CASEY CAMPBELL

c/o General Delivery
(Casey Campbell, 2015)

Ser de un sitio (o no serlo). Me pregunto si eso significa algo, determina algo, te acaba marcando, te condena… Cincinnati, Ohio. «The Queen City, «La Ciudad Reina». En su día «Porcópolis», por lo de haber sido allá por 1835 el mayor centro logístico del país para el envío de cerdos. «Reina del Oeste» según Longfellow, punto importante en la huida de los esclavos hacia la libertad, «La ciudad interior más hermosa de los Estados Unidos» según Winston Churchill (al parecer en referencia a sus parques), «Cincy» para los amigos… Ser de ahí. Como Steven Spielberg o Charles Manson, o como Doris Day y Tirone Power. ¿Hay algo que les une? ¿Hay algo que a nosotros, desde tan lejos, se nos escapa, pero que para cualquiera de allí sea tan evidente como para decir: «Claro, Cincinnati»? ¿El río? ¿La cerveza? Puede que sí. Esta carta de Casey Campbell nos llega desde allí. Diez canciones, todas suyas (co-escritas con Stephen J. Williams, un amigo de Alabama), todas menos una, la de Woody Guthrie, «900 Miles», que empieza diciendo: «Voy por este camino / Tengo lágrimas en los ojos / Estoy intentando leer esta carta que me ha llegado de casa». Canciones, sobre todo, acerca de lugares en los que uno no está y en los que desearía estar hasta que quizá llega allí y le vuelve a entrar la ansiedad de largarse… En los agradecimientos cita a su familia, por comprenderle siempre, dice, incluso cuando no le comprendieron. Claro que de eso va precisamente lo de la familia (y si no que se lo pregunten a Manson). Los echa de menos y les promete que pronto volverá a casa. Es su primer disco y no se entiende. Me llega por referencias cruzadas con Jason Isbell, Hayes Carll y Sturgill Simpson. Género: Folk, pero con una denominación muy marciana: «Country-and roots-inspired folk rock with a crooner’s edge». Ahí es nada. Ni caso. Sin embargo, hay momentos en que me recuerda a Steve Young. «August 1, 2011». Tremendo. Y momentos en que me recuerda a Steve Goodman. «Where I Want To Live». Genial. Eso sí. Y lo de que no se entiende lo digo porque no se puede entender que alguien con semejante talento haya salido así, de repente, de la nada, por mucho que esa nada sea Cincinnati, la «Reina del Oeste». Así que indago, pero apenas hay información. Primero estuvieron los Buffalo Wabs & The Price Hill Hustle, de corta existencia, banda de honky tonks y sesiones de micrófono abierto. Un disco (Revival) y luego un EP (Nothin’ Like a Lincoln). Muy Woody Guthrie y muy Mississippi John Hurt. Y ahora, de pronto, este c/o General Delivery en solitario. Me encanta la definición que él mismo hace de lo suyo: «cry-in-your-beer country». Buena etiqueta (me la apunto). Dice que el álbum pretende ser «como un ciclo de marea, flujo y reflujo, como una historia que serpentea en la noche». «Hay muchos recuerdos envueltos en las letras», sigue diciendo, «viejos amigos que ya no están, amores cuya llama hace tiempo que se extinguió, gentes y lugares que existieron para iluminar un momento importante. Para mí, este disco apenas se diferencia de un álbum de fotografías de cosas que ya casi ni recuerdas». Lo cierto es que enciendo la radio y oigo toda esa mierda. Mierda o viejas glorias. Aniversarios cansinos. Como si todo estuviese ya muerto. Pero no. El crisol es inmenso. Y hay gente joven muy flipante surgiendo a diario, haciendo una música increíble. Incluso en lugares tan improbables como Cincinnati, Ohio.

 

 

CHUCK RAGAN & AUSTIN LUCAS

Bristle Ridge
(Ten Four Records, 2008)


Lo leí una vez, no sé dónde, y me encantó. Venía a decir algo así como que siempre llega un momento en que el líder de una banda punk y su perro (y si no, al tiempo) se calman, dejan de ladrar, se compran (o roban) una guitarra acústica y emprenden una carrera de «alt-folk/country» en solitario (lo que me vuelve a traer a la memoria a los imprescindibles Two Cow Garage, cuando Micah Schnabel, en «Swingset Assassin» canta aquello de «But in the end punk rock / just left me empty and alone»). La cosa no siempre funciona (es una prueba de fuego que bien puede terminar en el suicidio, real o metafórico, mejor el primero, desde luego: hay gente a la que no se le puede sacar del berreo –salvo con una pistola–), pero hay casos gloriosos. Casos como el de estos dos infatigables pistoleros. Chuck Ragan (y su perro, y su barba, y su pasión por la pesca) desde la mítica banda de Gainesville, Florida, Hot Water Music (sí, en efecto: Bukowski), formó la banda de country/folk Rumbleseat antes de debutar con su disco en solitario Feast Or Famine. Austin Lucas, por su parte, (hijo del productor de Alison Krauss: normal que se volviera punk) militó en las bandas Twenty Third Chapter, Rune, K10 Prospect y Guided Cradle antes de emprender su carrera en solitario con sonido de grillos y ladrido de perro al fondo (como en el majestuoso Somebody Loves You, editado en 2009 por Suburban Home Records, un año después de la joya que hoy reseñamos). De sus avatares en solitario ya hablaremos en próximas entradas (y sí, ya lo sé, me doy cuenta de que escribo dos blogs simultáneos: este y otro inexistente, futurible, al que voy emplazando todos los discos que me da por referenciar de paso al hablar de otros, cada dos por tres; prometo cumplir). De esos, como digo, ya hablaremos más adelante. Hoy queremos hablaros de esta feliz alianza. Dos cabalgan juntos. Ya lo habían hecho un par de años antes, en un siete pulgadas con los temas «Oakland Skyline» y «Don’t Cry If You’ve Never Seen The Rain», pieza de coleccionista, así como en el recopilatorio, más localizable, de las Blueprint Sessions. Que acabara sucediendo este Bristle Ridge estaba cantado. Más que una colaboración o disco mano a mano es, como ellos mismos reconocen, «una sociedad de admiración mutua». Por un lado, las canciones de Ragan, con su voz potente, aguardentosa, todavía conservando el viejo ladrido de «Música de Cañerías», y por otro las de Lucas, con su voz aparentemente frágil y llorosa, y su demoledor efecto bisturí. El modo en que por momentos aúnan fuerzas y sus voces se solapan es verdaderamente conmovedor. Nuevas historias de personajes errantes y solitarios. Banjo, mandolina, violín y percusión. Música devastadora de viejos punks enojados que, un buen día, se lanzaron a la carretera, solos y desenchufados. Y, por supuesto, siempre con el apoyo moral de Flicka, el perro de la foto de dentro, indispensable.

 

 

SLOBBERBONE

Bees and Seas: The Best of Slobberbone
(New West Records, 2016)

