BEN MILLER BAND

Any Way, Shape or Form
(New West Records, 2014)


A veces ocurre. Sigue ocurriendo. Cuando te parece que ya lo has probado todo y que ningún chute te va a proporcionar el subidón de la primera vez, de repente va y aparece una banda con la que te vuelven a entrar unas ganas locas de ponerte a saltar, a berrear y a proferir todo tipo de improperios. La felicidad versión 5.0. Música de los Ozarks. Todo muy hillbilly, no hay más que verlos (no son barbas customizadas en esa barbería tan hipster que hay al lado del Cascorro; son barbas de estar jodido, barbas de taller y de desguace, de tener una cuchilla escondida dentro; por cierto, la compañía de contratación que catapultó a estos osos montañosos, lo tuvo muy claro cuando los eligió para abrir a los ZZ Top: «Estos tíos tienen barba y estos tíos tienen barba, pongámoslos juntos, a ver que pasa»; lo que pasó fue que la gente flipó con la Ben Miller Band y cuando salieron los Gibbons, con toda su parafernalia explosiva, fue bastante bajón de cuadro). Bautizos, linchamientos y otras diversiones. Música de lo que dejó el tornado a su paso por Joplin (Missouri). Trombón y trompeta de banda balcánica, con su guitarra y su mandolina. Hasta aquí nada nuevo bajo el sol. Pero luego viene el banjo, la tabla de lavar y las cucharas, las tres cosas con cable, enchufadísimas, un micrófono hecho con el auricular de un viejo teléfono que alguien heredó de su abuelo, un serrucho y, lo mejor de todo, un bajo de una sola cuerda construido con un barreño de metal (de los de bañarse en una película del oeste con los calzoncillos puestos y frote de espalda de ramera cariñosa que guarda un pequeño revólver en la enagua) y un palo. Lo que viene siendo una cosa que ellos mismos han bautizado como «Ozark Stomp», zapateo de los Ozarks, ahora «Mudstomp» en referencia al nombre de su primera discográfica (al loro con lo que edita este sello, Tyler Gregory, The Big Idea, Under The Big Oak Tree, no lo oirás en la radio…), mezcla de blues, rock and roll y folk de los Apalaches, todo con su buena distorsión metanfetamínica para ponerte a cien (hagan el favor de empezar con el temazo «Hurry Up And Wait» o con el «Burning Building», y si no gritan y jalean es que no son humanos), algo digno de aquella gente que pululaba y sobrevivía (apenas) en Winter’s Bone, la colosal novela de Daniel Woodrell, el escritor oficial de esa dura meseta, Missouri frontera con Arkansas (se hizo también una película, Los huesos del invierno, que ganó en Sundance en el 2010, «tan grave como una mordedura de serpiente»). Pues bien, esta es la música que hacen y escuchan en esas montañas. Imposible no ponerse a pegar tiros al aire si tienes a mano un pack de seis cervezas y una escopeta.

LUCINDA WILLIAMS

The Ghosts of Highway 20
(Highway 20 Records, 2016)


Este es un disco para escuchar con nocturnidad y carretera, dentro de un coche, a poder ser a mediados o a principios de la década de 1980, dirigido por un cineasta alemán, preferiblemente de Düssesldorf, vale, sí, con guión de Sam Shepard (y Harry Dean Stanton andando por el desierto). De hecho, tiene todo lo mejor y un poco de lo peor de esa década, lo peor para mí sería el sonido casi preciosista de las guitarras de Greg Leisz (a la izquierda) y Bill Frissell (a la derecha), en ocasiones tan irritantemente aseados que más que sumar, restan. La voz de Lucinda es, sin embargo, tremenda, es el asfalto maldecido de la carretera, son los baches rellenos de alquitrán, el armadillo atropellado, el motel arruinado, las vallas publicitarias desvaídas que anuncian productos que dejaron de comercializarse a finales de los 70, café y cigarrillos. Es una voz que suena vulnerable y rota. En ella hay padres muertos y amantes perdidos. Hay cicatrices, tatuajes, traiciones y bastantes reminiscencias de un duro pasado en el Sur más profundo, allí en Lake Charles, Louisiana, antes de coger la carretera 20 en Texas y recorrerla hasta los confines más inhóspitos de Carolina del Sur. Una voz de 1500 millas. Con Flannery O’Connor, gospel y blues del Delta. Las guitarras de Frissell y Leisz, por el contrario, son la autovía recién estrenada, las luces de neón, el centro comercial resplandeciente, el olor a neumático nuevo, la estación de servicio ultramoderna, el refresco light (atmosférico lo llaman, a mí me rompe un poco la película, no quiero azúcar en mi café, lo quiero negro, negro como el armario de Johnny Cash, en palabras del gran Chuck Klosterman en aquel libro de carretera prodigioso que ya estáis tardando en leer, Pégate un tiro para sobrevivir). No puedo evitar pensar en cómo sonaría este artefacto sin ellos, o si no sin ellos, sí sin ellos tan pulcros y refinados. No se rompen, no chirrían, no chillan (parece que al salir del motel hacen la cama y esconden los preservativos) y esto debería sonar un poco más deslucido, más rasposo, más sucio. En cualquier caso la sensación no deja de ser emocionante. En «Bitter Memory» Lucinda abrasa. Mucho mejor que en su disco anterior. Yo tengo claro, es cosa mía, que este es el disco que suena, aunque por aquel entonces faltasen 9 años para que se grabase, en el coche estacionado de la canción «St. Ides, Parked Cars, And Other People’s Homes», la desoladora canción de Richmond Fontaine (el grupo de nuestro querido Willy «Vida de Motel» Vlautin). Terminar solo, en mitad de la noche, aparcado con una botella de Saint Ides, mirando casas de otra gente, coches aparcados de otra gente y jardines de casas de otra gente, escenarios de una felicidad puede que falsa pero, en cualquier caso, ajena. Y la voz de Lucinda arañando… «A la memoria de Ian McLagan, Billy Block, Al Burnetta y Lou Reed. Hemos perdido demasiada gente buena este año». Fantasmas de la Carretera 20.

DRAG THE RIVER

It’s Crazy
(Suburban Home Records, 2006)

La banda de Chad Price y Jon Snodgrass lleva dándonos gloria bendita desde que se formase allá por el año 1996 en Fort Collins, Colorado. Comenzaron con la edición de las descarnadas Hobo’s Demos y la cosa no ha hecho más que mejorar, siguen sonando maravillosamente al garaje de Jon con fondo de ladrido de perro. No se han vendido al sonido profiláctico de las grandes compañías. Nos gusta la aridez. Lo reconocemos. Su primer álbum de larga duración fue precisamente este It’s Crazy del 2006, pero la razón de que hoy lo destaquemos no es, ni mucho menos, esa. La razón es el track 3. Simple y llanamente. La canción que lleva por título «Mr. Crews». 2006 fue, por cierto, el año de la publicación de la que estaría llamada a ser la última novela de Harry Crews, An American Family: The Baby with the Curious Markings. Solo para situarnos. En efecto, Harry vive cuando la canción se graba el día 2 o 3 de marzo de 2006 en el susodicho garaje de Jon, y suena muy cruda, cruda como la misma banda y como las propias novelas de Harry Crews. Sin florituras y directa a la quijada. Como una cuchillada. En realidad, varias cuchilladas. La letra es una maravilla, versos creados a partir de los títulos y los personajes de las novelas de Harry Crews, un insuperable homenaje de 3:07 minutos, con voz, guitarra, slide y ya. Y solo por este emocionante «Señor Crews» Drag the River cuenta y contará siempre con nuestra más rendida e incondicional admiración. Atiendan si no: «Yo fui un cantante de góspel que oficiaba con serpientes, / el kárate salvó mi alma, tengo demasiadas cosas que celebrar, / apesadumbrado, dejé a mi amante llena de cicatrices, / estar desnudo en Garden Hills, /no me llevará al cielo, / pero sobreviviremos a base de sangre y sémola de maíz. // ESTRIBILLO: Señor Crews, ¿qué hay de nuevo por ahí? / Las palabras son duras y a prueba de balas / ¿Somos monstruos? ¿Somos unos pardillos? / Paletos, rechazados, perdedores solitarios. // Así que me terminé mi whisky / tenía un clavo en la cabeza reventándome los putos oídos / Candy me hacía tiritar / Herman no paraba de dar el coñazo con sus souvenirs. // ESTRIBILLO (repetir) // Su cuerpo desnudo me duele / como si corriera veneno de serpiente por mis venas. / Nunca he visto antes esta clase de belleza: / barro, sangre, amor perdido, alcohol, armas y putas». Ovación fuerte. Te queremos, Harry. Gracias, Jon. Gracias, Chad.
 

