CAT CLYDE

Down Rounder

(Second Price Records, 2022)

Y entonces todo se paró. Ahora uno lo piensa y parece mentira. Para la raza de los vagamundos (mejor con «m» que con «b», por mucho que la lengua culta recomiende la «b» de los que saben latín y nos tilden a los de la «m» de vulgares —que es lo que hemos sido siempre, por vocación, así que la ofensa nos resbala—) el frenazo, la inmovilidad impuesta por la pandemia fue un auténtico trauma. Quien tuvo cintura, se adaptó con mejor o peor fortuna. Cat Clyde, culo de mal asiento (como decía mi abuela), venía de no parar, el Hunter's Trace, de 2019, había marcado su momentum (será por latinajos) y ya se había amoldado al ajetreo y a la vida de la carretera. Y justo entonces, sin comerlo ni beberlo: el parón. La música baja de revoluciones hasta apagarse y fundimos a negro… El escenario es ahora un apartamento de Quebec. Ya que no hay escapada, Cat Clyde planea con su pareja grabar un álbum utilizando el pequeño estudio que tienen montado en casa. Pero pasan los días y los dos se sienten sin energía, con la mente aletargada y neblinosa, persistentemente enfermos. Sobrevuela la sombra de la depresión. Es todo muy extraño. Clyde se pregunta si será por la pandemia o si está pasando alguna otra cosa. Compran por Amazon un kit de medición y verifican el aire del apartamento en busca de esporas de moho. Los resultados muestran unos niveles tan agresivos que no les queda más remedio que ser evacuados a otro apartamento mientras la casera investiga. Ahora vendría un plano-inserto muy de David Lynch: un viejo nido de pájaros lleno de huevos podridos en el techo, justo encima de la cama. Traumatizados por la experiencia, y con el invierno a la puerta, la idea del disco se va a hacer puñetas, desmontan el estudio y vuelven a casa, a Ontario. Clyde busca una nueva vía para grabar. Y mientras busca, continúa trabajando en las canciones. Al final fue bueno, porque el material pudo respirar. Dispuso de tiempo para probar cosas, para experimentar. «Nunca había contado con eso», dice Clyde. «Fue una experiencia interesante porque pude sentirme más próxima a las canciones y dejar que crecieran de las formas más variopintas». Transcurrió un año. Plano-recurso de hojas de calendario cayendo, primero despacio, luego cada vez más deprisa, hasta fundir con un plano en el que la vemos a ella contactando con Tony Berg (recién salido del exitazo de Punisher, el disco que le ha producido a Phoebe Bridgers), seguido de un encadenado de planos en los que se les ve trabajar mano a mano, por Zoom, en las nuevas canciones. Entre planos de paseos por el bosque con un perro. Y, por fin, otro plano-recurso, esta vez de un mapa de Norteamérica con avioncito animado y línea de puntos que va trazándose desde Ontario hasta Los Ángeles. Hasta el icónico estudio de Sound City, donde Cat Clyde graba los diez temas (apenas media hora) de Down Rounder en seis días. «Los músicos eran increíbles y todo salió rodado. Tony es un mago, era alucinante verlo trabajar». Y el resultado es apabullante. Después de todo ese tiempo de incertidumbre y precariedad, Cat Clyde ha grabado el que probablemente sea su mejor disco hasta la fecha. Ha habido crecimiento y renovación. La