EMMYLOU HARRIS & THE NASH RAMBLERS

Ramble in Music City

(Nonesuch Records, 2021)

Así, a bote pronto, sin tampoco darle muchas vueltas, está la noche del accidente en que nuestro lejano pariente homínido descubrió el fuego y se dejó el filete churruscadito por fuera pero bien tierno y sanguinolento por dentro (si es usted de hortalizas, sustituya el crimen por un puerro); también la mítica madrugada tormentosa en Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, la del 17 de junio de 1816, la del famoso año sin verano en que los Shelley y Lord Byron, con el servil Polidori, parieron, para entretenerse, sus respectivas pesadillas (ganó Mary por goleada); noches en que se desbarataron batallas cruciales o en que se resolvieron por fin pasiones largamente demoradas (que cada cual rememore la suya)…; en fin, no es cuestión de establecer aquí un ranking más o menos personal, más o menos íntimo, de noches memorables, la cosa va por barrios, me temo, pero de lo que no hay duda, se mire por donde se mire, quizá a la par que algunas noches míticas de Malasaña (ya hasta el recuerdo es pura arqueología, pero ¡quién nos viera en aquel entonces!), habría que situar en lo más alto la noche en la que Allen Reynolds (28 de septiembre de 1990) le dio al botón de «grabar» en el Tennessee Performing Arts Center de Nashville cuando Emmylou Harris salió al escenario con los Nash Ramblers y atacaron el «Roses in the snow» de Ruth Franks con que se inicia este fabuloso concierto. Bueno, aquí en realidad se solapan varias noches. Antes habría que señalar la noche de 1989 en que Emmylou, exhausta y con la garganta en carne viva, casi triturada físicamente tras quince años al frente de la Hot Band, decidió llamar a Sam Bush para formar una banda de bluegrass. Fue un poco como lo de Dylan con The Band, pero al revés. La noche memorable en que Dylan mandó a hacer puñetas a los folkies y metió la tralla eléctrica se mira en el espejo y se ve reflejada en aquella otra noche en la que Emmylou Harris decidió hacer lo propio pero, ya digo, dándole la vuelta, desenchufándose y lanzándose de lleno al barro de la música montañosa, un gesto por aquel entonces, igual de revolucionario que el del joven de Minnesota. Así surgieron los Nash Ramblers. Una banda llena de leyendas. El propio Sam Bush (violín y mandolina); Al Perkins (dobro y banjo); Larry Aramanuik, de Seatrain (percusión); Randy Stewart, por entonces con solo veintiún años y, por último, Roy Huskey, alias «The Heartbeat of America», con su bajo, sus puros y sus camisas de franela (el mote se lo endosó la propia Emmylou). Y las noches de todos aquellos meses de gira. Y la noche funesta en que se perdieron las cintas de aquella noche en concreto, la del 28 de septiembre. Y, por fin, la noche en la que James Austin, de Rhino Records, desenterró las grabaciones de lo que ya en el circuito se conocía como «el concierto perdido de Emmylou Harris», lo que para la propia Emmylou fue como encontrar una preciada fotografía que lleva extraviada tanto tiempo que hasta el instante capturado ha sido olvidado. Pero fue escuchar el primer acorde y los recuerdos empezaron a fluir. The Nash Ramblers. La primera gira. De vuelta en casa, en Nashville, en Tennessee. Ni una nota fuera de sitio. La máquina perfectamente engrasada. Pura magia. Mucho mejor que el concierto que grabarían siete meses más tarde en el Ryman Auditorium. Cinco años después, Emmylou tomaría otros rumbos (no menos deslumbrantes), pero esta grabación, rescatada milagrosamente del olvido, es felicidad en estado puro. Por aquí no solemos reseñar directos porque, salvo poquísimas excepciones (si bien es cierto que gloriosas), suelen ser discos de paso, puro funcionariado. Pero esta inesperada aparición, viste galas de acontecimiento arqueológico, de descubrimiento histórico, y no podíamos por menos que celebrarlo como se merece. Un poco como cuando el soldado Pierre-François Bouchard, durante la campaña francesa de Egipto, allá por 1799, se tropezara con la Piedra de Rosetta. Más o menos, es lo mismo. Habrá a quien le pueda parecer que exagero. No se lo tendré en cuenta. Entiendo que será porque no lo ha escuchado. Pobre. Yo tengo por seguro que este es uno de esos discos que, al final, cuando haya que rendir cuentas, nos absolverá como especie. No me cabe la menor duda. Hace unos días, mientras se discutía sobre cuál de los tres truños patrios merecía ir al Festival de los mojones europeos, se lo puse a mi sobrinita de tres años. En su reacción vi cifrado el futuro de todo esto que somos y del lugar al que pretendemos ir. Y se lo debemos a ella, a ella y a la noche en que agotada, casi rendida, marcó el número de Sam Bush en su teléfono. A veces basta con eso, con una llamada. Zweig lo habría metido en su libro, entre lo de Cicerón y lo de la conquista de Bizancio. Emmylou forever.

BLACKFOOT GYPSIES

Handle It

(Plowboy Records, 2015)

Ya ni siquiera se llaman así. Ahora se llaman DeeOhGee y en nada sacan nuevo disco; ya corretea por ahí su nuevo vídeo. No les ha dado un vahído y se han vuelto ñoños o modernos, no han recogido el cuarto, el espíritu de chatarreros sigue siendo el mismo. Una vez, cuando sacaron este Handle It que hoy rescatamos, le hicieron una entrevista por teléfono a Matthew Paige, cantante, guitarrista y violinista de la banda, y lo primero que hizo fue disculparse de antemano con el periodista por si notaba que se iba apagando a lo largo de la conversación, porque estaba tratando de no acojonar a las cabras de la granja que tienen sus padres en Oregón. Se conoce que quería resguardarse de la lluvia y se había metido en el cobertizo. Y a las cabras no les había hecho ni puta gracia. Lo sentía, pero la tranquilidad de sus cabras era mucho más importante que la entrevista. Y la banda suena un poco a eso, en efecto, a dar importancia a las cosas que verdaderamente importan (las cabras enojadas), no al postureo ni al qué dirán ni a salir bien en la foto. En esa misma entrevista explicó de dónde venía el título del álbum, Handle It, «apáñatelas». Era lo que les soltaba siempre el dueño del Mercury Lounge, un club de Tulsa. Al final, de tanto repetirlo, se les acabó pegando la muletilla y adoptaron ese mantra para todo: «es tu mierda, no te quejes, no llores, hazlo, apáñatelas». Apáñatelas o cáete y muere. Ese siempre ha sido el espíritu de esta banda de Nashville. Apañárselas con lo que se tiene más a mano. Sonido de incursión apache o, mejor dicho, de incursión blackfoot. De arramblar con todo lo que se pueda y salir corriendo. Música un poco también de campamento gitano que escapa en la madrugada. Música de bricolaje. Y todo grabado con los amplificadores mágicos de los estudios Fry Pharmacy, en Old Hickory, en un equipo que en su día perteneció al Grand Ole Opry. Con su primer disco se las apañaron como pudieron y se lo autoeditaron. Este, que fue el segundo, ya con Ollie Dog, el señor de Mississippi, a cargo de la armónica, se los sacó Plowboy Records, un sello local de Nashville. Y la gente empezó a escucharlos. Fueron al SXSW. Despegaron. Los Stones, Willie Nelson, Bob Dylan, Robert Johnson, Hank Williams, Muddy Waters y Steve Marriott… esa es la cacharrería que llevan detrás. Matthew dice que la canción que más veces ha escuchado en su vida es «Color of the Blues» de la primera época de George Jones. Porque cuando te sientes mal, te la pones y George Jones te escucha y te entiende. Mucha carretera a sus espaldas, claro. Pinchazos de neumáticos, falta de pasta, exceso de pasta, dolor, cansancio. Todo nutre. Su padre era muy aficionado a las tiendas de segunda mano, a tiendas como Goodwill, mucho outlet de cosas al peso, a noventa y nueve centavos el kilo, picotear de aquí y de allí, conseguir, por ejemplo, el jersey extravagante, loquísimo, que tu profesor de segundo grado tiró un día en Dillard's. Esos tesoros. De ahí esa estética a lo Jimmy Hendrix puesto de anfetas y desatado una tarde cualquiera en un mercadillo. Y con la música lo mismo. Increíblemente humildes y genuinamente majos, así los ha descrito la gente que se ha topado con ellos. Y unas bestias en vivo. Sucio, crudo y espontáneo. Practican el descuido, a falta de un término mejor para describirlo, como estética. Les gusta escuchar errores de vez en cuando. O mejor dicho: odian escuchar lo perfecto. La perfección es una mierda aburridísima. Y el aburrimiento es su peor enemigo. En parte por eso formaron la banda. Para huir del tedio. Charley Watts, que en gloria esté, solía decirlo. Cuando le preguntaban por cómo se le ocurrían esos rellenos, él decía siempre la verdad: fueron errores. Los Grateful Dead también eran expertos en saltarse partes de las letras de las canciones y en cagarla mucho. Cagarla jubilosamente. Ser un ente vivo, que respira (y defeca), como cualquier hijo de vecino. El blues es eso, el ruido que se hace cuando la cosa duele. Nada que ver con la perfección, con los afeites y los perfumes. Aquí cagamos todos. Esta música huele a bebidas derramadas y a cuerpo sudado. Música que palpita y que jadea. Música de darlo todo y arriesgarse, sin cálculo, sin estrategias seductoras. Hay un dicho que va con ellos y con la música que perpetran: o ganas o aprendes. Ellos han optado por lo segundo. Blues, swamp rock, country, old time rock and roll. Todo eso está ahí, desplegado sobre las alfombras de la venta de garaje (como en la que aparecen en la contra del disco). El caso es que, al final, estos cabrones se te meten en el corazón, así que mucho cuidado porque, a poco que te descuides, te lo desmantelan, lo dejan todo manga por hombro, amanece y acabas yéndote con el circo y mandando postales desde pueblos perdidos.

JOSEPH HUBER

The Suffering Stage

(Joseph Elliot Huber, 2017)

Joseph Huber viene de lejos. No es una nueva luminaria de esta mamonez fagocitada por los modernos que ha venido a denominarse con el término vergonzante de «americana» (en realidad, simplemente, country, como dejó muy bien dicho Tyler Childers, sin complejos ni tapujos) con el que parece que se pretenden enmascarar los remilgos y la turbación (pura mojigatería) que se siente al confesar que te gusta algo que hasta hace unos años no molaba ni era «cool» decir que te gustase. Joseph Huber no empezó en esto arropado por el prestigio que hoy día tiene la música de raíces en círculos en los que antes, en cuanto se oía un banjo o una mandolina, el ignorante de turno hacía un chiste o sentenciaba el tema con alguna frase ocurrente y despectiva que aludía a las costumbres de los palurdos y su música cateta (hoy todos esos a los que les repelía tanto aquello, se extasían cuando van al campo, plantan una semilla y les crece un tomate; y les empezó a «gustar», o a decir que les gustaba, Johnny Cash desde lo de Rick Rubin, claro es, y no dudan en vendérnoslo como si lo hubiesen descubierto ellos y llevaran escuchándolo toda la vida). El caso es que Joseph Huber, de haber empezado hoy y no venir de tan lejos (y de una ciudad industrial y tan poco campestre como Milwaukee, en el estado de Wisconsin, que muchos de los susodichos modernos no sabrían ni situar en un mapa), probablemente habría gozado de más popularidad y habría encajado mucho mejor en el entorno actual, tan saturado de esa cosa tan prestigiosa que es la «americana music» (por aquí nos gusta mucho decirlo en inglés, porque en España somos así –de petimetres–, señora). No. Lo de Joseph Huber viene de principios de los años ochenta, de cuando todo este entusiasmo era un «género», por llamarlo de alguna manera, aún emergente y, si no desconocido, sí al menos despreciado, como miembro fundador de la 357 String Band, un grupo que se adelantó a su tiempo, y luego ya con sus cinco discos en solitario (el que hoy reseñamos es el cuarto, de 2017, para mí su obra maestra) en los que siempre ejerce de cantante, compositor, multi-instrumentista (banjo, violín, mandolina, guitarra, percusión, armónica) técnico de grabación y productor de todo su material, para hacer lo que quiere y como quiere, sin interferencias ni concesiones a la moda, y sin el debido aseo que parecen exigir todas estas producciones impolutas que tanto abundan últimamente en las que se detecta al primer acorde el esfuerzo y el sudorcillo, la pestilencia, de intentar sonar auténticas. Por otro lado, el lirismo y la introspección de sus letras no ceden al gusto del contribuyente, el bluegrass y el country siempre han tenido un corazón triste (muchas veces impostado, puro lugar común), pero la tristeza de Huber tiene otras fuentes aparte del desamor y el sentimentalismo de lo rural, en él hay un malestar y una desesperación existencial más profunda, un dolor personal y político, un bluegrass de ciudad industrial, urbano, de acabar tu turno en la fábrica y gastarte el jornal en el bar e ir mañana a la huelga. Milwaukee, ciudad cervecera donde las haya, te da esa oportunidad de hundirte en el cieno casi en cada esquina (en eso es una ciudad muy acogedora para un español, un irlandés, un polaco o un alemán, que podrían coincidir perfectamente en la barra de cualquiera de esos bares como en uno de esos chistes). Música triste y enfadada pero que, al final, reconforta. Huber conserva la rabia de cuando de joven escuchaba a los Fear y a los Dead Kennedys, pero como decían los Two Cow Garage en aquella gloriosa canción, el punk rock al final, cuero y ruido, te deja solo y triste, asustado y desahuciado, y Joseph Huber supo encontrar a tiempo una vía de escape (en un salto que en realidad no le pareció tan grande) en los viejos maestros de las generaciones anteriores, gente como Earl Scruggs (hablando de punkies) y John Hartford, y en el descubrimiento un día de los Hackensaw Boys (con el entusiasmo de ver que había gente joven desempolvando los viejos armarios, la música del altillo). A lo que hay que sumar también una envidiable maestría artesanal a la hora de escribir, él, que en más de una ocasión se ha declarado como «el epítome de la indisciplina» (como todos los compositores, menos Guy Clark, como dice alguien por ahí con bastante precisión), es capaz de salirnos con un tema como el que da título a este disco, «The Suffering Stage», una de las canciones más bellas que el que esto suscribe ha podido encontrarse en su ya larga travesía (digamos mejor errancia) por la música de raíces, una canción llena de hallazgos felices, y no felices por alegres, sino por oportunos, acertados y eficaces, por su capacidad de conmover y sacudir, maestría de viejo escritor que no baja la guardia en ningún verso. «Sons of the Wandering», «Souls Without Maps», los títulos de la canciones lo dicen todo (y esconden granadas de mano).