GREAT AMERICAN TAXI

Paradise Lost
(GATRecords, 2011)

A veces uno la cagaba de lo lindo por fiarse (sin saber lo que había en su nevera ni si tenía libros en casa) de una cara bonita. Ahora pasa menos, porque con internet y el abaratamiento general de los afectos, uno puede inmiscuirse, sin salir de casa ni gastar un euro, hasta en el cajón de la mesilla de noche de la gente. Algunos dirán que es bueno, que ya no nos la dan con queso (a mí me encanta el queso, aviso). Que si ahora compro un disco es porque ya lo he escuchado previamente y sé que me gusta, independientemente de su cara bonita (aunque no es cierto, pocos son los que hacen ese gesto adicional de salir y aventurarse, no cuando dándole a un simple botón puedes follártel@ gratis en casa las veces que quieras, y disculpen mi francés). Yo sigo prefiriendo cagarla. Y, más o menos, he tenido suerte. Soy muy enamoradizo, de los tiempos del vinilo, y reconozco que me puede una cubierta guapa. Y confieso que ha habido mañanas en las que me he despertado al lado de alientos horribles. En ocasiones, tras la bonita fachada (maldito alcohol, maldita noche), uno se encuentra al llegar a casa con pestilencias y ratas. Decepciones grandes. Y otras veces pasa todo lo contrario: detrás de una cubierta escombrosa encuentras oro. Pasa más lo segundo que lo primero, no me pregunten por qué. Aunque a veces suceden gloriosas coincidencias. La cara bonita resulta que en su casa tiene libros y libros molones, Harry Crews, William Faulkner, Steinbeck (¡nada de Ken Follett ni de Jodorowsky!)… Entonces, claro, vas y te enamoras perdidamente, juras amor eterno y acabas ardiendo jubilosamente en el infierno. Con la banda de Vince Herman me pasó eso mismo, allá por el 2009, en una tienda de Londres. Amor a primera vista. Muy Notting Hill todo. Fue con su segundo álbum, Reckless Habits, el de la cubierta de las monjas fumando. El tipo de la tienda sabía lo que tenía (antiguamente pasaba eso, hoy es raro) y debió verme el brillito en los ojos. Me dejó abrirlo y flipé. El álbum se desplegaba, giraba, era una feria. Quería casarme con él. El tipo de la tienda, viejo zorro, me lo puso (antiguamente también pasaba eso) y ya el flechazo fue definitivo… Blues pantanoso, bluegrass progresivo, pavoneo funky de Nueva Orleans, boogie sureño, honky tonk, gospel y un poquito del viejo y bueno rock n roll. Esos eran los nombres de mi amor. Great American Taxi, GAT para los amigos, eran de Boulder, Colorado y lo de dentro era tan bueno como lo de fuera (incluso en tamaño cd, que no da para muchas florituras). Luego la cosa se confirmaría con el tercero (los que siguen este blog ya estarán familiarizados con mi teoría del tercero), que es este que hoy recomendamos, producido nada menos que por el grandísimo Todd Snider (a quien ya invitaremos a muchas cervezas por estos cuelgues, porque es uno de los grandes y se las debemos). El disco comienza brutal con el «Poor House», sigue bien alto y al final me gusta todo, ¿qué quieren que les diga? Cuando me enamoro me enamoro con todo el equipo. Y bajo, y me mojo (porque a veces llueve), y voy hasta la tienda, y saludo al entrar (antiguamente era algo que se hacía), y toco el disco, o lo huelo si es un libro, y me tomo una cerveza bien fría mientras lo abro y lo desvirgo, y luego exagero el ritual de ponerlo y el placer de poseerlo. Y ¡qué cojones! la vida es mucho más bonita.

DEVIL IN A WOODPILE

Division Street
(BloodshotRecords, 2000)

Para empezar el año no he podido evitar viajar en el tiempo para recordar una de mis bandas favoritas. Resulta que una amiga se casó con uno de Chicago y se fue a vivir a «la ciudad del viento». Los Bulls todavía eran algo la primera vez que fui a verla (yo con el blues a cuestas, ella más o menos feliz y suburbana, no muy lejos del suburbio donde nació Hemingway: un lugar que explica el rifle y el disparo…). Luego ya no. La segunda vez nadie daba un duro por los Bulls y mi amiga se había divorciado y se había vuelto a casar y tenía una hija y su nuevo marido había muerto de repente un día al abrir la nevera y ya tenía otro tipo en el curro olisqueándole el trasero (esta vez fueron todos ellos los del blues a cuestas, yo más o menos feliz y emparejado). Y estaba el Crash Palace, hoy Delilah, el garito donde pinchaban los tipos que en 1993 fundarían el sello Bloodshot Records. Allí los oí por primera vez. Recuerdo haber estado a punto de comprar los dos recopilatorios de «country insurgente» que sacaron los de Bloodshot: For a Life of Sin y Hell Bent, pero nos habíamos gastado toda la pasta en Nashville, buscando el fantasma de Johnny Cash, y apenas teníamos para fatigar las máquinas de discos de los baretos. Claro que la culpa la tendría el dvd Bloodied But Unbowed: Bloodshot Records’ Life in the Trenches, unos años más tarde, allá por el 2006, ya de vuelta en Madrid (con Jordan empezando a hacerse con participaciones de los Charlotte Bobcats y unos Bulls renqueantes que se colaron de milagro en los Playoffs, si bien es cierto que para ser eliminados por los Miami Heat con un 4-2, aunque al año siguiente los Bulls se desquitarían con un abrumador 4-0 para caer luego contra los Pistons, cosa que ya por entonces no podía importarme menos, la NBA «post-Andrés Montes» nunca me ha interesado, 2006 fue el año en que Montes empezó en la Sexta con el puto fútbol: «¿Dónde están las llaves, Salinas?», pero ni con esas). Intento recordar y la verdad es que no tengo muy claro dónde lo conseguí, si me vino de fuera por correo o lo encontré de casualidad en alguna tienda, pero al igual que con el descubrimiento de la película Heartworn Highways, con aquel dvd de más de tres horas y media me voló la cabeza. Lo contenía todo: Bobby Bare Jr., Scott H. Biram, Paul Burch, The Detroit Cobras, Robbie Fulks, Wayne Hancock, Jon Langford, Tha Sadies, Split Lip Rayfield, The Waco Brothers, Sally Timms, Old 97s… ¿Qué hubiese sido de mí sin todos ellos? Y los 13 minutos gloriosos del A Heartbreaker Roadtrip de Ryan Adams. Pero sobre todo, mis favoritos entre toda esa apabullante lista de deslumbrantes talentos: los Devil in a Woodpile, sonido fresco y actitud punk para canciones con más de 80 años de solera, country blues, jug band, llámalo como quieras. En su día abrieron para Son Volt y dos años antes de romper abrieron en Cleveland para el legendario Ramblin’ Jack Elliott. Solo grabaron tres discos. Tres joyas. Division Street es el segundo y lo he elegido porque fue el primero que cayó en mis manos. Podría haber elegido cualquiera (en el último hasta se marcaron unas versiones de Charlie Pattom y de Led Zeppelin). Tabla de lavar, armónica, contrabajo, mandolina. Simplemente escuchad «My Baby Leavin’» y entenderéis de qué demonios estoy hablando. No se me ocurre mejor manera de empezar el año.