Nunca he entendido muy bien la dinámica que hay detrás de los discos de «The Best of…». «Lo mejor de…» ¿según quién? ¿Según los propios artistas? ¿Según los directivos de la discográfica? ¿Según un crítico entendido? ¿Según un chimpancé? ¿Según mi madre? ¿Según la tuya? ¿Según las dos un día que quedaron? En cualquier caso, criterios de dudosa credibilidad para un asunto, como poco, tan subjetivo. Con los discos de «Greatest Hits» no pasa lo mismo, un hit es un hit y seguirá siendo un hit, aquí y en la China Popular (aunque lo de ser un «hit» no sea garantía de nada bueno en este mundo tan miserable en el que, sin ir más lejos, una banda tan gloriosa como está jamás obtuvo uno, ni nada que se le pareciera). Así que está claro que un «The Best of…» es, para empezar, una soplapollez bastante peregrina. Y mucho más cuando se trata de un grupo con una discografía tan escasa (hay artistas con más de siete u ocho discos con lo mejor de sí mismos, todos sabemos quiénes, se podría hablar hasta de una suerte de género infecto, pero no merece la pena extenderse mucho en esto). Bastante más simpático sería un buen «Lo peor de…» o un «Lo regulero» (según tu madre o la mía, el díaese que quedaron). Vamos, que todo es igual de absurdo… Y en el caso de Slobberbone la cosa se complica. Porque un «The Best of» de esta gente debería tener, como mínimo 46 cortes, es decir, todo lo que grabaron en estudio (4 discos). Porque, sencillamente, todo es lo mejor, lo pilles por donde lo pilles. En esta compilación, comentada por Patterson Hood, de los Drive By Truckers (con quienes giraron varias veces), hay nada menos que 18 temas. No está mal. Aunque perfectamente podrían haber sido otros 18 o 20 distintos. Greil Marcus y Stephen King estarían de acuerdo conmigo. En varias ocasiones han manifestado su admiración por este grupo. Y no es que nos importe mucho (aunque nos fiemos más de lo que diga King que de lo que diga Marcus, la verdad sea dicha). Otra cosa diferente es que lo diga nuestro querido Larry Brown. Porque resulta que este era su grupo favorito. «Little Drunk Fists» (el corte 8) está inspirado en un relato de Larry que Patterson Hood dice no recordar en las «liner notes», pero que se trata de «Kubuku Rides (This Is It)», de su primer libro de cuentos, Facing the music, y hay otro relato en el que el personaje va escuchando en el coche un cassette de Slobberbone y una conversación en una cocina en Billy’s Farm en la que se subrayan los méritos de esta fantástica banda. De hecho, Brent Best, líder de los Slobberbone contribuyó con una canción («Robert Cole») en el disco homenaje que se le hizo a Larry poco después de su muerte (Just One More, disco que ya hemos reseñado en este blog) y siempre ha afirmado que sus influencias como «songwriter», más que de músicos contemporáneos, le han venido del «Southern Gothic», de autores como Harry Crews, Flannery O’Connor y, por supuesto, el más grande de todos ellos: Larry Brown (de hecho sus canciones son como relatos, muy «blue collar», que podrían haber sido firmados perfectamente por el propio Larry). Ellos son de Denton, Texas, y suenan mucho a banda que empezó tocando en garitos a cambio de cerveza. En su día los compararon con Uncle Tupelo y Whiskeytown. Les dan mil vueltas.

 

ANDREW ADKINS

Wooden Heart
(Big River Records, 2016)

Hay un Andrew Adkins que sí y hay un Andrew Adkins que no. Buscas a uno y te sale el otro. El que no, es de Ohio, y sale más. El que sí, es de West Virginia. Hablaremos de este último. Al otro que le vayan dando. Llegué al que sí a través de un comentario de mi queridísima Amanda Ann Platt (la cantante de los Honeycutters, grupazo del que ya hablaremos en otra ocasión). Cualquier cosa que diga Amanda Ann Platt, voy yo y me lanzo sin pensarlo. Esto es así (me tiene en sus manos). Así que me pongo a indagar, me topo con el que no y, claro, no entiendo nada. Pero insisto, Amanda no puede habérmela pegado, añado a la búsqueda las montañas de West Virginia y por fin me sale el que sí, y la cosa se aclara. Amanda sabe de lo que habla. Reconozco que el primer impulso que me lleva a escuchar a este tipo no puede ser más peregrino. Veo la cubierta de Wooden Heart y solo pienso una cosa: ¿a qué sonará alguien que coge así la guitarra (alguien, además, que ha perdido sus botas)? Desde el primer corte me convence. Tremendo. Esto suena a descarte de Heartworn Highways. No puede ser, me digo. No puede haber surgido así, de la nada (aunque a veces ocurre, y es maravilloso, y las modas pasan, y todo el mundo se apunta al banjo y a la mandolina y se deja barba, pero enseguida se les pasa, aunque, por fortuna, el círculo de A. P. Carter no se rompe y no dejan de surgir artistas increíbles). Bicheo y veo que no, que hay un disco anterior, The Long Way To Leaving, de 2014, y un grupo con el que se estrena en el 2008, The Wild Rumpus, una gloriosa banda de lo que ellos mismos han bautizado con la etiqueta de Appalachian Stompgrass (entre otras cosas, porque hay rock y hay swing en la mezcla; un zapateo en el pasado y un zapateo en el presente… yeeeehaw!), con quienes ya ha grabado tres discos (también sobre estos volveremos más adelante, porque sus tres discos ya están en camino, ayer alguien los metió en un sobre en una oficina de correos de Fayetteville, West Virginia, USA con destino a: mi casa). Un auténtico storyteller. Está la huella de John Prine en las letras y se detecta la sombra de Guy Clark en esa cosa artesanal, sutil y delicada, de construir una canción. «Una cosa es ser escritor», ha dicho Adkins, «y otra tener que escribir». Él tiene que hacerlo. Es una necesidad. Hay un anhelo distante y una suerte de soledad en su voz, pero también un sentido de pertenencia y de humildad. Y no falta el humor, el sarcasmo, como muy bien señala Tim O’Brien (otro glorioso virginiano). Sin duda, es uno de los nuestros. Y uno de los descubrimientos más jubilosos de este año. Y porque de bien nacido es ser agradecido: gracias, Amanda, la siguiente corre de mi cuenta.

GUTHRIE KENNARD

Matchbox
(Rango Records, 2009)

Sí. Lo sé. Nos pasó esta misma semana con la infame cubierta del disco que acaba de sacar Steve Earle con la Colvin. Y ahora no se me ocurre otra cosa que salirme con esta tremenda oda al mal gusto. Pero lo hago conscientemente y en plena posesión de mis facultades, solo para demostrar una vez más lo que tan bien cantaba Bo Diddley en aquel viejo tema de Willie Dixon: «You can’t judge an apple by looking at a tree / You can’t judge honey by looking at the bee / You can’t judge a daughter by looking at the mother / You can’t judge a book by looking at the cover». Lo mismo puede decirse de las cubiertas de los discos. Y sí, reconozco que esta podría llevarse la palma. Pero produce Ray Wylie Hubbard (y toca la guitarra en varios temas), así que había que darle una oportunidad. Que conste que al principio no las tenía todas conmigo, pero os aseguro que, después de escucharlo, el horror de la cubierta comenzó a cobrar cierto sentido (si bien es cierto que un sentido algo arcano y, vale, sí, puede que bastante forzado por el cariño). Porque resulta que nos encontramos ante un auténtico vagabundo. Y, claro, la intemperie no da para mucha floritura. A los 14 años se fugó de casa y formó mil bandas de vida efímera. Tocó para músicos de lo más variopinto. Desde su Virginia natal hasta Texas, pasando por innumerables «juke joints», zanjas de pesca y caminos polvorientos. Mucho pantano y mucha resaca. El caso es que, después de oírlo, música de perros apaleados, resulta casi imposible imaginar al bueno de Guthrie Kennard, con su buena pinta de «homeless» fatigado, preocupándose por algo tan banal como la cubierta de un disco. Incluso la propia existencia del disco parece una cosa absolutamente casual y prescindible. En cualquier caso, ¿qué más da la cubierta? Lo que importa es lo de dentro. El sentimiento. Lo que importa es el escenario, la guitarra, la canción y lo poco que quede después de descontar lo que quiera quedarse el dueño del garito, que luego te lo gastarás, esa misma noche, allí mismo, en cervezas y chupitos, antes de emerger a la hiriente luz del día, de nuevo sin blanca en los bolsillos… Claro que si resulta que hay un amigo borrachín o una camarera que sonríe con casi todos sus dientes, que dice ser diseñadora en sus ratos libres, artista de alguna clase, y que te podría hacer una cubierta fantástica para el disco, pues venga, ¿por qué no? No serás tú quien le quite la ilusión a la chica (o al borrachín de turno del otro extremo de la barra que es tu mejor amigo desde hace más o menos cinco minutos), aunque al final nos salga con una fantochada de este calibre. Como para poner en los créditos: «Diseñado por el enemigo». Pero la verdad es que, al final, desprende cierta desoladora y descarnada ternura. Huele a motel de 20 dólares con agujeros de cigarrillo en las sábanas, manchas raras en las paredes, máquina de hielo que no funciona, jadeos y sacudidas en la habitación de al lado, guiño de ojo (simple molestia o tic de nacimiento) de la chica (parece una chica) que trabaja de cajera en la tienda de la gasolinera donde has comprado un pack de seis cervezas de las más baratas y una bolsa grande de Cheetos, croar de ranas, presencias esquivas en el aparcamiento y animales grandes que husmean en la basura mientras vuelves a tu habitación vacía con un picor que no te gusta nada en la ingle… que es exactamente a lo que suena este disco.