GREG «STACKHOUSE» PREVOST

Songs For These Times

(Penniman Records, 2020)

En su tercer disco en solitario, mano a mano con Alex Patrick a la acústica, la national steel y el banjo (en compañía omnipresente de sus dos gatos, Fiona y Hazel) y la voz de Elizabeth O'Brien en el decimotercer corte («Splash 1»), Greg «Stackhouse» Prevost da un paso más hacia la total desnudez, se encierra en el estudio sin banda ni enchufes, y lo trae todo de vuelta a casa, en vivo. Y lo hace no solo homenajeando la cubierta del mítico disco de Dylan (Bringing It All Back Home), sino, con toda intención, en el esqueleto mismo de cada canción escogida, tanto en los cuatro temas propios, como en el resto. «Canciones para estos tiempos», dice. Para estos tiempos de canciones escuálidas y demasiada memez. Nada como volver a los orígenes. A la raíz de todo. Un disco de puro tuétano, sin mamarrachadas de chefs imberbes: al horno con un poco de sal y pimienta, ajo y tomillo si me apuras, y listo. Sin espumas ni gilipolleces químicas. El chaval que creció en Charlotte, un suburbio de Rochester, al norte del estado de Nueva York, y que oyó mucho surf y mucha invasión británica, recuerda especialmente haber visto de lejos, con tan solo diez añitos, desde la puerta de un bar (el Black Candle Cafe), una actuación de Son House allá por el 65, al que había llegado gracias a un comentario de Brian Jones que leyó en una revista. Fue su primer concierto. A través de los Stones, de los Kinks y de los Yardbirds, llegó a Chuck Berry, a Bo Diddley, a Muddy Waters y a Slim Harpo. A veces tiene que venir alguien de fuera para descubrirte quién eres y de dónde vienes. Por ese entonces se hace con su primera guitarra, una Audition, y su primer ampli, un Kingston de cuatro vatios. La primera canción que se aprende es «Satisfaction» («con una sola cuerda, por supuesto»). Infancia de rock and roll, coches, monstruos (Tales From The Crypt), ciencia ficción y béisbol. Quería ser Mickey Mantle, como todos los niños de los primeros años sesenta. Muy joven para ir a Vietnam, pero lo bastante mayor para enterarse de la movida. Leer Huckleberry Finn le cambia la vida. Libertad total y espontaneidad. Luego la siguiente oleada: Alice Cooper, Steppenwolf, MC5, Stooges, T.Rex, el glam, Bowie, los New York Dolls. Ver por primera vez a los Dolls le vuela la cabeza. En el 74 comienza a cantar y a tocar a lo Dylan, a lo Donovan o el primer Neil Young, cosas de Diddley, de Muddy Waters y de John Lee Hooker. Luego va formando parte de muchas bandas efímeras de garaje/punk/psicodelia, época en la que escribe su primera canción original, «Rejected At The High School Dance» que grabaría al frente de los Mean Red Spiders, una banda que tomó el nombre de una canción de Muddy Waters (todo lleva siempre de vuelta a las aguas lodosas del blues). Y así, dando tumbos, de periodista underground y coleccionista de discos, hasta formar a los míticos Chesterfield Kings. Desde entonces, cuarenta años de rock and roll, que se dice pronto. Y, de golpe y porrazo, este brutal Songs For These Times, y brutal por lo seco, por lo descarnado, por lo honesto y por el amor que transpira por todos sus poros. Como dice David Fricke, editor de la Rolling Stone, en el texto que acompaña al disco, en estas canciones intemporales (diez de ellas con más de medio siglo encima), hay historias, hay melodías, hay blues y hay espíritu. Y al final son canciones de resistencia, «desde los campos y las iglesias del Sur Profundo, pasando por el caos urbano y eléctrico», hasta esta radical desnudez. Puro embrujo. Canciones de Big Bill Broonzy, del Reverendo Gary Davis, de Lazy Lester y hasta alguna de dominio público. Incluso temas de Hoyt Axton, Arthur Lee y Roky Erickson. Cuarenta años de carretera y vuelta a casa. El disco, que nos trae la buena gente de Mean Disposition Records (Barcelona), viene con la vieja advertencia impresa en la página de créditos: «Play This Album Loud» (yo habría añadido un fucking para el loud, como cuando Dylan con The Band). Y, de verdad, hacedlo. Ni lo dudéis. La producción, en efecto, es paupérrima. «Dale al record y tira p’alante». Da la impresión de que en cualquier momento van a oírse los carraspeos del abuelo, que estará preparando anzuelos al fondo. Pero en esa aparente precariedad reside precisamente todo su encanto. Es rotundo y es auténtico. Parece que están tocando en nuestro salón, que han venido a beberse nuestras cervezas. Sí, claro, qué más quisiéramos, pero oye, suena exactamente a eso, y como muy bien sabe la gente que nos conoce, ¡será por cervezas! El salón es vuestro.

NOAH HARRIS

Patient Heart

(Self Released, 2021)

Toparnos recién iniciado el año con Noah Harris ha sido una bendición. Envejecemos, nos encorvamos, nos duelen cosas que nunca nos habían dolido, muere gente que nos venía acompañando desde siempre (2021 ha sido un año especialmente homicida) pero, por suerte, continúan surgiendo voces que toman el relevo de los caídos y perpetúan el legado de los viejos trovadores. «Piel nueva para la vieja ceremonia», como rezaba el título de aquel disco de Leonard Cohen cuya cubierta fue censurada por estas latitudes con un ala postiza pues por mucho que la imagen estuviera sacada del Rosarium philosophorum, tratado alquímico de 1555, una cosa más bien inofensiva y de una candidez casi anodina, en la España del 74, ese andrajo de país que aun en su senilidad se dedicaba a asesinar a anarquistas, enseguida salió el gendarme de turno y «ni hieros gamos ni coniunctio oppositorum ni Cristo que lo fundó, eso de ahí son dos ángeles follando y ahora mismo va usted y me lo cubre»… Pero hablábamos del relevo (perdón por la digresión). De las nuevas voces que no dejan de manar del caudaloso manantial de la música folk estadounidense, la música de la gente, la música del terruño. Noah nació en Tolono, un pequeño pueblo agrícola del centro oriental de Illinois, en pleno cinturón del maíz, con radios encendidas y música country & western sonando a todas horas. El pueblo de su padre y del padre de su padre. Guitarras y canciones heredadas. Zona rural de clase trabajadora. Del hielo a la humedad y todo lo que pasa entre medias. Uñas sucias. Intemperie dura y espacios abiertos. Cuando el niño cumple diez años la familia se muda a la cercana ciudad universitaria de Champaign-Urbana y, tras cursar secundaria, Noah toma las de Villadiego y no para quieto, se recorre todo el Medio Oeste hasta recalar un buen día en Chicago. Allí conoce a una dulce pintora llamada Madison Turner, tejana para más señas (y para más saña), con la que se casa y acaba mudándose a San Antonio. Mientras tanto, mucha música. Él confiesa su predilección por los cantautores confesionales. El territorio del country y el folk está plagado de esa especie (es su especie autóctona, de hecho, su depredador natural). Y, claro, una vez en Texas no puede evitar sentirse atraído por la luminosa tríada de Townes Van Zandt, Guy Clark y Blaze Foley. También, por supuesto, aunque estos le venían ya, como quien dice, de fábrica, Willie, Waylon y Kris. Y, escarbando un poco más, Roger Miller y Lightin' Hopkins. Y tantos otros que sería enojoso enumerar aquí. La cosa es que encuentra en ellos un sentimiento de apoyo y de pertenencia. Esa es la música que él desea acometer. Le basta con tener a mano un par de bares acogedores (concretamente, el Lowcountry, en el Southtown de San Antonio, y el Lonesome Rose, «el honky tonk más antiguo de la franja de St. Mary», dirigido, entre otros, por el gran Garrett T. Capps) en los que poder tocar, con su banda o en solitario, y sentirse como en casa. Y gente que entienda lo que haces. Que asienta cuando cantes. Canciones tristes, casi siempre, heridas de nostalgia. Canciones sobre él, su ranchito y su familia. Sobre el lugar que pisan, los caballos que cuidan, los campos que cultivan. El ganado. Canciones domésticas, al más puro estilo Guy Clark, canciones que nunca caerán en saco roto porque hablan de esa cosa tan universal que eres tú mismo y ningún otro. Una canción sobre un vestido blanco; una versión del «Cry Stampede» que en su día inmortalizaron Marty Robbins y Johnny Cash, entre cien mil artistas más; canciones sobre la ciudad que lo acogió tan cálidamente («Here In San Antone»), sobre su hijo («Cowboy Song», una especie de carta dirigida al futuro acerca de cómo mantener la cabeza bien alta en tiempos adversos, de insistir aunque el mundo se desmorone, interpretada como una de esas viejas canciones de vaqueros que le canta a modo de nana cada noche, mientras ven películas del Oeste que nunca terminan, hasta que se queda dormido); sobre el bebé que viene («To be Honest») o la niña que ya está, («Billie Townes», el nombre lo dice todo). Muchas de sus canciones, se da cuenta él mismo cada vez que se para a pensarlo, son apologías de las mujeres cruciales de su vida. Su música es al final un diario íntimo. Ahora existe físicamente una colección de entradas de ese diario en formato disco, este emocionante Patient Heart que hoy reseñamos, pero el diario se sigue escribiendo día a día. Su perfil de Instagram es una auténtica gozada. Nos invita a su casa y cada pocos días nos regala canciones nuevas, propias o ajenas. Fabulosas versiones de temas tradicionales («I Ride An Old Paint», por ejemplo, que lo cante quien lo cante, ya sea Cisco Houston, Ramblin’ Jack Elliot, Loudon Wainwright III o tu tía Perica, a mí siempre me pone los pelos de punta), de temas de Townes Van Zandt, Guy Clark, Merle Haggard, Gillian Welch, John Prine, Tex Owens, Gene Autry, incluso nos lanza a bocajarro una maravillosa versión de «Poncho», de mi querido Mike Beck (maldita sea, ahora que asoma febrero y que sé que no volveré a Elko, ¡cómo te echo de menos viejo santo bohemio!). Guitarras, percusión y un acordeón en un par de temas. No hace falta más. No hay delirios de grandeza. Solo música pegada a la tierra. Generosa y feraz.