IMPRESCINDIBLES MÚSICA 2015

 

Si me lo volvéis a preguntar dentro de cinco minutos probablemente la lista haya cambiado, todos los discos reseñados en el BLOG son cocaína pura, de primera categoría, sin cortar. Aquí no se cuelan ratas ni laxantes. Digamos que esta es la lista de discos imprescindibles de DIRTY WORKS de las 12:41h del 31 de diciembre de 2015. A las 12:46h la cosa puede cambiar. De hecho ya ha cambiado, y son solo las 12:42h... PLAY IT FUCKIN' LOUD!
 

SAMUEL JAMES (Songs Famed For Sorrow and Joy)

LANCE CANALES (The Blessing and the Curse)

ZOE MUTH (World of Strangers)

CHRIS KNIGHT (The Trailer Tapes)

JAVI GARCIA (A Southern Horror)

LINCOLN DURHAM (The Shovel vs. The Howling Bones)

GILL LANDRY (The Ballad of Lawless Soirez)

MALCOLM HOLCOMBE (Pitiful Blues)

 

JOHN FULLBRIGHT

From the Ground Up
(Blue Dirt Records, 2012)

Podría despachar esta reseña con una sola frase y quedarme tan ancho. No haría falta más. Entre tú y yo nos entenderíamos y podríamos pasar sin más preámbulos a la siguiente pantalla. La frase sería algo así: «John Fullbright es natural (sic) de Okemah, Oklahoma». Punto. Acto seguido, el lector de esta reseña se quitaría el sombrero, se santiguaría y daría gracias a Dios por este disco. Claro que no todos son como tú y como yo (por fortuna para ellos, supongo, o para nosotros), así que no estará de más añadir algunos cuantos datos para los incrédulos, los ignorantes, los inocentes… Apuntaré que el último censo estableció en Okemah una población de 3252 habitantes con un 26,6% de sus residentes nativos americanos, concretamente de la tribu Muscogee, el Pueblo Tribal Thlophlocco. El pueblo tiene un lema. Sí. «Hogar Natal de Woody Guthrie y del Woody Guthrie Folk Festival». Añádasele Gran Depresión y muchas tormentas de polvo. Una de sus celebridades fue un astronauta, William Reid Pogue. Colaboró en varias de las misiones Apolo y estuvo a cargo del Skylab 4: ochenta y cuatro días, una hora y quince minutos en el espacio, algo no tan desolador y solitario, seguro, como un par de horas, un domingo por la tarde, con todo cerrado, bebiendo cerveza con tu novia de siempre en las afueras de Okemah. Más astronauta en Oklahoma que en cualquier otro lugar del espacio. Nada más marciano. Música para Crónicas Marcianas (de Bradbury, por supuesto, no me sean catetos). Perfectamente. Y si no que se lo digan a John Fullbright. Cantaba Lou Reed aquello de los pueblos pequeños (en relación al Pittsburgh de Andy Warhol), que cuando naces en un pueblo pequeño solo eres consciente de una cosa: te tienes que marchar. John Fullbright, que en realidad no es de Okemah, sino de una granja de ochenta acres situada en Bearden (último censo: 133 habitantes), seguro que opinaba lo mismo. En realidad, para él, Okemah era la gran ciudad, el lugar donde iba al colegio y al instituto. Había un bar al que iba a cantar con un ampli que sacaba prestado del colegio y fue allí donde un buen día debutaría en el Woody Guthrie Folk Festival. Y luego estaba Oklahoma City, la capital del estado, concretamente el Blue Door, el mítico bar donde tocó por primera vez en abril del 2008, después de haber mordido ya el polvo de la carretera militando en la banda de Mike McClure y en los Turnpike Troubadours, todo muy «red dirt», todo muy Marte. Allí, en su cuarta noche, grabaría un directo que ya es hoy pieza de coleccionista (Live at The Blue Door, tremendo) y a los pocos meses, siguiendo a pies juntillas el consejo de Guthrie que tantas bandas y músicos desoyen de manera tan lamentable («canta sobre lo que ves»), grabó su primer disco de estudio, este maravilloso From The Ground Up, en claro homenaje a la granja y a la tierra donde se crió. Así que, en efecto, bastaría con decir lo que sugería decir al principio y quedarme tan ancho: «John Fullbright es natural de Okemah, Oklahoma (bueno, de Bearden, del condado de Okfuskee, en cualquier caso)». Música de astronauta.

JULIAN PRIMEAUX (and his royal rowdy co.)

Flowers from my Bones
(Nature and Grain Music, 2008)

En algún momento del año 2013, noviembre si no recuerdo mal, anduvo por Barcelona y por La Traviesa de Torredembarra acompañando a la guitarra a otro. Al otro le hicieron más caso. Sus credenciales eran más llamativas (de él había dicho Kris Kristofferson que era lo mejor que había oído en 30 años, claro que Kris Kristofferson, ya lo sabrán, es muy sentido para estas cosas…). Por aquí, sin embargo, llevábamos ya varios años siguiéndole la pista a él, al «acompañante», del que solo dijeron que acompañaba, que acompañaba bien, eso sí, pero solo eso, también algún comentario posterior de reseñista enteradillo referente a su proyección de «joven promesa sureña». ¡Pues joder con la joven promesa! Es más: ¡Joder con lo de las jóvenes promesas, en general! Qué comentario más insustancial (es como para decir: «Tú sí que fuiste una joven promesa, o ni eso, y mírate ahora, no tan joven reseñista, te duele la espalda, sigues sin saber tocar la guitarra y perdóname si te pregunto pero ¿cuánto te han pagado por decir tamaña soplapollez?»). En fin. Bastaba con bichear un poco por ahí para saber que el bueno de Julian era nada más y nada menos que el auténtico genio creativo de los gloriosos Howdies, esa banda sureña que ensayaba «en el quinto infierno», allá en el sur de Louisiana (concretamente: en Lafayette). Literalmente, ensayaban en un tráiler en mitad del bosque con un sabueso sonriente acechando en el porche. Como quien destila moonshine en la espesura, ellos mezclaban zapateado, swing, rocabilly, zydeco, blues y country. Tremendo pelotazo. Y sonaban como Dios. Hasta que dejaron de hacerlo. Se separaron en 2012. Y dolió. Pero lo de Primeaux venía de lejos. Antes de todo estuvo la banda de su padre (y antes incluso la del padre de su padre, y la del padre del padre de su padre, y así ad infinitum): A.J. and The BadCats, en el mismísimo corazón del territorio cajun, a quince minutos del Golfo de México. Puntas de flecha en el barro. Se subió por primera vez a un escenario a los 8 años (la «joven promesa»). La cosa le viene, ya digo, de generaciones. Su sonido tiene una solera de 165 años de experiencia. Flowers from my Bones fue su primer disco con la Royal Rowdy Company y, desde que sonó en casa por primera vez en el 2008, cada vez que lo pongo (y lo pongo mucho), no puedo evitar sonreír. Es puro Pantano Atchafalaya. Canciones de azufre y llamas infernales. Mucho Jesús y Satán. Sermones eléctricos pero no de la montaña sino de más abajo, del valle, de la ciénaga, de donde chapotean y hieden las cosas del pantano. Música para una banda sonora de John Constantine. Salvo el Wurlitzer, la batería y las palmas, lo toca todo él. Incluidas las caracas y las cadenas. También produce y escribe todas las canciones. La 3 y la 5, «Red Rodeo» y el brutal «Sinners & Sisters», están tocadas al viejo estilo tradicional del One Man Band. Nada mal para un simple «acompañante».