lentitud y el parón han tenido sus efectos. Amanda Meth, escribe en «Full Time Aesthetic» que ya no se trata de la lucha por adelantarse en una carrera de ratas (hacerse sitio en el mundillo de la música), sino más bien el contorno de la sombra de un pájaro en pleno vuelo. La música ha enraizado y se ha nutrido del suelo, y, en efecto, ha alzado el vuelo. «Quería que estas canciones sonaran crudas y ásperas, pero que juntas creasen una suerte de belleza sencilla, como el cambio de las estaciones o una puesta de sol». Se nota el cambio y la voluntad de moverse. De moverse y de removerse tras el parón aciago. Cat Clyde, quería escapar, cambiar de escenario, trabajar en nuevas canciones «y salir a bailar». El disco se abre con «Everywhere I Go», que ya es de por sí una declaración de principios. Una celebración de los ciclos y de la mutación. «Ahí va mi piel / desprendiéndose otra vez. / Sigo avanzando por un sendero sin fin […] Y pienso en ti, allá donde voy. / Espero que lo sepas. Espero que lo sepas». Le sigue la rabiosa y contundente «Papa Took My Totems», inspirada en parte en su herencia indígena, sangre de los métis, los mestizos que salieron de las unión de mujeres de la Primeras Naciones (cree, ojibwa y saulteaux) con empleados británicos y francocanadienses de la Compañía de la Bahía de Hudson. Una canción sobre la pérdida de lo sagrado, sobre el pisoteo, la destrucción y la devastación del colonialismo patriarcal (el vídeo de ella sola tocando en un teatro vacío es fantástico). Y la cosa no hace sino subir. Con la interpretación de «Not Going Back» (que es para tatuársela de cabo a rabo) se sitúa en lo más alto del Olimpo. «No pienso volver. / No, no pienso volver. / Aunque frene mis pasos, / no pienso volver a pasar por ahí. // No voy a caer. / No, no pienso postrarme. / Ya he pasado por eso. / Ya no vivo ahí». Brillante. Inmensa. Y, para acabar, aprovechando que andamos en estos días con la promoción de Los últimos días de los hombres perro, de Brad Watson, diremos que la perra que aparece retratada en la cubierta del disco es Leia La Bon, la perrita que Cat Clyde estuvo cuidando en la zona rural de Quebec durante la pandemia. Era de un vecino que trabajaba en los muelles de Montreal, en turnos de cuatro días. Mezcla de pastor alemán, husky y spaniel. Amor puro. Fue su amiga y su maestra. «Los perros —afirma Cat Clyde— han sido unos grandes maestros a lo largo de mi vida y siempre me han ayudado a conectar de un modo más profundo con el mundo natural. A través de su amor, su apoyo y su amistad he sido capaz de profundizar en mí misma y en el momento presente, soltar todo aquello que me lastraba y ver con más claridad lo que verdaderamente importa. Siempre estaré agradecida por aquellos días y la verdad es que ahora la echó muchísimo de menos. Estuvo a mi lado cuando escribí estas canciones y me acompañó en todos aquellos días de sol, lluvia, nieve y hielo. Es una maestra sabia, una amiga paciente, una payasa desternillante y una exploradora incansable. Conocerla me ha hecho mejor persona y por eso he querido rendir tributo a su inmenso amor y su amistad en la cubierta del que considero mi mejor disco. Gracias, preciosa. Hasta que volvamos a encontrarnos». Touché.