B.W. STEVENSON

My Maria & Calabasas

(Reissue, Vocalion, 2020)

He estado barajando cuatro o cinco opciones para empezar el blog de este año. No me decidía, tenía que ser algo especial. Al final lo he visto claro. La historia es que llevaba muchos años detrás de estos dos discos. En 2020 la buena gente de Vocalion sacó en Inglaterra esta edición remasterizada de My Maria y Calabasas en un solo CD y, sin duda, fue mi adquisición más preciada del año vencido. Por fin los tenía en mis manos. El texano Louis Charles Stevenson, alias B.W., (por «buck wheat», esto es «trigo sarraceno») es uno de los nuestros. Murió joven, demasiado joven, a los treinta y ocho años, el 28 de abril de 1988, a causa de una infección provocada tras una intervención a corazón abierto. La mala suerte lo acabó convirtiendo en una parca nota a pie de página de lo que algunos han dado en calificar de «country progresivo». La verdad es que no podemos negar la atracción que sentimos por estos personajes marginales. La mala suerte, el malditismo y el olvido. Gente que ardió por un instante para luego desaparecer y hundirse irremisiblemente en la oscuridad. Se enteraron muy pocos, a pesar de haber militado en un par de sellos importantes (en la época en la que eso aún significaba algo), para empezar nada menos que en RCA Records. El dato que le sobrevivió fue el de que pudo haber sido, tras el éxito obtenido por estos dos álbumes, el tercero y el cuarto (del 73 y del 74 respectivamente), el protagonista del capítulo piloto del hoy célebre Austin City Limits (el 13 de octubre de 1974). El caso es que la calidad del sonido se consideró demasiado pobre para la retransmisión y al final fue sustituido, al día siguiente, por Willie Nelson, que le arrebató el honor de esa efeméride. A partir de entonces todo sería caída. La escena musical de Texas en los años setenta era salvaje y fascinante. Lo que hubiéramos dado por haber estado allí. Ni la Atenas clásica, ni la Rusia del zar, ni los felices años veinte…, si nos diesen a elegir un momento de la Historia que nos hubiera gustado frecuentar, por aquí no lo dudaríamos ni un segundo: Austin, Texas, años setenta, cuando el tradicionalismo del country de Nashville empezó a mezclarse con sonidos más radicales y sofisticados, influencias de la Costa Oeste incluidas. Y apurando aún más el espacio de ese sueño imposible: entre la avenida Red River y la avenida South Congress. En esa época, en la calle Sexta había más de cien bares y clubes en los que había cada noche actuaciones en vivo. Willie Nelson, Waylon Jennings, Guy Clark, Townes Van Zandt, Jerry Jeff Walker, Joe Ely, Butch Hancock y, entre esa fauna gloriosa, fatigando las carreteras del Estado de la Estrella Solitaria, yendo y viniendo entre Houston, Dallas, Fort Worth, San Antonio, Corpus Christi, Lubbock y Selma, el bueno de Louis Charles Stevenson, «el hombre que pudo reinar». Siete álbumes en ocho años y ni rastro de él en las tiendas de discos (no digamos ya en las emisoras de radio) treinta años después de su muerte. Nació en un suburbio de Dallas, Oak Cliff, allá por 1949, y militó en un grupo muy polvoriento de rock adolescente que se llamaba Us. El misterio rodea su adolescencia y su juventud. Se sabe que le echaron del instituto y que se alistó en las Fuerzas Aéreas antes de aparecer en Austin en 1970. Sus actuaciones en bares llamaron la atención de los cazatalentos de RCA. Entre el circuito llegó a conocérsele como «La Voz». El sello lo contrató al instante. Dos primeros álbumes, muy adscritos al «mainstream», con producciones de las de tirar la casa por la ventana (una lástima), que al final no vendieron lo previsto, por lo que el sello decidió echar un poco el freno, permitiendo así que Stevenson regresara a los sonidos más rústicos con los que se sentía como pez en el agua. Y así, con bajo presupuesto y ya con las esperanzas algo mermadas, grabó estas dos obras maestras. A puntito estuvo de ser Mike Nesmith, salido de The Monkees y convertido por aquel entonces en productor de la periferia del country rock, el que se hiciera cargo de él en ese momento de desencanto, pero el sello quiso agarrarlo y gastar un par de balas más, por si sonaba la flauta. Solo nos queda soñar con lo que pudo haber sido. La producción pecó de ciertas concesiones pensadas para facilitar su transmisión en la radio, sonidos de sensibilidad comercial, armonías y coros pegadizos, excesiva instrumentación… Pero la base es sublime. Se identifica lo que Terry Stauton calificaría en las notas de la presente reedición como «el tono sepia del sonido Americana más casero de sus contemporáneos». Allí estaba el sonido de Gram Parsons y de James Taylor. En Calabasas se escuchan las voces de Linda Ronstadt, Andrew Gold y Kim Carnes. Nunca sonó mejor. Todos los críticos se mostraron de acuerdo. Ese año una reseña de Billboard lo sitúo entre lo más notable de la semana, por encima de Elvis Presley, Paul Simon y Gladys Knight. Todo parecía que iba a explotar. Se le organizó una macro-gira por Estados Unidos y Canadá. Pero la cosa no fue bien. Stevenson empezó a sentirse incómodo lejos de su terruño. Al volver de la gira, RCA no le renovó el contrato. Lo pillaron entonces los buitres de Warner Brothers, pero los dos discos que grabó con ellos fueron un fracaso. Desde entonces se dedicó a dar pequeños conciertos en los bares de Texas. Hasta que un día, demasiado pronto, se apagó. En 1990 salió un recopilatorio póstumo de material inédito que incluía un dúo con Willie Nelson («Rainbow Down The Road»), lo que llevó a un tímido rebrote de su popularidad y a que se estableciese un certamen anual de cantautores que lleva su nombre y que se sigue celebrando hasta hoy en el Poor David's Pub, el mítico bar de Dallas donde B.W. perpetró muchas de sus mejores actuaciones. Willie Nelson le devolvía el relevo. Esta reedición es un acto de justicia y, para nosotros, un lingotazo de pura felicidad. No se me ocurre mejor manera de empezar el año. ¡Volumen a 11 y al lío!

PILGRIM

No Offense, Nevermind, Sorry

(Horton Records, 2021)

Pues aquí estamos de nuevo, «back to Tulsa», como cuando los Cross Canadian Ragweed grabaron aquel fantástico directo, allá por 2006, en el histórico Cain's Ballroom (no saben «ná» los de Yukon) que tan importante papel desempeñaría (el garito, no el directo de Cody Canada) en el desarrollo del western swing en la época en que Bob Wills y los Texas Playboys, hace ya casi un siglo, que se dice pronto, grababan allí su programa de música en directo para la emisora KVOO. Pues así, tal cual, para concluir el segundo año que vivimos peligrosamente, volvemos una vez más a Tulsa, territorio que cualquiera que siga con más o menos asiduidad este blog sabrá que solemos frecuentar. Porque algo debe haber en Oklahoma, eso está claro. Oklahoma es a la música folk estadounidense lo que Andalucía, Extremadura o Murcia al flamenco, para entendernos. Será cosa del viento, del polvo o de la canalización de las aguas pluviales y residuales, habría que verlo. Será el fantasma de Guthrie o de Tom Joad (valga la redundancia). O todo el tabaco que se fumó JJ Cale en sus calles y en sus fondas, también pudiera ser. Vaya usted a saber. Alguien más cualificado que yo, con titulación y posibles, debería ir hasta allí y estudiarlo sobre el terreno, llevarse cuatro o cinco aparatos muy vistosos y ponerse a medir cosas por el paisaje, porque lo que de allí sale anualmente no es ni medio normal. Por ejemplo, ahora, este segundo álbum de Pilgrim, la banda de Beau Roberson, en la que también milita otro okie de postín que ya asomó por aquí el hocico con su primer disco, John Fullbright, a cargo en esta ocasión de los teclados, el acordeón, la armónica y las voces. Un disco grabado, además, en el antiguo estudio Paradise de Leon Russell, en Grand Lake, Tía Juana, Oklahoma, en el que si inhalas fuerte seguro que aún se te tienen que contagiar vigores innombrables (¡lo que no habrán visto y padecido esas paredes!). Beau empezó a tocar la guitarra a los catorce años, el día que encontró una en la casa de su abuela en Pampa, Texas. Jamás tomó clases. Se encerró en su habitación y aprendió a tocar a lo vivo. Su madre era profesora de piano, que al final todo suma, y cantaba mucho por Aretha Franklin y por Willie Nelson, que son como las soleares y las seguiriyas de allí, como quien dice. Los primeros CDs que se compró fueron dos recopilatorios baratos de Grandes Éxitos, uno de Dylan y otro de War. Teniendo en cuenta que Beau tiene ahora 37 años (¡qué ordinariez!), y poniendo que se comprara esos CDs en aquel entonces, eso nos situaría, más o menos, en el año 2000; las matemáticas no son mi fuerte pero, año arriba año abajo, un chaval de Oklahoma, jodido como tiene que estarlo cualquier chaval que crezca entre las Grandes Llanuras y las Tierras Altas, bajo condiciones meteorológicas adversas, comprándose un disco de Dylan o de la banda de Eric Burdon en esa época en la que ya casi toda la industria se ha ido al carajo y todo empieza a ser ya cosa de viejos carcamales, es, sin duda, un acontecimiento conmovedor, yo diría incluso que hasta ligeramente perturbador (y es que algo debe de haber en el agua, ya digo, insisto en que habría que tomar muestras, está claro que algo raro mana de sus fuentes). Los ingredientes de las canciones de Pilgrim son los habituales del menú, el guiso no cambia (para qué hacer espuma de tortilla de patatas, ande, quite, déjese de mamarrachadas): redención, traición, amor y pérdida (una mezcla de blues, soul, booggie y country rock, «americana» para los de pocas o muy justitas entendederas). Y mucha barra de bar para lamentarse, mucha oscuridad con hedor a cerveza derramada ayer (a tabacazo ya no, ya la guerra de la noche del sábado hace tiempo que no es lo que era) desde la que resulta muy difícil ver la luz (ni falta que hace, por otro lado), como en el tema que abre el álbum, en efecto, «Darkness Of The Bar». El vídeo de la canción se grabó, como no podía ser de otra manera, en dos garitos de Tulsa, The Vanguard y The Mercury Lounge, y en este último tocan los Pilgrim todas las semanas, lo digo por si os dejáis caer por allí, que no es mal plan, ya os advierto. Sin ánimo de ofender, no importa, lo siento, sin duda un buen título para un álbum que suena a lo que le da la gana y que se disculpa si ofende, aunque en el fondo se la suda bastante (hasta se marca una versión de «Katie», del canadiense Fred Eaglesmith, el cantor de los coches, la vida rural, los personajes deprimidos, el amor perdido y la gente más extravagante que te puedas echar a la cara, que aun no siendo de sus mejores temas, es de por sí una insobornable declaración de principios al tiempo que una bonita peineta a lo Cash para la radio-fórmula, esa defecación que expele tu radio todos los días, da igual lo que fatigues los dedos en el dial). La cosa viene avalada además por Horton Records, la organización sin ánimo de lucro que apoya a los artistas de Oklahoma y que en su día se sacó de la manga aquel fabuloso y ecléctico (palabreja un tanto hedionda con la que suele autocalificarse la gente que apenas escucha música y rara vez compra un disco) Back To Paradise: A Tulsa Tribute To Okie Music, álbum con el que conocimos a tantísimos artistas memorables y para el que, por cierto, se recuperó felizmente el ya mentado estudio Paradise de Leon Russell, «el palacio del lago», que llevaba desde el 78 clausurado. Agua, viento, polvo y fantasmas. Si no, ya digo, no se explica.

