MARTY BUSH

Cowboy Chords

(Marty Bush, 2023)

No hay montañas en Kansas, y puede que eso lo explique todo. La rabia, la angustia, la necesidad de irse o, al menos, de rebelarse. Dorothy nunca se creyó aquella patraña de que Oz estuviese en su jardín. Hacían falta huracanes, un buen tornado que levantará tu casa por los aires y te llevará lejos de aquellas descorazonadoras llanuras. Marty Bush nació y se crio en medio de aquellas planicies, en el seno de un familia humilde. La tele tardaría en llegar, como todo lo demás, así que su infancia, como él mismo recuerda, transcurrió en el bosque, encadenando diabluras con sus amigos idiotas (diabluras que aún hoy, menos inconsciente, sigue perpetrando con la misma inconsciencia). Siempre fue un tipo bajito. Pero lo compensó con «el don». Algo que le viene de familia. Hay un tío por ahí, grandullón, que ya se gastaba en sus peroratas bíblicas una voz cavernosa, a lo Johnny Cash. A diferencia de Marty, su tío sonaba justo a lo que parecía. Voz de gigantón. Él no compartía la estatura, pero sí la «voz de barítono de cañón profundo», como les ha gustado siempre describirla. En cualquier caso, él no lo considera un don, cree más en el trabajo que en el talento innato. Hay una materia prima, es cierto, pero también muchas horas de poda y doma. Esa voz le conduciría a las secciones más graves de los coros de la iglesia y del colegio, entre tiparracos mastodónticos. Sus padres lo supieron ver desde el principio, aquella voz, y siempre lo animaron a cultivarla. En casa se oía mucho country. Su abuelo era un auténtico okie, la definición exacta de un okie, y los veranos que pasó en su casa fueron cruciales. Tenía una colección de cintas increíble. Sobre todo Ernest Tubb, Jimmy Rodgers y Hank Williams. Waylon y Willie no le gustaban, decía su abuelo que eran demasiado hippies, demasiado melenudos. Si uno echa un vistazo al álbum familiar, se encuentra con fotos del pequeño Marty, con no más de tres o cuatro años, cantando con la familia en la iglesia. Añádasele a eso Kansas. Normal que el niño se rebelase. Normal que, en cierto momento, derivase hacia el hard rock y el metal (la otra alternativa sería convertirse en asesino, A sangre fría). En esas furias fue gastando la munición de la adolescencia. Luego, la cosa desembocaría en lo que es hoy, en los «acordes country». Es un fenómeno bastante corriente. Exiliados del punk que se instalan al final en la música de raíces, la música de los abuelos, y la renuevan, le dan un nuevo brío, una nueva dignidad. A mí me pasó (como oyente), y a ti seguramente también, si eres más o menos de mi generación. El American Recordings de Johnny Cash (y previamente el «The Wanderer» con U2, para los que supieron verlo, Rick Rubin entre ellos) nos señaló a muchos el camino (pese a hallarnos a kilómetros de distancia del Viper Room y no pudiésemos a asistir a aquel mítico concierto). Nadie lo expresaría mejor que Micah Schnabel en aquella canción del Speaking in Cursives de Two Cow Garage, «Swingset Assassin». Mucho The Beatles en casa, pero con escaso efecto, él acabaría cortándose el pelo y vistiéndose de negro, Black Flag a todas horas, con la madre preocupada, llamando a su hermano mayor; pero eso tendría un fin, porque como canta Micah en los versos finales de la penúltima estrofa, «al final el punk rock, me dejaba vacío y solo». Tanto peor si eres de Ohio o de Kansas. Dice Marty Bush que a él la rebelión le duró más de lo esperado (el Volumen II de Hyborian, su banda de stoner metal, salió en 2020, un álbum basado en una novela de ciencia ficción, The Traveller: a Hyborian Tale, escrita e ilustrada por el propio Bush). Pero esa música, reconoce, ya no funciona como terapia. Te aleja de casa. Con el country, en cambio, uno siempre regresa. Que es lo que toca ahora. En la música que hace hoy no hay ficciones. Lo otro no deja de ser un «divertimento», «cavernícolas en el espacio», sin honestidad ni desgarro en las letras. Solo riffs y mucha tralla. Nada que llene el vacío y la soledad como las letras de Townes Van Zandt, Blaze Foley y Kris Kristofferson, de quienes Marty es un rendido admirador. Y una clara conciencia de clase, de currante, de blue collar. De tener que ganártelo día a día y no dar nada por sentado. En los últimos tiempos lleva una media apabullante (y sin anfetaminas) de 273 conciertos al año (lo normal, calcula, entre los compañeros de profesión, es entre 100 y 150 bolos al año; él lo dobla). Siempre viajando y trabajando. Sin parar. Compone conduciendo. Y va probando las nuevas ideas en los bolos (algo tan gratificante como aterrador, según se dé). Ya se ha hecho un circuito. Sobre todo por el Oeste: Montana, Utah, Nevada, Wyoming. También en Missouri, en casa. Dice que en Kansas todavía se puede vivir y hay un par de sitios en los que siempre cuentan con él cuando anda quieto por casa. No va a hacerse rico, pero paga las facturas. Y es su propio jefe, lo que ya hace que el esfuerzo merezca la pena. En los dos últimos años ha sacado tres discos. Este portentoso Cowboy Chords (2023), en el que se ocupa de tocar todos los instrumentos, menos la pedal steel, que queda en manos de Devon Teran («quien habla la verdad»), grabado en cuatro noches y en casa (no le gusta perder tiempo, por eso él mismo se lo guisa y se lo come, porque como muy bien dice, no es tan complicado, «no es jazz progresivo, es una movida bastante sencilla»; también se ocupa de las camisetas y el merchandising; si hubiese querido hacerse rico o famoso, se habría dedicado a otro género); el The Long Way Home, de 2022, y, también en 2023, un álbum de dúos con su mujer, la cantante Natalie Prauser, The Cabin Sessions Volume I, grabado en una cabaña de los bosques de Tennessee. Ya no come tantos bocadillos de mantequilla de cacahuete con miel. En su nueva dieta siempre hay algo de verde, ensaladas y comida mediterránea. Al fin y al cabo, de esto es de lo que vive, y conviene castigarse menos, porque la carretera no perdona a nadie. Su meta es, simplemente, seguir. Y sabe que no hay sustituto para el trabajo duro. Lo ve casi a diario. Todo el mundo lo quiere, pero no todo el mundo esta dispuesto a dejarse la piel para obtenerlo. La autenticidad y la radicalidad de su propuesta, ya lo hemos dicho, puede que no le lleven nunca a los primeros puestos de las listas radiofónicas. Pero su liga es otra. Lo que no quita que su sueño sea llegar algún día a compartir escenario con Charley Crockett o Sturgill Simpson (o, ya puestos a soñar, con Willie Nelson). Mientras tanto, mientras el cuerpo aguante, seguirá dándolo todo en los honky-tonks y junk-joints de todo el país, con su viejo sombrero, su guitarra, su voz de cañón profundo, su autocaravana y su Kansas natal en el retrovisor.

JOBI RICCIO

Whiplash

(Yep Roc Records, 2023)

Como muchas de las mejores cosas que escuchamos últimamente por este rancho, a Jobi Riccio la conocimos, por el vídeo que grabó para los benditos dealers de Western AF, hará unos seis meses. En ese momento ella residía en Nashville, pero volvió a su estado natal, Colorado, en otoño, para grabar el susodicho vídeo bajo el dorado llameante de los álamos temblones de su viejo rancho. Canta «Whiplash», la canción que da título a este, su segundo disco. En el momento de la grabación del vídeo, el disco llevaba ya un tiempo en el mercado, Jobi se había alzado en verano con el John Prine Songwriter Fellowship Award del Festival de Newport, había fichado por Yep Roc Records y había hecho su debut en la televisión nacional. Pero quizá lo que más eco tuvo fueron las palabras que le dedicó Jason Isbell en sus redes sociales: «Hoy he escuchado en la radio “For Me It's You”, de Robi Riccio, así que luego quise escuchar más canciones suyas, ¡y qué buena es! Me tiene impresionado». La gente, obvio, se puso de inmediato a bichear y seguirle la pista. Y el pequeño maremoto desatado por el comentario de Isbell tendría su colofón con ella teloneando a Isbell en el bolo de su gira en La Vista, Nebraska. A veces las cosas suceden así de rápida e imprevistamente. «Dios mío —diría ella—, recuerdo que en su día me pasé dos meses, o más, escuchando única y exclusivamente las canciones de Jason Isbell. Y, sin duda, ha sido una inspiración durante la concepción de este disco.» Trallazo, o latigazo cervical. Así se titula la cosa. Dice Riccio que cuando estaba escribiendo las once canciones que lo componen, no dejaba de asaltarle la imagen de alguien hundiendo el pie en el freno durante un accidente en la carretera, a lo que se sumaba la idea de la sacudida emocional. Ese subidón de estrés y adrenalina que ella equipara a lo que estaba experimentando mientras se sacaba de dentro las canciones, en el momento de ponerse a procesar emocionalmente la adolescencia (ese país tan rematadamente extranjero para cualquiera, los años formativos y tumultuosos), dando vueltas como una peonza que no deja de golpearse contra las paredes, provocando un cambio brusco detrás de otro, bastante sin meta, encarando heridas pasadas y abrazando nuevas inseguridades. Nadie sale indemne de semejante baqueteo. Pero ella, recién llegada —o salida— de esa jungla adolescente, sabe mostrarse fiel a sí misma, sin enmascarar nada, con un candor y una vulnerabilidad de una crudeza escalofriante. Al final, es un disco sobre la violencia de madurar y hacer las paces con una misma. De aceptar tu sexualidad, sin tapujos. Riccio, como dejamos caer unas líneas más arriba, es nacida y criada en Morrison, Colorado (un pueblo turístico a los pies de las montañas, a las afueras de Denver, donde está el célebre anfiteatro Red Rocks) y se enamoró desde muy pequeñita de la música country; empezó a tocar la mandolina a los ocho o nueve años, después de escuchar por la radio a Nickel Creek, y fue la escena bluegrass de Colorado la que la amparó desde el primer momento. Después de completar sus estudios de teoría musical en el Berklee College de Boston gracias a una beca, se traslada a Nashville (donde ya hoy forma parte de la emergente comunidad «Queer Country» que, con Brandi Carlile, Brandy Clark y Jaime Wyatt a la cabeza, lo está reventando; también ha abierto conciertos para el inmenso Willi Carlisle). Su primer álbum, Strawberry Wine, un EP con tres canciones, hoy ya solo disponible por descarga digital, estaba más centrado en los recuerdos de su infancia, y tenía una envoltura más próxima al country clásico y el bluegrass (valga decir que es una auténtica gozadera, el «Working Girl Blues» lo hemos estado escuchando por aquí como auténticos maníacos). Sin embargo, en este Whiplash, en el que sigue muy presente lo tradicional, hay elementos más modernos, secuelas de haber estado escuchando mucho a los Bonny Light Horseman, y de haberse sometido a innumerables sesiones de vídeos de Lucinda Williams tocando «Joy» con su telecaster, aprendiendo de ese paso tan decidido y arrogante con que la maestra arremete siempre sus fraseos y los riffs. Ahora, en efecto, hay también teclados, instrumentos de viento y mellotron, pero siguen teniendo su crucial protagonismo los violines y la pedal steel, y sus letras siguen plagadas de coyotes, desiertos y praderas.