ERIC BRACE & KARL STRAUB

Hangtown Dancehall

(Red Beet Records, 2013)

Cuenta Eric Brace que nació en Placerville, California, ni a diez millas de donde, el 24 de enero de 1848, un hombre que estaba construyendo un aserradero halló oro. En el momento en que el bueno de James Marshall vio aquella pepita de oro brillando en el lecho del río American, no pudo ni imaginarse que, al rescatarla, iba a poner en movimiento una migración, una fiebre, que iba a cambiar el curso de la historia. Él era un simple empleado, al servicio de su patrón, John Sutter, que acariciaba el sueño de levantar un imperio en la zona central de California. Pero el caso es que se corrió la voz: ¡¡¡se podía extraer oro a espuertas de la grava de Sierra Nevada!!!, y, claro, de un día para otro, se abrieron las esclusas. Más de trescientas mil personas pusieron rumbo a California a lo largo de los siguientes seis años. Todos acudieron a ciegas a la llamada del oro. Los indios ya sabían que estaba allí, la Veta Madre, pero siempre lo habían ignorado, porque era un metal inútil. Pero para los soñadores, los incautos, los ventajistas, era una vía rápida hacia la libertad. California, aun después, aun tras la extenuación y el desencanto, incluso tras la roña hippie y surfista, seguiría cargando, y aún carga, con el sambenito de tales sueños, llegando hasta a fundar una ciudad «de los sueños», básicamente una ciudad de camareros con buena dicción y perfil bueno (a juicio de sus abuelas). California suponía dejar de partirse el lomo con la mula y el arado, dejar de respirar oscuridad en las minas de carbón o de tirar de un saco en los campos de algodón. Hazte rico al momento. La fundación de la divisa nacional. La tierra de las oportunidades. Leche y miel, toda esa zanahoria. Desde el Este, en barco, circundando el continente por Tierra de Fuego o por el Canal de Panamá, o cruzando de costa a costa, como harían luego los beatniks y los turistas, en carromato, lo que luego sería el Greyhound enojoso del blue collar, el autoestop de los inconscientes o el coche de decimoquinta mano de las almas sin destino. Mucha de aquella gente, cuenta Brace, acabó en su ciudad natal que, entre 1849 y 1854, se conoció como Hangtown, la Ciudad de la Horca, porque el extremo del lazo corredizo fue la elección más frecuente para «desfacer entuertos» en el momento en que la justicia empezó a meter las narices en las excavaciones. Los ahorcamientos estaban a la orden del día: por apropiación indebida de concesiones territoriales, asesinato, robo de mulas, lo que fuera. La Liga de la Templanza y las iglesias locales lograron al final inocular en las fuerzas vivas, en los líderes de la localidad, el buen sentido de cambiarle el nombre, y así fue como se