WACO BROTHERS

Going Down In History
(Bloodshot Records, 2016)


La cosa empieza en Inglaterra a finales de los setenta, con unos estudiantes de arte en la universidad de Leeds y un personaje de un cómic de Dan Dare: The Mekon, el malvado habitante de Venus, archi-enemigo del susodicho Dan Dare. Los chavales deciden formar una banda con ese nombre: The Mekons, la cosa les sale muy punk (es la época de Gang of Four y de Delta 5) y su primer single es una sátira del «White Riot» de The Clash, «Never Been in a Riot». Luego, en los ochenta, aparecen Gram Parsons, las tendencias izquierdistas y el minimalismo de Hank Williams. Bob Wills y Cash. Fiddle y slide guitar… Así que no es raro que la cosa siga y mute en Illinois, al otro lado del charco, verbigracia de los sacrosantos responsables de Bloodshot Records. El señor John Langford, de los Mekons, en 1995, forma los Waco Brothers, banda incrustada de inmediato dentro de esa imprecisión tan lamentable que los más idiotas del reino suelen denominar «alt-country» o «country alternativo». Desde el Chicago Tribune supieron definir mucho mejor su sonido con motivo del disco que grabarían años más tarde en Nashville con Paul Burch (Great Chicago Fire, 2012): «Si los Rolling Stones siguieran haciendo discos buenos, sonarían así». Nos quedamos con esto (aunque los Stones, incluso con sus discos «buenos», siempre nos resultaron bastante molestos)… Y la cosa acaba, de momento, con este contundente Going Down in History, que no ha perdido nada del fuelle que animaba aquel mítico Fear and Whisky de los Mekons, el disco que inventó toda esta vaina del cow-punk, el mismo año del Lost & Found de Jason & the Scorchers, 1985 (época gloriosa en la que todo sonaba fatal, pero por fortuna estaban los Rainmakers y los Del Fuegos). Oírlo es una fiesta. Suena urgente y preciso. Como tiene que sonar una buena banda punk. Ese es el espíritu. El maridaje perfecto entre T. Rex y Bo Diddley. La misma pleitesía por Johnny Cash que por Johnny Thunders. La primera línea de la primera canción: «Este es el primer tema del último disco. / Nadie sabe hacia dónde se dirigirá este barco. / Los marineros están advertidos, ojos enrojecidos en la mañana. / No puedes matarnos. Ya estamos muertos». Las cosas claras. Sin ensayos tediosos. Directos al grano. Tú también matarías por verlos. Además hay una versión vaquera y cervecera del «All or Nothing» de los Small Faces, y no en vano el disco está dedicado a la memoria de Ian McLagan. Acabaremos diciendo que ninguna banda hace mayor honor a la cita de H.L. Mencken que los buenos chicos de Bloodshot Records tienen tatuada en la parte inferior de su web: «Llega un momento en que todo hombre siente la necesidad de escupirse en las manos, levantar la bandera negra y ponerse a cortar gargantas». Pues eso. ¿A qué cojones estamos esperando?

HARD WORKING AMERICANS

Rest In Chaos
(Melvin Records, 2016)

David Schools de los Widespread Panic; Neal Casal desde los Cardinals de Ryan Adams hasta su más reciente incorporación en la Chris Robinson Brotherhood, y Chad Staehly de los Great American Taxi (que ya han asomado el hocico por este Blog). También Derek, el hermano pequeño de Duane Trucks. Todd Snider lo soñó. Juntar a toda esa peña. Unir la tradición del «songwriter» solitario (él) a la tradición de las «jambands» (todos ellos). Aparte, la idea de tocar con músicos de su edad y ver si duele o si, por el contrario, se lleva bien. Se ve que un día, el bueno de Chad le comenta a Todd que siempre que le ve está pegando la hebra con sus héroes viejunos (John Prine, Jerry Jeff Walker, Kris Kristofferson…) y que muy raras veces le ha visto subirse a un escenario con uno de sus pares. Así que, en la vieja tradición del trabajo duro de Woody Guthrie («canciones que conforten a los afligidos y que aflijan a los confortados»), Todd debuta con esta especie de súper-grupo el 20 de diciembre de 2013 en Boulder, Colorado, en uno de esos conciertos para recaudar fondos (una inundación, si no recuerdo mal). Acto seguido, hacen una gira y graban su primer disco. Y la cosa pudo haberse quedado ahí. En un sueño y un capricho. Otra jamband haciendo versiones. Porque he de decir que nunca he sido muy forofo de las jambands, y muchísimo menos de las bandas de versiones. Claro que las versiones de aquel primer disco eran tremendas. Canciones «perfectas» (en palabras del propio Todd) de gentaza como Hayes Carll, Chuck Mead, Will Kimbrough, Kevin Gordon, Randy Newman y Gilliam Welch. De coge pan y moja, para que me entiendan. Pero no. No quedó en eso. Tres años más tarde regresan y se dejan de versioncitas. Han pasado cosas y las han ido digiriendo y grabando durante una gira. Todos los calificativos que les dedican quienes tienen la suerte o el buen gusto de escucharlos son francamente golosas. Estilo «blue-collar», música «gonzo-outlaw». Un nuevo «tono swamp con algo de blues sureño mezcla de Dr. John, J.J.Cale y Billy Gibbons»; y mi favorito, desde el crítico emocionado de la revista American Songwriter: «Si el novelista hardboiled Jim Thompson hubiese decidido liderar una banda de rock and roll, esa banda habría sonado exactamente como los Hard Working Americans». Para acabar añadiendo: «Si te gustan las historias de los arruinados, de los quemados, de los podridos de alcohol, de los resignados y de los jodidos muy jodidos, cantadas y tocadas por unos tíos que saben perfectamente lo puta que puede llegar a ser la vida, este es tu disco». Y para más inri, la cosa incluye un tema compuesto para la ocasión por el inmenso Guy Clark, «The High Price of Inspiration», con él mismo sentado a la guitarra, en la que probablemente haya sido su última incursión en un estudio. Sin tonterías.

PARKER MILLSAP

The Very Last Day
(Okrahoma Records, 2016)

Dos premisas me puse. Y las dos me las salto a la torera. La primera fue hablar hoy de Guy Clark. Pero lo comentaba ayer con Jesús, de Radio City, y es verdad. Guy Clark murió el martes y estamos jodidos. Pero al final vamos a parecer unos cenizos, porque ya no nos caben los muertos en casa y da la impresión de que nos gusta rodearnos y apropiarnos de «cadáveres exquisitos». De hecho, de esa generación hay al menos otros cuatro o cinco en el disparadero, y los ansiosos no tardarán en disputárselos (seguro que ya están redactadas sus necrológicas, por gente que jamás los escuchó ni los quiso…). 2016, Steve Young y Guy Clark, Annus Horribilis (y Rajoy vivo; pobre hombre, no es que le desee ningún mal –bueno, miento, un poquito sí, un muchito, ¿qué coño?–, pero lo uso retóricamente para referirme a todos los seres detestables de este mundo). Poco más se puede decir. Así que me niego a hablar de Guy Clark. Me conformo con citar las emocionantes palabras que le dedicó Otis Gibbs en su muro de Facebook: «Fue un roble gigantesco en una ciudad llena de flores de plástico». Y ya volveremos sobre él cuando su tumba se despeje de babas y cuervos. Además, el mejor homenaje que se le puede hacer es no hablar de él. Hablar en su lugar de los que quedan, de los que empiezan, de los que recogen su legado, el legado de aquella maravillosa generación de «corazones abatidos» (yo, al menos, descubrí a Clark, y a tantos otros, en aquella inagotable película, Heartworn Highways). Hablando de cualquiera de estos (de los vivos), hablaremos de él. Y será la mejor manera de hacerlo. De lo que significó y significa. Demostrar que el círculo no se rompe, para consuelo y alivio de A.P. Carter y compañía, estén donde estén… Y es así que llegamos a la segunda premisa que me salto a la torera. Al inaugurar este blog me propuse no repetir artista (gilipolleces mías). Pero resulta que este disco de Parker Millsap (cuyo primer álbum ya reseñamos el 13 de octubre de 2015) me llegó el mismo día que me enteré de la muerte del viejo Guy Clark. Y es tan bueno que no he podido evitarlo. Básicamente, es esperanza. Además, tiene una versión increíble del «You Gotta Move» de Gary Davis y Fred McDowell que no puede venir más a cuento: la cosa sigue y hay que tirar para adelante. Dejemos la carroña a los buitres. Tenemos las espaldas anchas. Podemos con esto y con todo. Incluso el título del disco incita a la rebelión: no es el fin del mundo, no es el Armagedón, no nos pongamos en plan Adventistas del Séptimo Día… Folk, blues, góspel, más oscuro y más maduro que en su anterior disco. «36-minutos-de-gloria-que-saben-a-poco-pero-qué-alegría» para celebrar que Guy Clark sigue vivo en gente como este portentoso chaval de Oklahoma de tan solo 23 añitos. Nuevos autoestopistas para todas las carreteras de corazón abatido que nos quedan por recorrer. Oklahoma y yo somos así, señora.