TAYLOR KINGMAN

Hollow Sound

(Mama Bird Recording Co., 2022)

Hace un par de años reseñamos por aquí el último disco que Taylor Kingman (TK) grabó con los «sagrados ignorantes», The Incredible Heat Machine (2021), con su «Boggie Psicodélico del Fin de los Tiempos», banda de currantes de Portland, Oregón, que sacia —o al menos lo intenta— su sed y su rabia, también su tristeza, en bares con solera y honky-tonks sombríos, lugares donde uno ha sangrado y ha vomitado lo suyo, como The Thirst, ese santuario «blue collar» que aún resiste, bajo la sombra de la legendaria banda punk local, los Dead Moon, y Michael Hurly, el héroe del denominado «outsider folk» (que continúa dando guerra a sus ochenta y dos años). Allí puedes encontrarte cualquier noche a Taylor Kingman, dándolo todo en el escenario o acodado en la barra. Se dice que si preguntas a los parroquianos no tarda en salir a la luz su reputación, su fama de compositor que despierta la envidia, los celos e incluso la ira de los demás compositores (aspirantes o veteranos). Oirás también que no para quieto, que es culo de mal asiento, que anda siempre componiendo o tocando, que no cesa de concebir «proyectos», de explorar conceptos y estilos, y de crear la clase de música honesta y cruda que contrasta brutalmente con el telón de fondo de una ciudad que hace ya tiempo que viene languideciendo, a marchas forzadas (como la tuya y la mía), bajo la lacra vergonzante de la gentrificación (que afecta tanto al espacio urbano, como a la música que genera y nutre: música de cupcake, piso turístico y perlas de AOVE, nuevo avatar de lo que en antaño pasaba por ser «música de ascensor» —o de sala de espera—). Han pasado ya siete años desde su primer disco en solitario, aquel Wannabe de 2017 en el que Kingman se abría en canal y, ya de paso, nos llevaba a todos por delante. Ahora ha vuelto a hacerlo. Sin dar pábulo a vanas promesas de brillo sintético. Sin miedo a asomarse a las tinieblas que le habitan, sin edulcorarlas, ni ocultarlas, sino diseccionándolas como si fueran ranas en una pretérita clase de biología. Alguien ha descrito muy acertadamente este Hollow Sound como «una larga noche en una caverna solitaria, con la única compañía de una pequeña fogata y las ganas, o la voluntad, de desventrarse». Ese alguien no es cualquiera, ese alguien es Jeffrey Martin (en esta casa, poco menos que Dios), que firma la biografía de Taylor Kingman en la pestaña correspondiente de su página web. Hace unos meses salió, y aún corre por ahí, un vídeo de TikTok que lleva por título: «Jeffrey Martin y Taylor Kingman la otra noche, haciéndome llorar». ¡Lo que hubiéramos dado por poder estar ahí! No cabe imaginar mejor pareja. Se conoce que acostumbran a tocar juntos. Y hacen magia. Hasta con la pobreza del sonido de los vídeos que perpetran los Scorseses del móvil que vienen poblando últimamente los conciertos (porque tienen un blog o una deficiencia mental aún no diagnosticada, pero que sus padres y vecinos vienen sospechando desde hace ya varias lunas, pero disimulan), logra transmitirse el hechizo. Martin también está bien versado en cavernas y abismos. Dice que escuchar hondamente estas once canciones es como tenderse desnudo sobre la tierra húmeda y despiadada, apretando el barro entre los dedos; y «es encontrar alivio en la plenitud de lo que somos, sin obviar la inmundicia». «Kingman no se anda con rodeos y nos exige escuchar con la misma honestidad.» Cualquiera diría que está hablando de sí mismo. Ambos son «guerreros de la fiesta antigua», por utilizar la expresión de un viejo amigo que veía cómo ya todo viraba hacia terrenos que no lo admitían (ni aún poniendo él toda su voluntad en asimilarse, que ya son ganas de encabronarse). Portland puede darse con un canto en los dientes. No todo está perdido. Guitarra acústica, guitarra eléctrica, pedal steel y bajo eléctrico. Nada más. Casi parece un desafío: ser auténtico y sobrio como provocación. Aunque ahora parece que la canciones se sitúan un punto más allá de la quebradura, se plantan en ese momento en el que uno comienza a recobrar la respiración y amanece —en palabras de Martin— ante un nuevo, inesperado, comienzo, un nuevo mapa de carreteras. Y todo ello grabado en vivo, sin florituras, en Our Lady of Perpetual Heat Recording Studio & Spa, una escuela centenaria de Oregón transformada en estudio. Cuatro músicos dispuestos en medio círculo, techos altos y suelo viejo de madera, creando las canciones según van saliendo. Duras y resistentes como ese ladrillo viejo que no cederá sin lucha ante el desembarco de esa nueva peluquería «con rollo» o ese nuevo bar de cereales que nadie necesita.

SWAMP DOGG

Blackgrass: From West Virginia to 125th ST.

(Oh Boy Records, 2024)

Con este disco, Swamp Dogg, a sus 81 años, cierra, con broche de oro, una historia que ya cumple más de medio siglo. La historia se inicia a finales de los años sesenta del siglo pasado, cuando Swamp Dogg no era aún Swamp Dogg, sino Jerry Williams Jr., y trabajaba de productor (y otros apaños) en Atlantic Records. Por aquel entonces contribuyó a que John Prine firmase para formar parte de la plantilla de artistas de la discográfica (una de las más importantes de Estados Unidos). Gracias a los tejemanejes de «D-O-double G», en 1971, sale el primer disco, hoy mítico, del cartero de Chicago, el homónimo John Prine. El cuarto corte de la cara A era «Sam Stone» (en su origen, «Great Society Conflict Veteran's Blues»), octava en la lista de las «Diez canciones más tristes de la historia», según las eminencias de la Rolling Stone en el año 2013 (cuando ya lo de «eminencias» iba bastante entrecomillado y la revista empezaba a ser la sombra de lo que fue). Y, luego, al poco tiempo, apenas un año después, el propio Jerry Williams, ya autobautizado como Swamp Dogg, grabaría «Sam Stone» para su álbum Cuffed, Collared and Tagged (1972), convirtiéndola en un hit que aún hoy sigue interpretando —y cosechando ovaciones—, para cerrar sus conciertos. John Prine llegaría a grabar otros tres discos con Atlantic, luego pasaría a Asylum (donde sacaría tres más) y, ya en 1981, renegando del modelo establecido/anquilosado de la industria musical (basado fundamentalmente en la explotación de cantantes y compositores), cofunda con Al Bunetta, su mánager, y otro colega, Dan Einstein, su propio sello, Oh Boy Records. La vida sigue, la amistad también, y, en 2020, Swamp Dogg (a lo Solomon Burke con su glorioso Nashville de 2006) saca su primer disco declaradamente country, Sorry You Couldn't Make It, en cuyo último corte, «Please Let Me Go Round Again», canta a dúo con John Prine, en la que sería una de sus últimas grabaciones (aparte del cameo en el corte seis, «Memories»). Luego vino la pandemia y nos lo mató. Y desde entonces venimos llorándolo (hay otra historia muy emocionante del impacto de John Prine, que tiene que ver con el último disco de Chip Taylor, pero para no hacer de esto una historia interminable, nos escabulliremos diciendo lo que no se cansaba de repetir Michael Ende, porque, en efecto, «esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión»). El caso es que este último disco (hasta la fecha) de Swamp Dogg (que siempre ha hecho las locuras que le han salido de las narices, y por eso se le ha querido y se le quiere tanto) ha salido editado en el sello de John Prine (que, pese a su ausencia, sigue sacando oro), a quien, además, va dedicado con mayúsculas y letra bien grande: «CON AMOR, AGRADECIMIENTO Y RESPETO». La relación de Swamp Dogg, «el superhéroe del soul psicodélico», como se le ha querido llamar alguna vez, con la música country, viene de lejos. Su abuelo era fanático de Frankie Lane y Vaughn Monroe, y cuando Swamp Dogg aún no era Swamp Dogg, sino Jerry Williams Jr., y además muy junior, de hecho, Little Jerry Williams, debutó con seis añitos en un concurso de talentos interpretando una versión de «Peace in the Valley», el clásico de Red Foley. Ya en los años setenta no tendría empacho en declarar: «Si te fijas, uso muchos metales. Pero, en el fondo, si escuchas mis discos antes de que empiece a llenarlos de mierdas, soy country. Sueno a country». Lo mismo pasa ahora con este Blackgrass: From West Virginia to 125th ST. («Casi nadie habla de los verdaderos orígenes de la música bluegrass, pero viene de la gente negra. El banjo, el barreño-contrabajo y todas esos cachivaches son inventos de los afroamericanos. Los tocábamos antes incluso de que tuvieran nombre.»), para el que se ha rodeado de una banda de ensueño que incluye, nada menos, que a Noam Pikelny, Sierra Hull, Jerry Douglas, Chris Scruggs, Billy Contreras y Kenny Vaughan. Y, como era de esperar, el disco vuelve a ser un gozoso batiburrillo en el que se mezcla el pasado y el presente, lo sagrado y lo profano, desdibujando las fronteras entre el folk, la música de raíces, el country, el blues y el soul. Un disco, como siempre, de lo más ecléctico, pero cohesionado y «visto a través de unas lentes progresivas de los Apalaches». Margo Price, Vernon Reid, Jenny Lewis y The Cactus Blossoms unen sus colaboraciones al festejo. A John Prine seguro que le hubiese encantado. «Significa muchísimo poder haber sacado este álbum en el sello que fundo John. Él es el autor de muchas de las canciones más grandes de todos los tiempos, canciones capaces de hacerte bailar por dentro. Él era como un pastor los domingos, te hacía pensar en lo que ocurría en el mundo y en cómo sobrellevarlo. Siempre quise darle las gracias a John.» Pues dicho y hecho, ahí está, grabado a fuego en las notas del disco, en mayúsculas y letra bien grande: «JOHN, GRACIAS DE TODO CORAZÓN POR HABERME DADO ESTE RESPIRO… OH BOY!».

PONY BRADSHAW

North Georgia Rounder

(Black Mountain Music, 2022)

Del mismo modo que uno llega a El castillo blanco de Orhan Pamuk, sin algoritmos ni carambolas, a través de un comentario de John Updike, al que en este rancho se le hace siempre mucho caso (y tanto es así que, ahora, Pamuk ocupa una balda entera de nuestra biblioteca), llega uno también a este disco de Pony Bradshaw a través de una recomendación de BJ Barham, el líder de los American Aquarium (quienes, por cierto, ya andan anunciando nuevo álbum; y es que de estas ilusiones se va uno surtiendo para no acabar mandándolo todo al carajo y entregar la herramienta, y ya que apague y eche el cierre el último en salir), que lo situaba entre lo mejorcito de aquel año. Dicho y hecho. Ha tardado lo suyo (y no ha salido barato), pero ya está aquí, en casa, a buen recaudo. Y, sí, en efecto, ¡tremendo discazo! Además, a poco que uno indague, una vez picado el anzuelo, ya no hay manera de desembarazarse. El del condado de Murray, en el norte de Georgia, a los pies de las colinas de la zona sur de los Apalaches, hablando del presente disco, North Georgia Rounder, comenzaba hablando nada menos que de Hannah Arendt y su concepto de «metáfora» en un texto que le pidieron para la revista No Depression. La metáfora como herramienta esencial para transmitir poéticamente la unidad del mundo (en este caso su mundo, los Apalaches), una llave de acceso a lo invisible que se percibe con los sentidos en toda su inmediatez, sin requerir interpretación ninguna. Y es así que Bradshaw afirma que su metáfora es, precisamente, esa región, el norte de Georgia, con su cultura, su historia y los personajes que pueblan sus villorrios industriales, las fábricas y las factorías, su política y su religión, sus nacimientos y sus tragedias. Ahí es donde se ubica su mente, donde se cuece su imaginario, y es, asimismo, lo que le dota de una perspectiva natural, lejos de los prejuicios y los lugares comunes. Acto seguido, en el mismo párrafo, cita también a Nietzsche, rescatando aquello que decía a propósito de quienes escriben con sangre y bajo la forma de aforismos, que no pretenden ser leídos, sino dejar sus sentencias bien grabadas en los corazones. Y es así que Pony Bradshaw, desde su experiencia personal, inocultable, sin pretender convertirse en defensor de nada, dignifica la tradición y la vida bullente de los Apalaches. Por allí hay de todo, dice, una ciudadanía de lo más diversa y excéntrica (como la ciudadanía de cualquier otro sitio, ni más ni menos). Ahora la región parece estar teniendo un fuerte impacto en el mundo de la música, «parece estar imprimiéndose en la conciencia musical estadounidense como un tatuaje». «Si eres de Kentucky o de Virginia Occidental (el norte de Georgia queda un poco al margen en este sentido) y cantas sobre los montes con pasión, crudeza y humildad rústica, es muy posible que despiertes interés en tu obra en el espectro cultureta de Estados Unidos.» Como dice el dueño del garito en Nitro Mountain, la novela de Lee Clay Johnson que acabamos de editar por estos pagos: «Tenemos demasiado talento local como para no darlo a conocer. Tú formas parte de eso. Ahora que se ha acabado el carbón, la música es lo único que exportamos». Pero las modas van y vienen, con esto Pony Bradshaw no se hace demasiadas ilusiones, en cualquier momento pueden quedar olvidados y ser suplantados por otro de los enigmáticos estallidos de entusiasmo y frenesí que van jalonando las tendencias efímeras del odioso respetable. Aunque ellos seguirán allí, como llevan estándolo desde siempre, con sus dobros, sus violines y sus guitarras acústicas. Ahora bien, nada de caricaturas. Bradshaw dice que sí, que les gusta bailar el clogging o el flatoot, liarla en el porche con bien de taconeo, y que el fútbol americano es para ellos casi una religión, pero también beben vino del bueno, comprado en un Kroger, y están suscritos a The Paris Review. Y puede que sí, que en sus canciones haya una cierta voluntad de redefinición (como en El Manifiesto Redneck Rojo), y no tiene empacho a la hora de citar a Paul Valery y de decir que es miembro acreditado de la Sociedad Melville, recomendándonos ya de paso el libro que escribió Jean Giono sobre el autor de Moby Dick. Dice, además, que recuerda muy bien los días en que uno no tenía que pasarse todo el puto día conectado y disponible, y enterado de todo lo que pasaba en el mundo (bueno, en la red, que ya casi hemos logrado monstruosamente que sea lo mismo). Recuerda la época en que ni siquiera sabía ni le importaba quién era el presidente de su propio país. Cuando no vivíamos bajo la tiranía de la opinión. Ahora vivimos en un mundo que se siente casi como «un relato «kafkiano» escrito por un joven, pero ya bastante cascarrabias, Cormac McCarthy». Gente testaruda de las montañas, envenenada por los medios de comunicación y la obsesión por el pasado. «Comemos cacahuetes hervidos y un shushi más o menos decente, y nos compramos pases de temporada para Dollywood, pero, eso sí, intenta plantar una huerta que de verdad pueda llegar a alimentar a tu familia…» Las diez canciones de North Georgia Rounder son las historias de un narrador que se sirve del lenguaje y la narrativa para comprenderse y modelarse, para convencerse de que lo que intenta, la música, no es algo egoísta ni ridículo, sino tan importante como el pan y el agua, la climatización o la fontanería de tu casa. Y acaba citando a Walter Benjamin, recordando aquello de que todo buen narrador ha de enraizarse siempre en la gente, en la gente de a pie, de abajo, para acabar diciendo que él ha elegido escribir sobre los suyos, sobre su terruño, el lugar donde, no en vano, se inició en su día el tristemente célebre «Sendero de las lágrimas». «Compartir canciones e historias es lo que nos diferencia de otras formas de vida y del resto de los mamíferos. Nos conecta con nuestra historia, nuestro pasado y nuestro futuro, y nos mantiene informados. Cuando todo se vaya a la mierda, lo único que nos quedará para que el mundo siga teniendo sentido serán estos discos, estos libros y estas historias, que nos contarán quiénes fuimos.» Exactamente lo mismo que proclamaba Harry Crews. Escribir (o cantar) para sobrevivir (que no es poco).