quedó con Placerville («placer» por los depósitos aluviales). De aquella era, de la era anterior a los pueblos fantasma que dejaría a su paso toda aquella efervescencia, Eric Brace recuerda una canción folk, «Sweet Betsy From Pike», que narra las extraordinarias penurias que padecía uno de aquellos carromatos al cruzar el continente con destino a California (con destino a «la gloria», que diría Guthrie, o a catar «las uvas de la ira» que diría el otro), en el curso de catorce estrofas. Compuesta por John A. Stone, seguía las peripecias de dos jóvenes amantes, Betsy y Ike, desde el condado de Pike, Missouri, hasta Placerville, adonde llegaban el la undécima estrofa. «De pronto se detuvieron en la cima de una alta colina, / contemplaron con asombro la vieja Placerville. / Ike le dijo a Betsy mientras sus ojos se fijaban en la localidad: / “Dulce Betsy, amor mío, hemos llegado a la Ciudad de la Horca”». Las últimas tres estrofas versan sobre ellos dos, acudiendo a un baile de mineros en Hangtown, que acaba con Ike poseído por un ataque de celos, rompiendo con ella y declarándose divorciado. Y así termina la canción. Algo que a Brace siempre le pareció una lástima. «Después de haber recorrido dos mil millas, a lo largo de seis meses, con el objetivo de iniciar una nueva vida juntos, ¿acabar así?». Pues bien, aunque ese fuera el final de la canción, no era, sin duda, el final de la historia. Y con este disco, Dancehall Hangtown, Eric Brace y Karl Straub decidieron continuar el relato de Betsy y Ike. Estas veintidós canciones son las estrofas que continúan y concluyen la vieja balada. El reparto es apabullante: Kelly Willis en el papel de Elizabeth Maloney, «Betsy»; el propio Eric Brace como Isaac Wilkins, «Ike»; Karl Straub como Walter Brown; Tim O'Brien como Jeremiah Jenkins; Darrell Scott como James Marshall; Wesley Stace como Augustus Pyle, «Augie»; Jason Ringenberg como el predicador Magee, y Andrea Zonn como Mei Lin. Y todo servido desde East Nashville por Red Beet Records, el sello independiente del propio Brace (casa de gente muy favorita en este Rancho: Peter Cooper, por ejemplo, por el que sentimos especial adoración, o el gran Thom Jutz; ya llevan editados veintiocho álbumes, todos de músicos de primera línea —el de la recreación de las canciones del Fox Hollow de Tom T. Hall, es oro puro de Veta Madre—) en una edición de lujo, apaisada, con cuadernillo primoroso y de puro vicio, diseñado por Bill Thompson e ilustrado por Julie Sola. Da gusto la gente que se lo curra así. Que se jodan las descargas y las plataformas de música enlatada (oro del que cagó el moro). Esto es oro DuPont. Y lo bien que luce, además, en la estantería. Y cómo suena. Dobro, violín, steel y banjo. Todo lo que nos gusta.