JIM KEAVENY

Out Of Time

(Self Released, 2014)

Compruebo con desagrado que aún no hemos hablado por aquí del gran Jim Keaveny, y ya va siendo hora de enmendar un olvido tan flagrante. Cualquiera de sus seis discos podría valernos de excusa, y si elijo este, Out Of Time, es por el título, que define muy bien lo que viene cantando y haciendo desde su primer álbum, These Old Things (2000): retratar un mundo que desaparece, un mundo al que se llega siempre tarde, fuera de tiempo, fuera de plazo, pero que con sus canciones, de alguna manera, intenta atrapar y conservar, como en un pedazo de ámbar. Retratar lo intemporal, al igual que hiciera el que siempre ha considerado su mentor, Woody Guthrie, o el que fuera el mejor pupilo del viejo Okie (con permiso de Dylan, que vendría luego), aquel niño que quiso escaparse un día de New Jersey con los payasos y los vaqueros del circo, el trovador casi inasible (porque siempre se está yendo) con el que, en mi imaginación, emparejo siempre a Keaveny, el legendario Ramblin' Jack Elliott. Ahí está esa misma necesidad de vagar, de vagar y de perderse, de sentirse en casa solo fuera de casa, a cielo abierto, a la intemperie, en el camino. Exactamente lo que describía Bruce Chatwin en Los trazos de la canción al hablar de los aborígenes australianos que identifican en el territorio una partitura que se interpreta al caminar. También he de reconocer que he elegido este disco, su quinto álbum, por razones meramente sentimentales. Me lo firmó en su día. Lleva su estampa: «Mucho gusto, Javier». Un honor, viejo vagabundo. En el paquete, junto al cd, había arena de Texas, concretamente de Terlingua, de ese mismo desierto que se come sus guitarras, según cuenta en ese breve documental que se puede ver en YouTube (The Key of Keaveny) en el que nos muestra su pequeño rancho, una casa que tardó seis años en construir con sus propias manos, plantada en mitad de diez acres remotos, lejos de cualquier sitio, sirviéndose de energía solar y bebiendo lluvia. Out Of Time es, de hecho, el primer disco que surgió de esas soledades. Posee el extraño encantamiento del desierto. Canciones como matojos rodantes… El camino ha sido largo hasta recabar en el secarral, más una especie de campamento base, de punto de partida para emprender nuevas travesías. Nacido y criado a orillas del Missouri, en Bismarck, la segunda ciudad más grande de Dakota del Norte después de Fargo, para que os hagáis una idea. Mirahacii arumaaguash, «el lugar de los altos sauces», según los indios Hidatsa. Nieve y nihilismo. Ocho hermanos tomando lecciones de piano clásico. Parece ser que Mozart era para su madre lo mismo que Jimmy Hendrix para él y su amigos. Luego la consabida banda de ruido y enfado con el mundo, The Rogues, con un par de colegas, para lograr que la adolescencia sea un planeta un pelín más habitable. Apenas un semestre en la universidad para descubrir que las aulas no son su sitio y, definitivamente, desoyendo consejos y advertencias, la carretera (el mito fundacional de la nación). Sobrevivir prácticamente con nada y ver el país con la única compañía de su armónica y su guitarra. Sin colchón hipster a lo Thoreau de baratillo ni red de trapecista. Saltando al vacío. Mucho autoestop y furgones de trenes de mercancías con destino a Oregón para ver qué le depara el camino. En el 92 aún se podía (y aún hoy se puede si no hay tu tía, y si no que se lo pregunten a Benjamin Tod, ese perro callejero con vocación de extraviado del que ya hemos hablado por aquí en alguna ocasión). Jim siempre ha mantenido que la gente no hace lo que quiere, sino lo que tiene que hacer, lo que no le queda más remedio que hacer porque de lo contrario se asfixia y puede acabar rellenando formularios en una oficina, de nueve a cinco. No es tanto una cuestión de deseo como de urgente necesidad. «Fueron los mejores años de mi vida. Conocí a algunos de mis mejores amigos y sentí que me estaba encontrando a mí mismo: mentes afines, guitarra, viajes y poesía». Ejerció de pescador, de lavaplatos, de cocinero, de plantador de árboles, de bombero, de conserje, de encargado del mantenimiento de un cementerio, de cervecero y de carpintero. Y, de tanto en tanto, un pequeño parón para grabar un disco. Para dejar una muesca en su culata. Mucha actuación en la calle y en garitos. Hasta llegar así a este primer disco del desierto del que alguien ha dicho por ahí que «suena como si Bob Dylan hubiese arrastrado a The War in Drugs a ritmo de patadas y aullidos por la América del Dust Bowl en un coche lleno de narcóticos cedidos por Hunter S. Thompson en un viaje alucinante por carretera con escala en Tijuana, Nashville, Lubbock, Bakersfield y, por último, en las montañas Catskill para recoger a nuestros buenos amigos, los hermanos Felice». Un disco apabullante. Casi se pueden oír los coyotes. Polvo, alacranes, viento y las campanillas del carrillón del porche anunciando tormenta seca entre osamentas carcomidas. Música de guitarra mordida por el desierto.

MOOT DAVIS

Goin' In Hot

(Crow Town Records, 2014)

A la espera de que nos lleguen hoy, o si no mañana, o sabe Dios cuándo, que con esto del trasiego de las Navidades nunca se acierta, el Hierarchy of Crows y el Seven Cities of Gold, su penúltimo y su último disco, rescatamos hoy el anterior, el antepenúltimo, el disco con el que lo conocimos y nos lo gozamos, el disco que, siguiendo el rastro, como siempre hacemos, porque nunca nos falla y lleva años descubriéndonos vetas de lo más suculentas, del gran Kenny Vaughan, personaje habitual de estas arrebatadas semblanzas, que aquí no solo produce sino que también presta su gloriosa guitarra, suerte de rey Midas con todo lo que toca, siguiendo su pista, decía, dimos con esta joya que, allá por 2014, nos revolucionó el cotarro. Desde entonces le tenemos mucha fe al bueno de Moot Davis, claro es. Y es que el tipo no puede tener más clase. Aquí, en el Goin' In Hot, con fotografía de cubierta de otro inmenso habitual de estas reseñas, Joshua Black Wilkins, ante cuya cámara ha pasado lo más granado de la música estadounidense de raíces (si él no te ha retratado, poco menos, no existes), aquí, decía, Moot Davis aparece con su elegancia acostumbrada, a lo Gram Parsons, con su traje Nudie de «rhinestone cowboy», toda una declaración de principios: «esto es country y puro sonido Bakersfield, así que si Dwight Yoakam y el gran Padrino, Buck Owens, no son de tu agrado, por aquí ni te acerques, porque estás molestando». Davis nació a un par de manzanas de la prisión estatal de Trenton y eso, quieras que no, deja su impronta. Empezó como actor de teatro, viajando incansablemente por Estados Unidos y por Europa. Lo de las canciones le viene de entonces, de tener que entretenerse y matar el tiempo con algo entre ensayos. Luego editaría un primer disco (Moot Davis, 2003) y empezarían a aparecer canciones suyas en algunas películas como Crash y Las colinas tienen ojos. Y ya no habría vuelta atrás. La que tuvo un papel determinante en todo esto fue Rosie Flores, bendita sea, que estaba de gira por el noreste y coincidió con Davis en el programa de radio «Heartlands Hayride» de la WDVR. Lo oyó y lo convenció para mudarse a Nashville y aparcar su «viaje a ninguna parte». Al cabo de un par de semanas, Moot cruzaba el río Cumberland. Y allí, en «la ciudad de la música», fue donde de verdad se curtió en el oficio de «crooner con alma country», acumulando noches y más noches de heartaches y honky-tonk en el Lower Broadway de Nashville, antes de meter por fin cabeza en el legendario Tootsie's Orchid Lounge. En ese momento, Rosie volvería a ser decisiva. Gracias a ella lograría firmar su primer contrato discográfico. La historia es que se reencuentran en el Tootsie's, ella se lo lleva de telonero en su siguiente gira, Boots le muestra en algún momento unas mezclas preliminares del disco que está perpetrando, Rosie le envía las melodías a Pete Anderson, el famoso productor y guitarrista de Dwight Yoakam y, en menos de lo que canta un gallo, Davis está cogiendo un avión con rumbo a Hollywood para grabar sus dos primeros álbumes en Little Dog Records, el sello de Pete Anderson. Luego Boot Davis crearía su propia discográfica y comenzaría su colaboración con Kenny Vaughan, que le produjo el Man About Town en 2012 y este Goin’ In Hot que hoy destacamos, nuestro favorito, sin duda (en espera de escuchar los que, con un poco de suerte o de magia negra, nos llegarán hoy o mañana, con impuesto añadido de aduanas y de Correos por la molestia, ya son ganas, para lo cual aprovecho y me cago en la puta estampa de la Agencia Tributaria, porque ahí sí que nos están jodiendo pero bien jodidos a los que todavía cometemos la imprudencia de comprar directamente a los artistas, rara especie en extinción inducida –la de los artistas y la nuestra–). Y ya solo añadir que en este guiso que hoy os damos a probar hay de todo lo que nos gusta. Pedal steel para sus buenos valses country, dobro para subrayar la soledad y la pena, humor de «reír-por-no-llorar» a lo Haggard & Nelson (el disco siguió a una ruptura sentimental, y eso siempre da empaque) y, la guinda del pastel, la voz de Nikki Lane, antes de dispararse y llegar a ser la fantástica estrella que hoy es, en el tema «Hurtin' For Real», un dúo que evoca los exquisitos diálogos de Johnny y June. Y todo, además, sin impostura retro. Todo vivo y muy auténtico. Y de milagro, porque, por lo visto, el estudio donde se grabaron estas trece canciones se incendió cuando ya estaba todo en lata, mezclado y listo para salir a la fábrica, pero el disco duro del ordenador fue de lo poco que se salvó y gracias a esa chiripa aquí lo tenemos. Lo que me permite, para acabar de rematar la jugada, citar de nuevo (siempre que puedo, lo cuelo y me quedo tan ancho, para mí es como el «imperio austrohúngaro» de Berlanga), el título de uno de mis libros favoritos de todos los tiempos, y dejarlo todo recogido y bien ventilado antes de salir de la reseña: «música para corazones incendiados». Pues justo eso.

MARK GERMINO

Midnight Carnival

(Red Parlor Records, 2021)

Digamos que Mark Germino lee latines de corrido, valga por decir que es un viejo zorro en estas lides, y la espera de veinticinco años (porque no contamos el Atomic Caldlestick de 2006, del que solo existieron cien copias que se distribuyeron entre amigos y aficionados persistentes, poco menos que psicóticos –y bien que me jode no haber sido uno de ellos, porque por lo de psicótico y persistente les ganaba de mano, que voy bien servido–), nada menos que veinticinco años, se dice pronto, desde el fastuoso Rank & File que tanto nos acompañó en aquellos finales de los noventa tan confusos en los que algunos dejamos de escuchar muchas cosas que ya no hablaban de nosotros mismos (aunque las sigamos escuchando ahora de vez en cuando con cierta gratitud nostálgica, porque de algún modo siguen hablándonos de aquella gente extraña que, en efecto, fuimos), la espera, digo, cuando ya lo dábamos por perdido, ha merecido la pena. El caso es que en ningún momento se mantuvo ocioso. Lo hemos sabido luego. Gente de la talla de Vince Gill, Johnny Cash, Emmylou Harris, Loretta Lynn, John Anderson o los Burrito Brothers Deluxe, entre otros, fueron llamando a su puerta para para nutrir sus álbumes a lo largo de los años. Así que cuando él mismo cuenta que el destino y las circunstancias lo situaron fuera del negocio musical, la cosa tiene su matiz. Eso sí, pudo criar a su hijo con más atención y acabó escribiendo, aparte de un sinfín de canciones, tres novelas (inéditas) y un libro de poesía. Y él estaba así muy bien, a lo suyo, lejos del mundanal ruido, cuando un buen día el gran Kenny Vaughn (nuestro guitarrista de cabecera), junto al multi-instrumentista Michael Webb (de Poco) y Brandon Bell (director del estudio Southern Ground de Zac Brown, en Nashville, e ingeniero de los Steep Canyon Rangers, Sarah Jarosz, las Highwomen, los Foo Fighters, Brandi Carlile, Alison Krauss, Miranda Lambert, los Blackberry Smoke y muchos más, pero ya me callo porque luego me vienen con que si abuso), deciden convencerlo para pasarse un día con Tom Comet (bajista de Webb Wilder) y el batería Rick Lonow (de Ryan Bingham), por el susodicho estudio Southern Ground, en la esquina de la 17ª Avenida con MacGavock, allá el la zona alta del Music Row, para grabar un disco, algo a lo que él finalmente consiente aun pensando que se les ha ido la cabeza. Pero la cosa va muy en serio. Y la profundidad, el peso y el ingenio del que hace gala en estas catorce canciones, exprimidas durante años para eliminar la escoria (en palabras suyas: «exprimir la mierda») hacen de este «Carnaval de Medianoche» toda una experiencia. El álbum, como he leído por ahí, es de principio a fin un home run. No tiene desperdicio. Germino sigue siendo un enigma, en parte cantautor, en parte poeta y en parte novelista. Natural de Carolina del Norte, pero adoptado por Nashville allá por 1974, cuando empezó a actuar en los garitos por la noche mientras trabajaba de camionero por el día. A finales de los ochenta y principios de los noventa (cuando nosotros estábamos a pájaros, como quien dice) publicó tres discos en sellos importantes (los dos primeros en RCA, London Moon and Barnyard Remedies, del 86, y The Act of Being Ourselves, del 87), pero la cosa no cuajó. Y entonces, como ya dije al principio, después del disco que nos desvió (junto a los Cash de Rubin y algunos más) del camino que nos llevaba a la pena y al desencanto, desapareció de la noche a la mañana. Por eso su reaparición ha sido para nosotros no solo una sorpresa, sino un auténtico acontecimiento y, aunque probablemente sea una causa perdida, porque la gente está a otras cosas más coloridas, nos resistimos a que pase desapercibido y le damos cabida humildemente en este pequeño reducto, por si alguien pica y se le contagia el entusiasmo. Hay, sí, reminiscencias de John Hiatt y de Steve Earle, y hay, sin duda, y por ahí de nuevo el gancho que siempre nos pesca, mucha literatura, como en el tema, por citar solo uno, «Blessed Are The Ones», en el que reinterpreta las Bienaventuranzas sirviéndose de referencias a Shakespeare, a Rimbaud, a Rembrandt y a Judas para argumentar que ser un redomado cabrón no te niega el acceso a la gracia. Y como los grandes cabronazos irredentos que somos y que seguiremos siendo hasta que vengan a escupirnos en la tumba, porque de esto no se sale (y lo sabes), no podemos por más que estarle eternamente agradecidos. Latines de corrido, ya digo.