ERIN VIANCOURT

Won't Die This Way

(Late August Records, 2023)

Ella es de Ohio, nacida y criada en Cleveland, y la gente siempre le pregunta cómo demonios una chica de Cleveland acaba dedicándose a la música country (un poco como le pasa a nuestra querida Susan Santos, con lo de ser de Badajoz, aparte de, para peor suerte, hembra y zurda, algo que parece desconcertar siempre a los plumillas de turno que, tras esa ecuación, solo parecen admitir a parientes o vecinos de los Salazar, gitaneo extremeño, flamenquillo y rumba). Ella, la de Cleveland (y la de Badajoz también), siempre les contesta que la música no tiene nada que ver con el código postal y que la música country (o el blues, en el caso de la que, para turbación de los obtusos, no ha resultado ser un remedo de las Azúcar Moreno) es, básicamente, alguien con una historia que compartir con la que logra que un completo extraño (en cualquier parte del mundo) se sienta apelado y menos solo, ya sea con una canción redentora de las de «derramar-lágrimas-sobre-tu-cerveza» o una melodía extasiante de las de «sacude-el-esqueleto-y-quítate-las-penas». Sus influencias musicales, de hecho, no se circunscriben a un único género. La inspiración le viene de la gente que la rodea y de los recuerdos que se van forjando por el camino. La banda sonora de su infancia fueron, principalmente, las voces de Patsy Cline («Faded Love», siempre), Jerry Jeff Walker, Asleep an the Wheel, The Desert Rose Band, Eddy Arnold, John Denver y Dean Martin. Con dieciséis años ya andaba componiendo canciones con esa vehemencia tan adolescente del «no sé adónde voy, pero voy de cabeza» que ha sabido mantener hasta hoy mismo, con este Won't Die This Way con el que debuta en el sello de Cody Jinks, Late August Records (con quien co-escribe, junto con Kendell Marvel, la canción que titula el disco), y que, tanto por sonido como por actitud, de haberse grabado en los setenta, la habría podido situar entre las reinas del movimiento «Outlaw»: Jessi Colter, Bobbie Nelson, Sammi Smith, la inmensa Emmylou Harris y compañía (alguien ha dicho que en sus canciones se adivina la poesía de la canciones de Shel Silverstein interpretadas por Bobby Bare, y no creo que pueda existir mejor halago). Ella dice que si pudiese viajar en el tiempo querría verse en la calle Broadway de Nashville, a finales, precisamente, de los sesenta y principios de los setenta, codeándose con las leyendas que se dejaban caer por el Tootsie's Orchid Lounge, escribiendo canciones, bebiendo fuerte y liándola parda, a la espera de escuchar sus nombres por la radio, lo que supondría que ya podías cruzar la calle y entrar por la puerta trasera del Ryman y hacer tu debut en el Grand Ole Opry. «Me habría encantado ser una mosca de esas paredes.» Las trece canciones que componen el álbum son temas que le han estado haciendo compañía en la última década, con residencia en Nashville y recorriendo kilómetros en su Toyota Highlander (con tráiler), una época para nada exenta de los condimentos que exige todo buen guiso de música country: momentos de subidón y de bajonazo, momentos de bailar enamorada y de bailar para sepultar los problemas, vida de camarera y de asistir, por probar, a reuniones religiosas (por aquello de que todo nutre, si se acierta a digerir), de telonear a gente como Paul Thorn, Travis Meadows, Mikey Guyton y Alex Williams en el 3rd & Lindsley (y, más adelante, ya más curtida, a Cody Jinks y Travis Tritt, ante audiencias más nutridas), vida de moteles y pérdidas, de tropiezos y lecciones… «Espero que este álbum haga que la gente se lance a bailar con una cerveza fría en la mano, que les anime a desgañitarse con las ventanillas del coche bajadas y la música a todo trapo, y a no cejar en sus sueños, pero, sobre todo, quiero que les haga recordar que no están solos y que aquí todos estamos un poco pirados, y que no pasa nada por estarlo, todo lo contrario, es más, ya que no parece tener remedio, dejemos que se nos pire la pinza sin ningún tapujo, aunque, eso sí, a ser posible, con estilo.» El paraíso es barato, lo deja claro en el tema que abre el disco («Cheap Paradise»), y esa es una tesis que nosotros, desde aquí, no podemos por menos que suscribir: Siempre es divertido embarcarse en un gran viaje a algún lugar en el que nunca hayas estado, pero el verdadero paraíso es ir conduciendo por una carretera secundaria o estar en un garito desconocido con una buena gramola y una botella de cerveza barata (Michelob, por ejemplo). Amén.

BUFFALO NICHOLS

The Fatalist

(Fat Possum Records, 2023)

Ya en su momento, en noviembre del 2021, celebramos con no poco alborozo el álbum homónimo con que Buffalo Nichols salió a la palestra, con la correspondiente loa al sello que lo propiciaba, Fat Possum Records, que nunca ha dado palos de ciego, ni puntada sin hilo. En este The Fatalist, en poco más de veintiséis minutos, Buffalo Nichols, radicaliza y repuja la misión—tan acorde, por otro lado, con el ideario del sello—, que se ha autoencomendado, la de desnudarlo todo de nuevo, la de —como decíamos entonces— devolverle al blues su aguijón y su veneno, volver a los tiempos en los que el blues llevaba en la solapa una «letra escarlata» de cosa señalada y proscrita, despojarle del «turisteo» y el virtuosismo estéril, restituirle su esencia desgarradora y amenazante, y amoldarlo a los tiempos que corren, sin dejar de ser fiel a las fuentes, a los efluvios ponzoñosos del Delta. Y decimos que se radicaliza porque, salvo por el violín de Jess McIntosh, Buffalo Nichols se ocupa otra vez de todo: voz, guitarra y banjo, pero ahora también de los sintetizadores y de la programación de percusiones (algo que ya a la edad que uno gasta solo puede predisponer al espanto —aunque no creo que vaya ser cosa geriátrica, porque lo cierto es que tales filigranas siempre me espeluznaron—). Hay caja de ritmos programables, la Roland TR-808 Rhythm Composer, samples de Charley Patton desmenuzados, y estelas de sintetizadores. Una apuesta por lo atmosférico que da cuenta de un largo y meditado affaire con la música electrónica. Y todo esta impiedad que, en manos de otro, podría haber dado lugar a un engendro, a algo meramente efectista, a un híbrido de barraca de feria, un lamentable intento de adaptar el blues a la música del siglo veintiuno por el simple procedimiento de travestirlo con elementos digitales, en manos de Buffalo Nichols se transforma en la más acertada y luminosa actualización del blues que pueda imaginarse (tanto en la instrumentación como en la composición de las letras, que no evitan enlodarse en las zonas grises del presente, evitando los lugares comunes tan del gusto del blues de salón, que vendría a ser poco menos que como el toreo de salón, «farsa con acompañamiento de clamor y murga», como titularía el maestro de Iria Flavia). Como dice el propio Nichols, todo esto no deja de ser un recordatorio de que la misma mierda que llevó a los primeros cantantes de blues a coger una guitarra, sigue resonando en las pulsaciones de los tiempos que corren. Su voz de barítono, grave y gutural, a lo Leonard Cohen, se agudiza en la mezcla, sonando algo enroscada, voluntariamente constreñida, y sigue ocupando un lugar preeminente en la agrimensura de las ocho canciones. Todo suma para configurar el «drama» que, más adelante, enfatiza la producción (por momentos oscura, aguanosa y claustrofóbica, por momentos animada por un rayo de luz), de la que él mismo se ocupa, como también lo hace de la grabación y las mezclas. La cosa está hecha en su casa, de vuelta en Milwaukee después de haberse pasado unos cuantos años en Austin. «Volver a Milwaukee me ha hecho recordar el motivo por el que empecé en esto de la música. Me había alejado de la mentalidad de “ciudad industrial”. Hay, sin duda, una ética de trabajo que procede de haber nacido y haberse criado en una ciudad como Milwaukee. No existen caminos despejados hacia el éxito, y uno no cuenta con muchos referentes en los que poder inspirarse, así que la gente acaba labrándose su propio camino, desarrollando una habilidad mucho más amplia y abierta, pensada para poder sostener una carrera como artista.» Lo que hace con el «You're Gonna Need Somebody On Your Bond» de Blind Willie Johnson, es apabullante. En medio del paisaje sonoro de jubilosa claustrofobia de un viejo góspel, canta con su voz portentosa acerca de la salvación y el alivio, intercalando, como ya anticipábamos más arriba, jirones de la versión de Charley Patton, conectando las remotas grabaciones de los blues primitivos con el presente. Ambas voces, la de Nichols y la de Patton, entrelazadas para transmitir la urgencia de un mensaje que no ha perdido vigencia ni actualidad. Y pone el pelo de punta. El otro día, en el cumpleaños de una amiga, hablando de música con el resto de convocados, acabé sintiéndome El Hombre Desactualizado (he de reconocer que lo soy, pero no tanto, aunque esa noche en el convite dudo que hubiera nadie más analógico forense que yo). Así que ahí me teníais, pobre incauto, borracho perdido para aguantar el tirón, hablando de country y blues como un lagarto antediluviano. Un fenómeno de feria. Sí. Ya me veía enjaulado y paseado por las pedanías, anunciado a bombo y platillo por un gitano con un megáfono, con la cabeza metida en el hueco de un panel en el que se representa la fauna de un paisaje jurásico, recibiendo los pelotazos hijoputescos de la juventud cabrona (y sus progenitores), al ritmo de los drones monofónicos de un «temazo» de trap. Pero este disco me ha devuelto la fe. Me ha rejuvenecido no-sé-cuántos-cientos años. Lo que está claro es que la herramienta nunca es mala, lo chungo son los operarios. Y Nichols, que viene de donde viene y ha respirado el humo de las fábricas, es un maquinista de lo más fiable. Nada suena a cochambre ni a despropósito. Se ha marcado un disco inmenso. Y solo me queda agradecérselo, porque ya puedo ir a los cumpleaños sin ponerme las gafas, la nariz y el bigote de Groucho Marx, a pecho descubierto y con la cabeza bien alta.

LOST DOG STREET BAND

Survived

(Thirty Tigers / The Orchard, 2024)