DON NIX, JEANIE GREENE, FURRY LEWIS & THE MT. ZION BAND AND CHOIR

The Alabama State Troupers Road Show

(Man in the Moon Records, 2016)

Poco menos que un milagro. Este disco, publicado en 1972 en doble vinilo, y reeditado en doble CD en 2016, consta, más solo que un hongo, casi como una nota al pie de una nota al pie de una nota muy al pie de página, casi pisada por el pie de página, en la historia del rock and roll. Hoy se lo explicas a un crío (y no tan crío) y te mira raro, es casi como hablarle de los etruscos (o de los videoclubs). Todo suena hoy a despropósito, desde la existencia del mismo grupo hasta la grabación del álbum. A más de medio siglo del suceso, la cosa resulta inexplicable, muy dinosauria, muy de diplodocus pastando en el llano con la glaciación a la vuelta de la esquina, ya refrescando. Están los huesos que lo atestiguan, sí, parece ser que existieron criaturas tan descomunales y tan vegetarianas, pero lo creemos sin demasiada fe, sin entusiasmo, no pondríamos la mano en el fuego (aunque den muy bien en pantalla). Desde hace ya años es impensable que una gran compañía discográfica (los viejos tiranosaurios que fueron perdiendo el apetito y se volvieron sobrios y veganos) organice una gira a una banda de quince componentes liderada por un músico de blues (esto ya puro fósil del final del Pérnico o del Carbonífero, especie de batracio, pez óseo o sinápsido, que ni los paleontólogos te sabrían datar) de setenta y ocho años y dos cantantes prácticamente desconocidos: uno de ellos Don Nix, al que suele citarse, las escasísimas veces que se le cita, como «una de las figuras más oscuras del soul y el rock sureños» (su libro de memorias Road Stories and Recipes, dicen que es gloria bendita); la otra, Jeanie Greene, cantante de sesión salida de la RCA Victor de los tiempos de Chet Atkins), con bolos a pelo puta, un dólar cincuenta la entrada (vamos, que ni Jose Luis Carnes), que fue lo que hizo Elektra Records en el 71 con los Alabama State Troupers (que grabaron este disco en directo y ya). Nix estuvo muy vinculado con Stax y llegó a hacerse muy colega de Leon Russell, de cuya Electric Horn Band tomaría la idea para montar su inminente proyecto en vivo, su inminente locurón, después de los dos discos en solitario (In God We Trust y Living By The Days) que grabaría en los míticos estudios Muscle Shoals Sound de Alabama. La vibrante amalgama de rock, R&B, blues, country y gospel que se estilaba por aquel entonces, gozaba del beneplácito de las grandes compañías, así que a Don Mix no le resultó muy difícil montar su fugaz sarao con músicos de Memphis y de Muscle Shoals, mitad y mitad, «me los pone pa llevar». Dos baterías, dos guitarras, dos teclados, bajo, seis coristas, coro baptista y, como diría mi abuela, «la tía Perica en to lo alto». El circo entero. A Jeanie Greene ya la conocía de haberle producido su primer álbum (Mary Called Jeanie Greene). El tercero en discordia para liderar la feria sería su viejo amigo septuagenario, Furry Lewis (que ya había hecho cameos en sus dos discos en solitario mentados unas líneas más arriba), leyenda oscura de Memphis, puro Delta, casi un secreto entre los aficionados al género, con varios discos acústicos grabados entre 1927 y 1929, redescubierto por el folclorista Sam Charters en el 59 y revivido en los sesenta, cuando lo del blues revival. La caravana calentó motores en Louisiana y puso rumbo a la Costa Oeste. La cosa se abría con el viejo Lewis, con su pata de palo y su acústica, sentado en una mecedora sobre una antigua alfombra persa. A los pocos minutos tenía a las multitudes hippies metidas en el bolsillo. Como se dice de los actores: robaba la escena. A la mitad de la primera canción, todo el mundo estaba en pie con una sonrisa tatuada. Luego entraba el combo eléctrico de los Troupers y empezaba la fanfarria, que acababa siempre con el «Going Down», del propio Mix, un tema que grabarían los Moloch de Memphis y que con el tiempo llegaría a conocer gloriosas versiones de Freddie King, Jeff Beck, Deep Purple, JJ Cale, Marc Ford, Pearl Jam, Gov't Mule, The Rolling Stones, Stevie Ray Vaughan, Joe Satriani, The Who, Led Zeppelin, Joe Bonamassa, Sturgill Simpson y, otra vez, a modo de etcétera, «la tía Perica en to lo alto». El álbum se grabó durante los bolos de Pasadena y de Long Beach, California. Algún marciano de Elektra lo vio clarinete y grabó en surco aquella magia que estaba llamada a desaparecer al momento (duraría lo que duró la gira). Ya se estaba cociendo la edad dorada del Rock Sureño. Ochenta y dos minutos encapsulados de pura energía. Con sus silencios, sus tanteos, sus requiebros, a cascoporro y apenas editado. Hoy impensable todo: la banda, la oportunidad, el momento, el concepto. Luego, ya digo, se extinguieron. Vino la glaciación. Y en esas andamos ahora. Ya nadie tiene tiempo para esto. Para sacar la nevera portátil petada de cervezas, darle al play, silenciar el móvil, sentarse en la mecedora y descubrir el fuego. Música de cuando aún se daba cuartelillo en el mainstream al clan del oso cavernario. Una joya rarísima. Un mosquito preservado en ámbar. Parque Jurásico.