DOM FLEMONS

Prospect Hill
(Dixiefrog Records, 2015)

Se veía venir. Tarde o temprano ocurriría. Y lo mejor era que sucediese cuanto antes. Ya en el 2012, en el álbum que les produjo Buddy Miller (Leaving Eden), el pulso resultaba evidente. Siempre había estado ahí, en los Carolina Chocolate Drops, pero más o menos se disimulaba. Por un lado estaba ella, Rhiannon Giddens, de la que todos nos enamoramos en algún momento del 2007, y por otro lado Dom Flemons, el tipo de los tirantes, el tipo que, aparte de sus banjos tocaba los huesos (no preguntemos de qué animales). Buddy Miller, que cada vez suena peor, que se ha instalado en esa posición de «respetado en Nashville» en la que todo suena igual (de mal), no hizo sino acelerar lo inevitable. El video que hicieron para el tema «Country Girl» es la prueba definitiva de que aquello ya no iba a ninguna parte. Hay otros videos en internet en los que se les ve interpretando ese tema en iglesias y en porches al aire libre. Y ponen el pelo de punta. Hay una animalidad y un vitalismo, una crudeza desarmante. Pero en el video oficial de la canción todo resulta decepcionante (y no saben lo que me ha costado sujetar las riendas para no utilizar otro calificativo menos diplomático). Ella muy guapa, sí. Y poco más. Dom Flemons al fondo, como perdido, como preguntándose: «¿Qué cojones hago yo aquí?». El caso es que ella tenía claro que lo suyo era la insubstancialidad y el mainstream (lo ha demostrado con su primer disco en solitario, el insulso Tomorrow is my time, bajo la tutela del sobrevaloradísimo T-Bone Burnett; un caso parecido al de cuando Carrie Rodríguez se separó de Chip Taylor, con quien no dejaba de grabar discos gloriosos, para emprender una carrera en solitario que ni con su belleza ha logrado impedir que zozobre en la trivialidad más desapacible, salvo por aquella interpretación ya lejana de la «Puñalada trapera» que aún me arranca escalofríos cada vez que la oigo, poco más). La señorita Giddens es ahora hasta protagonista de musicales. Bien por ella. Fue bonito mientras duró. Lo de él, en cambio, siempre fue una apuesta radical, no hay más que verle, aparte de los huesos y su banjo de 1920: ¡esos tirantes!… Y se puede percibir en su primer álbum en solitario, que desde aquí aplaudimos con mucho golpear de pies sobre el sufrido tablado del porche. Ya no hay concesiones ni estiramientos forzosos para hacerlo todo más digerible. Ahora todo es maizal. A los viejos ingredientes de la herencia afroamericana que popularizó magistralmente en su día al frente de los Carolina Chocolate Drops, se incorporan ahora nuevos viejos estilos: folk, ragtime, early jazz, rock and roll, música «fife-and-drum» de antes de la Guerra de Secesión… Todo suena a sinceridad, a cosa real, a música interrumpida para toser y escupir y comentar algo que se ha visto en la distancia. A esclavos construyendo graneros en 1849. A Sonny Boy Williamson. A música de la calle. Música viva. Música sin maquillar. Música sin vestidos bonitos ni abalorios. Música que no tiene miedo a perderse. Música hecha por un tipo que apuesta fuerte por los tirantes. ¡Aleluya!

NATHAN BELL

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I Don’t Do This For Love, I Do This For Love
(Stone Barn Records, 2015)

Ser hijo de Marvin Bell, poeta laureado de Iowa, quieras o no, te acaba marcando, aunque solo sea porque una mañana cualquiera te levantas y te encuentras en la cocina, o saliendo del baño de tu casa (¿en calzoncillos?), a gente como Kurt Vonnegut o Studs Terkel. Esto es así. Ver gente así aseándose o recién levantada. Hablar con ellos. Al final eso se te queda dentro. Claro que el pequeño Nathan, en vez de coger un bolígrafo, se decidió por una guitarra y se compró el Harvest de Neil Young. Entonces, escuchando a Lightnin’ Hopkins, Sonny Terry y Brownie McGee, aprendió a sentir el blues. Claro que no descuidó la lectura (los pecados del padre…) y siempre diría que en sus letras, alguien avezado, podría detectar la huella de Jack London, William Carlos Williams y Frank Herbert, que no es poca huella (Klondike, modernismo y Dune)… Luego, muchos trabajos de jornalero itinerante y bolos con los Honky Tonk Dogs, una banda con la que llegaría a grabar un par de discos antes de mudarse a Nashville, casarse y montar un grupo que unas veces se llamó «The Boot Licking Weasels» y otras «Art Fuch and the Art Fuchs». Entonces las cosas se torcieron. Dejó de cantar. Dejó de tocar. Dejó de escribir. Dejó de leer. Dejó de escuchar música que no fuese música insustancial. Dejó su moto. Se dedicó durante trece años a currar en un trabajo infecto (Bellsouth Mobility, cables y telefonía, barra de bar al final del día…). Chattanooga y un par de hijos en el camino… Hasta que un buen día del año 2007 volvió a coger la guitarra, por primera vez desde 1995. Y vuelve a escribir canciones. Vuelve a sonar el Harvest de Neil Young en casa. Lo graba y lo mezcla todo él. Detesta los softwares de corrección. No le gusta la música aseada. Nunca piensa en el oyente, solo en la canción. Ama su trabajo (atrás quedan los cables y la telefonía, ahora guitarra y carretera, y barras de bar al final del día). Parece enfadado pero es un tipo feliz. De sí mismo dice que es ateo, judío, de izquierdas, liberal y bastante criticón… Este es su último disco hasta la fecha y el hombre, hay que decirlo, se ha salido. Probablemente, se trate de uno de mis discos preferidos del 2015. Le va a ser difícil superarlo, ha alcanzado unas cotas de sencillez y maestría que pone los pelos de punta. Desde el primer acorde, desde esa primera frase: «You’ll see me on a freighter up the Saginaw River…», hasta la última, ese terrible «Now he just blows along like ashes through Bethlehem, Pennsylvania» uno sabe que está ante uno de los grandes. Voz grave y arrasada por la intemperie. La América obrera. Metalurgia y temporeros. Aceite y metal. Dice mi amigo el entendido que podría compartir escenario con Malcolm Holcombe. No creo que haya escenario que lo resista…

HAYES CARLL

Lovers and Leavers
(Highway 87 Records, 2016)