JUMP BACK JAKE

Brooklyn Hustle/Memphis Muscle
(Ardent Music, 2008)

Bandas que en 2008 (por ejemplo), sacaron un disco glorioso que parecía que iba a sacarnos por fin del agujero, un disco que era imposible dejar de escuchar, y que luego, por causas arcanas (egos, novias, adicciones, hartazgos, abducciones, ensaladas en mal estado…), tras un par de EPs que apuntaban a otras direcciones, desaparecieron sin dejar rastro. Maldita sea. Normal que te entren ganas de convertirte en una especie de Annie Wilkes (sí, la enfermera de Misery de Stephen King). Contratar a alguien para que dé con la pista de todos los miembros del grupo. Averiguar el motivo de su silencio. Engañarlos con tretas y reunirlos en una casa apartada en el campo (a ser posible en invierno, con mucha nieve, mucho lobo y mucho bosque). Ser todo amabilidad y sonrisas. Hacerles tartas. A la menor sospecha, inmovilizarlos con pequeñas lesiones «accidentales». Mantenerlos encerrados en un sótano engañosamente confortable. Instalarles un Hammond B3, unos vientos y un par de guitarras. Obligarles a grabar un disco detrás de otro. Solo para nosotros. Bajarles la cena con una flor y matarlos si su música se vuelve cansina o si de pronto les da por ponerse nostálgicos… Al sabueso que contratemos para dar con su paradero le facilitaremos los pocos datos que hayamos podido obtener: Jake Rabinach, el líder del grupo, se largó un buen día de Brooklyn a Memphis en busca del soul de los sesenta, en busca del sonido Stax. En 2006 formó la banda Jump Back Jake y dos años después grabaron el glorioso Brooklyn Hustle/Memphis Muscle. La cosa es una verdadera fiesta, rock ‘n’ roll con aroma soul, todo maravillosamente «groovy». Por ahí dicen que es algo así como The Hawks (futuros The Band) con «feeling» de Muscle Shoals. Gloria bendita, oiga. Y antes de pagarle sus honorarios por adelantado y que se ponga en marcha le sugeriremos al detective que se escuche bien el tema «Samson» o el «Say a Prayer», qué coño, cualquiera…, para que sepa de qué clase de gente estamos hablando. Y yo ya si eso voy comprando la codeína y el hacha…

JOSHUA BLACK WILKINS

Fair Weather
(self released, 2013)

Ahora es cuando yo entro en la sala, me siento en el círculo de gente extraña, me pregunto qué demonios estoy haciendo aquí, me engaño diciéndome que solo vengo por los pasteles y el café gratis que sirven al final, o por el desenlace soñado con esa chica intrigante que asistió a la sesión anterior y que hoy, maldita sea, no se ha presentado (mi gozo en un pozo), por lo que barajo la posibilidad de marcharme sin hacer ruido, pero entonces me llega el turno y todos los presentes se dirigen a mí con sus miradas vidriosas y compasivas y no me queda otra que dar el primer paso y decir: sí, en efecto, reconozco que tengo un problema, padezco de «completismo». Cuando algo me gusta, lo quiero todo. «Todo lo de…». Sin excepciones. El menú completo, por muy enojosa y lamentable que, en ocasiones, sea la guarnición (¿tomates cherry?, ¿en serio?). Esto me ha hecho ingerir mucha basura (sigo ingiriéndola), basura de gente que ni ante el Tribunal de Núrenberg reconocería que la ha cagado con todo el equipo (el disco de reggae de Willie Nelson, los años ochenta de Waylon Jennings, los años ochenta de cualquiera, las monstruosidades navideñas de Johnny Cash, las monstruosidades navideñas de cualquiera…). Lo llevo más o menos bien. Gracias. Me estoy quitando. Metadona con Tang de naranja en vaso pequeño. Aunque es un proceso lento y doloroso: el reconocimiento de una caída (¿qué fue de Martin Scorsese, de Woody Allen, de Paul Auster, de Leonard Cohen…, de Dylan mejor no hablamos, ni de Neil Young…). La vida es muy jodida. En fin, ¿qué os voy a contar? El caso es que, afortunadamente, hay salvedades. Casos excepcionales en los que la fidelidad, año tras año, se ve compensada. Magia. Llámalo «X». Y Joshua Black Wilkins es uno de esos raros pistoleros que siempre dan en el blanco. Gente por la que siempre puedes apostar. Lo cierto es que se le conoce más por sus trabajos fotográficos. Es con eso con lo que se gana la vida. Y quizá por eso sus discos sean tan buenos. Porque no hay industria ni intención de medrar. Se los autoproduce, suele hacerse cargo de todos los instrumentos, como cuando fotografía: se defiende en solitario. Graba y fotografía sin artefactos digitales. Prefiere lo analógico, el vinilo y los instrumentos vintage. Hay en todo ello una vieja actitud punk de yo me lo guiso y yo me lo como y lo que tú pienses, la verdad, me la suda bastante. No me parto el corazón para agradar a nadie. El resultado es tosco, resuelto, crudo e inhóspito (la presentación no puede ser más parca: un trozo de cartón con el disco dentro y si te he visto no me acuerdo). Es puro East Nashville, nada que ver con el Music Row del «downtown» que retrata ese horror de serie que es Nashville. No repetiré aquí los lugares comunes que suelen soltar los entendidos a propósito de a quién recuerda su voz de barítono brusca y aguardentosa. Ya os lo podréis imaginar. Solo diré que su música suena a lo que transmiten sus fotografías: esa América del Sur profundo, clase obrera y sudorosa, de trenes perdidos. «Country noir», para los etiqueteros de turno. Y hoy destaco el Fair Weather, pero podría recomendar cualquiera de sus discos. Porque son gloria bendita. Todos. Sin excepción. Aunque ¡mierda!, anoche descubrí que me falta uno: The Girlfriend Sessions, las trece canciones que grabó del tirón, en una sola sesión de doce horas, en una cálida tarde soleada de Tennessee, con dos cintas, una guitarra, un banjo de seis cuerdas y la asistencia del violín de la maravillosa Amanda Shires (una de las artistas que tengo en la sección «¿Quieres casarte conmigo?» de mi discoteca –en la que también está Malcolm Holcombe, no se crean–). Guerra, pobreza, adicción, corazones rotos y soledad. Sin concesiones de gourmet. Sin nitrógeno líquido ni insensateces caramelizadas a lo MasterChef. Y no puedo esperar a salir de esta reseña para llamar a mi dealer. Lo necesito y lo necesito ya. Así es que me perdonaréis. Me largo. Nos vemos en la próxima. Me llevo uno de esos bollos glaseados y un café para el camino. Si se presenta la chica intrigante del otro día decidle que yo también la amo, pero que me ha surgido una cosa. Sí. Lo reconozco. Tengo un problema.

