de girar, de la granja al escenario), hay mucha peripecia. Primero hay un abuelo lituano, judío, que vuela a Sudáfrica durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, en Johannesburgo, nace en octubre de 1979, Gregory Alan Isakov, aunque emigra con su familia en 1986, durante el apartheid, a Estados Unidos, donde su padre consigue fundar un negocio de ingeniería electrónica en Philadelphia. Ya entonces el chaval se maneja muy bien con la guitarra y el banjo. A los dieciséis años monta una banda y empieza a hacer bolos. Luego se muda a Colorado a estudiar horticultura en la Universidad Maropa (la que tan bien acogió en su día a los poetas beat, que dejaron su impronta, claro: The Jack Kerouac School, la Biblioteca Allen Ginsberg…) y consigue trabajo de jardinero. Intercala ambas cosas, la música y la horticultura. Sus canciones tienen algo de cuidadosa jardinería. Aún hoy, en su granja de Boulder, lo primero es lo primero, esto es: la huerta y el jardín, y luego ya lo demás, la música y el resto (él ya hacía pan antes de la pandemia). Su carrera musical alzó el vuelo cuando empezó a girar con Kelly Joe Phelps. En 2013 crea su propio sello independiente, Suitcase Town Music, en el que saca su tercer álbum de larga duración, el muy celebrado The Weatherman (grabado en soledad, en la tranquila ciudad montañosa de Nederland, Colorado y en el que colaboraría Nathaniel Rateliff en las voces). Desde entonces sus canciones han ido apareciendo en varias series: Californication, The Blacklist, Girls, La maldición de Hill HouseAppaloosa Bones es su primer álbum en cinco años. Con la pandemia de por medio y mucho tiempo para pensar y conducir en su Toyota del 86 por las montañas de Colorado (escuchando, casi exclusivamente, The Ghost of Tom Joad, una de las pocas cintas, sí, cintas, ni siquiera CDs, que lleva en la camioneta). Grabó treinta y cinco canciones en su estudio, de las que ha salvado once. Quería hacer un disco que fuera muy básico, muy esqueleto, muy de ir a lo esencial (en sus propias palabras: un folky, small lo-fi rock 'n' roll record). Dar un paso atrás después de la inmersión profunda en los complejos arreglos orquestales de su álbum anterior, Evening Machines (o del anterior al anterior, con la Sinfónica de Colorado). Quería una cosa más cruda. Y como ha dicho recientemente Chris Ingalls, «basta con una primera escucha para darse cuenta de que ha fracasado estrepitosamente en su plan, dada su elegancia y su belleza»; el disco posee una suerte de delicada exuberancia y está tan afanosa y cuidadosamente construido (con la paciencia de quien ha cuidado y cuida ovejas, y planta cosas), que no puede considerarse básico o despojado ni por el forro. Están los toques de country y folk a los que Isakov nos tiene acostumbrados, pero todo ello sometido a unos arreglos atmosféricos, casi cinematográficos, algo oscuros, con pausas y espacios, muy próximos a los acometidos por M. Ward o los últimos trabajos de Josh Ritter. Reverbs cavernosos con banjos y ukeleles entretejidos con frases de piano Rhodes, pedal steel y viola, y la voz grave de Isakov, disparando sus fabulosos versos, una música perfecta para perderse por las carreteras secundarias de las Rocosas (o de las montañas que te queden más a mano). Artistas de circo del siglo XIX, los vastos cielos del Oeste, caballos fiables, vaqueros tristes y amantes fugitivas. Esos son sus temas. Su nicho. Hay siempre algo táctil y evocativo. Más una cuestión de paisaje, en singular, que de canciones o historias. Repertorio de fuego de campamento. Repertorio de hacer un alto en el camino. De escuchar. Con la agitación y la velocidad de los días, casi parece música de otro planeta. Él mismo reconoce que se siente como en una caverna. Últimamente ha estado escuchando mucho a Sierra Ferrell, es fantástica, pero no se entera de lo que pasa más allá del cerco de sus montañas. No está muy al tanto. Su novia siempre parece estar diciéndole: «Puede que ya sea hora de que cambies ese disco de Townes Van Zandt. Lleva ya cuatro meses sonando sin parar». Y él sabe que tiene razón. Así que se acerca al plato y le da la vuelta al vinilo.