Cinco años es mucho tiempo. El propio Hayes lo dijo en una reciente entrevista: hay una línea muy fina entre hacerse el interesante, crear un aura de intriga y expectación (el Suspense de Patricia Highsmith), y pasarse de rosca, que empiece a cundir la sospecha y que la gente te olvide. Sobre todo en la industria del disco, que es muy cabrona, da igual que te mates a bolos, da igual que te vean, lozano o demacrado, es lo mismo, es lo de menos, cinco años sin disco es el límite. Más, y estás acabado (incluso puede que te maten en Facebook). Desde el rotundo exitazo de su Kmag Yoyo en Lost Highway Records, el álbum que le catapultó a los primeros puestos de las listas y por el que le conoció todo el mundo, han pasado muchas cosas. Entre otras un divorcio y un niño de doce años al que le gustan los trucos de magia (el «magic kid» que aparece en el dibujo de la contra y en el track 3 de la cara B) y con el que su padre quiso pasar más tiempo. Y muchos amigos. Basta con echar un vistazo a la lista de agradecimientos para hacerse una idea de cómo han debido ser estos años de «silencio», muy lejos ya de aquel Flowers & Liquor del 2002, bajo la sombra de Townes van Zandt que «me arruinó y me salvó al mismo tiempo» y de Jerry Jeff Walker, con quienes siempre le compararon al principio (con el aditivo de su personalísimo cinismo). La lista es tremenda, entre otros: Corb Lund, Todd Snider, Jason Isbell, Amanda Shires, Robert Ellis, Lee Ann Womack, Ray Hubbard, Elizabeth Cook, Ryan Bingham… o la gente con la que ha colaborado en este disco: Darrell Scott, J.D. Souther, Jim Lauderdale, Allison Moorer, Jack Ingram, Will Hoge… homólogos y co-conspiradores, a los que habría que sumar también los viejos amigos del tema «My Friends», esos que «se gastan todo tu dinero» y que «enseñaron a bailar al diablo». Cinco años de desencanto e introspección, pero también de hallazgos luminosos. Así que quienes se esperen un kmag yoyo Part II, pueden quedarse sentados y seguir esperando otros cinco años. En Lovers and Leavers no hay rastro de humor ni de juerga, incluso resulta doloroso de escuchar, tal y como dijo Marissa R. Moss en una reciente reseña de la Rolling Stone. Nos encontramos ante un disco muy personal, íntimo, casi confesional. Atrás quedan las mujeres, los bares y las borracheras. Es un disco sobre la pérdida (aunque Hayes Carll quiso dejar bien claro en nota de prensa que no se trata de su Blood on the Tracks, haciendo referencia al disco de cuando Dylan rompió con Sarah, la que escupía «Viento Idiota» cada vez que abría la boca…). Un disco sobre la pérdida y el hallazgo de la magia (su hijo). Podía seguir cantando lo mismo de antes, pero eso sería cantar de otro al que ya no conoce, al que ya ni siquiera desearía conocer (aunque nunca sabe uno lo que se puede encontrar a la vuelta de la esquina…). Produce Joe Henry y el disco está dedicado a Allison (Moorer), «por todo». Mientras tanto, Steve Earle graba un disco con Shawn Colvin y nos sale con la que tiene todas las papeletas para alzarse con el premio a la peor cubierta de todos los tiempos. Ya digo, la industria del disco es muy cabrona. El disco de Earle ya lo oiremos (da muy mala espina), pero el disco de Hayes es una pequeña obra maestra. ¡Chapeau!

SOUTHERN FAMILY

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Southern Family
(Elektra Records, 2016)

Las credenciales de Dave Cobb son apabullantes. En los últimos años ha producido muy buena «mierda» entrecomillada (es decir: discazos) y muy buena mierda sin entrecomillar (es decir: música que ni con el palo de una escoba). Pero por ahora gana la entrecomillada. Empezó como músico de sesión en Atlanta y estuvo a cargo de la guitarra y el bajo en los Tender Idols durante siete años (lo cual significa lo mismo para ti que para mí, es decir: nada). Lo que importa es que ha sido productor del Put the «O» Back in Country de Shooter Jennings, del Guitar Song de Jamey Johnson, del Southeastern y el Something More Than Free de Jason Isbell, del Metamodern Sounds in Country Music de Sturgill Simpson y del Traveller de Chris Stapleton; ahí es nada. Cuenta el señor Cobb que este era un proyecto que venía acariciando desde hacía mucho tiempo: unir a todas sus criaturas (criaturas sureñas, para más inri) en un mismo disco «conceptual» (palabra maldita en la industria del disco) inspirado en aquel maravilloso suicidio perpetrado en 1978 por el inglés (que nunca había pisado Estados Unidos) Paul Kennerley (encargado en esta ocasión de escribir unas insulsas «liner notes» editadas por Jason Isbell, en plan homenaje oscuro solo para iniciados), el gran White Mansions, aquel álbum conceptual sobre la Guerra Civil norteamericana con Waylon Jennings y Jessi Colter. En este caso se trata de un álbum conceptual sobre lo que es criarse en el sur, sobre las familias, más o menos disfuncionales, del sur estadounidense (tema que aquí en Dirty Works, no hay más que vernos, nos toca muy de cerca, tan cerca tan lejos, supongo). Es un disco ecléctico (inevitablemente) y, como ocurre con todos estos discos en los que intervienen artistas tan variopintos, hay momentos gloriosos y momentos para descerrajarse un tiro en la quijotera (Miranda Lambert es, sencillamente, un horror, siempre lo fue). Por mucho que nos lo quieran vender como proyecto arriesgado y personal, les ha salido una cosa muy «mainstream», pero es honesto decir que es un «mainstream» muy digno y con momentos realmente emocionantes. Están The Civil Wars, los Stapleton, Jason Isbell, Jamey Johnson, Zac Brown, Holly Williams (ya quisiera Miranda…), Shooter Jennings, Rich Robinson… Disco de porche, mecedora, fotos sepia, abuela con artritis, zumbido de moscas, sémola, quingombó, achicoria, zarigüeya y puerta mosquitera.

MERLE HAGGARD

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If I Could Only Fly
(Anti-, 2000)

No sé qué decir ni cómo decirlo. Han pasado tres días y lo último que me apetece es creérmelo. Así que no me lo creeré y punto. Porque al final es verdad que alguien así nunca muere. Una fotografía preciosa de Johnny Cash, ya muy viejo, al lado de un Merle con una pinta estupenda, los dos con sus guitarras (muchísimos años después de lo de San Quintín); no sé quién la puso ese maldito día 6 de abril en Facebook. Se me saltaron las lágrimas. No tanto de tristeza como de emoción, de pensar: «Vaya dos titanes», de pensar: «Estos dos han hecho que mi vida sea más bella». Ayer empecé un libro de Stephen King. Revival. Comienza con una emocionante página de agradecimiento. Dice: «Este libro es para algunas de las personas que construyeron mi casa» y, acto seguido, enumera a diez de sus autores favoritos, de Mary Shelley a Peter Straub. Al final añade el título de una novela breve de Arthur Machen que le obsesionó durante toda su vida. Pues bien, junto a Johnny (me disculparán el exceso de confianza), la lista de gente asombrosa que construyó mi casa, la encabeza Merle. Y añadiría al final su «Workin’ Man Blues» a modo de obsesión y compañera de toda una vida. Y ahora me río porque, hablando de casas y agradecimientos, me acabo de acordar de lo que dijo Merle cuando le hicieron miembro del Country Music Hall of Fame. Dijo: «Me gustaría darle las gracias a mi fontanero, Andy Gump; estás haciendo un trabajo estupendo en mi cuarto de baño». ¡Qué tío más grande! Un espíritu auténticamente libre. Recuerdo haber estado en la pickup del gran Mike Beck (otro californiano al que quiero mucho), en el callejón trasero de un bar de Elko (Nevada). Durante todo el trayecto desde Salt Lake City (y su cerveza insulsa) hasta Elko (y la exquisita Buckaroo Brew del Western Folklife Center), Jaime y yo habíamos estado poniendo a todo trapo el «Working Man» de Rush. Volvimos a ponerla en la pickup de Mike Beck. Y luego pusimos el «Working Man Blues» de Merle. Palabras mayores. Puro sonido Bakersfield. «Sometimes I think about leaving, / do a little bummin around / I wanna throw my bills out the window / catch a train to another town / But I go back working/ I gotta buy my kids a brand new pair of shoes / Yeah drink a little beer in a tavern, / Cry a little bit of these working man blues». Al acabar la canción se hizo el silencio. Mike Beck dio un trago a su cerveza y en ese mismo instante lo definió mejor que nadie: «Merle Haggard es el William Shakespeare de la música country». Amén a eso. Nada que añadir… Solo que si he elegido este disco es porque en su día supuso un renacimiento para un Merle que en los noventa las había pasado bastante canutas (recuerdo perfectamente el día que compré este disco en Madrid Rock, ese templo que ya no existe) y porque incluye esa maravillosa canción de Blaze Foley que da título al álbum y que siempre me pone los pelos de punta. En realidad podía haber elegido cualquiera de sus innumerables discos, porque, al fin y al cabo, de lo que se trata aquí es de desmentir la noticia de su fallecimiento. Merle Haggard sigue y seguirá estando siempre vivo. Y yo brindo por ello cada puto día.