PETE BERWICK

The Legend of Tyler Doohan… and other tales of victory and defeat.
(Little Class Records, 2015)

La verdad es que ha sido un reencuentro portentoso. Se me pasaron un par de discos y un par de novelas desde aquel glorioso Just Another Day In Hell que escuché en su día hasta extenuarlo y este recientísimo The Legend of Tyler Doohan (que ya va camino de acabar igual). No sé en qué cojones estaría pensando (tanta ñoñez de por medio). Siete años que han llevado a este pionero del cowpunk (olvídate de los Scorchers, de los Beat Farmers y de los putos Long Ryders), boxeador amateur, el último de los «hardcore troubadours», desde el sello Shotgun Records hasta la imprescindible Little Class Records, una discográfica con un nombre que le viene como anillo al dedo. Poca clase, música que suena, como muy bien dijo el reverendo Keith A. Gordon, a «cerveza fría al final de quinientas millas por una carretera mierdosa, así de condenadamente bien». El reverendo no recuerda dónde conoció exactamente a Pete Berwick. Debió ser en un túnel de lavado, en la fila de de una de las muchas tiendas de empeños de Nashville o puede que durante una pelea de bar en algún callejón trasero del Music City Dive. Ya se sabe lo que suele decirse de los ochenta, si realmente te acuerdas de esa década, bueno, es que no la viviste. Las notas de prensa (de prensa muy underground, prensa muy peregrina, muy de «fuck mainstream», muy de «métete a Garth Brooks por el recto», prensa de puro corazón, prensa, en definitiva, fiable), no pueden ser más elogiosas. «Imagínense el blues de Bob Dylan mezclado con la urgencia de Social Distortion y The Clash, y se harán una idea bastante aproximada de qué va el rollo de Pete Berwick». «Berwick se ha ganado su posición entre leyendas como Hank, Waylon, Townes Van Zandt, Steve Earle y John Mellencamp. Su voz canta al corazón roto, al dolor y a la redención, y como en la vida real, los finales no son siempre felices». «Su voz descarnada y su estilo de música nos retrotraen a los tiempos de los forajidos del country como Waylon Jennings, Johnny Cash y sí, incluso David Allan Coe. Sus canciones nos relatan las historias de los héroes de la clase obrera. Si no os gusta Pete Berwick… podéis besarme el culo». «Me hace pensar en que Hank lo hubiese hecho así». Y, por último, mi favorita: «Berwick es, a partes iguales, Johnny Cash, Steve Earle, Jack Kerouac y James Cagney marinados en whisky y gasolina». El puto amo. Así que, en efecto, si no estáis ya bicheando por ahí para escucharlo, que os den.

TOWNES VAN ZANDT

The Late Great Townes Van Zandt
(Charly, 2015)

Se trata, sin duda, de un género que cuenta con auténticas joyas literarias. Recuerdo especialmente las notas que escribió Stephen King para aquel disco tributo a Los Ramones (We’re A Happy Family, 2003), probablemente lo único rescatable de aquel álbum. Y lo traigo a colación porque la semana pasada mencionamos este glorioso disco que grabó Townes Van Zandt en el 72, que acaba de reeditar el sello Charly para conmemorar el cincuenta aniversario del comienzo de su turbulenta carrera musical. Las notas de quien fuera su manager y productor, Kevin Eggers (redactadas desde una habitación del Hotel Chelsea de Nueva York), son también impagables. En ellas recuerda emocionadamente una calle y un barrio. El 54 de Remsen Street, en Brooklyn Heights. La foto de la cubierta está tomada en el salón de la vieja casa de ladrillo rojo del siglo XIX en la que vivía Kevin Eggers con su mujer (la del cuadro es su tatarabuela) y sus hijos en el 71. Desde las habitaciones de aquel inmueble se podía oler el mar. Cuando Townes no estaba en la carretera o perdido en algún lugar inconcreto de Houston, residía en la cuarta planta, en una habitación que compartía con dos periquitos. Allí compuso las canciones (entre ellas las inmortales «Pancho and Lefty» y «If I Needed You») de esta obra maestra que luego irían a grabar a Nashville, en los estudios de «Cowboy» Jack Clement. Eggers recuerda que Townes bajaba a desayunar todos los días y luego se encerraba a componer durante cinco o seis horas en su habitación. El sonido de su guitarra inundaba la casa junto al de las sirenas de los barcos que se alejaban río abajo. Aquel barrio era un sitio mágico. Townes disfrutaba de la compañía de los fantasmas de quienes habían fatigado sus calles antes que él: Thomas Wolfe, Carson McCullers y el gran Walt Whitman. No era raro toparse en la panadería con Arthur Miller, Norman Mailer o Truman Capote. Por la casa de Eggers pasaban a vaciar botellas de bourbon, tequila, whisky y oporto músicos como Johnny Winter, Jerry Jeff Walker, Dick Gregory o el matrimonio Clark (Guy y Suzanne), antes de dejarse caer por los bares del Greenwich Village (el Dug Out de Bleeker Street, donde tocaban Phil Ochs y Dylan, o el Kettle of Fish, donde una noche Emmylou Harris sorprendió a Townes nada más conocerle cantándole su «Tecumseh Valley» a bocajarro). Aquellos días en el 54 de Remsen Street fueron los más creativos y los más felices de la vida de Townes. Sus discos no se vendían, no poseía más que una vieja guitarra Martin con una funda forrada de terciopelo en la que atesoraba cristales de colores, púas, uno o dos anillos de alguna novia pasada o presente, la llave del apartamento de una amante perdida, abalorios indios y una edición de bolsillo de los poemas de Robert Frost. El sello Poppy quería echar a Townes de su lista de artistas y este álbum estuvo a punto de no grabarse. Fue el penúltimo que hizo con Eggers (el siguiente, The Nashville Sessions, jamás llegaría a editarse). El título fue una broma oscura para carcajearse del siniestro hábito de la industria musical de sacar un álbum homenaje cuando al cadáver del artista de turno aún no le ha dado tiempo a enfriarse. Típico título de disco póstumo: El Gran Fallecido Townes Van Zandt. A nadie le interesó. Y lo cierto es que Townes ya casi era un cadáver andante. La caída era inevitable. Eggers recuerda el día en que al salir del estudio, en el nuevo Cadillac de Jack Clement, Townes le ofreció los derechos de todas sus canciones por doscientos dólares. Estaba con el mono y necesitaba meterse un chute. Acabaron peleándose en la hierba. Luego estuvieron años sin verse. Cuenta Eggers que la última vez que le vio fue en Austin, en 1996, tres meses antes de su muerte. Estaba hecho mierda. Había ido a grabar un dúo con no sé qué artista a los Estudios Pedernales pero no pudo ni sostener la guitarra. Se olvidaba constantemente de la letra. Después fueron a cenar y Townes dijo que llevaba días sin comer. Al salir del restaurante recitó un poema. Se rió y la bautizó como su última canción: la tituló «Sanitarium Blues». Luego desapareció calle abajo para siempre.