LOGAN HALSTEAD

Dark Black Coal

(Logan Halstead Records & Thirty Tigers, 2023)

Lo de Richard Thompson me cogió completamente desprevenido. A estas alturas, todo el que siga este blog sabe que en esta casa, cualquiera que emprenda una versión de «1952 Vincent Black Lightning», nuestra canción favorita de lunes a viernes (el fin de semana le corresponde a «Clay Pigeons» de Blaze Foley, aunque hay semanas en que es al revés), tiene el cielo ganado. Al comprar el disco, ni me fijé en los títulos de las canciones. Y, de repente, después de ocho temas, con guitarra, mandolina y poco más, Red Molly le suelta a James eso de: «Vaya moto buena que te gastas, ¿no?, cualquier chica se sentiría especial ahí montada», y, claro, tuve que soltar un alarido y abrirme otra cerveza. El disco ya me había seducido desde el primer corte, «Good Ol'Boys with Bad Names», pero, con esta sorpresa del viejo Thompson a bocajarro, Logan Halstead se ha ganado un puesto destacado en mi Hall of Fame. Y, para rematar la jugada, en el siguiente tema, «Uneven Ground», va y se le une otro de nuestros ídolos de la nueva hornada, Arlo McInley, una asociación que no puede ser más lógica, evidente y perfecta. El álbum, como queda de manifiesto en la ilustración de la cubierta y en el mismo título, es 100% Appalachia, minas de carbón, mineros, dolor, OxyContin y poca esperanza. Territorio Ann Pancake. Tierra vencida. Logan Halstead, nacido en el condado de Powell, Kentucky, y criado en el condado de Boone, West Virginia (el condado de Jesco White, nada menos, el puto «Dancing Outlaw») que acaba de sacar este disco con tan solo diecinueve años (aunque ya parece un minero avezado y bastante jodido), dos años antes se había hecho viral, con cerca de doscientas cincuenta mil visitas en apenas cuatro días (y subiendo), con un vídeo para Radio West Virginia que colgó en su página de Facebook en el que interpretaba la canción que da título al álbum: «Dark Black Coal». Da un poco de vértigo, parece que fue ayer cuando celebrábamos la aparición ilusionante de Tyler Childers, y ya le ha salido un vástago, un digno heredero, no hay reseña ni entrevista en la que no se les relacione. Nos hacemos viejos, esto es así. Pero da gusto ver que la mina está muy lejos de haber sido explotada. Logan Halstead es el ejemplo más reciente. Siguen apareciendo vetas. Él mismo es el primer sorprendido de verse donde se ve. Hasta hace nada, como quien dice, él era un chaval de Metallica, Deep Purple y Black Sabbath. Rock and Roll y metal, y por supuesto Waylon y Merle, que están siempre por encima de todo. Pero claro, en la época que le ha tocado vivir, el country es Jason Aldean y Luke Bryan, mierdas así, mucha soplapollez sobre camiones y cervezas, música de encefalograma plano. Y es en medio de ese panorama donde surge él, un panorama condenado al silencio. «Nadie habla de nosotros», con «nosotros» se refiere a la gente de su terruño. Pero vivir en esa penuria, rodeado de tales tribulaciones, es lo que le ha dado esa «sabiduría sobre la vida, si quieres llamarlo así». Él lo tiene claro y lo transmite su voz: «Tuve una infancia de mierda, pero no la cambiaría por nada». Sus canciones nacen precisamente de esa tensión entre el orgullo, el sentimiento de pertenencia y el anhelo por algo mejor. Al oír a gente como Sturgill Simpson, Tyler Childers y Nick Jamerson cantar sobre esa zona y esa desdicha, dignificar esas vivencias, se dio cuenta de quién era y de lo que quería hacer. «Vale, no está mal ser quien eres, un chaval pobre de los Apalaches que no sabe más que de carbón». Paletos descalzos y desdentados, así los ven desde fuera, pero eso está cambiando. La gente está empezando a escuchar sus historias. En sus canciones hay mucho de esa lado oscuro: la minería, las drogas, la pérdida y los estragos. Pero hay también un humor negro (humor de carbonilla) y el mero hecho de poder cantarlo, de sacarlo a la luz en un disco como este, ya es un paso hacia la salida (el canario sigue vivo en el túnel). «Tengo tendencia a hacer que una canción muy triste suene alegre o divertida —dice—. Tengo letras oscurísimas». Lo suyo, como dice en «Mountain Queen», es «bailar en la oscuridad siguiendo la melodía de un banjo». Un nuevo flautista de Hamelín para las ratas de las minas de los Apalaches.