PAUL BURCH

Meridian Rising
(Plowboy, 2016)

Paul Burch es Dios. Punto pelota. Este disco, el décimo desde que emergió de la densa humareda de aquellas noches maratonianas en el mítico Tootsie’s Orchid Lounge de Nashville, lo confirma (de nuevo). Y es que no se puede tener más clase. Para quitarse el sombrero, y no una sino veinte veces, una por cada tema del disco. Paul Burch ha sido siempre el puto amo, desde su Pan American Flash de 1996 no ha dejado de obrar prodigios, lo cierto es que siempre ha hecho lo que le ha salido de los santos cojones, y eso es muy de agradecer, sobre todo estando la industria como está, tan llena de sucedáneos y de viejas glorias que viven del cuento (Loretta Lynn, ¿qué coño has hecho?). Lo que pasa es que este tío, simplemente, es químicamente incapaz de hacer un disco malo. No puede. Pero es que, además, con este último (de lo mas kamikaze) se ha salido del mapa (de nuevo). Esta vez la magia es una «autobiografía imaginada» de Jimmie Rodgers, «the Singing Brakeman» «the Blue Yodeler», el Padre de la Música Country, y suena a gloria bendita (muy en la línea de aquella otra delicatessen que cocinó hace unos años el gran Loudon Wainwright con Charlie Poole). El guiso tiene todo los ingredientes que nos gustan: Delta blues, Hawai, Dixieland, New Orleans, rockabilly y C&W de lo más rústico. Está cantado por Paul Burch en primera persona, como si hablase el propio Jimmie Rodgers, todo muy honesto, «aunque no necesariamente cierto», y de nuevo al frente de su antigua banda, la exquisita WPA Ballclub con el viejo Fats Kaplin supervisándolo todo, y una nada desdeñable retaguardia cubierta por los Meridian Risin’ Players, entre los que militan nada menos que Jon Langford, de los inmortales Mekons, Richard Bennett y el gran Tim O’Brien con su bouzouki. No se puede pedir más. Es como en la viñeta de aquel cómic remoto que andaba por las estanterías de la casa de mis padres. Creo que era un Hazañas Bélicas. Están dos soldados en una trinchera en medio del fragor de la batalla. Ha explotado algo y están jodidos, pero parece que la pesadilla ya ha terminado. Hacen recuento de lo que conservan (entre otras cosas: la vida). Hablan de la suerte, del azar, de la vuelta a casa, de las cosas buenas… y al final uno le dice al otro: «¿Qué más quieres?», a lo que este no duda en responderle: «Morir de viejo». Y si recuerdo ahora aquella viñeta es porque esa es exactamente la sensación que tuve hace un par de días en cuanto llegué a casa, abrí el cd y escuché este increíble Meridian Rising (que, aparte, da gusto abrirlo, porque está fabricado con muchísimo gusto, el cuadernito desplegable es una delicia, vamos, que no es una mierda de digipak en el que todo te lo ha maquetado ese amigo moderno que tienes que dice que se maneja «de puta madre» con el InDesign y que merece una muerte agónica y lenta). Pura y simple felicidad. Eso es Meridian Rising. ¿Y que qué más se puede pedir teniendo una música así? Pues exactamente eso: morir de viejo.

BILLY JOE SHAVER

Everybody’s Brother
(Compadre Records, 2007)

Hay muchos, demasiados, «outlaws» de salón (que no de «saloon», pues somos muy forofos de los «barflies», aunque no sean más que eso, o quizá precisamente porque no son más que eso: tristes parroquianos de Fat City), mucho «honky tonk hero» fashion y de postureo que cantan a la legua, vamos, que son un cantazo, verlos da como vergüencilla ajena, son impostores, pueblan anualmente las galas del CMT (ese canal infernal en cuya entrada debería rezar la inscripción: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate», esto es «Abandonad toda esperanza los que entráis», como en el Canto III del Infierno de Dante), no lo han vivido, beben refrescos, piden disculpas y, como te descuides, le echan limón a la cerveza, votan siempre a los que tú ni apuntado con un rifle votarías y suenan exactamente a esa mierda: a cosa digerida y descafeinada, puro cuento. Y estarán de acuerdo conmigo en que nada puede sonar peor eso… Exactamente todo lo que no ha sido, no es ni será nunca Billy Joe. Porque tal y como él lo vivió y lo sigue viviendo, así lo canta y lo seguirá cantando hasta que le reviente el corazón, y si no te gusta, puedes irte al infierno (pero cuidadito con tocarle mucho las pelotas, ándate con ojo, porque si te tiene que pegar un tiro te lo pega, recuerda el incidente del Papa Joe's Texas Saloon de Lorena del 31 de marzo de 2007; luego no digas que no te avisé). Billy Joe siempre ha estado en la sombra, en un segundo plano, impredecible, crudo y honesto, pero fue quien lo inventó. La etiqueta y los derivados vendrían luego. Preguntadle si no a cualquiera de los que acudieron a sus canciones para darse verosimilitud y empaque. La lista es conmovedora: Johnny Cash, Willie Nelson, Waylon Jennings, Kris Kristofferson, George Jones, Bob Dylan, Elvis Presley… Ya lo dejó claro él mismo en la primera frase de su autobiografía (Honky Tonk Hero, editada por University Of Texas Press en el año 2005, una joya de libro, por cierto): «Ni siquiera había nacido aún cuando mi padre intentó matarme por primera vez». Cuando el borracho de su padre les abandonó y desapareció del mapa, Billy Joe se crió con su abuela y, de vez en cuando, acompañaba a su madre al nightclub de Waco donde trabajaba. Allí entró en contacto con la música country. En octavo dejó el colegio y se dedicó a recoger algodón. Estuvo en el ejército y fue cowboy de rodeo. Apenas llegaba a fin de mes y perdió dos dedos de la mano derecha trabajando en un aserradero. Con esa mano mutilada aprendió a tocar la guitarra. Se casó y se divorció varias veces de la mujer que amaba, Brenda Joyce Tindell. Tuvieron un hijo, Eddie. Hizo autoestop y llegó a Nashville, donde consiguió un trabajo de «songwriter» por 50$ a la semana. Waylon Jennings grabaría su mítico álbum Honky Tonk Heroes (1973) con canciones suyas. Su madre y Brenda murieron en 1999. Al año siguiente murió su hijo, Eddie (excelente músico), a causa de una sobredosis de heroína… Y todo eso se oye en su voz. Pues bien, este no es, ni con mucho, su mejor álbum. Pero lo hemos escogido porque se acerca la Pascua y se trata de un disco casi 100% «honky tonk gospel». Producido por John Carter Cash, contiene dúos con John Anderson, Marty Stuart, Tanya Tucker, Bill Miller, Kris Kristofferson y, gracias a la tecnología, con un Johnny Cash que ya llevaba cuatro años muerto en el momento de la grabación. «You Just Can’t Beat Jesus Christ», el tema que cierra el disco, es, sin duda, la guinda del pastel. Y nada mejor, en esta época de zombis y resucitados que es la Semana Santa, que este temazo, mano a mano con un Johnny Cash recatado de entre los muertos. Y es que da igual que creas o no creas (en lo que sea), porque si lo dice Johnny, crees y Santas Pascuas. «Praise the Lord guitar».

DEER TICK

Born On Flag Day
(Partisan Records, 2009)

De todos los lugares del mundo, Providence (Rhode Island), cuna de mucha música «cabreada» (como la que perpetran los grupos que militan en el sello Load Records: Lightning Bolt, Noxagt, Sightings, Landed, Arab on Radar, Brainbombs, The White Mice y Pink and Brown, entre otros, bandas de música «noise» y experimental, «ruidismo» puro y duro, muy intenso y muy cansino si te interesa abrir otras puertas y airear un poco la casa…), es el lugar con menos probabilidades de dar a luz un grupo como Deer Tick, que más bien parece sacado de algún basural o chatarrería del sur profundo (tanto por estética y por olor, como por raíces). La leyenda dice que John McCauley, el líder de la banda, descubrió a Hank Williams a los dieciocho años, encerrado en su habitación con un disco del viejo Hank y una botella de brandy. Pero cuando le preguntan, dice que no fue para tanto (lo del encierro), que de vez en cuando salía a cagar y eso. Lo de Williams, en cambio, sí fue para tanto, para tanto y mucho más. Un auténtico flechazo. «Es puta música», dice, «así de claro, ponle la etiqueta que quieras, y si tienes algún problema, por mí te lo puedes meter por el culo. Es música que nos gusta y punto». De hecho, también escuchan a los Replacements, a los Beastie Boys y a Nirvana, y de vez en cuando hasta se reencarnan en un grupo autodenominado Deervana con el que se lían a hacer versiones de In Utero como si no hubiese mañana. Lo del nombre de la banda, Deer Tick, procede de un exceso de senderismo por el bosque estatal de Morgan-Monroe, en Bloomington (Indiana), en el verano del 2005, en la época en la que John trabajaba de proyeccionista en un cine y de camarero en un restaurante chino (de donde puede que proceda «Dirty Dishes», ese increíble tema de su primer álbum –War Elephant–, que aún me sigue poniendo los pelos de punta cada vez que lo escucho). Y la cosa no tiene que ver con lo paranormal (los asesinatos que se cometieron en la cabaña de Draper, una cabaña de troncos de más de ciento treinta años de antigüedad que aún se puede alquilar para pasar la noche y en la que, por lo que se conoce, suceden cosas extrañas; un sitio muy Sam Raimi y Posesión Infernal…), sino con garrapatas. No fue un tipo saliendo del bosque con un hacha, ni siquiera un triste zombi, lo que le saltó al cráneo al bueno de McCauley, sino una vulgar y asquerosa garrapata. El resto es historia. Born On Flag Day fue su segundo disco. Voz rasposa, pelo sucio, gafas aviator, diente de oro, muchos tatuajes y camisa western, para unas canciones en las que se entremezcla el «freak-folk» (sí, existe tal cosa, no me tiren de la lengua, he puesto las comillas con toda la intención mordaz del mundo…) y los ingredientes básicos de toda buena canción country que se precie: mujeres, alcohol y arrepentimiento. No me extraña y, es más, celebro, que haya sido uno de los escogidos para relevar a la vieja generación «off-off-off-outlaw» en la segunda y esperadísima parte del seminal Heartworn Highways. Hace poco a una periodista de la revista Esquire le sorprendió encontrarse a McCauley con el pelo limpio y peinadito. Le dijo que le sorprendió no haberle visto en el concierto de la noche anterior abrir botellas de cerveza con los dientes. «Eso fue porque solo nos dieron latas», le respondió McCauley. Delicioso y necesario garrapatismo.