CHAD ELLIOTT

Wreck And Ruin
(Chad Elliot.net, 2015)


Esta semana, coincidiendo con la reedición del The Late Great (con cuatro «bonus tracks» y un precioso «booklet» ilustrado de 20 páginas que incluye las letras y un texto de quien fuera su productor y manager, Kevin Eggers; una más de las maravillosas remasterizaciones a las que nos tiene acostumbrados el sello Charly, esta vez para conmemorar el cincuenta aniversario del comienzo de la turbulenta carrera musical de Townes Van Zandt) han caído en nuestras manos dos discos que incluyen sendos homenajes al mítico cantautor de Fort Worth, Texas. El primero nos llega desde el Yukón, Canadá, con el tema que da título al último álbum de Gordie Tentrees, «Less is More», «Menos es más», con un estribillo en el que conviven títulos y frases de temas de Mary Gauthier (de la que también hace una versión al final del disco, «Camelot Hotel») y el susodicho Van Zandt, una verdadera declaración de principios sobre la sencillez, la desnudez y la crudeza («[…] between the daylight and the dark, to live is to fly, / Christmas in Paradise, waitin’ around to die, / for the sake of the song, I ain’t got no home, if I needed you, false from true […]»). Pero el que verdaderamente nos ha puesto el pelo de punta ha sido el «Ghost Of Townes» que se pasea por el vigésimo álbum de Chad Elliott, natural de Des Moines, Iowa, producido por Ken Coomer (batería de Wilco y Uncle Tupelo) con la complicidad de los legendarios «nashvilleanos» Kenny Vaugham y Dave Roe, a la guitarra y al bajo respectivamente. Elliott procede del mundo folkie, aunque en este álbum quedan atrás esas raíces y se nos vuelve algo más rockero. A mí no me ha pasado, pero supongo que cuando un concierto de Lyle Lovett te salva por los pelos (a ti y a toda tu familia) de morir arrasado por un tornado en Oklahoma este es, más o menos, el disco que te sale.

THE MERCY BROTHERS

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Holy Ghost Power!
(Rootsy.nu, 2013)

Grabado en Lafayette, Louisiana. Nada menos que avalados por el público del Chickie Wah Wah de Nueva Orleans, ahí es nada. Góspel de tradición sureña, oscuro, gótico, aterrador, mezclado con el sonido secular del country blues. Música para levantar a los muertos. Música para caer de rodillas y elevar los brazos al cielo. La alegría de pecar y redimirse (y pecar de nuevo, ad infinitum). Música de dedo que te señala. Música de rasgarse la camisa. Música de confesar y de letanía (ora pro nobis). La misma tensión espiritual que dio lugar en su día a Jerry Lee Lewis y a Jimmy Swaggart. Música para incendiar pianos y casarte con la hija de tu primo, la de doce años. Especialmente indicada para pecadores jubilosos y arrepentidos (o no). Este es el disco que estábamos esperando. Música para sumergirse en el Jordán. «Canciones de Fe & Devoción, Amor & Desesperación. Canciones del Espíritu desde Ambos Lados». Lo mismo te invoco a Jesús que te salgo con el mismo Diablo. Predicadores afónicos desgañitándose en las ondas. Bautizos en los pantanos. Y todos a bailar. A dar saltos y gritos y a hablar en lenguas muertas. A sufrir sacudidas y convulsiones. Mucha palma, tapas de cubos de basura, Wurlitzer, Resonator, pandereta y kazoo. También banjo y trombón. Southern soul, saloon blues, rock ‘n roll… que no falte de «ná». El servicio incluye las «Llaves del Reino», «10.000 ángeles» y «el gozo de la Palabra». Música consciente de que la comida del diablo sabe a tarta. Mmmmmmm. Deliciosa. Música para apretarse el Cinturón (Bíblico). Biblias y pistolas (y moonshine). Reverendos ambulantes. Misas ruidosas en cobertizos malolientes. ¡Venid con el corazón contrito, venid al banco de las lamentaciones! ¡Venid, cojos, lisiados y ciegos! ¡Venid con el espíritu partido! ¡Venid vosotros que tenéis el alma negra de tanto pecar! ¡Venid con vuestros andrajos, vuestros pecados y vuestra suciedad! ¡Esta música os limpiará, os abrirá las puertas del Cielo! ¡Entrad y descansad! Congregaciones poseídas por sermones exaltados. Sudor y baba. Música para bailar con serpientes. ¡Aleluya!

SAMUEL JAMES

Songs Famed For Sorrow And Joy
(Northern Blues, 2008)

«El Mesías de Portland (Maine) del Blues del Delta». Así lo llamaron en algún sitio. Y a ver cómo se guisa eso. A ver qué autopista justifica una cosa tan peregrina. Recuerdo aquel artículo de Jesse Hughey en un Dallas Observer de hace seis años, a propósito de la autenticidad. En la adaptación del glorioso cómic de Daniel Clowes, Ghost World (2001), Steve Buscemi está en uno de esos infernales sport-bars tratando de escuchar a un viejo y desconocido bluesman, Fred Chatman (J. J. «Bad Boy» Jones, en la vida real) que está desgañitándose en el escenario por encima del ruido de la barra y el estruendo de la jukebox. En un momento se le acerca a Steve una chica a la que le «encanta el blues» y Buscemi, muy pedante, le explica que lo de Chatman, más que blues, podría clasificarse de forma más ajustada como ragtime, porque el blues auténtico tiene una estructura más convencional de estrofas de doce compases. Entonces la veinteañera le dice que si le gusta el «blues auténtico», que espere a oír a los Blueshammer en cuanto acabe ese carcamal: cuatro chavales blancos guapetes (californianos) que la emprenden ruidosamente con un tema sobre lo jodido que es trabajar en los campos de algodón: la prueba viviente de que los doce compases no son prueba de autenticidad ni por asomo, como lo demuestra (y esto ya a título personal) el coñazo de Stevie Ray Vaugham y sus mil infames imitadores. La autenticidad es otra cosa. Y Samuel James la tiene. Le rebosa por los poros, aun hallándose a cientos de kilómetros del Delta, muy lejos de la autopista 61. Estilo pre-Segunda Guerra Mundial, ragtime, Delta Slide Guitar y country, mezcla de nuevo y tradicional (bisnieto de esclavos, nieto de bluesman e hijo de un pianista profesional), multi-instrumentista, ya sea a cargo de su seis cuerdas, su doce cuerdas, su resonator o su banjo (le gusta tocar solo), Samuel quedó huérfano a los doce años, una dura adolescencia de negro en casas de adopción de Portland Maine (paraíso de los blancos) antes de reunirse con su padre a los 17: eso es blues y no todas esas gilipolleces impostadas que nos venden con sello de House of the Blues (nosotros siempre hemos sido más de Fat Possum). Este Songs Famed For Sorrow And Joy fue el álbum con el que se dio a conocer. El comienzo de una gloriosa trilogía de Blues Norteño. Historias con finales a lo O’Henry. Los títulos de los temas son impagables: «The “Here” Comes Nina Country-Ragtime Surprise», «Sugar Small House And The Legend Of The Wandering Siren Cactus» o «Runnin’ From My Baby’s Gun, Whilst Previously Watchin’ Butterflies From My Porch». Sí.  «El Mesías de Portland (Maine) del Blues del Delta». Y mucho más que eso.