ABE PARTRIDGE

Cotton Fields and Blood for Days

(Skate Mountain Records, 2017)

Junto a la revista No Depression, la publicación digital The Bitter Southerner es otro de nuestros evangelios. Otra de las fuentes a las que acudimos recurrentemente a apagar nuestra sed. En 2018, al año de la publicación de este disco, Tony Paris le dedicaba a Abe Partridge un extenso artículo. No sabíamos quién era. Flechazo inmediato. Primero por los títulos de sus canciones: «Ride Willie Ride (or thoughts I had while contemplating both the metaphysical nature of Willie Nelson and his harassment by the Internal Revenue Service)», «I Wish I was a Punk Rocker», «Our Babies will never grow up to be Astronauts», «Prison tattoos» o «Satan Your Kingdon Must Come Down», por citar solo cinco. Y, luego, su voz, claro. Tenía treinta y siete años cuando sacó el disco y su voz, en efecto, ya parecía la de alguien que se había pasado treinta años, desde los siete, fumándose tres cajetillas diarias (de Ducados, aunque en Mobile, Alabama, no se estile) y, como dice Tony Paris, tomándose, además, un chupito de whisky después de apagar cada colilla, lo que vendrían a ser sesenta chupitos, para que se hagan una idea, teniendo en cuenta que de una botella normal de 0,75l salen, sin apurar, quince chupitos de 50ml (me lo confirma una amiga que se ha pasado media vida atendiendo a barflies) estaríamos hablando de cuatro botellas diarias, que no está nada mal…, y es a eso precisamente a lo que me refería, imagínenselo, ese tipo de voz. Desde adolescente, el joven Abe estuvo rebotando de iglesia en iglesia, en busca de la verdad, estudiando la Biblia y ayudando a difundir la Buena Nueva. Lo suyo era el punk, pero en las iglesias la cosa se estacionaba en el rock. Allí oyó mucho blues de los años treinta y mucha música hillbilly. Su primer instrumento fue el banjo. Le vino de su pasión por Roscoe Holcomb y Doc Boggs. Y los Stanley Brothers, en su vertiente más oscura. Música que, en su día, fue del diablo. Son House y compañía. Se casó, se hizo predicador baptista y tuvo dos vástagos. Con veintiséis años se recorrió el sureste de Estados Unidos de cabo a rabo, frecuentando carpas de reavivamientos y reuniones parroquiales a la orilla del río, vocero de la palabra de Dios; luego se adentró con su familia por los caminos más inhóspitos de los Apalaches, en las colinas orientales de Kentucky, con su oratoria de fuego y azufre, a cargo de su propia iglesia fundamentalista, con su consiguiente vecindad con la manipulación de serpientes y la estricnina (conoció a alguno de los personajes que salen en Salvación en Sand Mountain, el libro de Dennis Covington, Dirty nº15, como Jaime Coots, de cuya muerte por mordedura de serpiente se enteraría por el libro). Cada vez más solo, más perdido y más confundido. Hasta que, un buen día, se vio hundido en un lugar muy oscuro. Cayó en una profunda depresión. Partridge entendió que había llegado el momento de pensar en sí mismo, en su propia salvación, de olvidarse un poco de su grey. Y encontró la vía de escape en la música que en su día se vio forzado a abandonar. Vivían en un pueblo perdido en mitad de los Apalaches, pero gozaban de una buena conexión a internet. En YouTube, Bob Dylan le llevó hasta Townes Van Zandt y Blaze Foley, y de ahí a Steve Earle. Y vio la luz. Cuanto más triste fuese la canción, mejor le hacía sentir. Empezó a escribir sus propios temas. Y a pintar. Fue como empezar de cero. Una mañana, cargó todas sus pertenencias en un remolque de U-Haul, metió a su mujer y sus hijos en el Mercury, y volvieron a casa (de su madre). Encadenó una serie de curros de salario mínimo (trabajos de mierda, para entendernos), porque de la música no se vive, y acabó uniéndose a las Fuerzas Aéreas. Tres años (que incluyeron misiones en la Operación Libertad en Irak y la Operación Libertad Duradera de Afganistán). En el desierto volvió a tocar fondo. Era una guerra infame y sin honor. Al regresar a Alabama decidió que la música y el arte serían sus prioridades. Siguió trabajando como ingeniero aeronáutico, porque de la música se seguía y se sigue sin vivir, y empezó a tocar en todos los clubes, garitos y honkytonks donde lo dejaban desenfundar la guitarra. «La primera vez que me subí a un escenario, no tenía ni idea de cómo iba a ser recibido, y casi me ahogué de ansiedad. Subí preparándome interiormente para el oprobio. Canté mis tres únicas canciones, y la gente se volvió loca». Sacó su primer disco en 2015, White Trash Lipstick, pero sería con el siguiente, el que hoy reseñamos, Cotton Fields and Blood for Days, donde se produciría el exorcismo y plantaría cara a sus demonios. Como muy bien apuntaba Tony Paris en su fantástico artículo, en su primer álbum no había inocencia y, en este segundo, no hay salvación. Puro gótico sureño. Un aguardiente en el que se conjuran, como han dicho también por ahí, imágenes del Tom Waits de la época en que se dedicaba a calentar taburetes de bares infectos. En definitiva, la música de un hombre que ha bajado a los infiernos y ha vuelto para cantárnoslo. Y de un excepcional escritor que flirteó con las serpientes.