 

ROBBIE FULKS

Gone Away Backward
(Bloodshot Records, 2013)

En pocos días llegará a la granja de Dirty Works el nuevo disco de Robbie Fulks (Upland Stories). Dicen que sigue en la misma línea que el anterior (este que hoy reseñamos aquí y que no hemos dejado de escuchar desde que salió hace ya casi tres años; imposible no ponerse en bucle el «Long I Ride», pura medicina, hermanos), y nada puede alegrarnos más que una noticia como esta. Desde que Gone Away Backward hizo su celebrada aparición en 2013, el mundo es un poco mejor. Fue el álbum que supuso el regreso de Robbie Fulks al sello que le vio nacer, y nada menos que con los Apalaches metidos entre las cuerdas de su guitarra. John M. Tryneski lo explicó tan bien en su día que no merece la pena tratar de inventarse una descripción más precisa: «En cuanto al sonido, este disco suena como si hubiese estado oculto en algún olvidado valle de los Apalaches desde el final de la Segunda Guerra Mundial, esperando ser descubierto». A un lado quedan las maravillosas versiones de Michael Jackson (Happy: Robbie Fulks Plays the Music of Michael Jackson) e incluso su rendida reinterpretación del «Irreplaceable» de Beyoncé, incluido en la divertidísima colección 50 Vc. Doberman 50 song digital release, virguerías con que al bueno de Robbie le gusta sorprendernos de vez en cuando para hacernos más felices; a un lado queda, decíamos, su humor, su desfachatez y su «payasismo» (dicho esto de la payasería en el mejor de los sentidos, en el sentido más Felliniano posible: Robbie Fulks es un tipo genial y desternillante, honesto e impredecible, aparte de tremendo virtuoso del fingerpicking, bastante punky además, «country sin fronteras», como dijo también alguien por ahí; escuchen, si no, cualquiera de sus clásicos: «Let’s Kill Saturday Night», «She Took a Lot of Pills (And Died)», «Roots Rock Weirdoes», «She Must Think I Like Poetry», por citar solo cuatro hitos de su extensa carrera, este es su álbum número 12, el que viene ahora es el 13, ¡qué nervios!). Y es que Gone Away Backward es un regreso a los orígenes, al banjo que le arrebató un buen día a su tía en la granja cuando solo tenía cinco años, un regreso a su infancia en Virginia y Carolina del Norte, o antes aún, a los campos de York, Pennsylvania, a la gente con la que convivió y padeció en las montañas antes de trasladarse a la escena alt-country de Chicago y mandar a tomar por culo a la ciudad de Nashville con aquel glorioso himno que a mí tanto me gusta canturrear cada vez que veo un capítulo de ese espanto de serie de la ABC que responde al nombre de Nashville (y que me está haciendo odiar a Buddy Miller y a Jim Lauderdale, algo que parecía imposible y que es absolutamente imperdonable), me refiero al temazo «Fuck This Town» de su segundo disco, South Mouth… Un regreso a los orígenes, por cierto, que queda asimismo simbolizado en su vuelta al sello de los «inyectados en sangre». Lo dice claramente en «That’s Where I’m From»: «Can’t tell I'm country? / Just you look closer / it's deep in my blood.». Porque lo lleva en la sangre. En propias palabras de Robbie, el atraso al que hace referencia el título del disco (cita de algún oscuro rincón de la Biblia) no solo se retrotrae en términos de nostalgia por el pasado, nostalgia agridulce por el pasado, sino también en el sentido, muy actual, rematada y jodidamente actual, del atraso al que nos ha sometido la puta recesión y los malos tiempos que nos han tocado vivir. En ese sentido, no es un álbum sobre el pasado, sino un álbum sobre el presente. Canciones que, pese a su aire nostálgico, siguen sangrando. Gracias, Robbie.

SOUTH MEMPHIS STRING BAND

 

“Old Times There…”
(Merless Records, 2012)

Pienso en los «súper-grupos». Una fórmula que, por lo general, no funciona; o funciona a ratos, como la lámpara de mi mesilla de noche. A veces porque ni siquiera se vieron, porque hubo un hombre que ni siquiera estuvo allí (el eterno debate de si Johnny Cash estuvo presente o no el día que Jack Clement dijo «¡Coñó! –así: con acento en la segunda «o»– y le dio al «rec» pensando en los millones de dólares que iban a sacar de aquel instante); a veces por el efecto «Consorcio», reunión de artistas con carreras hundidas o a punto del desahucio que se juntan (normalmente por sugerencia de una casa discográfica que no sabe qué hacer con ellos) para revitalizar un poco sus carreras languidecientes vendiendo básicamente humo y, ya de paso, conseguir algunos bolos nostálgicos (es el caso de los Highwaymen, el único que no lo necesitaba realmente era Willie Nelson, incombustible hasta el día de hoy y en plena forma: habría estado muy bien verlos en directo en uno de aquellos estadios, oír sus discos ya es otro cantar, y nunca mejor dicho, un ejercicio de masoquismo mucho más desolador –y que conste que los adoro, a los cuatro, tanto juntos como por separado–); otras veces porque entre los que componen el súper-grupo siempre hay un Coloso o un Iceman de los X-Men que no interesa a nadie, alguien al que incluyen porque es colega y no le vamos a decir que no, aunque cuando le toca cantar o interpretar una de sus canciones el castillos de naipes, ya de por sí bastante inconsistente, se viene abajo (pienso ahora en los Texas Tornados, ¿Freddy Fender?, ¿hablamos en serio?). Los Super 7, los Flatlanders, los Resentments, los Traveling Wilburys, más recientemente los Hard Work Americans (no me meteré en el mundillo del Hard Rock porque aún es muy temprano para vomitar), supongo que porque la carretera es solitaria y los moteles son deprimentes y la cosa se lleva mejor en compañía. Tener a alguien con quien llorar, alguien con quien emborracharse, alguien a quien poder pegarle una paliza, alguien a quien poder culpar, alguien que recoja tus pedazos… Es el rollo All Star o Dream Team. Como si fuésemos imbéciles. Por lo general, ya decíamos al principio de tanto exabrupto: un fiasco. Pero, en ocasiones, ocurre el milagro. Y la cosa no solo funciona, sino que, además, rueda como un puto Cadillac. Es el caso de la South Memphis String Band. Luther Dickinson (de los North Mississippi Stars y los Black Crowes), Alvin Youngblood Hart y Jimbo Mathus (de los Squirrel Nut Zippers y de tantas otras cosas; últimamente está hasta en la sopa, y no es mala cosa para encontrársela en tu sopa, si saben a lo que me refiero…). Gente que se ha juntado por amor a un sonido, que se ha reunido para convocarlo, para intentar reproducirlo. Algo cercano al vudú. El sonido glorioso, crepitante, sucio, crudo, despojado de Blind Willie Johnson, Charley Patton, Jonny Lee Moore, Mississippi Sheiks y A.P. Carter. En principio, teniendo en cuenta lo que se escucha por la radio, más una fórmula destinada al fracaso que para la gloria. Un acto de amor. De respeto a la tradición y al legado de los viejos maestros. Suena a reunión en el porche de un chamizo a orillas de un río apestoso. A hoy es viernes y ya no hay que volver a la fábrica hasta el lunes. A fiesta de Navidad en casa de Guy Clark en los extras de Heartworn Highways. A cada vez estamos más borrachos y nostálgicos pero no paremos porque la noche es larga. A cada vez más botellas de bourbon y latas de cerveza vacías. A banjo que ya ni suena bien ni falta que hace. A banda de hace ochenta años. El viaje en el tiempo ocurrió por primera vez el 19 de enero de 2010, con el disco Home Sweet Home. Banjo, mandolina, dobro, armónica y kazoo. Y percusión de pateos y lo que tengas más a mano. Este es su segundo disco. Lo he escogido sencillamente porque la cubierta me gusta más. Los dos son gloriosos.