DAVID RAMÍREZ

Apologies
(Sweetworld Music, 2012)

Acaba de salir el Fables, su tercer disco, y en los tres años que han pasado desde este descarnado Apologies las cosas han cambiado. Hubo una crisis, quiso alejarse, poner tierra de por medio, sintió la presión de la industria y mandó todo a paseo. No quería meter más ruido en el mundo. Lo fácil habría sido ofrecer más de lo mismo, pero habría sonado falso porque, como digo, las cosas han cambiado. Ahora hay más gente en la ecuación (aparte, ya hay bastantes idiotas impostados, disfrazados de llaneros solitarios, inventándose dramas desde sus cómodos sofás y cantando acerca de traiciones y carreteras que jamás han padecido). La vida del trovador errante, es cierto, tiene su halo romántico. Y David Ramírez se dedicó precisamente a eso durante más de diez años: a estar solo y aislado, sin banda, sin manager y sin compañera. Ni siquiera un perro. Solo carreteras y cigarrillos (como en la canción de Son Volt; Jay Farrar, claro, he ahí uno que sabe de bandas y soledades…). En ocasiones, abrió conciertos para grupos que admiraba. Y envidiaba el sentimiento de camaradería que detectaba cuando se disponían a salir al escenario. Permanecía entre bambalinas, tras su set de seis o siete canciones, apurando su cigarrillo, solo. Más tarde, lo afirmaría: eso era lo que quería, lo que en el fondo sueña cualquier chaval que se pone a ensayar en el garaje: una banda para comerse el mundo (un bocado muy triste si no lo compartes con nadie, ni siquiera con un perro). Así que, en efecto, esa vida de trovador solitario puede tener su halo romántico, pero cuando un día el cuentakilómetros de tu Kia Rio marca 260.000 millas, la novedad y el romanticismo comienzan a perder su atractivo… En Fables hay amor y hay amigos (y puede que un perro). Por eso tardó tanto en sacarlo. Hay familia. En Apologies no. En Apologies no hay ni perro. Apologies es el disco de aquellos años de cigarrillos y carreteras. Un disco brutal. El «Chapter II» con que empieza pone el pelo de punta («enterrado bajo todas las mujeres y el alcohol / hay un hombre al que conozco que se avergüenza de lo que he elegido»); cómo entra la armónica, la pedal steel y la percusión en el minuto 02:00 (brrrrrr)… Pero es en el tercer corte, «Stick Around», donde David Ramírez nos pone al descubierto todo su anhelo y su desamparo: «Hoy voy a subirme a ese tren, / no tengo a dónde ir ni ninguna razón para quedarme. / En cuatro años he viajado ciento sesenta mil millas / y el viento sigue tirando de mí. // Puede que me vaya porque voy buscando algo, / puede que me vaya porque algo me busca, / puede que me marche porque aún no he encontrado a nadie / que me mire a la cara / y me diga: // Quédate. / Te quiero a mi lado. / Quédate. / No hay ningún motivo para irse, / el camino ha sido duro pero yo nunca te haré daño. / Quédate. // Postales y mapas de carreteras, / callejones vacíos, cigarrillos, / cinco millas hasta el próximo desvío / y luego a cantar frente a una sala llena de extraños. // Echo de menos a mi familia. / Echo de menos a mi hermano. / Me pregunto si su hijo llegará a conocerme algún día. / Me pregunto si llegaré a tener un hijo algún día. / Ojalá alguien me retuviese y me dijese: // Quédate. / Te quiero a mi lado. / Quédate. / No hay ningún motivo para irse, / el camino ha sido duro pero yo nunca te haré daño. / Quédate. // Hoy voy a subirme a ese tren, / no tengo a dónde ir ni ninguna razón para quedarme. / En cuatro años he viajado ciento sesenta mil millas. / Quizá algún día… // me quede». Fables es el disco del día que se quedó. Y es también de nivelazo, aunque duele menos que este Apologies. Me disculparán.

GABRIEL SULLIVAN

By The Dirt
(Fell City Records, 2009)

Cuando, con apenas veinte años, Gabriel Sullivan surgió de la escena punk de Tucson (Arizona) con este disco, no tardó en caerle el sambenito de imitador de Tom Waits (los que afinan más se retrotraen a Howlin’ Wolf o al Captain Beefheart). No hubo un solo reseñista que no tomara su voz (¿qué demonios había estado bebiendo o fumando este chico?) como símbolo y prueba de su infamia. Bendita infamia, por otro lado. Recuerdo muy bien la imposición (porque no fue una recomendación, nunca lo fue y sigue sin serlo) de la chica de la pequeña tienda de discos de Salt Lake City (una tienda imposible, en una ciudad vacía, post-Sundance –aquí como sinónimo de post-apocalíptica–), en el invierno de 2010. La tienda estaba llena de tesoros (entre ellos el por aquel entonces descatalogadísimo Greetings From Wawa de los Old Crow Medicine Show). Yo debía ser el único cliente de ese día, de esa semana, de ese año. Lo más mainstream que quise llevarme fue el Glitter and Doom de Tom Waits (más por cariño que por devoción, la verdad). El caso es que la chica del mostrador, que estaba leyendo el Motel Life de Willy Vlautin (lo que me hizo desear preguntarle si quería casarse conmigo), me dedicó una mueca diferente por cada disco que fue marcando en la caja. Creo que al final aprobé el examen. Pero al llegar al de Tom Waits, me miró, lo apartó a un lado haciendo un chiste fácil con su apellido que aquí no repetiré, salió de detrás del mostrador, fue hasta el final de la tienda y volvió con una copia del disco que hoy reseñamos diciéndome: «Si te gusta Tom Waits, llévate mejor esto». Me fié de ella. Sigo haciéndolo («pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión»). El disco de Gabriel Sullivan me fascinó desde el primer momento. Entre los músicos que colaboraban estaban Nick Luca y Joey Burns, de Calexico. Y las dos versiones que se marcaba eran irreprochables: un tema del mítico Chris Gaffney (que en gloria esté) y de Rainer Ptacek, compadre de Giant Sand (también tristemente desaparecido). Puro «Desert Noir» (sea eso lo que sea, me lo acabo de inventar, pero suena exactamente a lo que tendría que sonar algo que se llamase así: hay blues, hay góspel, hay country y hay rock ‘n’ roll, pero sobre todo hay desierto, hay oscuridad, hay bourbon, hay percusiones con piezas de automóvil y hay frontera). El Glitter and Doom de Tom Waits me lo compraría luego, de vuelta a España, en la sección de discos de unos grandes almacenes. Lo oí el día que lo compré y no he vuelto a escucharlo. Sin embargo, este By the Dirt no dejo de oírlo. A modo de apéndice solo añadiré que, de vez cuando, aún me sigo encontrando en el buzón un paquete con sello de Salt Lake City, Utah, USA.

PARKER MILLSAP

Parker Millsap
(Oklahoma Records, 2014)