Este disco ha sido una sorpresa, porque estaba predestinado a no existir. El camino ha sido duro y a nadie hubiera extrañado que la cosa acabara mal (es decir, simplemente, que acabara). Ha llovido mucho desde que Benjamin Tod, natural de Cottonwood, Tennessee, conociera a su mujer, la violinista Ashley Mae, en el condado de Muhlenberg, Kentucky (el condado minero de «Paradise», la mítica canción de John Prine: «and Daddy, won't you take me back to Muhlenberg County»), siendo aún adolescentes, cuando militaban en la banda punk callejera Barefoot Surrender, precuela de lo que en 2010 pasaría a ser la Lost Dog Street Band, acuñada en homenaje a Daisy, la perrita labradora de la pareja. Y cuando digo que ha llovido mucho no es solo para referirme al transcurso del tiempo, porque, como es bien sabido, no siempre llueve a gusto de todos. No es lo mismo ver la lluvia a resguardo (viendo cómo otros se mojan), que padecerla a la intemperie, bajo cartones o chamizos (viendo cómo te ven mojarte). Estamos hablando de despojos, de desheredados, de ángeles caídos, alcohólicos y yonquis. De los detritos que arrastra la lluvia y deja a su paso la tormenta (y luego elimina a escobazos el barrendero). De los personajes de los que hablan tantísimas canciones, que, de repente, como ocurría en La Rosa Púrpura del Cairo, se salen de la pantalla (de la canción, en este caso, muy en busca de autor, muy de Niebla) y se ponen a cantar sus propias canciones. Músicos quincalleros, itinerantes, delincuentes. Tod, ladrón y convicto, siempre lo ha reconocido: «Tengo órdenes judiciales en más estados de los que tú has pisado». Y digo que ha llovido mucho sobre ellos tanto antes como después de que los vídeos de GemsOnVHS empezaran a ponerles un poco a cubierto y, más adelante, en el disparadero, como también ocurrió con Sierra Ferrell (su hermanita «yanqui», como la llama él), otra inmensa artista salida de los callejones y las vías, con la que coincidió, se confrontó y vivió momentos desgarradores en aquellos tiempos de esquinas e intemperies, de vida caótica y peligrosa, coqueteando a diario con el precipicio, hace ya una década. El caso es que a Benjamin Tod cada vez le costaba más cantar las canciones de su viejo yo, inmaduro y poco menos que suicida, las canciones de la época del «Using Again», y en varias ocasiones trató de eliminar la banda (lo que los tontos llaman «el proyecto»). Tod ya no era esa bala perdida. Estaba cansado de su voz y de su forma de tocar la guitarra. Quería desprenderse de aquellos harapos. De ahí sus discos en solitario. No quería volver a verse arrastrado al aguacero, la cacharrería, las discusiones y la botella. Y, en 2022, después del Glory, sexto álbum de estudio del grupo, Tod puso fin a la Lost Dog Street Band tras el Lonesome Goodbye Tour. De ahí la sorpresa de la que hablaba al principio de la reseña. El caso es que, al mes de editar el que sería su tercer disco en solitario, Songs I Swore I'd Never Sing, Tod sintió la urgencia de resucitar a los perros callejeros. Poco le había durado el desguace y la huida. De algún modo, se lo pidieron las propias canciones que tenía en mente para su siguiente álbum. Necesitaba a sus chatarreros. Eso sí. La cosa ha cambiado. La crudeza y el desamparo de vivir al raso brillan ahora por su ausencia. Se han cobijado en The Bomb Shelter, el estudio de Andrija Tokic, en Nashville, quien también se ha ocupado de la producción (y en quien Tod ya había encontrado un aliado en su anterior disco en solitario). Y el sonido se ha suavizado, ha perdido aristas y herrumbre, lo que no quiere decir que haya perdido fuerza ni emoción. Ni mucho menos. Siguen siendo los mismos vagabundos, solo que mejor vestidos (y alimentados). Colabora al banjo el legendario Richard Bailey, de los Steeldrivers; también Sparrow Pants, de los Resonant Rogues, un viejo amigo de la banda, y John James Tourville, de los Deslondes (pedal steel, lap steel, guitarra, mandolina, guitarra barítono y percusión). Y el título del disco (la canción que lo cierra) no puede ser más significativo: «Survived». Según Tod, no es solo su canción favorita del álbum, considera también que es la mejor canción que ha escrito en su vida. Posiblemente la menos comercial de todas ellas. Evoca y entronca con la pretérita tradición de los Perros Perdidos. «En todos nuestros discos —dice—, hay siempre un pequeño vals muy muy oscuro y personal. Esta la escribí una noche, la grabé en el teléfono, me olvidé de ella, y me atacó a los dos días. Estaba sentado en mi garaje, fumando en palanca, quemando el día, y me saltó al cuello. La toqué y me puse a llorar. […] Es una canción sobre los increíbles dones que me ha brindado la vida para lidiar con mis propios demonios.» Ha llovido mucho y seguirá lloviendo. Pero ahora la lluvia moja menos, o uno se moja porque tiene voluntad de hacerlo. Hay cobijo y hay sustento. Tod llegó a verle la boca al lobo, a sentir su aliento, pero eso ya pertenece al pasado. La voz que escuchamos ahora es la de un superviviente. La de alguien que ha logrado salir ileso de sus propias canciones, de sus propios fantasmas. Y que da gracias por su maravillosa esposa y su perro. Y por todas las canciones que le siguen asistiendo. Y por la lluvia, claro. En cada vida debe caer algo de lluvia, decía Longfellow, y lo mejor que uno puede hacer cuando llueve es dejar que llueva. Pero, como apuntaba también Billy Bob Thornton: «Creo en correr a través de la lluvia y estrellarme contra la persona que amo». Y en ese punto estamos. Viejas almas solitarias, que no se rinden, haga sol o llueva.

JJ GREY & MOFRO

Olustee

(Outward Bound Music / Alligator Records, 2024)

Primero lo de la abuela. Bueno, no, vayamos mejor por partes. Empecemos diciendo que en Jacksonville, «donde comienza Florida, aquí es más fácil», antiguo Vado de las Vacas, hace calor y hay una humedad de lo más impertinente. Clima subtropical húmedo. Y se suda, claro, se suda a mares. Las empresas de aire acondicionado hacen el agosto no solo en agosto, sino prácticamente todos los meses. Es un negocio boyante. John Higginbothan, JJ Grey para familia y amigos, curra en una de esas empresas y allí es donde conoce y traba amistad, hablando de música, con Daryl Hance, con quien forma varias bandas antes de que intervenga la abuela. Primero una banda de rock, Faith Nation, seguida de una de funk, Alma Zuma. Firman con un sello británico y se van a Londres y a tocar por la vieja Europa con un invento al que, finalmente, llaman Mofro Magic. Una vez vencido el contrato, vuelven a su Jacksonville nativo, «Jax», «la ciudad del río» (río Sant Johns), y forman Mofro, agrupación con la que firman con Fog City Records. La idea del nombre es del propio JJ Grey, a partir de un mote que le puso un compañero del curro. Dice que es a eso a lo que suena la banda, a «mofro», una palabra de reminiscencias muy sureñas. «Soul sureño de porche frontal», «Rock sureño “riffero”», «rock de fritanga sureña», «funk pantanoso despiadado», «soul malicioso de Memphis», «funky blues enriquecido», «música obrera estadounidense, franca y directa», New York Times, Oxford American, NPR, se barajan los calificativos. Sacan dos discos, Blackwater (2001) y Lochloosa (2004). Y es entonces cuando interviene la abuela. La abuela de JJ Grey le coge un día por banda y le dice: «¿Qué pasa, niño? ¿Es que te avergüenzas de tu nombre, o qué?». Y JJ Grey, humillando la cabeza, hace caso a su abuela (en el Sur conviene hacer caso a las abuelas, de hecho, en el Sur, nadie se plantea la opción de no hacer caso a las abuelas, nadie osa ni se atreve), y para su siguiente disco, el glorioso Country Guetto (2007), ya con Alligator Records, la cosa irá firmada como todos sus álbumes siguientes hasta hoy, obra y gracia de JJ Grey & Mofro. (Y aquí me permito una pausa para que, si tienes suerte y aún la conservas, llames ahora mismo a tu abuela y le mandes un beso.) El caso es que desde el Ol' Glory de 2015 no habíamos vuelto a saber nada de JJ Grey. Y nos tenía preocupados (en realidad, no había nada de lo que preocuparse, ni crisis de identidad, ni pamplinas por el estilo, simplemente mucha gira, una pandemia, una banda sonora y la vida, joder, la vida, que también hay que pararse de vez en cuando a vivirla). Pero la espera ha merecido la pena. Con Olustee, su décimo disco, primero en nueve años y primero, también, en autoproducirse, vuelve a suministrarnos un buen chute de pasión y fervor sureño. No se dejen engañar por la aparenta calma orquestal (con la Orquesta Sinfónica de Budapest, nada menos) del primer corte, «The Sea» (o del «Deeper Than Belief», con el que cierra el disco). Ya desde el segundo tema, «Top of the World», con la irrupción de esa percusión y ese bajo profundo, nos hace ponernos de pie al momento. JJ Grey sigue en plena forma. Esta vez, se marca hasta una versión, la mítica «Seminole Wind» de John Anderson, que nunca ha sonado, ni sonará, mejor (una canción que lleva tocando en directo toda la vida y que conecta muy íntimamente con todo su ideario y su pasado, puro Florida). Y, de nuevo, como nos tiene acostumbrados, vuelve a ponerse al frente de casi todo (salvo los metales): voz, guitarras, dobro, teclados y armónica. En su página, descubre sus cartas: PRS Guitars, Gibson SG, Gibson 337 y Gibson Southern Jumbo Acoustic, con amplis Fender Showman vintage, Tone Tubby 2x12, Fender Super Reverb y Fender Champ; teclados Wurlitzer 200a y Nord Electro; armónicas Lee Oskar y Hohner. Y un comodín en la manga: en las pestañas de arriba, en la web, entre las correspondientes a la biografía, las letras, la tienda, la música, el contacto y las fechas de los bolos, hay una en medio que reza (como si fuese pariente nuestro): «Bourbon». Se trata del Rolling Rooster, el bourbon que ha hecho JJ Grey con la Destilería de St. Augustine y que puedes comprar desde su página: «posee un ligero sabor ahumado que recuerda al de los marshmallows tostados al fuego». «Allá donde vaya, siempre me trae recuerdos de casa». Así que ni lo dudes. Hazte ahora mismo con una botella de ese fantástico bourbon de Florida (el diseño de la etiqueta, como el de las gloriosas cubiertas de sus discos, es obra del propio Grey) y con el disco, súdalo fuerte y sumérgete en el pantano.

BRIT TAYLOR

Kentucky Blue

(Cut a Shine Records & Thirty Tigers, 2023)

Hay un género literario, o subgénero si se quiere, al que cuando uno no es de natural muy portera, no suele prestársele mucha atención. Hablo de los agradecimientos, tanto en libros como en discos. En los libros, la gente, muy leída, todavía atiende y dice: «¡Anda, mira!» cuando reconoce un nombre, pero en el caso de los discos, que ya casi nadie compra (y puede que estemos entrando en una era en la que ya no esté tan de más recordarle al respetable que los discos se venden, que existen físicamente, y que, a veces, hasta da gusto verlos y palparlos de lo bien que se lo curran), son poco menos que mensajes lanzados al vacío. Sin embargo, los cotillas manifiestos, como yo, conventilleros desde la mismísima cuna, nos declaramos incondicionales de esos textos que, a veces, y sobre todo cuando se trata del cuadernillo de un CD, a estas edades que uno ya arrastra, hay que leer con lupa (y no porque sea uno aficionado a encontrar trampas o dobles sentidos, sino porque no hay quién los lea de lo minúscula que suele ser la tipografía). Los hay para todos los gustos: tediosos, funcionariales, ocurrentes, divertidos, largos como mamotretos rusos, cortos como silogismos de un rumano mohíno, excesivos, pantagruélicos, sobrios, emotivos, qué se yo, como en la vida misma, supongo, o como en los Goya (bueno, no, como en los Goya no, digamos mejor como en los Óscar, donde a veces aparece un Robin Williams o un Roberto Benigni que te alegra la noche; por aquí somos casi siempre más de listados interminables que parecen más bien retahílas de disculpas —cuando no nos hacen pasar mucho sofoco con sus soflamas políticas adquiridas de oferta en el bazar de abajo—: coño, te han dado el premio porque te lo mereces, no des las gracias a nadie, alégrate, si acaso quédate a gusto con un impreciso «¡Va por ustedes!» en el que quepa hasta el Santísimo Padre y lánzate a por los canapés, así lo mismo las ceremonias dejan de tener escalas temporales geológicas). El caso es que suelen resultar bastante reveladores. Dios suele aparecer al principio (en los discos de música country puede que más que en ningún otro género). Y también los padres de uno. Porque de bien nacido es ser agradecido. El apartado familiar, en una profesión tan enojosa como la del músico, tan de estar siempre yéndose, perdidos por los pueblos y las pedanías, tan de carretera y manta, tan de «viaje a ninguna parte» y de «recogimos las cosas y cuando llegamos al hotel ya era muy tarde para llamarte», suele ser bastante abundante: maridos, mujeres, hijos, perros, etc… La cosa se pone interesante cuando empiezan a hacer acto de presencia las influencias y los héroes personales. Los gigantes a cuyos hombros se les permitió subirse para mirar y llegar más lejos. En este sentido, en el disco que nos ocupa de Brit Taylor, aparecen dos nombres fundamentales, las dos malas bestias que lo producen: David Ferguson (de quien ya dimos buena cuenta en la reseña de hace un par de semanas, artífice, entre otras glorias, de las inmortales American Recordings de Cash y Rubin), «gracias por creer en mí lo suficiente para hacer que este bola rodase», y Sturgill Simpson, «por ser un auténtico amante de la música y haber cumplido siempre tus promesas. Tu fe en mí ha prendido una confianza personal que, hasta hoy, jamás había tenido». El disco en cuestión es cien por cien Kentucky (con sus toques de bluegrass de los Apalaches —el violín, la mandolina y el banjo de Stewart Duncan dejan desde el primer corte, «Cabin in the Woods», su portentosa impronta—, su sonido retro del pop country de las tres décadas gloriosas, cincuenta, sesenta y setenta, y el countrypolitan sesentero, referencia básica para ella, de los discos de Bobby Gentry), y sobre las diez canciones que lo conforman planea la sombra inmensa de Loretta Lynn, a quien Brit Taylor, natural de Hindman, Kentucky, cerca de la Ruta 23, más conocida como la «Autopista de la Música Country» por la cantidad de inmensos artistas que han crecido a su vera, gente como Ricky Skaggs, Tom T. Hall, Chris Stapleton, Tyler Childers, Patty Loveless y la propia Loretta Lynn, a la que, como iba diciendo, ama y venera (también sobre el álbum se cierne, en las sonoridades del country pop del que hacíamos mención unas líneas más arriba, la figura tutelar del inmenso Glen Campbell). «Kentucky Blue», título de la canción que da nombre al disco, surge, no en vano, del «Blue Kentucky Girl», el hit del 65 de «la hija del minero del carbón», y su rastro puede entreverse no solo en las melodías y en las letras, sino también en la cubierta del disco, con ella luciendo un vestido largo, en el porche de una cabaña con mecedora, guitarra y perro. Además, este Kentucky Blue lo ha sacado en su propio sello, Cut a Shine Records, porque los tiempos han cambiado y se acabó ya lo de andar rindiendo cuentas a los directivos de turno (conviene advertir que es cinturón negro de kárate, así que tonterías las mínimas). Es su segundo álbum, después del Real Me (2020) con que debutó (en el que se incluían cinco temas compuestos mano a mano con Dan Auerbach, otro de los sospechosos habituales que anda colándose últimamente en casi todos los fregaos que nos gustan), en la época en que, tras firmar con una editora musical en Nashville, decidió que, y cito textual: «prefería limpiar retretes mierdosos a seguir escribiendo canciones de mierda». El 22 de marzo de 2023, debutó en el Opry. Y desde allí mismo se lo cantó a la ciudad sin cortarse un pelo. «En esta ciudad ya no hay cowboys», declara en el tema «No Cowboys» encajándole una tremenda llave de brazo voladora a los vaqueritos y vaqueritas horteras del infecto sonido mainstream de Nashville, con sus pantalones de marca ajustados, sus camisas petadas, sus camionetas monstruosas, sus sombreros de gilipollas (citando a Kinky Friedman) y sus poses «zoolanderas» de disminuidos mentales. Brava, Brit Taylor. Bravísima. #jefaza #putoamismoextremo #sincuidaoninguno y #alovivo.