TK & THE HOLY KNOW-NOTHINGS

The Incredible Heat Machine

(Mama Bird Recording Co., 2021)

Lo de la sagrada o docta ignorancia con la que se autoproclama esta banda de beneméritos deslenguados tiene su guasa, porque anda que no saben los tíos jodíos. Saben más que los ratones coloraos, que se ve que tienen conocimiento y que saben latín (y yo diría que hasta cinco o seis lenguas muertas más, incluyendo el sánscrito y calculando por lo bajo) porque nunca se han dejado ver ni cazar, para lo que, sin duda, hay que ser más listo que un zorro. Y estos «sagrados ignorantes» de Taylor Kingman saben cosas, y saben todo lo que saben no porque lo hayan leído o les hayan contado, sino porque estuvieron allí y luego les sobraron arrestos para volver y cantarlo. Y ese «allí» del que hablo es la barra de un bar. Un bar en el que, probablemente, tú y yo también nos hayamos derribado más de una vez. Y de la barra de ese bar en el que ellos estuvieron (y del que quizá nunca se hayan marchado, ni quieran o puedan, como los personajes de El ángel exterminador) fluye toda su energía y su desdicha. El caso es que yo quería empezar esta reseña por el final, por la última canción, «Just The Right Amount», la canción de la justa medida, la canción de haber alcanzado, después de muchas cervezas y sinsabores, esas cotas de sabiduría vital y tabernaria de la que los Holy Know-Nothings hacen gala, una de las canciones más emotivas (para un servidor) de lo que va de año (y eso que ya estamos remontando diciembre, ¡qué disco de fin de fiesta, de fiesta rara, más oportuno!). Con permiso, me permitiréis que traduzca. Nos encontramos ante la banda blue-collar por excelencia. Una banda de clase obrera que se gasta la paga en el bar según la recibe. Banda de cantar borracho y sangrando con un micrófono prestado. Banda de tomarse otra cerveza para hacer llorar a los fantasmas de la noche del sábado (de nuevo tú y yo), y luego puede que otra más para ayudarles/ayudarnos a seguir luchando. No se a ti, pero a mí esto me parece casi un himno. Al final Taylor dice: «Él se curtió en el bar / Ahora puede pasarse todo el día bebiendo / Aprendió a apoyarse en sus muletas / Y a bailar roto bajo la lluvia / Tal vez hasta le pareció divertido / Tal vez supo que nunca iba a cambiar / Tal vez al final todo se quede en nada / Pero hace un día precioso». El bar tiene un nombre. Es The Thirst («La Sed» o «El Ansia»), el garito con más solera de Portland, Oregón, un santuario que sigue sobreviviendo a las escenas fugaces y a los promotores inmobiliarios, acogiendo a la clase obrera que, vaya o no vaya finalmente al Paraíso, al menos siempre tendrá un taburete en su barra. Taylor Kingman sigue frecuentándolo casi a diario. Seguro que si vas, te lo encuentras en el escenario o en la barra. Ha tenido muchas encarnaciones a lo largo de su carrera, pero la más querida es esta última, la de TK & The Holy Know-Nothings, con la que ya lleva, con este The Incredible Heat Machine, dos LPs (Arguably OK, 2019, es el que le precede) y un EP de caras B (Pickled Heat, 2020), de lo que él mismo denomina como: «doom boogie psicodélico», Boogie Psicodélico del Fin de los Tiempos. Yo lo compro. La cosa viene también de Enterprise, la misma localidad de la que hablábamos la semana pasada al reseñar el disco de Margo Cilker, al pie de la montañas nevadas de Wallowa. La filosofía es la siguente: «En el fondo, somos unos currantes. Y por eso siempre seremos una banda de bar, sin importar dónde toquemos. Somos músicos y esto es lo único que queremos hacer. Vivimos para las canciones y nos las tomamos muy en serio. Incluso las más estúpidas. Todo es sagrado y por eso ha de ser mutilado por niños». No perder la inocencia y la bondad del sacrilegio. Los temas son los que siempre pueblan las gramolas de los honky tonks y los juke joints. Abuso de sustancias, redención, aislamiento, camaradería, el tiempo fugitivo y la desilusión. La cerveza que desaparece de la barra («I Lost My Beer») y la resaca infernal que te encuentra al amanecer abrazado a un retrete en el que se conoce que vomitaste todo lo que bebiste y ahora la taza anda exigiendo más («Bottom of the Bottle»). Tú y yo hemos estado ahí, y lo sabes. Esta música nos entiende. Habla de todas las noches de sábado que padecimos y padeceremos, porque aquí nadie nos regala nada y no nacimos entre algodones. Cuando le preguntan a Taylor cuál es el mejor y el peor consejo que ha recibido sobre la composición de canciones, ni lo duda. El mejor: «Sigue a tu corazón», y el peor: «Sigue a tu corazón». Pero dejemos al corazón a su aire, que ya tiene lo suyo con lo que tiene. En realidad, el único secreto para componer que él conoce es hartarse de cerveza en vaso de poliestireno en cualquier franquicia de Applebee's. Y, al final, también en sus propias palabras, The Incredible Heat Machine no es otra cosa más que «una gramola embrujada con ruedas y el motor de la luz revisado por el propio Dios. Una locomotora compuesta de partes vivas unidas por una telepatía dentada que le permite avanzar por las vías donde no hay respuesta ni destino final, solo movimiento y sentimiento». ¡Y cómo suena! ¡Y cómo sana! Y vale, sí, venga, muy gracioso, ji ji ji, ja ja ja, yo también me parto, pero devuélveme ya la cerveza, estaba aquí hace un momento, en serio, ya.

MARGO CILKER

Pohorylle

(Loose Music, 2021)

Veintiocho años de devaneos y correrías por California (donde creció), por el este de Oregón, el sur de Estados Unidos y el País Vasco (donde llegaría a formar una banda tributo a Lucinda Williams) confluyen en las nueve canciones de este sorprendente y exquisito debut de Margo Cilker. Ella ha vivido en la carretera durante mucho tiempo, por lo que sabe muy bien lo que es la inseguridad, la imprevisión, el misterio, la sensación permanente de falta de dirección y esa «bondad de los extraños» de la que hablaba Blanche Dubois, el maravilloso personaje creado por Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo; sabe muy bien lo que es ser una mujer dividida por los lugares que transita, destinada a perder progresivamente a la gente que quiere, allá donde enraíza, antes de desprenderse, sacudirse la tierra y seguir adelante. Ahora lleva un tiempo parada en Enterprise, Oregón, su refugio de invierno entre giras, donde la gente cría ganado y se cae de los caballos («Broken Arm in Oregon», el tercer corte de este álbum, habla de su propia experiencia en esa especialidad autóctona) y existe una increíble escena musical. Vive en compañía de su marido y de una entrevista a Steve Earle que tiene colgada en la pared (cada cual con su credo y su crucifijo). Los del country parece ser que se enfadan si dice que su música es country, y también si dice que no lo es. Tontos, como decía el maestro de Iria Flavia, ya tenemos todos los que caben: «colegiados, agremiados y sindicados». Hasta da penica, así, en diminutivo, «ver con qué seriedad se aplican a su gilipollez» (aún citando al maestro, que lo decía siempre todo tan bien). A Margo Cilker le resultan graciosas todas esas estériles disquisiciones entomológicas. Ella no se pone límites, se considera una cantante folk del Oeste, y punto. Cita al folk rock de los setenta como influencia, Cat Stevens, la Creedence y Fleetwood Mac. Aunque pertenece ya a una generación que cita el hecho de haber visto a Jason Isbell en el Handlebar de Greenville (allá por 2012, antes de que cerrara) como un momento de inflexión en su carrera; y también a los grandes héroes del renacimiento de la música de raíces, gente como los componentes de Old Crow Medicine Show y Gilliam Welch (en efecto, amigo, nos hemos hecho viejos de la noche a la mañana). Pero, sobre todo, confiesa el peso que tienen en su música los grandes escritores del oeste, con Pam Houston a la cabeza (si encontráis por ahí Los cowboys son mi debilidad, ni lo dudéis, haceos con él, lo publicó Tusquets allá por 1994 en la colección Andanzas, cuando aún editaban cosas interesantes). Para ella el elemento narrativo en las canciones es crucial. Y por ahí, he de confesar, es por donde me ha atrapado (yo soy así, señora). Y también porque ha sido por aquí, concretamente en el País Vasco, donde ella confiesa que se ha galvanizado su identidad como cantante. Asegura no haber encontrado una pasión igual por la música estadounidense en ningún otro lugar. Hablar de discos de música country y de The Band estableció un vínculo muy íntimo con los indígenas (la música siempre ha tenido ese efecto de hermanamiento, así como de todo lo contrario, lo mismo genera odios bereberes que amores indestructibles, casi en la misma proporción, esto es así y no hay vuelta de hoja). Buena parte de su EP California Dogwood se fraguó aquí. Y la canción que abre Pohorylle, «The River», la compuso al regresar de otro viaje por estas latitudes. «Siempre vuelvo a España», afirma ella rotundamente, entre risas. Ha hecho amigos y considera que ya ha forjado una familia (adoptada). Pohorylle, el nombre que titula el disco, por cierto, es el nombre de soltera de Gerda Taro, activista y fotógrafa de guerra que murió con veintiséis años en el frente, en El Escorial, cubriendo la Guerra Civil española (la mitad femenina que ocultaba el seudónimo Robert Capa). Una persona extraordinaria y con una vida increíble. Margo oyó hablar de ella por primera vez durante una de sus estancias en el País Vasco. «Mis luchas empalidecen en comparación con las de ella». También se declara fan incondicional de las feministas radicales vascas. Hasta ha marchado con ellas en Bilbao. Así que, como comprenderás, querida, con todo lo dicho, ¿cómo demonios vamos a olvidarnos de ti cuando volvamos a Tehachapi? Estaría bueno.

BUFFALO NICHOLS

Buffalo Nichols

(Fat Possum, 2021)