Trato de encontrar una explicación racional. Me digo: Oklahoma. Claro. (Labor Omnia Vincit, según reza el lema del estado, música de currantes en paisajes desolados…). Y no solo Oklahoma, sino la pequeña localidad de Purcell (okies, Dust Bowl y el bueno de Woody, por supuesto). Añádasele los coros de una iglesia Pentecostal (himnos en el templo y Taj Mahal y Clarence Gatemuth Brown en casa). Una guitarra regalada a los ocho o nueve años, el aburrimiento, horas muertas sin nada que hacer y un cierto espíritu pionero hasta en el modo en que te lavas los dientes por la mañana. En una entrevista le preguntan por sus influencias y cita a John Steinbeck y a Kurt Vonnegut. Dice que en su lápida pondrá: «Fue culpa de ellos». Y la cosa empieza a cobrar cierto sentido (aunque tampoco tanto, porque yo también tuve una guitarra a los ocho años y leí a esos mismos autores con fruición, y sigo sin ser nominado al premio al Artista Emergente del Año que da la Americana Music Association). Como tantos otros, crea una banda de versiones en el instituto, Fever in Blue (con un colega con el que sigue tocando hoy), para ligar y soñar con no ser un «Okie de Muskogee». Al graduarse emprende un viaje iniciático al norte de California para visitar el Prairie Sun Recording, el estudio donde Tom Waits grabó el Bone Machine y el Mule Variations. Luego vuelve a Oklahoma, se pone a escribir y graba con su colega del insti un disco acústico (Palisade) que se dedica a vender desde la parte posterior de su camioneta. Poco después hay un viaje a Nashville para tocar en el Tin Pan South, el prestigioso festival de songwriters, donde deja patidifuso al manager de los Old Crow Medicine Show, que no duda ni un segundo en contratarlo para abrir los próximos conciertos de la banda. El resto de la historia va muy rápido: Parker Millsap graba este disco que lleva su nombre y al poco tiempo de salir, al otro lado del océano, muy lejos de Oklahoma, voy yo y lo compro porque me lo recomienda mi amigo el entendido en su pequeña tienda de discos (detrás de Callao, en la calle de las Conchas, para más señas), llego a casa y lo pongo sin mucha fe en el reproductor mientras me quito las botas, escucho los dos primeros temas (atención al «Truck Stop Gospel»), me vuelvo muy loco, indago un poco por internet y, sin poder dar crédito a lo que estoy escuchando, trato de encontrar una explicación racional. ¡¡¡El tipo tiene solo veintidós años!!! Joder. Si me pongo a pensar en lo que estaba haciendo yo a esa edad se me cae el alma a los pies. Y es en ese momento cuando, para no cometer un homicidio y aliviar mi sufrimiento moral, me digo: «Oklahoma. Claro. (Labor Omnia Vincit, según reza el lema del estado, música de currantes en paisajes desolados…). Y no solo Oklahoma, sino la pequeña localidad de Purcell (okies, Dust Bowl y el bueno de Woody, por supuesto), etc…».

LANCE CANALES

The Blessing And The Curse
(Music Road Records, 2015)

Lo fácil es recurrir a Tom Waits, por lo de la voz aguardentosa y el origen californiano. A mí me suena más a un Mark Lanegan sin edulcorar aún por el pop y el calificativo de bestia de no sé qué bella (lejos quedan los Screaming Trees, cuando, en efecto, Lanegan era más bestia que bella). Un sonido áspero y brutal. Lo llaman Native Americana (e incluso Latin Rebel: gilipolleces de hoja promocional), por lo de su origen latino, supongo, por lo de los espaldas mojadas, por lo de los cadáveres ahogados a orillas del Río Grande, por lo de la patrulla fronteriza, por lo de las declaraciones del imbécil de Donald Trump, por lo de los coyotes royendo huesos humanos… Tamales sangrientos. Aunque una cosa es segura: Lance Canales ha estado allí, lo ha vivido, ha nacido y se ha criado en los graneros de las colinas de Central Valley, California. Trabajo duro, chamizos, braceros, César Chávez, el Pueblo Cucaracha, Woody Guthrie, Tom Joad, alcohol de contrabando y carreteras… Crecer enfurecido escuchando heavy metal en un granero, entre bostas de caballo y una madre Holly Roller que te arrastra todos los días a la iglesia pentecostal. Confiscarle la guitarra a tu hermana y planear la huida con mucho góspel para, un buen día, pasar del hardcore al blues, porque no hay nada más hardcore que el blues, nada más hardcore que una cigar-box guitar y el fingerpicking del reverendo Gary Davis (¡Amén!). Años de tocar solo y dando tumbos por el basural norteamericano. Un disco en solitario, These Hands (2008), y otro con cómplices, los contundentes Flood, Exit (2012), hasta llegar a este brutal The Blessing And The Curse, de nuevo sin los Flood, pero en compañía de otra gente que tampoco está mal para atracar un banco. Produce Jimmy LaFave con mucha más suciedad que en sus propios discos (¡bien!) y colaboran el grandísimo Ray Bonneville, Eliza Gilkynson y Joel Rafael (de quienes ya daremos buena cuenta en este blog, porque son muy de los nuestros). Tremendo como abre y cierra el disco. Tremendo el Weary Feet Blues con esa percusión de pasos fatigados bajo el sol, tremenda la versión del Death Got No Mercy del reverendo Gary Davis y tremenda (insuperable) la versión del Deportee de Woody Guthrie. Música que no toma prisioneros.

ZOE MUTH

World of Strangers
(Signature Sounds, 2014)

Otra vez diana. Y van tres de tres. Se confirma. Es oficial. La amo. Pienso en mis musas del pasado. Todas han acabado siendo, en mayor o menor medida, decepcionantes (bueno, no todas, Nancy Griffith sigue siendo irreprochable, sigue poniéndome los pelos de punta): a Emmylou ya no hay quien la aguante (esos tecladitos, esos discos sin alma en compañía de Rodney Crowell…); Patty Griffin que, desde que se unió al pesado de Robert Plant, anda haciéndose unas sesiones de fotos muy raras, y aunque me duela confesarlo (aún no he escuchado el último –me da miedo, ya os contaré, aunque creo que puede haber esperanza porque el 23 de agosto de 2014 The Independent dio la noticia de su ruptura con Plant–) sus discos han perdido fuelle, (mi Patty, con lo que yo te he querido, hubo un tiempo en que hasta quise dejarlo todo y casarme contigo, pero claro, yo no era el vocalista de Led Zeppelin…); Lucinda Williams (o el aburrimiento –aunque en vivo, lo contrario de en muerto, sigue siendo tremenda–), y mejor no me pongo a hablar de la sección geriátrica animada en plan crucero Cocoon por ese Jack White tan denodada e inútilmente optimista… Por eso, la aparición de Zoe Muth (como también en su momento la de la deslumbrante Eilen Jewell, que sigue sin bajar el pistón, ¡Aleluya!), la chica del noroeste, la chica del estado de Washington, bautizada en sus inicios como la «Emmylou de Seattle», resulta tan emocionante. Zoe comenzó tocando en bares por la propina, y con eso y su escaso sueldo de maestra de preescolar se produjo su primer disco, el maravilloso Zoe Muth and The Lost High Rollers (nombre sacado del tema de Townes Van Zandt No Lonesone Tune: «You’re the sweetest thing I’ve found / All your lost high roller’s rollin’ home today»). Para su segundo disco, se instaló con los High Rollers en el Starlight Hotel («cuando me dijiste que nunca habías escuchado a John Prine / enseguida supe que no merecía la pena perder el tiempo contigo»: ¡Amén!) y, después de grabar un EP en 2012 (Old Gold) y afincarse definitivamente en Austin (Texas) en 2013, ha logrado superar con creces la difícil prueba del tercero con este portentoso World of Strangers (en el que encuentro, para mi gran sorpresa, al gran Eric Hisaw a la guitarra en el Waltz of the Wayward Wind). Suele decirse que hay que esperar al tercero. Tras un comienzo deslumbrante, suele tolerarse un segundo trabajo más o menos igual, puede que un pelín más deslucido, resacoso, como de ideas descartadas del trabajo anterior, o incluso completamente distinto, hasta se le concede benévolamente cierto pábulo a la experimentación, por ridícula o extraña que sea, siempre se da un voto de confianza cuando ha habido un despegue tan fulgurante, pero es con el tercero donde uno/a se la juega todo a una carta y, ya digo, en el caso de Zoe: otra vez diana. Solo añadir que en el tema que cierra el disco, What Did You Come Back Here For? he creído identificar la sombra gratificante de Nancy Griffith, y no se me ocurre que pueda existir una sombra mejor en el mundo. Los pelos como escarpias. La amo (¿ya lo dije?).