MILES MILLER

Solid Gold

(Easy Lovin Records & Thirty Tigers, 2023)

Lo habíamos estado oyendo, sin saberlo, en muchos de nuestros discos favoritos, bullendo al fondo, en la retaguardia, echando carbón al fuego, dándole candela. Suyo es, en parte, «el sonido metamoderno de la música country», que auspiciara Sturgill Simpson en 2014, con Dave Cobb a cargo de la producción. Es natural de Versalles, pero de la Versalles de allí (Versailles), no de la que llegaría a ser célebre capital de un Reino, hoy travestido en elegante suburbio parisino, sino de una pequeña aldea, encantadora si se quiere, del viejo Kentucky. Ya en el instituto del condado de Woodford empezó a atormentar a los vecinos, a veces pasa hasta en los mejores pueblos: les había brotado un baterista. Su padre era director musical de la vieja iglesia. Cuando el niño aporreador cumplió los catorce le dio su primer trabajo: quemar sus ardores poniéndose al frente de la batería de la misa de los domingos. Cuatro años de percusión beata y contenida. Todo cambiaría de la noche a la mañana en la universidad de Belmont, en los dos semestres que tuvo de profesor a Zoro, el batería de Bobby Brown y Lenny Kravitz. Pasó de tocar de brazo a tocar de mano y muñeca. El momento crucial fue, no obstante, un poco antes, en el año 2009. Flashback. Tiene dieciséis años y va al instituto. Sin otro motivo que el de poder verse tocar para corregirse, comienza a colgar en YouTube versiones de solos de batería. Y un día le llega un mensaje al perfil de MySpace en el que se le informa que Dave Cobb (productor de Jason Isbell, Shooter Jennings, Jamey Johnson…) ha visto sus vídeos y quiere verle tocar en persona. Se lo cuenta a su padre y este lo lleva en coche a Nashville (es la primera vez que sale de su villorrio), donde se reúne con Cobb y toca para él en el Indigo Hotel. «Sigue así», le dice. «No cejes». Y no cejó. Tres años más tarde, en el verano de 2012, al final de un bolo de teatro en Creede, Colorado, recibe una llamada telefónica: otra vez, Dave Cobb. Esta vez le dice que tiene algo para él. Un bolo con un cantautor de Kentucky que está empezando a despuntar, se llama Sturgill Simpson. Cosas de la vida, resulta que, con catorce años de diferencia, él y Sturgill se han graduado en el mismo instituto. Pues bien, Sturgill acaba de terminar la grabación de su primer disco, High Top Mountain, y Miles se traslada de nuevo a Nashville para incorporarse a su banda de gira. Congenian tan bien que acabará siendo el batería de todos sus álbumes. La suerte está echada. Como suele decirse, el resto es historia. Una colaboración