Carl «Buffalo» Nichols, natural de Houston, ha mamado bien de las dos fuentes, como es de recibo, la de la iglesia baptista y la de los bares de Milwaukee (del extremo norte, del extremo negro). Cuentan los de por allí que ya a los seis años se le podía ver bicheando por las tiendas de discos. A los once alguien le regaló la caja con los DVDs de la serie Martin Scorsese Presents The Blues y eso le sacudió las entrañas. Sobre todo Skip James (también Son House y Charlie Patton, dolor y frustración, básicamente), los sonidos más oscuros y de mayor tonelaje, y eso le indicó el camino. Luego, unos cuantos años de labores de intendencia, como quien dice, en diez bandas un tanto desabridas, puro entrenamiento antes de dar el salto, a las bravas. También extenuó su guitarra trotando por África. Pero se conoce que fue el bullicio del jazz de los barrios obreros de Ucrania y de los cafés berlineses, con mucho afroamericano expatriado, donde encontró la chispa del quejido que le estaba faltando. Un blues sin aditivos, pura expresión del alma y del desarraigo, casi ajeno al oyente, no hablemos ya del mercado, de espaldas a toda esa parafernalia abstrusa. Él tiene claro que antes de cambiar a los oyentes, hay que cambiar la narrativa. Lo otro quizá sea una batalla perdida, aunque podría acabar cayendo esa breva, pero no sin antes reforzar los cimientos. Para su primer álbum, homónimo, primer lanzamiento de blues en solitario de nuestro carísimo (de queridísimo, porque de precio está más que tirado, así que no me seáis ruinacos y salid a comprarlo, que aún hace bueno) sello Fat Possum en casi veinte años, ha querido devolver la música (su música, porque es de ellos) a los suyos, para que se escuchen a sí mismos y se encuentren en sus historias, un disco en buena parte compuesto a partir de maquetas y sesiones de estudio grabadas entre Wisconsin y Texas. Todo muy de andar por casa que es por donde se transita más a gusto y desenvuelto. Nichols admite que la ira y el dolor tiñen las conversaciones y las anécdotas autobiográficas que hay detrás del enfoque reflexivo y narrativo de sus composiciones (los ocho puñetazos de este disco). Pero sin caer en los estereotipos ni las generalizaciones. En su planteamiento prima una actitud decididamente activista que ha ido a pescar en solitario hasta las mismísimas fuentes del género. Él afirma con rotundidad que desde hace tiempo las historias de los negros ya no se cuentan en el blues de manera responsable. El blues ha sido fagocitado y bastardeado por unos y otros. Hay mucho cliché y mucho solo interminable. Mucho postureo y mucho virtuosismo estéril. Poco más que música para turistas condescendientes (léase: imbéciles de tomo y lomo), música de zoo, para entendernos. Él quiere desnudarlo todo de nuevo. Devolverle su aguijón y su veneno. Volver a los tiempos en los que el blues era una «letra escarlata» (lo dice él, que ha leído a Hawthorne y le ha cundido). Y para ello no duda en tirar de afinaciones abiertas. Atmósferas que recuerdan a los suelos áridos y los vastos cielos del Sur de Estados Unidos (lejos del sonido de Chicago y del soul-blues de Memphis). «La mitad de las veces no sé ni en qué tono estoy ni qué acordes estoy tocando, simplemente sigo la música. Así es como surgió buena parte de este álbum, dejando que la guitarra hablase por sí misma». Voz oxidada y alma. Y si estás jodido, ya te advierto, llorarás en tu cerveza. No lo oirás en la radio (mucho menos en Radio 3, ese erial), pero cuando te asalte de improviso, a bocajarro, desde algún altavoz o desde las arcanas sinapsis de algún recóndito algoritmo, te hará parar el coche en la cuneta. Esto es un costillar humeante cocinado a fuego lento (Texas ha dejado su impronta, claro es), sin mayores pirotecnias. Pero la carne se desprende sola. Hay por ahí una entrevista en la que le preguntan si alguna vez quiso hacer otra cosa que no fuera música. Respuesta: «Sí, pero no puedo». Eso ya es algo a tener en cuenta. Después le preguntan si es más creativo cuando está feliz o cuando está triste. Respuesta: «Siempre estoy triste». Y con la que está cayendo, no es para menos. Pero por ese hueco, por esa herida, se respira.

HANNAH JUANITA

Hardliner

(Hannah Juanita, 2021)

Si un día, a mediados de octubre, alguien te manda a bocajarro un vídeo de una desconocida perpetrando una tremenda versión del «Waltz Across Texas», seguido de un corazón negro y diciéndote que la canción le ha hecho pensar en ti, puedes irte tranquilo a dormir, porque ya lo has logrado (en el sentido del «día logrado» de Peter Handke, y creo que él estaría de acuerdo conmigo), no te quepa la menor duda. En estos tiempos que vivimos, tan de amistades efímeras, afectos caducos y demás simulaciones, alguien así, alguien que te piensa y que te deslumbra con nueva música, vale siempre su peso en oro. Cuídalo. Yo lo hago. Alguien así es una veta, así que planta en torno el campamento y, si es necesario, defiéndela con un rifle (aunque ya os advierto que se defiende más que bien ella solita, pero yo aviso)… Y todo esto viene a colación porque la desconocida que cantaba el inmortal clásico de Ernest Tubb no era otra que Hannah Juanita (el vídeo anda por YouTube), a la que ya me he hecho irremediablemente adicto y a la que auguro un futuro brillante, como me pasó en su día con Sierra Ferrell (por citar solo otro ejemplar de la casa de fieras; con ella, además empezó todo, en una furgoneta, camino de Huntsville, Alabama, en plan amigas, cuando Sierra le sugirió que abriera su concierto porque habían llegado demasiado pronto y la gente ya estaba ocupando las sillas del garito); también, como ella, salida de los márgenes, que es donde parece estar cociéndose últimamente (como, por otra parte, siempre ha sido) lo más auténtico y valioso de la música country tradicional. Ella es de Chattanooga, Tennessee, aunque la decisión, una suerte de epifanía, de hacer carrera como cantante, la tomó cuando vivía con su pareja y unos amigos en las faldas del monte Rainier, en el estado de Washington, sin agua corriente ni electricidad, muy Errata Naturae todo (yo me entiendo). Ella cuenta que se suponía que estaba viviendo el sueño, pero se sentía miserable, sola y perdida. Así que se pasaba horas sentada junto a la estufa de leña de su cabaña, escribiendo demoledoras canciones country mientras llovía. Al principio pensó que intentaría vender sus canciones, porque estaba muy arruinada y no había muchas formas de ganar dinero en medio de la nada (a Thoreau le llevaba su mamá un canasto con comida, en Walden la vida no era tan jodida). «Pero con el tiempo supe que tenía que dejar a mi novio, mi tierra y mi vida para volver al Sur y dedicarme a lo mío». Dicho y hecho. En enero de 2019 Juanita llega a Nashville y comienza a trabajar tocando en los honky tonks de la ciudad y a preparar las canciones de este fantástico Hardliner, el álbum con el que debuta de un modo deslumbrante, con pandemia de por medio (te lo puedes descargar por diez euros miserables, mínimo, en su perfil de Bandcamp; no existen, de momento, copias físicas). Y hacerlo además con el toque de la gran Loretta Lynn (su heroína, con permiso de Patsy Cline), tradicional (honky tonk, country, un poquito de bluegrass, western swing y tex-mex), pero con una poderosa carga de independencia y un enfoque intransigente. Empoderamiento feminista y bien de ironía. Amor, pérdida y soledad, pero no de criatura herida, vulnerable y desprotegida (aunque esa vulnerabilidad siempre exista, la carne es al carne a fin de cuentas), sino con agallas, con un par de «huevos», como cantaba Elizabeth Cook, revisitando aquel otro clásico de Tammy Wynette, en su contundente «Sometimes It Take Balls To Be a Woman». Ella es así, una «Hard Hearted Woman» que dice y hace las cosas como le vienen, sin pedir cuentas a nadie, y al que no le guste, que se haga un plano. «Me gusta escribir cuando estoy enfadada o triste, algo que le va muy bien a las canciones country. Me gusta tener noches “mías” y drogarme, beber un poco de vino, rememorar mi pasado y ver qué surge emocionalmente». Ese es su material. Nada más original que uno mismo. «Esto es lo que estoy haciendo», dice. «Me estoy haciendo a mí misma. Que todo el mundo se aparte». Su filosofía es ser inasequible. Muy inasequible y de muchas maneras para todo el mundo [se ríe], salvo para sí misma. «Es como ser egoísta, pero en el buen sentido». Descarada, directa y sin tonterías. Y cuando no está tocando en los emblemáticos honky tonks de Nashville, Hannah Juanita disfruta nadando, haciendo senderismo, montando en bicicleta y explorando la campiña de Tennessee con su perra de rescate, Loretta (obvio). Una vez le pidieron cinco consejos para la gente que empieza en esto de la música. Ella lo tiene claro. Uno: siempre habrá bolos con los que te quedarás a gusto y bolos con los que querrás morirte. Dos: ten grandes expectativas pero nunca esperes la perfección. Tres: busca músicos que sean mejores que tú y toca con ellos siempre que puedas. Cuatro: escucha, escucha y escucha; tu oído es tu mejor baza como músico. Y cinco: no puedes complacer a todo el mundo (ni falta que hace, también te lo digo). Juanita ha venido para quedarse. Y es como si alguien hubiese abierto por fin las ventanas del altillo.

THE FELICE BROTHERS

From Dreams To Dust

(Yep Roc Records, 2021)

Fastuoso. Y con decir eso ya estaría. Yo ya me entiendo y bailo solo. Pero haré un esfuerzo por si hay alguien en la sala que no haya oído hablar de ellos y quiera bailar. De los fabulosos hermanos de Brooklyn no repetiré lo que ya dejé dicho por aquí hace más de cinco años. Desde aquel Life in the Dark han acontecido un single (Country Ham) y un álbum (Undress), y con esta nueva entrega de su desbordante ingenio la cosa no viene sino a confirmarse, ¡y de qué manera! Estos muchachos originarios de las Catskill llevan haciendo su mejor disco desde que sacaron aquel remoto Iantown, autoeditado allá por 2005, hoy pieza buscadísima de coleccionista (básicamente Ian Felice a solas con la acústica y la armónica, grabado en una sola noche, según cuenta la leyenda). El álbum que hoy ovacionamos (y que llevo escuchando en bucle desde que entró en el rancho) no puede empezar mejor. Ian Felice sigue en plena forma y nos suministra el entrante perfecto para esta banda sonora del Día del Juicio Final (que es lo que viene siendo). «Jazz On The Autobahn», en efecto, es una road movie apocalíptica y suena, en palabras de Paul Kerr, «como una especie de Kerouac respaldado por una banda de jazz y una coral de cantantes doo-wop borrachos». Tal cual. No se puede describir mejor. La canción narra la historia de dos personas que huyen, dos personas que han dejado atrás sus vidas en busca de algo que ya ni se sabe lo que es y a las que persigue un sentimiento de catástrofe inminente, por lo que al final deciden utilizarse el uno al otro como medio de escape. Vamos, igual que tú y que yo a estas alturas del partido, entre volcanes, premios Planeta y mortíferas pandemias, mientras todo se desmorona a nuestro alrededor y los sueños se transforman en polvo. Y viendo el cariz que está tomando el asunto, quizá haya llegado el momento de hacer una lista de tareas pendientes, cosas que deberíamos ir haciendo antes de que todo se vaya al garete, como muy bien hace Ian en el segundo corte del disco, «To-Do List», entre otras muchas cosas: buscar un psicoanalista, barrer la vajilla rota, devolver todo lo que te prestaron, cambiar las gasas ensangrentadas, comprar un smoking color espinaca, desafiar las leyes naturales (todas), cancelar la suscripción a la revista Casa y Jardín, admirar los arcos góticos, construir un laberinto de espuma de poliestireno, hacerte amigo de un lunático desafortunado, caerte en el foso de una orquesta, tener una aventura en provincias, averiguar qué está matando a las abejas, abrir las persianas y dejar entrar la luz, comprar espárragos, comprar un armonio y una peluca empolvada, descubrir una droga milagrosa, aprenderse los nombres de todos los jueces del Tribunal Supremo, poner a prueba los límites del amor, sentarse a ver cómo pasa la peste, reír hasta llorar, comprar un abrigo de piel de gamo y tirar todas las canciones que escribiste a la basura. Ian Felice, al igual que su hermano Simone (que anuncia nuevo disco en solitario para finales de enero de 2022, All The Bright Coins), es un escritor de primer orden, un letrista magno. Y, a partir de ahí, todo gloria. Con referencias a AC/DC, Francisco de Asís, Jean Claude Van Damme, Kurt Cobain, John Wayne, Annie Oakley, Hegel, Proust y la Harley de Peter Fonda. Un disco fúnebre, pero gozosamente irónico, un disco de fanfarria para ir bailando detrás de la parca camino del olvido. Para fastidiar a la parca por el camino, bajarle los calzones cuando se descuide, darle tobas en la oreja y disimular silbando cuando se dé la vuelta. Tocarle las pelotas. Irse, pero irse jodiendo. Dar por culo hasta el final. Y dejar un bonito obituario, como el que compone para sí mismo el propio Ian en «Be At Rest»: «Señor Felice, uno ochenta de altura, setenta kilos, dientes blandos, falta de sueño, estudiante por debajo de la media, dueño de dos trajes que le sientan mal, usuario de ropa de segunda mano, a menudo tibio y retraído, albornoz por lo general mal anudado, descansa, amigo mío, descansa en paz // Nunca fue nombrado empleado del mes, amante de las lavanderías de veinticuatro horas, evitaba el contacto visual, evitaba donar sangre […] Trabajó en todos los clubes nocturnos de Estados Unidos, tenía miedo a los pianos que caían de las alturas […] Una vez se pasó más de dos meses atrapado en un cuadro de Bruegel el Viejo […] A su hijo le deja un cielo sin nubes, a su mujer una caja de negativos sin revelar y un plato de sopa de cebolla. De los sueños al polvo». En el disco hay country, hay folk y hay esa cosa que ha dado en llamarse indie-rock (que por allí es menos vergonzante que por estos pagos), un tono pintoresco y rústico, como el del cuadro que ilustra la cubierta («Winter Sunday in Norway, Maine», 1860, óleo sobre lienzo), muy de pastoral americana (no en vano, el disco ha sido grabado en una iglesia restaurada por el propio Ian, La Iglesia de Harlemville, NY). En definitiva, lo que ya decía al principio antes de extenderme tan innecesariamente cuando bastaba con decir lo que dije: fastuoso, del lat. tardío fastuōsus, y este, asimismo, del lat. fastus, «lujo, boato» y -ōsus «-oso». Magnífico y digno de oírse, sin más.