CORB LUND

El Viejo

(New West Records, 2024)

Corb Lund ya no está para hits ni fruslerías. Ya empieza a peinar canas y no tiene tiempo para vanos esfuerzos. Vender a toda costa, ser una estrella o intentar caer bien a todo el mundo, esas pretensiones se las deja a los imberbes de la aplicación china. Y si no que se lo digan a Brian Jean, el ministro de Minerales y Energía, que anda envenenando el agua potable de la provincia del sur de Alberta con sus concesiones de explotación minera, algo que enfureció a Lund, y que le llevó a hacer unas declaraciones bastante críticas justo el día después del lanzamiento de El Viejo, su nuevo disco. No se trata de tomar partido. Él no se considera comunista. De hecho, mucha gente lo tildará seguramente, en algún que otro aspecto, de conservador. No es un partisano. Simplemente se trata de un asunto que debería indignar a cualquiera que beba agua. Es decir, a todo el mundo (menos a mi abuela, que cada vez que me veía beber agua me reconvenía diciendo: «¿Pero qué haces, niño? Eso es pa lavarse»; si bien es cierto que hubiese sido la primera en soltarle un buen guantazo al susodicho ministro –y perdón por la injerencia personal, pero es que ¡tremenda mi abuela!—). La gente dice que los músicos, las celebridades en general, no deberían meterse en tales berenjenales. Corb Lund no se calla. Eso le ha valido situaciones bastante tensas en los bares. Amenazas e insultos. Él lo entiende, porque a él también le jode cada vez que el famosete de turno se baja de su jet privado, rollo Hollywood, y se dedica a cantarle las cuarenta a la peña. Lo que pasa es que él pertenece a la sexta generación de una vieja familia de Alberta. Los suyos llevan trabajando y amando esa tierra desde hace más de ciento veinte años y, lo que es más importante, él bebe de esa agua que se está viendo ahora amenazada. Así que, a quién le jodan sus declaraciones, que se compre un mono. De la canción de Beyoncé, que tantos aspavientos está provocando entre los dignos, dice que solo tiene una cosa que objetar: que haya elegido el Texas Hold'Em para su metáfora, que para él (jugador y descendiente de expertos jugadores) es un juego bastante tedioso. «Hay juegos de póker mucho mejores sobre los que cantar.» Por otro lado, le gusta que haya metido instrumentación acústica y no capas y capas de modernas e infectas guitarras rockeras, y mierdas por el estilo. Buena jugada. Además, dice, a Beyoncé le queda de puta madre el sombrero, algo que no pueden decir muchos. Corb Lund se va haciendo viejo, pero su espíritu sigue siendo joven y contestatario. Aún así, el viejo del título no es él. El viejo de la canción que da título al disco es un viejo (valga la redundancia) amigo suyo. El viejo al que va dedicado el disco: «Dedicated to the memory of our friend», es el legendario Ian Tyson, que nos dejó en diciembre de 2022. Y esto, a mí y a todos los que tuvimos la suerte de conocerlo y gozarlo en el Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, (al que Tyson llevaba asistiendo desde el año de su fundación, en 1983, al poco de publicar su mítico Old Corrals and Sagebrush), no puede dejar de emocionarnos. La canción es una elegía que pone el pelo de punta. Corb Lund, hablando en nombre de todos, canta y llora lo mucho que lo echa de menos, en este mundo que, tras su marcha, ya nunca volverá a ser el mismo. Para él, siempre fue un héroe, una suerte de mentor. Finalmente, también un amigo. Un colega de ochenta y tantos años que nunca actuó ni se comportó como un viejo, aunque, cariñosamente, lo llamasen «el Viejo», porque estuvo allí desde el principio, con los más grandes, con Don Edwards y Baxter Black, poco menos que los que lo inventaron o, al menos, lo supieron conservar y defender: la mítica y la poética de los auténticos vaqueros (no los de la caricatura y el prejuicio europeo), aquellos a los que el poeta de la nación Crow, Henry Realbird, también habitual de los encuentros en Elko, calificaría, sin dudarlo, como «los nuevos indios del Oeste». En el disco, lleno de historias de forajidos, rednecks en rehabilitación y ventajistas, presenta así la canción: «Esta es sobre la muerte de mi buen amigo Ian Tyson, compositor de canciones vaqueras reverenciado en todo el mundo. Escribió «Four Strong Winds», «Someday Soon», «Navajo Rug» y muchas más. Su material lo han versionado Johnny Cash, Neil Young y John Denver, por citar solo algunos. Y, lo que me toca mucho más de cerca, fue un buen amigo de nuestra banda y un personajazo. Tenía 88 años. Ya nos veremos por el camino, compadre, gracias por la música y los recuerdos». Lloro. La canción habla de lo que ya no está (de lo que, probablemente, Tyson se llevó a lomos de su caballo, ya como uno de los últimos jinetes fantasmales de la tormenta), de todo lo desvanecido. Habla del mítico Stockmen y de Capriola, la famosa tienda de sillas de montar. «Mi amigo, mon ami / Elko blues indeed / You know we did the best we could / But the shine was off the wood.» El disco, acústico, grabado en su casa de Lethbridge en compañía de sus habituales Hurtin' Albertans, marca un punto de inflexión, tatuado precisamente por esa ausencia irreparable, en la carrera de Corb Lund, e inicia un nuevo, emocionante camino, sin perifolllos ni concesiones. El año que tuvimos la inmensa suerte de conocer a «El Viejo» en Elko (que ofició de padrino, junto a Ramblin’ Jack Elliott en la boda de Tom Russell, a la que fuimos invitados y aún hoy ni nos lo creemos) le concedieron una silla de montar honorífica, obra del maestro Capriola. Es, probablemente, esa silla que flota en la negrura de la cubierta del disco (que parece un dibujo de El Ciento para alguno de nuestros libros), una silla que ya nunca montará nadie. Queda, por tanto, ahí, como un hito y como un aviso para futuros navegantes. No es país para viejos, está claro. Nunca lo fue. Pero la lucha continúa, y siempre nos quedará el enorme legado de todos los viejos inmensos que nos precedieron. ¡¡¡Yippie yi yo kayah!!!

DEE WHITE

Southern Gentleman

(Easy Eye Sound/Warner Music Nashville, 2019)

Junto con Dan Auerbach (que comparte créditos con Dee White en siete de las diez canciones del disco), este Southern Gentleman lo produce el gran David R. «Fergie» Ferguson, dato en absoluto baladí, a poco que uno hurgue. Y la verdad es que, sin pretender restarle mérito a nadie, no podía tener mejor padrino. Sus credenciales hablan por sí solas. Empezó de la mano del mítico «Cowboy» Jack Clement (hasta llegaría a hacer de él en la película Great Balls of Fire), en el Cowboy Arms Hotel and Recording Spa, de Nashville, Tennessee, y es el responsable, nada menos, que de los apabullantes American Recordings de Johnny Cash con Rick Rubin, lo que ya bastaría para darle las llaves de casa y decirle que tiene la nevera llena y crédito infinito en el colmado de abajo, y que puede dormir en tu cama, que ya, si eso, tú duermes en el sofá, o en el suelo, o en la puta calle, si hace falta. John Prine, Mac Wiseman, Sturgill Simpson, Tyler Childers, The Del McCoury Band, Charley Pride y Eddy Arnold también han pasado por sus manos. Que sea él el encargado de presentar a Dee White en las notas del disco es lógico y razonable, aparte de un inmenso honor, para cualquiera. Sostiene Ferguson (hagámoslo a lo Pereira/Tabucchi) que Dee White hace música como hace crema fresca batida tu madre. O como le encantaría hacerla a tu padre (la música, no la crema batida, aunque, a lo mejor, la crema batida también, esto no lo sostiene Ferguson, lo sostengo yo). Sostiene Ferguson que, con una voz bendecida por los dioses, la voz de «un joven caballero campestre», este chico, Dee White, natural de Slapout, Alabama, nos ha brindado un disco. Sostiene Ferguson que ha sido Harold Shedd, conocido como «el Jefe», o más aún como «El Hombre de los Oídos de Oro», quien descubrió al joven Dee y propició todo esto (añade Ferguson, a propósito de Harold Shedd, que ha descubierto más estrellas que el telescopio Hubble, entre ellas: Alabama, Shania Twain, Reba McEntire, Toby Keith y no sé cuantísimas más). Sostiene que fue Shedd (amigo de su padre, por lo visto) el que convenció a Dee White para que se dejase de pamplinas y persistiese en su amor por la música, porque el día que lo oyó, lo vio clarísimo, impresionado por su voz (ese torrente tan primo hermano de Orbison, esto lo sostengo yo ahora, y me quedo tan ancho) y buen oído para la composición de canciones, se convirtió en su mentor, en su —esto lo sostiene Ferguson— «chamán de Alabama», por así decirlo (y muy bien dicho, digo yo). Sostiene Ferguson que, pese a sus «solo» sesenta años de diferencia (Dee veinteañero, Shedd ya por sus ochenta y cuatro tacos por aquella época), se convirtieron, de la noche a la mañana, en «compañeros de batalla». Charlando de guitarras viejas, mujeres jóvenes y canciones inmortales —sigue sosteniendo Ferguson— fueron estrechando lazos y, con el apoyo de «El Hombre de los Oídos de Oro», Dee White abandonó finalmente los estudios, se lanzó a la carretera y se forjó como trovador. Sostiene Ferguson que el chaval empezó a dejarse caer por Tennessee, donde se tropezaría con otros dos buenos chamanes, digámoslo así (y muy bien dicho, esto lo sostengo también yo, no Ferguson): Dan Auerbach y él mismo, el propio Ferguson, y que empezarían a soñar juntos en el disco que acabaría siendo este Southern Gentleman que hoy reseñamos, «un gran disco de Nashville», como sostiene Ferguson que, a renglón seguido, sostiene también que, en efecto, la cosa no se quedaría solo en un sueño: se pusieron manos a la obra e hicieron «un gran disco de Nashville». Y, por eso, sostiene Ferguson, «estáis leyendo estas gilipolleces que estoy escribiendo». Este disco —sostiene ya llegando a la recta final de su presentación— es todo natural: sin humo, sin espejos, sin auto-tuning y sin ayuda de las moderneces modernosas de la electrónica. Es el fruto desnudo —sostiene Ferguson— de la colaboración de los mejores músicos y compositores del mundo —¡qué coño, del universo! (tremendo plantel entre los que se encuentran, entre otros, Alison Krauss, Mickey Raphael, Shawn Camp, Ashley McBryde, Lloyd Green, Dave Roe, Dan AuerbachNashville puro). Y es así, sostiene Ferguson como broche final, que tiene el inmenso placer de presentarnos «la increíble voz de Dee White, natural de Slapout, Alabama». Y la verdad es que poco más se puede añadir o sostener a lo ya sostenido. Porque la verdad es que la cosa se sostiene sola. No hay nada que apuntar ni que apuntalar. El disco está como para entrar a vivir.