SAM BUSH

Radio John: Songs of John Hartford

(Smithsonian Folkways Recordings, 2022)

Pete Seeger, Ella Jenkins, Woody Guthrie, Lead Belly, Lightin' Hopkins, la familia Carter… en efecto, este disco, tesoro nacional, tenía que constar junto a toda esa tropa en el catálogo del sello de Smithsonian Folkways. Tanto por el uno (Sam Bush), como por el otro (John Hartford). Del segundo, cuyo rostro debiera incluso figurar tallado en el monte Rushmore, poco cabe decir que no se haya dicho ya (aunque muchos solo lo conocieran por el «Gentle on My Mind» que Glen Campbell convertiría en una de las canciones country más grabadas de todos los tiempos, o por su colaboración en la banda sonora de O Brother, Where Art Thou, que lo llevaría a ganar otro Grammy). Yo recuerdo haber encontrado varios CDs suyos de segunda mano (cuando no se encontraban en ninguna otra parte de la ciudad, en los tiempos en los que la ciudad aún era dadivosa con los melómanos), a precio de «te pago por llevártelo», en una pequeña tienda de discos en la que siempre hubo mucha gloria y mucho trasiego, y que hoy, claro, es un lóbrego chino en el que da hasta horror cósmico aventurarse, después de haber sido una tienda de zapatillas de diseño o una galería de arte bastante absurda (ahora no recuerdo muy bien cuál de las dos mamarrachadas, quizá las dos, uno de esos locales malditos en los que nadie acierta), en la calle del Clavel, en Madrid. Jon Weisberger define perfectamente la individualidad de este inmenso artista: amalgama y yuxtaposición de multitud de hebras de música vernácula, una obra que invoca legiones de predecesores, conocidos o desconocidos. Y un saber poco menos que enciclopédico. Weisberger no recoge cabo ni contiene las riendas de su caballo al decir que debería figurar en el Panteón de las grandes eminencias culturales estadounidenses junto a Walt Whitman, Mark Twain, Charles Ives y todos los llamados «Primitivos Americanos». En su testaruda combinación de sencillez y complejidad, que abarca desde el violinista de lo más inhóspito de los bosques sureños hasta el hippie urbano e intelectualizado de sendas costas, ejemplificaba y expresaba cualidades que conectaban con lo mejor del pasado, del presente y, según espera Weisberger, del futuro norteamericano. Por otro lado, Sam Bush tampoco es que necesite mayores presentaciones. Alguno habrá que lo tome únicamente por un mandolinista reputado (miembro de los Nash Ramblers, banda mítica de Emmylou Harris). Y, sin duda, lo es. Al mismo tiempo que el originador del Bluegrass Progresivo, entre otras, muchísimas, bondades (mano a mano, con Béla Fleck, John Cowan y Pat Flynn en los New Grass Revival, sin ir más lejos). Bush, digamos mejor Sam por evitar enojosas remembranzas con tejanos infectos, criado en una granja a las afueras de Bowling Green, Kentucky, vio por primera vez a John Hartford en la tele una tarde de un sábado de 1967 en el programa de los Wilburn Brothers. Tocaba el banjo a lo Scruggs, con tres dedos, y cantaba al mismo tiempo. Puto amo, pensó (pienso yo que pensaría). Poco después, en un viaje a Nashville encontró un disco de Hartford (Earthwords & Music) en la tienda de discos de Ernest Tubb (que sigue existiendo, porque Nashville sigue siendo, por fortuna, bastante dadivosa con los melómanos). Y, desde entonces, se convirtió en fan fatal. El caso es que, a los pocos años, llegaría a conocerlo en un Festival, allá por 1971, se pusieron a tocar y a improvisar juntos, bebieron lo que había que beberse (me figuro que no poco), y, al momento, forjaron una inmensa amistad. Dice Sam que, entre sus logros, cuenta con el de haber estado al lado de John Hartford, pilotando el mítico barco de vapor, el Julia Belle Swain, por el río Illinois. Y este disco, que llevaba tiempo cociéndose en su quijotera (o en su Gulliver, que dirían por allí), la grabación de estas diez canciones, es el fruto de su inquebrantable amor por John y su música. Algo así como Tom Sawyer homenajeando a Huck. Y él solito (menos en el último tema, «Radio John», en el que junta a su banda de gira, y que es una fiesta) se ocupa de la voz y de todos los instrumentos: guitarra acústica, bajo eléctrico, violín, banjo y mandolina. Una celebración, una carta de amor y un testamento de la inmensa influencia que Hartford tuvo y sigue teniendo en las carreras de los incontables músicos que, como Sam, reinventan a diario la música de raíces, que no es otra que la música del corazón y de la gente. Uno de esos álbumes que se escuchan de pie, dando pisotones y palmas, importunando al vecino, poniendo en peligro el mobiliario que heredaste de madre, y con una sonrisa en la cara que se te tarda en disolver cuatro o cinco días.