CHOCTAW RIDGE

New Fables of the American South 1968-1973

(Ace Records, 2021)

Ya hemos dicho alguna vez por aquí que, salvo pocas y gloriosas excepciones, no somos muy forofos de directos, recopilatorios, homenajes o grandes éxitos. Sobre todo de los de antes, de cuando la industria era una industria y se inventaba zarandajas para hacer caja e ir saliendo del paso. Aún hay artistas que mantienen esa repugnante práctica, costumbre, todo hay que decirlo, que huele a cosa que lleva muerta desde hace tiempo en el ático, o bien para huir del olvido (a la velocidad de hoy, ya la gente no retiene y, claro, uno se ve obligado a dar la tabarra cada año con un nuevo excremento) o de la propia sequía (que, a veces, pasa; el estreñimiento creativo en ocasiones no es accidental y pasajero, más bien lo accidental y pasajero suele ser en realidad aquel disco o aquella canción que perpetraste un día de pura chiripa). En este caso, desprevenidamente, la cosa nos ha seducido desde todos los flancos. Cubierta, concepto, título y selección. Veinticuatro canciones y una hora y diecisiete minutos de ovación permanente. Para empezar, está Roberta Lee Streeter. Y de Roberta, alias Bobby Gentry, y lo digo ya de entrada, sin cortapisas, aunque el que me conoce lo sabe de sobra, porque le habré dado varias veces la vara, de la Gentry, iba diciendo, hasta los andares. El título de esta fastuosa recopilación, Choctaw Ridge, en efecto, procede de la inmortal «Ode To Billie Joe», la canción de 1967 en la que Bobby se marcaba una magistral narración que, sin duda, merecería figurar (y figura, al menos para mí, qué coño) entre lo más destacado del estilo literario que ha venido a denominarse Gótico Sureño (género o subgénero, o lo que a usted le venga mejor, que por aquí tanto gozamos y transitamos). Un relato en primera persona con un parco acompañamiento de guitarra acústica y cuerdas de fondo, que cuenta la reacción de una familia rural de Mississippi ante la noticia del suicidio de Billie Joe McAllister, un chico de la zona con el que la hija de la familia (la narradora de la canción) está vinculada. «Era el 3 de junio, otro día somnoliento y polvoriento en el Delta, / yo estaba cortando algodón y mi hermano empacaba heno. / A la hora de la cena lo dejamos y volvimos a casa a comer. / Mamá gritó por la puerta de atrás: “Recordad limpiaros los pies”, / y luego dijo: “Tengo noticias de esta mañana en Choctaw Ridge. / Billy Joe MacAllister saltó hoy del puente Tallahatchie”. / Y papá le dijo a mamá mientras pasaba las alubias carillas: / “Bueno, Billy Joe nunca tuvo ni pizca de sentido común; pásame las galletas, por favor. / Todavía me quedan cinco de los cuarenta acres por arar”.» Un contundente y conmovedor estudio sobre la crueldad inconsciente (¡y cómo lo canta Bobby Gentry, con su maravillosa voz ronca y su acento sureño!). Ese tema, de algún modo, lo digan o no lo digan las historias oficiales de la música country, tan de señorones con sobrepeso y huevada molesta, marcó un antes y un después. Tony Joe White siempre afirmó que podía recordar exactamente dónde estaba y qué estaba haciendo la primera vez que escuchó la canción. Bob Dylan y The Band, trasteando en un sótano de Woodstock para lo que luego serían The Basement Tapes, compusieron, en parte como tributo y en parte como parodia, el tema «Clothes Line Saga». La canción, sin comerlo ni beberlo, abrió la puerta a la que Lee Hazlewood ya llevaba más o menos un año llamando con las grabaciones que hizo con Nancy Sinatra. También los Monkees, con el apoyo de Michael Nesmith, y el gran vaquero Michael Martin Murphey, desde Los Ángeles. En Nashville se atrevían menos a asomarse a lo que pasaba por debajo del puente Tallahatchie. Preferían un country pop más luminoso, más tontorrón, más idiotizado. Pero el single de Bobby Gentry fue la punta del iceberg. Su brutal éxito ayudó a emerger a un buen puñado de cantautores sureños durante los tres o cuatro años siguientes. Auténticos narradores de aquel lado más turbio y más sucio, cuya máxima expresión probablemente fuera el «By The Time I Get To Phoenix» la canción que Jimmy Webb escribió para Johnny Rivers y que popularizaría aquel guitarrista pop de sesión llamado Glen Campbell. Tom T. Hall, «el Raymond Carver de la música country», acabaría siendo el máximo exponente de aquella nueva revolución paralela al movimiento outlaw y al más edulcorado estilo countrypolitan. Una nueva ola sureña de gente excepcional que, junto a los mejores arreglistas de aquellos efervescentes años sesenta, comenzaron a contar/cantar historias sobre gente ordinaria, haciendo especial hincapié en la atmósfera, historias que, como muy bien dice Martin Green (junto a Bob Stanley, el compilador de esta maravilla), unas veces recurren a lugares comunes y otras resultan tan misteriosas y aterradoras como las aguas turbias que pasan por debajo del susodicho puente Tallahatchie. Además, se nota que la selección se ha hecho desde la pasión y la entrega, como si la hubiésemos hecho tú y yo, mano a mano, un día de jubilosa borrachera. Lo dice también Martin Green desde Camden Heights: East London fue durante una época (la época de la caza y búsqueda por las viejas tiendas de discos, a lo Robert Crumb) hogar de unos cuantos extraños forofos de la música country, entre los que él, por supuesto, se incluye. Aquella época irrepetible, dice Stanley por su parte, en la que aún se podían encontrar aquellos preciados LPs por un solo dólar. La lista de nombres es apabullante (Lee Hazlewood, Chris Gantry, Jerry Reed, Jeannie C. Riley, Hoyt Axton, Tom T. Hall, Dolly Parton, Charlie Rich, Nat Stuckey, Robe Galbraith, Sammi Smith, Henson Cargill, Waylon Jennings & The Kimberlys, Kenny Rogers & The First Edition, Ed Bruce, Billy Jo Spears, Jim Ford, Tony Joe White, Michael Nesmith & The First National Band, John Hartford, Sir Robert Charles Griggs y, por supuesto, la inmensa Bobby Gentry, no con el tema que lo desató todo de manera torrencial, sino con la no menos emocionante «Belinda»). La selección de temas, nada obvia, resulta más apabullante aún, si cabe. Oro (por resumir).

JOHN R. MILLER

Depreciated

(Rounder Records, 2021)

No se dejen engañar por el título. Aquí no hay nada «devaluado». Más bien todo lo contrario. Hay una cierta sensación de sosiego, de haber llegado. En la ilustración de la cubierta está todo lo que tiene que estar. La cabaña de troncos junto al río, una vieja furgoneta, setas (con un poco de suerte, tóxicas), una zarigüeya encaramada a un árbol, una noche estrellada y un cartel que promete «cerveza fría». ¿Qué más se puede pedir aparte de morir de viejo? (como decía aquel soldado en la trinchera de aquel maravilloso tebeo, creo que de Carlos Giménez). John R. Miller llevaba años rodando por las carreteras, sin banda fija, ganándose la vida como bajista a sueldo, lavando platos, jugando a los dardos y bebiendo en los dos bares locales de la pequeña ciudad donde vivía, a orillas de los ríos Potomac y Shenandoah, en Virginia Occidental. La cosa consistía en empezar a beber en uno y cerrar el otro antes de volver a casa tambaleante. Esos ríos y esos bares aparecen en el cuarto corte de este adictivo Depreciated, su primer disco firmado en solitario, «Shenandoah Shakedown». Ese pueblo de apenas cuatro manzanas que puede ser tanto una bendición como una maldición, lo bastante pequeño para que se conozca todo el mundo y en el que resulta un verdadero engorro evitar un antiguo amor, como canta en «Looking Over My Shoulder». El bueno de John acabaría huyendo de aquella escualidez con unos amigos, siguiendo el sueño de Nashville, en lucha permanente con un creciente problema de alcoholismo. Las once canciones que componen este disco fueron surgiendo poco a poco en ese trance. Se dedicó a la jardinería e incluso repartió flores (en «Old Dance Floor» da buena cuenta de ello). Al final acabó en Kentucky. Allí dice que se topó con una maravillosa y muy solidaria comunidad creativa, conoció a unos cuantos buenos músicos, formaron una banda y se compraron una vieja camioneta herrumbrosa («Half Ton Van», en efecto). De las giras de todo aquello y de algún que otro trabajillo esporádico, sacó la pasta para grabar el disco. Alquilaron un estudio y lo despacharon en tres días. Dice John que buena parte del álbum versa sobre el desplazamiento y el no saber dónde se supone que estás o qué se supone que estás haciendo. Dice que ha intentado encontrar hilos comunes a través de sus propias experiencias, con la esperanza de que otras personas puedan encontrar algo que les resulte siquiera vagamente familiar. Intentó hacerse sentir mejor a sí mismo con la esperanza de poder hacer sentir mejor a otros. La hierba y las setas colaboraron, sin duda. Violín, mandolina, Wurlitzer y bien de guitarras psicodélicas, arropando una constante interrogación sobre la fugacidad, la pertenencia y el hogar. Medicina buena, en definitiva. La búsqueda de esa cabaña a la que todos, de un modo u otro, aspiramos. Como muy bien han dicho por ahí, las canciones tienen un delicioso y exuberante aire de rock sureño de los 70, evocan una sensación de idealismo perdido, al tiempo que un resignado encogimiento de hombros: «puede que las cosas no hayan funcionado, pero la hierba sigue siendo buena». A veces, basta con eso. Tyler Childers, uno de sus máximos fans, como ya dijimos en la reseña de su anterior disco con los Engine Lights (The Trouble You Follow), insiste y dice que es un artesano de la palabra muy viajado capaz de trazar el mundo que ve con tres acordes. Y demuestra que se puede ser profundamente existencialista en un oscuro honkytonk. Nihilismo del bueno. De las altas crestas del valle de Shenandoah, que no es poco valle, y de las resonantes aguas blancas del Potomac. Un lugar congelado en el tiempo, en el que la historia y la tradición están muy presentes. Su música es una huida y un regreso permanente a ese lugar, a esos fantasmas. Dice que en el instituto vomitó mucho punk, pero que luego descubrió a John Prine (descubrir a John Prine parece ser una constante en toda la gente que nos gusta) y que Steve Earle le tendió una emboscada de la que ya no pudo salir. A partir de ahí, se topó con los dioses tejanos de los 70, Guy Clark, Townes Van Zandt, Jerry Jeff Walker, Billy Joe Shaver y Blaze Foley, el pop pantanoso de Bobby Charles y el sonido de Tulsa de J.J. Cale, que es probablemente su mayor influencia. Todo eso está aquí, bien presente, en este disco, con sus buenas dosis de vodka, sus descarriles, sus arrestos, cierto incidente relacionado con lanzamiento de cuchillos en estado de embriaguez, relaciones perdidas… en fin, ¿qué les voy a contar?, la vida. Canciones para hacer compañía a nuestra común miseria. En marzo nos lo traen los «natural born dealers» de The Mad Note Co., junto al inmenso J.P. Harris y la fabulosa violinista Chloe Edmonstone, y resulta que estamos metidos en el lío, así que no decimos más, usted verá.