WILLY TEA TAYLOR

Knuckleball Prime

(Blackwing Music, 2015)

Ella, a veces, me lanza canciones a bocajarro. Y tiene puntería. La muy puñetera Annie Oakley de las narices, donde pone el ojo pone la bala. Cualquiera diría que olisquea mi buzón o que tiene mi teléfono pinchado. Sabe muy bien que solo hay una cosa peor que una canción triste: ninguna canción. Así que nos acribillamos a canciones, aunque sean tristes (como le decían a Ryan Bingham en aquel capítulo de Yellowstone: «Si esa era la canción alegre, no quiero ni imaginarme cómo serán las tristes»). El otro día, 5 de marzo, a las 00.14h, recién superado un lunes infausto (¿qué lunes no lo es?), desde su insomnio al mío, después de varios días de silencio, me descerrajó con «You Find Me» de Willy Tea Taylor. Touché. Condenada maestra de la esgrima. No creo que haya una canción que hable más de nosotros, o al menos de mí: «Y trato de leer para quedarme dormido, / supongo que por eso siempre acabo bebiendo, / solo para no tener que pensar / en los platos sucios del fregadero. // Y tú / solo tú / sabes dónde encontrarme». Se la devolví, claro, en cuanto me recuperé de la estocada, con «Maggie», de Benjamin Dakota Rogers, porque es verdad que a ella nadie puede recolectarla, ni plantarla, ni imponerle dónde ha de brotar… Va, te toca… Es un diálogo que llevamos manteniendo ya varios años. Y así fue como Willy Tea Taylor acabó entrando en casa, aunque me diera la impresión de que llevaba viviendo aquí toda la vida. Desde luego, ha sido amor a primera vista. Y más aún después de enterarme de ese proyecto que viene desarrollando desde hace tiempo, al que ha llamado «Buscando la cocina de Guy Clark» (del que hay incluso una película en marcha, rodada en HD y en Súper 8, a la que le quedan, según Willy, no menos de diez o veinte años de rodaje), en el que en cada bolo, noche a noche, junto con su compinche Tom VandenAvond, pretende reproducir la escena nocturna de Heartworn Highways, en la cocina de Guy Clark, donde los legendarios cantautores de Texas, cuando todavía eran los secretos mejor guardados de Austin, compartían sus composiciones más íntimas a última hora de la noche. Willy Tea procede de las colinas y los caballos de Oakdale, California, la pequeña localidad conocida como «la capital mundial de los vaqueros» (porque ha dado a luz a muchos campeones de rodeo) que, aunque no es Texas, en su día llegaría a travestirse de pequeño pueblo polvoriento de Texas para las escenas ferroviarias de Bound for Glory, la película en la que David Carradine hacía de Woody Guthrie. Su abuelo era uno de los ganaderos más respetados de la región. El caso es que el niño iba para estrella del béisbol, pero una lesión en la rodilla hizo que derivara sus inquietudes hacia la música. A los dieciocho años, asistir al concierto de Greg Brown en el Strawberry Music Festival de 1994, en Yosemite, California, escuchar, concretamente la canción «Spring Wind», fue lo que sentenció su destino. Acabaría debutando con su banda, los Good Luck Thrift Store Outfit, en ese mismo escenario, en 2009 y, seis años más tarde, en 2015, también desde allí, emprendería su carrera en solitario. El que mejor lo ha expresado ha sido Garrett Bethmann, en la entrevista que le hizo para Boogixote: «conocerlo es quererlo». Dice que su voz te abraza como un lecho de rescoldos en la chimenea y que recuerda a Gimli, hijo de Glóin, el amigo de los elfos, descendiente de Durin I, el Inmortal, que tiene su misma risa estentórea, y que sus canciones son tan íntimas como una conversación de madrugada con tu mejor amigo en un porche oscuro. Luego añade otro matiz maravilloso: «sus actuaciones son confesiones de trovador que pueden llegar a licuar una sala hasta dejarla convertida en un charco de lágrimas y cervezas baratas». Este Knuckleball Prime fue su segundo disco, después del impresionante 4 Strings con el que debutó en 2011, a solas con su guitarra tenor de cuatro cuerdas. En este segundo participan unos cuantos bateadores de primera, como Benmont Tench, Greg Leisz, Sara Watkins, Andrew Combs y Noam Pikelny (de los Punch Brothers). Él dice que no, que lo sigue intentando, pero las doce canciones parecen salidas directamente de la cocina o el taller de luthier de Guy Clark. «Lullaby» es una canción perfecta. Y todo el álbum parece imbuido de esa nostalgia de catcher lesionado que tan acertadamente reproduce el estribillo de «Brand New Game»: «Y nunca pensamos / que la vida acabaría volviéndose tan real, / porque siempre pensamos / que la vida era un campo de béisbol / y, aunque perdiéramos, / nunca nos oirías lamentarlo. / Siempre habría un mañana / y un nuevo partido». Y una nueva canción con la que disparar a tu amiga insomne cuando menos se lo espere. Puede que se nos jodan los sueños, sí, pero soñaremos otros.

TAYLOR McCALL

Mellow War

(Black Powder Soul Records & Thirty Tigers, 2024)

Lo mismo tú tienes una igual, o parecida, de tu abuelo en la azotea del edificio de Telefónica, en Madrid, codo con codo con Arturo Barea, tratando de adivinar los movimientos de los militares sublevados en el frente de la Casa de Campo. O, al revés, en la Casa de Campo, con ese mismo cigarrillo colgandero y el fusil bien ceñido, avistando el edificio de Telefónica desde la iglesia de la Torrecilla, por ejemplo. Que cada cual elija su Viet Cong particular. Porque esto de ahora ya no es nuestra pesadilla civil, sino la de Vietnam. El soldado que aparece retratado en la cubierta es el abuelo de Taylor McCall, por aquellos pagos. Y el disco es un homenaje a su abuelo. Álbum conceptual, si se quiere (en estos tiempos tan poco dados a hacer cosas siquiera con un mínimo de fundamento: el único concepto o ideal es ahora, según parece, el número de escuchas que alcanza tu canción concebida «frankensteinianamente», pobres criaturas, como hit; número de escuchas que, por cierto, uno puede comprar, y hasta aquí la credibilidad de tu coplilla, en la plataforma de turno). Es, un poco, si me permiten, su Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. Dice McCall que estas once canciones pretenden ser algo así como las cartas imaginadas que pudo haber mandado su abuelo a casa desde el frente. Sus Despachos de guerra. Su abuelo fue siempre una inspiración para él. McCall nació en Greenville, Carolina del Sur, hijo de un artesano y la hija de un predicador. Atesora una infancia de bosque y río. Siempre pivotando entre la vida silvestre y la misa de los domingos, de ahí su temprana afición, también, a la música gospel. A la mínima de cambio, su padre lo llevaba a pescar. La infección, no obstante, le vino dada a los siete años, cuando descubrió la guitarra de su abuelo. De extranjis, se la distraía en cuanto se descuidaba, y se encerraba en su cuarto a desentrañar acordes con ritual secretismo; y así hasta casi cumplir los dieciocho. Después del instituto, se largó de Carolina del Sur con rumbo al oeste, hacia las Rocosas. Con un bote de remos, se dedicó durante unos cuantos años a explorar ríos: el Yellowstone, el Madison y el Missouri. Pero la guitarra de su abuelo le seguiría llamando. Y, una vez convencido de que esa era su auténtica vocación, vendió la barca y regresó al sur «con mi futura esposa en mente: la música». Muchos años de tocar solo, de hacer carretera, dieron por fin su fruto. En 2017 sacó su primer disco, el EP Southern Heat, y firmó con BMG, y, ya en 2020, sale el portentoso Black Powder Soul. 2023 le encuentra girando con Robert Plant por Europa. Sus influencias, «excéntricas y arcanas», según calificativos propios, van del hip-hop a Bobby Charles, de Sister Rosetta Thorpe a TKTK. Johnny Cash y The Band. Como decían en Big Hassle, si vas a pasar un día con McCall al río, seguro que oirás a JJ Cale y a Taj Mahal. Luego él echará el ancla, se liará un porro y lo prenderá. Digamos que estamos a principios de junio, en el Missouri, rodeados de efímeras, como nieve al revés. Luego se bajará del bote y se pondrá a vadear las aguas, hundido hasta las rodillas, cubriendo el terreno, lanzando el sedal, metódicamente. Uno percibe al momento que McCall se siente allí «tan en casa como en una canción». «Como en la pesca —dice McCall—, al componer canciones uno nunca las tiene todas consigo, es imposible determinar cuando va a producirse el relámpago, pero hay que seguir ahí, plantado en medio del río.» Vamos, mojarte el culo, si quieres peces. Su última incursión ha sido este homenaje a su abuelo, cuyo legado, no fue solo musical, transmitido por aquella vieja guitarra. En este disco convoca su memoria, todas sus enseñanzas. Se mete en el Silent Desert Studio (Nolensville, Tennessee) de su hermano del alma, Sean McConnell, y graba las canciones de este, su segundo álbum de larga duración, Mellow War. La cosa empieza con una intro que no llega al minuto, un viejo gospel de sonido cascado, con ruido de estática, como de radio antigua. Pero en el momento en que se desvanece para quedar apagado por el primer acorde de guitarra del primer tema, «Mellow War», uno ya sabe que se enfrenta a un disco inmenso. Y el soldado de la cubierta parece mirarnos y hacernos el gesto de asentimiento del célebre meme de Robert Redford en Jeremiah Johnson. Estamos en terreno seguro. Buena pesca, sin duda.

SUNNY WAR

Anarchist Gospel

(New West Records, 2023)

Ella sabe que tiene dos caras. Una puramente autodestructiva y otra que intenta lidiar con ese envés tenebroso, para equilibrar la balanza. Un poco como todo hijo de vecino. Ella misma lo anticipa: somos bestias que intentan, en la medida de lo posible, ser buenas. Y probablemente sea una cuestión de grados. Hay quien le pone mayor o menor empeño y quien lo logra con más o menos éxito. «De eso se trata ser humano. No de ser bueno o malo. Sino de intentar permanecer el mayor tiempo posible en medio. Puede que, como en mi caso, se te dé como el culo. Tampoco es para tanto, somos monstruos.» Este Anarchist Gospel, su cuarto álbum, documenta precisamente esos momentos en los que parece que el lado autodestructivo se alza con la victoria. Y cuando Sunny War se refiere a ese lado oscuro, no habla por hablar. No aventura disquisiciones desde la comodidad de un sofá. Sabe muy bien de lo que habla porque estuvo allí, y logró salir, más o menos indemne, varias veces, y tampoco es que descarte volver a caer, porque le consta que vivir es un vaivén permanente entre tormentas y refugios. Ya de adolescente bebía más que todos nosotros juntos, así que el instituto ni lo pisó. Lo suyo, desde el principio, desde la primera lección de guitarra, desde que empezó a afilar su cuchillo, fue obsesión por AC/DC. «Amaba las dramáticas bandas guitarreras de los años ochenta, tipo Motley Crüe.» Luego vendrían Bad Brains, los Minute Men y X. Su primera banda fue una banda punk de nombre glorioso, Anus King. Hacían música con lo que tenían a mano, y lo que tenían a mano eran guitarras acústicas. Eso fue lo que los distinguió de las otras bandas punk de la época que se descacharraban por los tugurios de Los Ángeles, a donde iría a parar desde su Nashville natal desde muy pequeñita: ese maridaje entre el punk acústico y el country blues. Siempre ha dicho que nunca compone con el público tradicional de raíces en la cabeza, que lo suyo es la música rara, la música «outsider», que ama también a Daniel Johnston y a Roky Erickson. Acometer bolos punk, robar y ventilarse botellas (en plural, en bastante plural, una sola «s» no da cuenta de todo el plural al que me refiero) de vodka y, de la noche a la mañana, volverse adicta a la heroína y a la meta, algo que el cuerpo difícilmente puede llegar a timonear. El paseo marítimo de Venice Beach guarda recuerdos de ella, cada vez más demacrada, hecha un espantajo. Clínicas de desintoxicación y hasta una buena temporada entre rejas. Ella procede de ese folklore cochambroso, ha estado ahí y ha sobrevivido, que no es poco. En los estudios Hen House de Venice, se juntó con unos cuantos «ángeles derrotados» y fue sacando álbumes y EPs para ir exponiéndolos a la venta en la funda de su guitarra. Hoy, doce años después, rememora aquella época con cierta candidez: «Toda la gente que amé, murió antes de cumplir los veinticinco. Sobredosis o suicidio. Éramos unos críos, sin nadie que velara por nosotros. Se supone que una no ha de estar tan familiarizada con la muerte siendo tan joven. Quizá por eso escribo tantas canciones sobre no dar ninguna mierda por hecho, porque siempre está ahí la conciencia de que todo puede irse al garete en cualquier momento». El fantasma siempre acecha. La bebida, la soledad, la incomunicación, la ruptura. Para más inri pilló la Covid cuando la abandonó su pareja con el alquiler sin pagar. Y barajó la idea de suicidarse. En su lugar, compuso la canción «I Got No Fight», una suerte de rabieta sanadora. Casi todas sus canciones son rabietas, berrinches de los que sale, si no renovada, sí al menos sintiéndose mejor. Volvió a Nashville para grabar este álbum. Reservó unas sesiones en el Bomb Shelter para trabajar, mano a mano, con Andrija Tokic (Alabama Shakes, los Deslondes, Hurray for the Riff Raff). Muchos de sus álbumes favoritos los había producido Tokic. Allison Russell, Jim James (de My Morning Jacket), Dave Rawlings y Micah Nelson (de los Nelson de Willie) contribuyeron con su granito de arena, actuando, en palabras de ella, como los ángeles y los demonios que la asesoraban desde sus hombros. «He estado llorando demasiado tiempo», canta en su reelaboración del «Hopeless» de Dionne Farris, «ya ha llegado el momento de pasar página». Durante la grabación del disco murió su padre. Curación, resistencia y perseverancia. Aprender a convivir con el dolor. Respirar por la herida, como suele decirse. Las fotografías del álbum son de Joshua Black Wilkins (uno de nuestros trovadores «hardcore» favoritos y, probablemente, el mejor retratista del rock and roll de todos los tiempos). En el retrato de la contra remeda con Sunny la famosa foto de Robert Johnson con el pitillo. No es fortuito. Aunque en este disco no sea lo más preeminente, siempre se ha comparado el fingerpicking de Sunny con el del mítico bluesman del cruce de caminos. Manos como arañas, que diría Dylan. En su día Michael Simmons, del L. A. Weekly, escribió que llevaba eones sin escuchar a un joven guitarrista, del sexo que fuera, «tan acojonante». Por estas latitudes tuvimos la suerte de atestiguarlo hace unos meses. «Hoy puede que sea el último día», canta en «Whole», el tema que cierra el disco, «y de aquí hay que irse feliz». No hay que esperar a que las cosas pasen. Hay que hacerlas suceder. Y ya habrá luego tiempo de arrepentirse. Este es, en resumen, el mensaje que se desprende de su Evangelio Anárquico. Ante lo que uno solo puede responder: «Amén», y volver a pinchar el disco desde el principio.