fructífera que cesaría (o más bien mutaría) en 2022, poco después de que Simpson perdiera la voz. Porque, en un inesperado giro del destino, Miles Miller se independiza y Simpson le produce su primer álbum, este portentoso Solid Gold que hoy reseñamos, y, además, por aquello del juego de espejos, se hace cargo de la batería en uno de los temas, «Even If». Extraño vínculo de sangre. Kentucky es lo que tiene, se conoce. Cuenta Miles que la grabación del disco fue como estar encerrado con un amigo, de críos, en una tienda de chucherías. «Los dos flipándolo con movidas de sonido y rollos de música molona». Había tanta química entre ambos que ni se lo pensaron. Más que ir a trabajar era como salir a tomarse unas cervezas con tu mejor colega. El disco, en su temática, es la sintetización de la típica historia de amor truncada (creo que me sobra el adjetivo). Algo que, al empezar, parece dorado, de un oro macizo, pero que según va transcurriendo el tiempo va digiriendo pequeñas derrotas y suele acabar sumiéndose en una suerte de bruma turbia. No todo es sol y arcoíris, hay también mucha caída. Es, en efecto, el tema recurrente de la música country. Abandono, tristeza y alcohol, pero, por lo menos, siendo como son, hijos de Kentucky, el alcohol es bueno (si bien es cierto que la parte final del álbum se concibió en Irlanda, pasando Acción de Gracias y su cumpleaños en una habitación de hotel, y, claro, el disco no puede evitar empaparse también de sus buenas pintas de Guinness y de la consabida nostalgia del hogar, algo en lo que los irlandeses son poco menos que peritos: «Where Daniel Stood», «In a Daze» y «Highway Shoes» son hijas de aquellas noches de saudade). Hay vasos que se rellenan con lágrimas, claro, imágenes arquetípicas del trovador campesino que, en algún momento, incluso llega a desear, derrengado en la barra de un bar, no un buen amigo sino un buen estribillo. El disco suena de maravilla, la producción es exquisita. Se nota el juego y la complicidad. Todo encaja y nada chirría. Más lo escuchas, más te gusta. Se ve a las claras que la cosa no es flor de un día, que viene de largo. No es oro del que cagó el moro (los consabidos cien mil maravedíes que, por lo visto, distrajo Boabdil, con sus santos cojones nazaríes), sino oro macizo, del color del bourbon de los cerros de Kentucky. Solo y sin hielo, como es de rigor. Y con esto les voy a ir dejando por hoy, si me disculpan, porque tengo la boca tan seca que estoy que escupo algodón, como dijo Marilyn en aquel bar de Bus Stop. Pues eso mismo, la botella me llama. Nos vemos la semana que viene. Va por ustedes.