JAMES McMURTRY

The Horses and the Hounds

(New West Records, 2021)

Hoy hace ya la friolera de casi siete años desde que iniciamos tímidamente las andanzas de este blog con el Complicated Game (2015), el anterior disco de James McMurtry, su anterior obra maestra, con una reseña algo escuálida (bastante escuálida, a decir verdad) en la que no apuntábamos mucho más aparte de que era hijo de quién era (tremendo «son of a gun») y que vaya tremendo discazo se había sacado de la manga. Aquella barbaridad era difícil de superar. Pero lo ha hecho. En realidad, lleva haciéndolo treinta y dos años, disco a disco, desde aquel remoto Too Long in the Wasteland de 1989, su ópera prima. Tampoco es que se prodigue tanto, diez discos (los dos en vivo y el recopilatorio no cuentan), y quizá sea eso, claro. Y muchísima carretera. El pico y la pala del día a día. Ahora que el año aciago va quedando rezagado, ha vuelto a salir al empedrado con los Heartless Bastards (glorioso nombre y gloriosa banda) y sigue tocando casi todos los miércoles en el legendario Continental Club de Austin, Texas (en el 1315 de South Congress Avenue), después de Jon Dee Graham, otra inmensa leyenda tejana. Y nos ha brindado este extraordinario The Horses and the Hounds, mucho más contundente y eléctrico que su anterior empresa. Según el propio McMurtry las raíces de todo esto se remontan, nada menos, que al Candyland, su segundo álbum de estudio, aquel disco tan furioso y estridente. El ingeniero de sonido, Ross Hogarth, es el mismo, algo habrá tenido que ver, y por la banda rondan músicos que le han cubierto las espaldas a Mellencamp y a Joe Ely en varias ocasiones. Valga para decir que, aparte de la potente carga literaria a la que McMurtry (porque de casta le viene al galgo, él mismo dice que se considera un escritor de ficción, su modelo sigue siendo Kristofferson, y también cita a John Prine y a Tom Waits, y todo nutre si se acierta a digerir) nos tiene acostumbrados (hay una canción, «Decent Man» que se basa en un relato corto, «Pray Without Ceasing» de Wendell Barry, el escritor de Kentucky, sobre un granjero que dispara a su mejor amigo: «Mis campos están ahora vacíos, / mi tierra no aguanta el arado, / se ha convertido en grava y piedras, / solo sirve para enterrar huesos»; y también está «Vaquero», la canción que se abre con un emocionante recuerdo a Bill Whitliff, viejo amigo de su padre –los dos fallecidos recientemente–, guionista y coproductor de la miniserie basada en Lonesome Dove y fantástico fotógrafo de la vida vaquera contemporánea en los ranchos del norte de México, Vaquero y La vida brinca son dos libros de fotografías maravillosos: ¡cómo no vamos a quererlo!), aquí se incorpora mucho y muy buen rock'n'roll (aparte, por cierto, grabado en Groovemasters, los estudios de Jackson Browne, porque aquí dar puntada sin hilo tampoco se estila). La banda ha sido bautizada como los Kings of the Middle of Nowhere, vamos, los reyes del quinto pino, del culo del mundo, de ninguna parte, de, básicamente, nada. Con esa misma desfachatez en las guitarras y en las baterías. McMurtry lo tiene meridianamente claro y suelta una frase colosal: «Solía pensar que el rock'n'roll era joven, y lo fue en su día, pero ahora es más viejo que yo». Todo para decir, que no siente necesidad de actuar simulando una edad que no es la suya (como hacen algunos ridículos de su misma quinta). El rock'n'roll ha envejecido con él, y suena así. Así de fiera, así de conciso, así de mordaz y así de vívido. La capacidad de evocación y la habilidad narrativa y descriptiva, casi un Raymond Carver cantautor y tejano, de las que hace gala James McMurtry, ya en el tema que abre el disco, «Canola Fields», nos anuncia de manera clara lo que se nos viene encima. Las historias no es que hayan variado mucho, pero en realidad es que las historias nunca varían demasiado, ni en mi vida ni en la tuya. En una entrevista le anteponen una cita de Willa Cather que no puede venir más a cuento: «solo hay dos o tres historias humanas y se repiten con la misma intensidad que si no hubieran ocurrido nunca», y tiene más razón que un santo (o una santa, inclusivo e inclusive). Cambia el ángulo y la edad, pero el ruido y la furia, esos temblores, esos desvelos, siguen siendo los mismos. Como muy bien han dicho por ahí, James McMurtry nos devuelve el olor a polvo y a pis de caballo que le están quitando últimamente los hijos de familia al sonido «americana». Y ojalá no pasen otros siete años para poder volver a disfrutar de su genio. De lo contrario, en cuanto abran las fronteras, será cuestión de ir pensando en dejarse caer por el Continental Club. Por si acaso, voy inaugurando ya la hucha del viaje con un par de euros. Austin, Texas, here I go!

RIDDY ARMAN

Ryddy Arman

(La Honda Records, 2021)

Hace poco más de un año, reseñábamos por aquí la demo que tenía colgada Riddy Arman en su perfil de Bandcamp y que, por lo que compruebo ahora, ya no consta en ningún sitio. En aquel entonces, los más avezados, conmovidos por el vídeo de Western AF en el que interpretaba su copla, a lo Jorge Manrique, por la muerte de su padre (el vídeo que, de alguna manera, lo cambió todo al hacerse viral), tuvimos la inmensa fortuna de poder descargárnosla por seis miserables dólares. De haber tenido más dinero en las arcas, de no habernos gastado en cerveza y libros la herencia del abuelo, no hubiéramos dudado ni un segundo en producirle el disco, pero, por suerte, Travis Blankenship y Connie Collingsworth, los maravillosos responsables de La Honda Records (que ya cuenta en su haber con bestias pardas del calibre de Colter Wall, Vincent Neil Emerson y The Local Honeys), la han fichado para lo suyo y, con el gran Bronson Tew (Jimbo Mathus, Dom Flemons, Seratones…) a cargo de la producción (una sesión intensiva de seis días en los Estudios Mississippi de Portland, Oregón), han editado este, su primer álbum, homónimo (como tiene que ser y está mandado, niña). Están, en efecto, las mismas canciones que en la demo, pero arregladas, más tres temas compuestos para la ocasión y una emocionante versión travestida del «Help Me Make It Through The Night» de Kris Kristofferson, a la manera de Sammy Smith, que allá por los años setenta del pasado siglo (jamás pensé que diría algo así; de repente, soy mi abuelo, el de la herencia defenestrada, hablando de tiempos pretéritos), en plena efervescencia outlaw, fue condenada al ostracismo por insistir en interpretarla, ya que los gerifaltes de Nashville (esa escoria infecta que va dejando un rastro de baba pestilente) consideraban que era una canción demasiado vulgar y atrevida para salir de labios de una mujer decente y bien nacida (sin tener en cuenta que Kristofferson, según le revelaría años más tarde al hijo de Sammy, la había compuesto específicamente para ella). También se han incorporado algunos instrumentos (percusión, violines y bajos), y dos o tres voces, pero en el trasvase, como quien dice, nada se ha perdido, continúa intacta la intemperie de las desoladas llanuras de Montana que tan bien transmitía su voz, cálida y potente, en aquellas bellísimas y primitivas demos que hoy atesoramos como oro en paño. Canciones vaqueras, casi elegíacas, interpretadas a la luz de la lumbre, después de una dura jornada de trabajo en el rancho. Perros, vacas, pastos, caballos, callosidades en las manos, brochazo de pecas en la piel curtida al sol y castigada por el viento, tocino friéndose en una sartén de hierro fundido, alambradas de espino, soledad y aullidos de coyotes en los cerros, pero también la desazón del paisaje urbano, la «otredad» y los amores perdidos. Riddy asegura estar viviendo como en un sueño. Hace poco le tocó abrir un concierto para Emmylou Harris, bueno, le tocó abrirlo a ella y a otros doce artistas, pero cuenta Riddy que la Gibson de Emmylou estaba plantada en el escenario y que tuvo que pasar por delante de ella cuando le tocó salir, y claro, no pudo evitar ponerse como un flan, ya me dirás tú, lo que no habrá visto esa guitarra, hasta se tuvo que pellizcar el brazo… El caso es que, pese al año aciago que nos ha tocado vivir, todo está sucediendo a una velocidad de vértigo. Aun así, ella transmite la seguridad y la templanza de quien ha marcado reses y reparado cercas en la nieve a treinta grados bajo cero, y lo tiene muy claro. Su honestidad no corre peligro, parece inexpugnable. Oír el «Spirits, Angels, or Lies» sigue poniendo los pelos de punta, da igual las veces que la escuches, siempre el mismo escalofrío en los pezones, imposible escucharla sin que se te encoja el corazón. Lograr eso es don de pocos. Y ella lo tiene. Y cuando alguien es capaz de llevarte hasta ahí, uno ni lo duda, le deja las riendas. Su música sigue oliendo a bosta de caballo por los cuatro costados, que es una manera de decir que su música huele a verdad. No es música con afeites y perfumes. No hay simulacro. No hay trampantojo. Como dice al final de «Herding Song»: «Me mudé a la ciudad, y me está matando, / hace semanas que mis botas no pisan bosta de caballo, / ahora lo único que apesta es la ciudad». Toda su música reside en la autenticidad que transmiten esos tres versos. Una actitud y una forma de vida. Y una generosidad inmensa. Cuando en septiembre del año pasado reseñamos la demo, nos mandó un mensaje muy cariñoso. A los pocos días, porque somos de natural muy sentidos, le enviamos un regalo a Dixon, Montana. Desde entonces, nos gusta imaginarnos que cuando llega el momento de encender la parrilla en el rancho, Riddy se cala el sombrero y se pone nuestro delantal Dirty. Y, por nosotros, ya estaría. Tan contentos. Alguno vez lo hemos dicho, no tenemos ningún control sobre las cosas que nos conmueven.

EDDIE 9V

Little Black Flies

(Ruf Records, 2021)

Dice Henry Yates en las notas del álbum que los mejores discos de blues logran hacerte pensar que se está celebrando una fiesta en tus bafles. Y los mejores músicos de blues te hacen sentir invitado a ese jolgorio. En esta verbena que hoy reseñamos (suban el volumen sin pedir disculpas) se oye entrechocar de botellas de cerveza, tanto literales como metafísicas. Un buen disco de blues logra emborracharte aunque seas abstemio (y esto ya no lo dice Henry Yates, sino que lo digo yo, y con una botella de cerveza al alcance de la mano, porque de abstemio por aquí poco o más bien nada –«primer paso, bla, bla, bla…»–, pero ustedes ya me entienden, hablo de borrachera metafísica, de sentir y asentir ante ese lamento en apariencia tan ajeno, pero tan incrustado ya en el imaginario colectivo, de reconocer ese dolor y de sonreír porque, de alguna manera, sonreír purga). Brooks Mason, más conocido como Eddie 9V (Nine Volts, por las baterías de nueve voltios), tiene veinticuatro años, es de Atlanta, Georgia (poca broma con eso) y, con su pinta de Roy Orbison, old-school 100%, acaba de sacar en el sello de sus sueños, Ruf Records (con quienes ha firmado para tres discos, ¡bien!), su segundo trabajo, sin perder grasa ni distorsión. Desde que tiene once años ha venido soportando que le digan que tiene un alma vieja. Ya a los seis años le dijo a su madre que era un reencarnado. Su madre se asustó, claro. Pero aprendieron a convivir con ello, con ese señor mayor que oía y tocaba música antigua, la que bailaba el abuelo. El primer álbum, Left My Soul In Memphis, lo grabó en el campo, con su hermano, en la granja lechera de los abuelos, en una pequeña caravana. Ahora la caravana está llena de moho y es un peligro, se cae a pedazos y viven animales dentro. Así que para el segundo lo tuvo claro, volvió a apostar fuerte: si quería que sonara como pretendía tendría que grabarlo en directo, a toma única, si acaso dos. Así que el planteamiento de producción fue parecido a lo que hace uno cuando se muda y se dispone a pintar las paredes de la nueva vivienda: llamas a tus colegas y les dices que va a haber un montón de cerveza y de pizza. Y, tal cual, en eso consistió exactamente la estrategia de producción del álbum en los estudios Echo Deco. Y el resultado suena primorosamente a eso. A cosa viva, a fiesta, a bromas entre tema y tema, a «este año infecto no podrá con nosotros». Un poco como se hacían los discos de blues de los primeros tiempos, ¡solo un día para grabar y arreando que es gerundio! Y las pequeñas moscas negras del primer tema que da, además, título al disco, son las moscas que sobrevuelan la escena del crimen. En el piso de la vecina de arriba se escucha jaleo, y resulta que la vecina de arriba siempre te ha gustado y la cosa apunta a que va a acabar como el rosario de la aurora… Todo es muy visceral. Ha escuchado mucho a Junior Wells y a Muddy Waters. Howlin Wolf le cambió la vida cuando lo oyó por primera vez a los catorce años. Su escuela fue YouTube (para que luego digan de los boomers y las nuevas generaciones). El disco se cierra, precisamente, con una tremenda versión del «You Don't Have to Go» de Muddy Waters, grabada ya con mucha ginebra en el cuerpo, por lo que él mismo cuenta que tuvo que conformarse con cantar y acordarse de la letra, y ceder el solo a su otro guitarrista, Cody Matlock. El caso es que lleva toda la vida empapándose de esa crudeza y no le importa que se escuchen algunos errores menores, lo importante es seguir adelante, no parar, poner todo lo más alto posible y esperar que los micrófonos lo capten. Y lo captan. Captan el tintineo de las botellas y el tintineo de las botellas no es otra cosa que el alma, algo que brilla por su ausencia en casi todas las grabaciones modernas, tan profilácticamente impecables y afinadas. Y, bueno, os dejo ya porque creo que la cosa ha quedado clara y porque, como dice nuestra querida Dirty Marga, esta botella de cerveza está ya para meterle un barco dentro.