BENJAMIN DAKOTA ROGERS

Paint Horse

(Good People Record Co., 2023)

Tiene veintisiete años, pero suena más viejo que un monte. Es de Ontario, lo que me lleva a pensar en otros recientes retoños de aquellas latitudes, Jeremy Albino o Colter Wall, por ejemplo, también Cat Clyde, con su arrolladora juventud, aunque al escuchar sus voces parezcan haber llegado con sed, y muy vapuleados, desde bien lejos, de un tiempo remoto. Trovadores viejos como barcos, vetustos como abuelas bretonas. Benjamin procede de una granja sita al sudoeste de Ontario, en la zona del Gran Río, en el condado de Brant, el territorio al que iría a acabar, con buena parte de su tribu, el jefe mohawk Thayendahegea, más conocido como Joseph Brant, después de haber provocado la ruptura de la Confederación Iroquesa. Benjamin cuenta que creció construyendo invernaderos, ocupándose de la huerta y viviendo de la tierra. Sus padres tenían una vieja VW e hicieron mucha carretera, viajando de festival en festival. Vivir en un granero, hacer sangrar a los arces y escribir canciones con el violín heredado de su abuelo (que, aparte de tocar el violín, era vaquero y se dedicaba a la crianza de appaloosas; «Wild Wind Can Have Me» habla de él, tras haberse empapado bien de Hank Williams). En esa casa siempre se oyó mucho violín. Respiraban bluegrass. Y, por la noche, desde el bosque cercano, también se asistía a mucho concierto de coyotes (recientemente se ha montado un estudio en el granero de la granja de tabaco «recientemente jubilada» en la que reside, con su novia y su hermano pequeño, herrero para más señas, y, a veces, en las tomas, se le cuela algún aullido). Desde el 2014 —año de su primer EP, Wayfarer, lleva dando guerra. Ha dado el gran salto ahora, gracias a Tik Tok, que, a veces, aunque parezca inaudito, resulta ser algo más que un invento demoníaco para mamarrachos. El año pasado se puso a subir canciones a la susodicha red social y, de la noche a la mañana, sus seguidores se multiplicaron: en marzo publicó un pequeño clip del tema «John Came Home» y, en dos semanas, llegó a cuatro millones de visualizaciones. En un par de meses pasó de siete mil seguidores a trescientos mil. Y eso fue lo que permitió que sucediese este disco que hoy reseñamos (ya se acabó lo de dormir en el coche o compartir cama en tristes moteles y AirBnbs). Es curioso el uso de ese invento chino tan de hace apenas un segundo. Porque al escuchar las canciones uno no puede evitar la impresión de estar asistiendo a una cosa profundamente analógica. Pasa un poco como en aquella película, El bosque: crees que estás en un asentamiento poco menos que de pioneros recién desembarcados pero, de pronto, saltas la valla y resulta que hay coches, carreteras, electricidad, discos de Beyoncé y redes sociales. De hecho, el granero en el que vive está en un enclave tan remoto que para comunicarse con los periodistas tiene que conducir un buen trecho hasta llegar al aparcamiento de algún local que cuente con wi-fi. Sus canciones son, sobre todo, historias de gente. Más de la mitad de los trece temas del disco llevan por título el nombre de su protagonista: «Arlo», «Maggie», «Jeremiah», «Charlie Boy», «Rosie», «Eloise» y «John Came Home». Y cree fervientemente que sus viejos instrumentos vintage encierran canciones. Concretamente, son tres instrumentos los que más fatiga: el viejo violín del abuelo (el momento en que entra el violín tras el primer estribillo de «Maggie», es pura medicina); una vieja guitarra tenor Stella de 1922 que le compró, cuando tenía trece o catorce años, a la leyenda canadiense del alt-country, Fred Eaglesmith («ninguna otra guitarra tiene un sonido tan cálido ni vibra contra mi pecho con esa resonancia»), que está llena de grietas (ya no viaja con ella, pero es con la que ha compuesto el ochenta por ciento del disco), y una «guitarra Nacional» que es su niña bonita. Colecciona guitarras viejas. Le resulta inspirador. En efecto, cree que contienen viejas historias, viejas melodías. Las usa como herramientas de escritura, casi como instrumentos de exorcismo o invocación. Está grabado en vivo, en un granero y, en buena parte, con un solo micrófono. Desde la primera canción, resulta apabullante. Parecen canciones cazadas furtivamente en el bosque (donde llevaban merodeando desde hace siglos). Y el álbum no puede tener mejor final, con esa maravillosa «Goodnight V2» con que cierra la sesión en torno a la fogata (porque ya aviso de antemano que al escuchar este Paint Horse, se te prende una fogata en el salón, da igual dónde estés, empieza a oler fuerte a montaña y, aunque no tengas perro, se te sienta un perro a los pies): «Buenas noches, dulce Suzanne. / Buenas noches, amor mío. / Buenas noches, madre querida. / Buenas noches al cielo en las alturas. // Buenas noches, coyote. / Buenas noches, sabueso mío. / Buenas noches, vieja luna holgazana. / Buenas noches al tren que viaja destino al sur. // Buenas noches, viento taimado. / Buenas noches, fuego en la pradera. / Buenas noches, hija del minero, tan hermosa. / Buenas noches a todos los ladrones y todos los mentirosos. // Buenas noches, chicas de medianoche. / Buenas noches, canción solitaria. / Buenas noches, asfalto, que tan bien te conozco. / Buenas noches, a todo lo que hice mal».

CLARK PATERSON

The Final Tradition

(Clark Paterson, 2015)

Cada vez es más cierto eso que dicen: la gente con barba es gente sin barba con barba. No es país para lampiños, como podría haber titulado McCarthy lo suyo, remedando el poema de William Butler Yeats, «Navegando hacia Bizancio» («Aquel no es un país para viejos. Los jóvenes / unos en brazos de otros, pájaros en los árboles / —esas generaciones moribundas— cantando, / cascadas de salmones y mares de caballa, / aves, peces o carne celebran el verano / cuanto ha sido engendrado, nace y muere»). De repente, las ciudades parecieron poblarse de hombres montañosos. Gente que nunca había tenido barba, tenía barba, y no barbucias de dejadez o miseria, sino orgullosas barbas bien pobladas, recortaditas y mimadas, de buena familia, como quien dice. Una especie de remedo de aquella otra frase, referente a la moribundia que tanto parecen alentar la redes sociales: «últimamente se está muriendo gente que no se había muerto nunca». Pasó con las barbas como con los tatuajes. Ahora lo raro es la mejilla desnuda o el lienzo en blanco. La barba y el tatuaje como máscara de la vaciedad (enmascaramiento de fealdades y simplezas indecibles). Y perduran. Probablemente han llegado para no marcharse, puro ultracuerpo. Abren peluquerías y escriben libros. Montan bandas de rock and roll (aproximadamente, muy aproximadamente). Barbas y tatuajes de quita y pega, barbas de Mortadelo y Filemón. Clark Paterson ya no la luce. La suya, cuando se editó este, su tercer álbum, The Final Tradition (tras Songs for Another America y Walkin' Papers), era auténtica, criada desde el barro de una granja familiar en los aledaños de Sandusky, Michigan, una ciudad (poblacho) con no más de tres mil habitantes, la más grande del condado de Sanilac, y solo dos semáforos (tráfico, sobre todo, de tractores y camiones con cargamentos de azúcar), con mucha carretera a sus espaldas (ha girado por Japón, Sudamérica, Europa del Este, Suecia, Finlandia e Inglaterra: «me han robado, me han metido palizas y me han deportado»; no ha sido un camino de rosas), mucho honky tonk lúgubre, versado en no ganar y en volver a casa («If I Don't Win»), donde uno de los braceros de la granja de su padre le enseñó lo que era la vida, le aleccionó sobre las mujeres y sobre la tristeza, sobre cómo encararla y mirarla a los ojos, aunque también le enseñó a manejar un cuchillo, que nunca viene mal («Moonlight in the Hills»). En algún momento de estos ya casi diez años que han transcurrido desde la aparición del álbum, decidió rasurarse, probablemente viendo la impostura que empezaba a extenderse como una plaga (tanto en East Nashville como en tu barrio, poniéndoselo muy difícil a las autoridades, sobre todo en los aeropuertos, a la hora de identificar terroristas), o simplemente porque su hija le dijo en algún momento: «Papá, pica». En este tercer disco, disco de la etapa barbuda (aunque del mismo modo que se nota lo impostado, el pegote, para entendernos, la gente que siempre tuvo barba, cuando se la quita, por etapas o de golpe, a lo vivo, sigue luciéndola —y ejerciéndola—, porque está claro que la barba se lleva por dentro, e igual que canta lo postizo, canta lo auténtico, aunque se sustraiga), confluía todo lo que había mamado y padecido. Esa voz cruda y honesta, como hastiada del mundo, «gargarismos anticongelantes», como diría alguno, voz intensa, arenosa, muchas veces oscura, siempre apasionada, para esa mezcolanza de country vintage, punk y rock que a él le gusta denominar como grindhouse country, country de sala de cine splatter o de explotación, escabroso y de bajo presupuesto. Se lo produjo Eric McConnell (que ya había estado al mando de discos de Todd Snider, Loretta Lynn y Will Kimbrough), con músicos respetados de la escena independiente de Nashville (la steel guitar de Paul Niehaus, de Lampchop y Calexico; la batería de John McTigue, de Brazibilly y Raoul Malo; y el gran Tim Carroll). Él mismo, devoto admirador tanto de Iggy and the Stooges y The Clash, como de Neil Young y Bruce Springsteen, se sabe deudor, y así queda demostrado en este disco, tanto de Nick Cave como de Ferlin Husky (de esa oscuridad que proyecta luz). Pura mierda hillbilly, «tengo amigos en las minas / tengo amigos que trabajan en la construcción / tengo chicas a las que les quedan de miedo las camisas que les desabotono / tengo amigos en Irak que siempre me cubrirán las espaldas / tengo todo lo que necesito / tengo sangre de sobra para sangrar» («Hillbilly Shit»). Como él mismo dice: «Si a tus padres les gusta tu música, es que estás haciendo algo mal». Ya no luce aquella barba, pero ya hemos dicho que la barba va por dentro. No es careta. No es barba llena de migas de cupcake. Es barba del camino, con abrojos.