 

JUST ONE MORE

A Musical Tribute To LARRY BROWN (A Great American Author)
(Bloodshot Records, 2007)

Marie Annie Brown, la mujer de Larry, cuenta que su marido amaba la música. Absolutamente. Por encima de todas la cosas. Piensa que en muchas ocasiones anheló tener el talento para poder ganarse la vida con la música. Todas las noches se quedaba un rato tocando la guitarra. Los días que, por lo que fuera, no podía, decía que había sido un día perdido. Y se ponía triste. Tim Lee, productor y compilador de esta joya de Bloodshot Records (un sello cuyo catálogo, nunca nos cansaremos de decirlo, es una inagotable mina de diamantes), nos cuenta que en la tarjeta de Larry Brown no ponía ni «escritor» ni «bombero», sino «ser humano», un ser humano profesional que, como a tantos otros, le encantaba la música (algo que, como cualquiera que lo haya leído podrá atestiguar, quedó siempre de manifiesto en su escritura). En su paso por el mundo (dolorosamente breve, ¡maldita sea!), llegó a conocer a muchos músicos y viceversa, muchos músicos llegaron a conocerle a él, a él y/o a su obra (Bob Dylan ha dicho en varias ocasiones que Larry Brown es uno de sus autores favoritos; ver nuestro Dirty File: http://www.dirtyworkseditorial.com/dirtyfiles/2015/7/7/north-mississippi-allstars). A su muerte, cuando se planteó la idea de hacerle un tributo, Tim Lee pensó que no habría nada mejor que un disco en que se diesen cita sus amigos, colegas y fans del mundo de la música, el tipo de antología que Larry hubiese disfrutado mientras viajaba en su camioneta «hacia la penumbra» con una neverita llena de cervezas y algo en el bolsillo de atrás que quemase al tragarlo (ver nuestro Dirty File: http://www.dirtyworkseditorial.com/dirtyfiles/2016/2/24/recordando-a-larry-brown). Algunas de estas canciones se escribieron para el disco («Song For Fay», de Caroline Herring, «Going Down With Larry Brown», de Madison Smartt Bell & Wyn Cooper) y otras ya existían, pero, «afortunadamente», afirma el productor del disco, «logramos juntar algo que fluye con suavidad, como una cerveza fría en una calurosa tarde de Mississippi». «De vez en cuando», apuntaba Larry en las notas interiores del disco Homegrown, de los Blue Mountain (la banda del hermano gemelo del bajista de Wilco, para más señas), «te encuentras con un grupo de músicos que se ha juntado como el reparto de una obra de teatro para representar una visión perfecta de su arte en una única ofrenda sin costuras, una única voz que surge de todos ellos como una única, bellísima, nota. Y al escucharles uno sabe que, cada cual por su lado, se ha pasado incontables horas apartado en algún lugar, puliendo y perfeccionando su habilidad con su instrumento particular, haciendo que sus dedos y sus manos ejecuten nuevos y complicados movimientos, memorizando todas las canciones, guardando toda esa práctica como las palabras de un libro en una estantería. Hacer eso lleva años y se tiene que desear terriblemente, o se tiene que amar terriblemente, o ambas cosas… Supongo que por eso amo y respeto tanto a los músicos. Hacen lo mismo que he hecho yo, practicar una cosa una y otra vez, durante años, en un intento de llegar a donde quieren llegar». En este disco, el reparto de la obra no puede ser más glorioso: Greg Brown, Alejandro Escovedo, Scott Miller, T-Model Ford, Robert Earl Keen (a quien Larry le dedicó un extenso artículo en la revista No Depression que no tardaremos en traducir para los Dirty Files; permanezcan atentos a sus ordenadores), Vic Chesnutt, Ben Weaver (el favorito de Larry), Jim Dickinson y los North Mississippi Stars, entre otros, pero, aún así, no hay nada más emocionante en el disco que el último corte, «Don’t Let The Door», escrito e interpretado por el propio Larry Brown con su guitarra, en compañía de Clyde Edgerton, en su salón. Los pelos como escarpias… Larry, te fuiste demasiado pronto. Descansa en paz, hermano.

*Nota adicional: No me sean ruinacos, compren el disco. Parte de las ganancias irán destinadas a la Larry Brown Fund, una fundación sin ánimo de lucro dedicada al apoyo de las artes en el estado de Mississippi. 

NATHAN HAMILTON

 Tuscola
(Steppin’ Stone Records, 1999)


En otro momento hablaremos de los Sharecroppers y de su siguiente encarnación, la Good Medicine Band (porque ya había por ahí haciendo ruido otra banda de «aparceros»), el granero de Texas donde se generaron buena parte de las canciones que componen este deslumbrante Tuscola, un álbum que Nathan Hamilton tardó en cosechar la friolera de 10 años (lo cual nos situaría allá por 1989; y a saber las mierdas que estaríamos escuchando por aquel entonces). Y si me decido a empezar por Tuscola es porque este álbum, junto con el Girl From Arkansas de Rod Picott, el Last Call de Stephen Simmons, el Flowers and Liquor de Hayes Carll y el Not Forgotten de Malcolm Holcombe, que entraron el mismo año en mi lector de CDs (y aún no se ha recuperado), en algún momento del 2004, marcaron un importante punto de inflexión en mi vida (y supongo que en la vida de quienes me toleran, claro, entre ellos mi perra, que ladra cuando algo no le gusta, como el vecino de al lado); algo muy parecido a lo que ocurrió tras el visionado obsesivo (y extremadamente compulsivo) de Heartworn Highways (¡Amén!). De golpe y porrazo, todo dejó de ser solo Cash, Waylon, Kristofferson, John Prine y las malas bestias que nos descubrió el poco menos que germinal documental de James Szalapski. Después de escuchar aquellos cinco discos, ya no hubo vuelta atrás. De los otros cuatro ya hablaremos también en otro momento. Hoy quiero detenerme en Tuscola, el de Nathan Hamilton, por ser el primero de él que cayó en mis manos, el disco con el que debutó en solitario, si bien es cierto que con algunos de los pistoleros de los Sharecroppers cubriéndole las espaldas (luego perpetrarían el que para mí es, sin duda, el mejor directo de todos los tiempos: LIVE at Floore's Country Store, pero ese es otro tiroteo). El bueno de Nathan procede de Abilene, Texas, de escuchar a Ray Price en el asiento trasero del coche de su padre, que militó en varias bandas country, haciendo versiones de Jimmie Rodgers y de Hank Williams. Como tantos otros, Hamilton debutó de niño en la iglesia, con seis añitos, acompañando a su padre que, claro, era del este de Tennessee (ergo: bluegrass y música de montaña). Su hermano mayor siempre fue más de Elvis Costello y tocaba el bajo con los Tornado Alley de Jesse Taylor, gente tatuada y de pelo largo que, a veces, se quedaba a dormir en su casa, camino del siguiente bolo. Súmesele a eso una breve estancia en Los Ángeles (Peter Case, Warren Zevon, toda esa panda…) y la vuelta a casa para formar los Sharecroppers con un amigo de infancia. Agítese y obtendrán Tuscola. Solo añadir que, con excepción de «Two Penny Vengeance», narración de un auténtico storyteller, muy al estilo Joe Ely, el resto de las canciones del disco, más que historias, son retazos de momentos, y sus letras desprenden un intenso lirismo. Nathan Hamilton es también artista plástico y eso, de alguna manera, parece transmitirse en sus canciones. Ahora lo tengo un poco perdido. Sacó un par de discos extraños y desde el 2011 anda desaparecido en combate. Estoy por empapelar la ciudad con un cartel de WANTED (rather alive).