ISMAY

Desert Pavement

(Self Released, 2023)

Todos los años, por estas fechas, desde hace ya casi una década, me viene pasando lo mismo, que es lo que quizá me pasa siempre, permanentemente, lo que quizá nos caracterice a todos como especie, por muchas patrias que nos inventemos o enarbolemos, lo que le pasaba, sin ir más lejos, al narrador anónimo de Corrección, la novela de Thomas Bernhard, que no quiere estar en su comarca aldeana de Stocket, sino en Altesam, la propiedad de su amigo Roithamer, del mismo modo que este no quiere estar allí arriba, en su propiedad, sino en Stocket, la comarca aldeana de su amigo, el narrador anónimo, vamos que no quieren estar nunca donde están, sino en otro sitio, pues así mismo yo, ya digo, sobre todo por estas fechas, cuando se celebra el National Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, que hubiese querido estar allí y no aquí ni en ninguna otra parte, para reencontrarme con los viejos amigos (algunos ya no están), beber cerveza Buckaroo en la cantina del Folklife Center (que tampoco es que esté tan buena, pero en ese desierto no hay Mahou, lo que hace que cuando estoy allí deseé siempre estar aquí, porque mi patria, quizá, más que nada, sea una marca muy concreta de cerveza), ver a las viejas leyendas y conocer a los nuevos talentos del Lejano Oeste. Hace unos años fue Colter Wall, cuando aún era un perfecto desconocido, como unos años antes lo fue Corb Lund, con quien recuerdo una buena borrachera en el backstage del Convention Center. Y así es que, este año, hubiera dado lo que fuese por ver en el precioso escenario del Folklife Center a Avery Hellman, alias Ismay, la vaquera californiana de la zona de la Bahía, taconeando con sus camperas en los tablones de ese suelo legendario. Hace apenas un mes que ha salido este Desert Pavement, su segundo álbum (después del maravilloso Songs of Sonoma Mountain, con el que debutará en 2020 tras el EP de 2018, Songs from a River), esta vez producido por Andrew Marlin, de Watchhouse (antiguos Mandolin Orange), que contribuye además en las voces y tocando el piano, la guitarra acústica y la mandolina (trece canciones grabadas en series de tomas en vivo durante cinco días, en los estudios Echo Mountain de Asheville, Carolina del Norte). Verla así, en Elko, a lo crudo, desenchufada, entre rancheros, vaqueros, pastores vascos y algún que otro indio de la reserva, no tiene precio. Ismay sabe muy bien de lo que canta (y desde dónde lo canta), y así lo certifica la invitación a este prestigioso encuentro de poesía vaquera (público, en principio, no muy afecto a lo queer) al que cada año, por estas fechas, lamento no haber sabido volver. Ismay se ha pasado una buena temporada manchándose el culo y las manos en un rancho de California. La tierra y los caballos forman parte de su vida. Y ha mamado toda la música que cabe imaginar en el Hardly Strictly Bluegrass, el festival que puso en marcha su abuelo, Warren Hellman. Sus canciones evocan los paisajes de la vida rural y los días de antaño, aunque en esta nueva colección la cosa pivota entre lo tradicional y lo nuevo, el campo y la ciudad, la realidad y la fantasía. Emmylou Harris, Gillian Welch y Hazel Dickens son sus referentes, aunque también se detecten ecos de Ani DeFranco y yo diría que hasta de una Suzanne Vega que se hubiera criado entre vacas y caballos en las montañas de Sonoma, con su cosa experimental y melancólica (el disco cayó en mis manos a los pocos días de su lanzamiento, y no puedo evitar preguntarme, cada vez que lo escucho, cómo habrán sonado estas canciones allí, en el teatro del Folklife Center; he visto algunas fotos de ella sobre el escenario, frente al ya mítico telón pintado con las montañas de Nevada, en compañía de un contrabajista y otro guitarrista, se ven por abajo las siluetas oscuras de cuatro o cinco cabecillas del público, ninguna es la mía, me cago en mi puta vida). «Stranger in the Barn», «I Called You Up», «Coyote in the Road» y «Ohio», por citar mis cuatro temas favoritos, demuestran, además, que es una fantástica letrista. Últimamente ha estado abriendo para Steve Earle, Robert Earl Keen, John Doe, Chuck Prophet, Sunny War y los propios Watchhouse. Y en marzo del año pasado se coló en la producción de My Kind of Country, el programa de Kacey Musgraves y Reese Witherspoon. Lo que hace que Elko duela mucho más. Pero mañana se me pasa.

WILL VARLEY

Spirit of Minnie

(Xtra Mile Recordings, 2018)

Decir iPod hoy suena raro. Suena a cosa que usaban los antiguos. A batallita de mili o hazaña bélica de instituto. A novia antigua o primer amor. A terópodo dromeosáurido, especie extinguida. Pero hemos de situarnos en 2018, el invento ya llevaba diecisiete años en marcha y aunque se había reinventado y conocido diversas mutaciones, ya nacidas con vocación de extinguirse, aún gozaba de cierto crédito. Y la maquinita ya había hecho su trabajo devastador, había acabado con los viejos hábitos de escucha. En una entrevista de por aquel entonces, cuando Will Varley sacaba este Spirit of Minnie, el entrevistador le preguntó qué se encontraría en su lista de «recién escuchados» alguien que le distrajera en ese momento el iPod del bolsillo. Varley le dijo que no gastaba de eso. Que nunca le había gustado escuchar la música así. Que un millón de canciones eran demasiadas canciones para él. Que él seguía con la cabeza abultada con las diez canciones del Blood On The Tracks, que llevaba escuchando desde hacía veinte años. Will Varley es de esa vieja estirpe, hoy ya casi también terópodo-dromeosáurida, que mira desde la loma el meteorito que se aproxima, la estirpe de los que aún creen en el formato álbum, en la cosa pensada como un todo, no en el batiburrillo, ni en el single de ocasión. Cuando, acto seguido, el entrevistador le preguntaba cómo iba a ser su concierto del día siguiente, Will dijo que igual a los de sus primeros días y, probablemente, igual al último que daría antes de entregar la herramienta: «Una sala, una barra, unos cuantos seres humanos escuchando o hablando, y yo arriba, en el escenario, cantando canciones». También en esta declaración acusaba un poco el signo de los tiempos. Ir a un concierto a escuchar las canciones de la persona que está en el escenario también está empezando a ser un hábito poco menos que cretácico. La evolución parece tender, y cada vez más, hacia el espécimen que acude a los conciertos a hablar de sus cosillas. En fin, todo esto para decir que, aunque sabiéndome también de esa raza casi extinta de los compradores de discos que, además, gustan de sentarse con un buen six-pack (o dos) a degustarlos de punta a cabo al llegar a casa, no es menos cierto que, al contrario de Will, yo sí gasto de eso, de iPad, que el que sigo usando es un ejemplar de aquel entonces, hoy ya casi pieza de arqueología, y que ha sido gracias a la teoría del caos y a la escucha del modo aleatorio (para mí, todo esto, pura brujería), me asaltó de repente la canción «Breaking the Bread», que llevaba sin escuchar cuatro o cinco años, después de haberla fatigado como si fuese mi mejor caballo en la época en que salió este Spirit of Minnie. Así que el iPad, de vez en cuando, depara estas sorpresas. Fue como un disparo a bocajarro. Y ahora me ha vuelto a dar la venada, claro. Y estoy volviendo a extenuar la canción como en los primeros días, aunque ni la canción ni yo seamos ya, ni por asomo, los mismos (hemos coleccionado mudanzas, entierros, traiciones, nacimientos, despedidas, nuevos asombros, nuevas promesas…, vamos, lo que vienen siendo las peripecias habituales de la vida de cualquier terópodo dromeosáurido, a estas alturas de siglo). Y he vuelto a rescatar los discos de Will Varley (este que hoy reseñamos, quizá por ser el primero que escuché, es mi preferido, también porque incluye esta canción que se me quedó pinchada para siempre por ahí dentro y que, en efecto, si alguien me distrajese ahora el iPod del bolsillo —en el caso de que supiera lo que es y no lo mirara como un adolescente de hoy impávido ante un teléfono de disco—, encontraría «Breaking the Bread» no solo como la última canción escuchada, sino como la canción más escuchada en los últimos siete días, casi de un modo obsesivo). En este álbum, Will Varley alcanzó la cumbre. Se había curtido en los garitos de folk de South London desde adolescente. Se había trasladado a Deal, la ciudad costera de Kent, por los alquileres baratos y los buenos pubs. Dos o tres open-mics a la semana. Ayudó a montar Smugglers Records con otros músicos independientes. Se recorrió, actuando, todas las tabernas de la campiña. Durmiendo en graneros, acampando junto a los canales y perpetrando bolos en los rincones de los pubs atestados. Baladas melancólicas y descorazonadoras, canciones furibundas de protesta, blues hablados con mucha guasa y chascarrillos entre canciones, interactuando con el respetable (eufemismo nada respetable, todo hay que decirlo, últimamente no hay nada menos respetable que el susodicho respetable, ni en las salas de conciertos ni en los cines). Entre tanto, novelas (el talento literario ya era palpable en sus letras; muy recomendable suscribirse a su Notes from the Zetland, accesible desde su página web, donde comparte historias y poesía: la antepenúltima entrada hasta ahora, la de los camellos de Texas, es oro puro), primeros álbumes e invitaciones para abrir conciertos de gente como Frank Turner, Billy Bragg, Valerie June, William Elliott Whitmore, Lincoln Durham, The Dead South y The Proclaimers. Y así hasta febrero de 2018, cuando salió y llegó a mis manos este Spirit of Minnie, su quinto álbum, ya con Xtra Mile Recordings, producido, nada menos, que por el legendario Cameron McVey (productor de Massive Attack y Portishead) y masterizado por Frank Arkwright en los Abbey Road Studios de Londres (primer álbum de Varley grabado con una banda completa). Y ese corte cuatro, «Breaking the Bread», que sigue poniéndome los pelos de punta y que estará ahí, en efecto, en el futuro, cuando el paisano de turno levante una piedra y encuentre ese fósil, y lo haga funcionar: «Marry me, beneath the trees, my mother brought to bloom / And we'll see how far the circle goes around the old statue / And when each angle has been seen and there's nothing to be said / They'll find us nestled on the stone, waking the dead». Los viejos tratados digitalizados le informarán que se llamaba iPod. Los huesos de alrededor, los de uno que escuchaba canciones (y que, para más inri, escribía un blog de música, especie más rara no se conocía, normal que se extinguiera, y muy bien extinguida: en eso andamos).

THE STEEL WOODS

On Your Time

(Woods Music & Thirty Tigers, 2023)

Quizá sea una jugarreta de la memoria, a la que a veces le da por pintar las cosas con tintes elegíacos, pero me viene ahora a la cabeza aquella entrevista que le hicieron a Wes Bayliss, cofundador y multi-instrumentista de los Steel Woods, en un Springfield, Missouri, más nuboso en el recuerdo de lo que probablemente fuera, hasta con sonido de viento de película de Fellini. Habían tocado en Iowa la noche anterior y se dirigían a la siguiente ciudad de la lista, fuese cual fuese, antes de poner rumbo a Key West para participar en un festival. Estaban con la gira promocional del All of Your Stones (2021), Jason «Rowdy» Cope había muerto en enero, muy joven, por complicaciones de la diabetes. El disco llegó a terminarlo. Era su testamento final. Estaba lleno de sus historias, era casi una disección de su alma. Bayliss, con el pasmo del superviviente, con el desarreglo de la repentina orfandad, bajo el cielo nuboso de Springfield, Missouri, reconocía que el disco estaba empapado de un sentimiento de redención, dolor y gratitud. Qué difícil girar sin él, sin el que había sido poco menos que su hermano, después de tantos kilómetros y peripecias juntos. A la vez un desgarro y una celebración. Tocar ahora, en cada concierto, su poderosa versión del «I Need You» de los Skynyrd, grabada por cabezonería de Cope, cobraba, sin él, una significación más profunda. Parecía, en efecto, una elegía. Quizá, después de aquello, los Steel Woods no podrían seguir, se disolverían o mutarían en nuevas encarnaciones. Pocas bandas resisten a la muerte de un líder (salvo contadas y gloriosas excepciones, pasan a formar parte de un subgénero muy pesaroso, limítrofe con la orquesta de versiones de fiesta de pueblo con alcaldía de puro, copa y casa verde; fenómenos de feria). La pérdida, el dolor y la rabia por una muerte tan repentina, en la cabeza de Bayliss, hacían que el cielo de Springfield, Missouri, fuese probablemente más nuboso de lo que realmente era (tanto o más como lo es ahora en mi memoria, donde incluso parece que está empezando a llover). Seguir adelante un poco por inercia, porque es lo que llevas haciendo toda la vida y no sabes hacer otra cosa, quizá sea la única opción, solo que ahora, claro, junto a un vacío descomunal que amenaza a cada instante con tragarte… Por eso, la aparición de este On Your Time, el primer disco de los Steel Woods sin el que fuese su carismático líder, es motivo de inmensa alegría. Al principio, una alegría ligeramente cauta, todo hay que decirlo. La pregunta, evidentemente, ronda un poco córvida, un poco buitre, por la cabeza de cualquiera que los haya seguido: ¿los Steel Woods, sin Cope, seguirían siendo los Steel Woods? Bayliss sabía que el deseo de Cope habría sido este mismo: seguir pisando el acelerador, no claudicar. Los temores desaparecen desde el primer corte. El motor sigue engrasado y en marcha. Se nota un cambio, es cierto, casi evolutivo, ya no es tanto el southern rock que tan demoledoramente conquistaron desde su irrupción en el panorama musical (ellos siempre decían que sus influencias más determinantes eran Willie Nelson, Waylon Jennings y Led Zeppelin), ahora se aproximan más al country de Stapleton o de su viejo amigo y cómplice Jamey Johnson (con quien Bayliss comparte los créditos del noveno corte, «Broken Down Dam»). El disco, al menos la mitad, es la continuación de la historia de una canción que formaba parte del primer álbum de los Steel Woods, «Uncle Lloyd». Reaparece ese personaje, una especie de versión nada idealizada del vagabundo romántico, casi icónico, que puebla la imaginería estadounidense («The Man From Everywhere»), un personaje (y una canción) que ni siquiera es de ellos, sino de Darrell Scott; pues bien, retoman sus desventuras y siguen diseccionando los viejos mitos fundacionales (en una reciente entrevista, sostiene Bayliss que está incapacitado para escribir canciones de fiesta: esto no es territorio tik-tok, nunca lo fue ni lo será nunca). A Darrell Scott le encantó la idea de recuperar al viejo Lloyd y, de hecho, participa con su steel guitar en dos temas (la coescrita con Jamey Johnson y la que da título al disco «On Your Time»). Aparte hay una versión de un tema de Gretchen Peters («You Don't Even Know Who I Am») y una espectacular versión del «Border Lord» de Kris Kristofferson que, al menos en esta casa, va a seguir sonando hasta que nos denuncie el vecino. Hoy Springfield, Missouri, ha vuelto a amanecer soleado.