JON CHARLES DWYER

Junebug

(Bitter Melody Records, 2021)

En el 83 de la avenida Patton, en pleno corazón de Asheville, Carolina del Norte, entre el local que acoge el Apotheca CDB & Hemp Market (una tienda para fumetas) y el restaurante Blue Dream Curry House, se encuentra, desde 1997, el Empire Tattooing & Piercing, el estudio de tatuajes en el que Jon Charles Dwyer, hasta hace bien poco, se ha venido ganando la vida («trabajo en en ese rincón de ahí», dice al inicio del vídeo que grabó en la tienda para GemsOnVHS, con Rebecca Branson Jones al pedal steel, «rodeados de una una colección de bellas cicatrices»). Fumas, te tatúas y comes. Vives, vas dejando atrás (incluso enterrando) lugares, perros, amores y amigos, y vas cicatrizando como buenamente puedes, a tu ritmo, cada cual con su nivel de colágeno, sus plaquetas y sus leucocitos. Las canciones de Jon Charles Dwyer, a las que llegamos por carambola a través de un «like» peregrino de otra a la que también da gusto ver cómo cicatriza, Krista Shows, son exactamente eso, tatuajes y costurones, puro tejido granular: fibroplasia. Su música encarna el espíritu de los cerros y los valles de los Apalaches, la pobreza, la pérdida y el deseo, dispuestos contra el telón de fondo de una más que probablemente incauta (visto lo visto y lo por venir) esperanza en el futuro y una desprotegidísima, casi suicida (de otro modo ni merece la pena jugar: la vulnerabilidad entendida casi como una vocación), confianza en el amor. Son canciones tristes, desgarradoras, canciones de haber sentido la aguja (el dolor y el éxtasis de la aguja: quien lo probó lo sabe, que diría Lope, «beber veneno por licor suave», tu cuerpo un lienzo de supervivencias, derrotas, logros e imposturas), ofrendas, como él mismo dice, una suerte de retribución, para todos aquellos que le ayudaron y estuvieron ahí (de lo que se deduce una montaña dura, no en vano su escuela ha sido la escena hardcore punk de la Appalachia, que no es ninguna tontería), dádivas que espera que, cuando nos alcancen, nos encuentren más o menos sanos y con ganas de seguir dejándonos tatuar por el día a día. Las nueve canciones que componen este álbum, grabado en el sótano de la casa de Cliff B. Worsham, en Candler (NC), con no más que una guitarra, una pedal steel, un violín (y la voz de Jessica Lea Mayfield en «Good Folks» y «Shame»), cinco años después de Between the Hallelujahs (2016), el disco con que debutó (y que, por cierto, sale ahora en vinilo), en no más de treinta y cuatro minutos, te dejan completamente desasistido. El poder evocador y lírico de sus letras lo sitúan en la misma liga de escritores a quienes tanto admiramos de por esas mismas, o muy cercanas, latitudes, gente como Ann y Breece D'J Pancake, Pinckney Benedict, William Gay y el Offutt de los primeros relatos. «Soy el único hijo de mi madre», canta en «Heavy Feathers», ella siempre le decía que había que resistir «contra viento y marea». A lo que se unía la voz débil de su abuela, «como algodón desleído», diciendo: «El día menos pensado acabaremos siendo unos ricachones malcriados». Grandes expectativas y verdades como puños, esa fue la geografía de su infancia. Una lengua llena de matices que denotan pastos más verdes y una tristeza salvaje, «no siempre saludable, pero nunca dañina». Algunas cosas te las arrebatan, otras se pierden sin remedio, otras ni llegas a valorarlas. «Me pregunto en qué me convierte todo eso ahora. Sangre y entrañas en una ciudad que desparrama sus tripas por las aceras. Yo antes fui una suerte de brisa, pero dejé que el remordimiento me convirtiera en un viento maligno. ¿Dónde han quedado mis creencias? La primera vez que volví a casa, muchas cosas ya no estaban. Enterramos al perro familiar en el jardín de atrás, donde pasé horas jugando de niño. Envuelto en una toalla del baño, como un plumaje pesado. La muerte no era más que el último hilo que nos mantenía unidos. Tenía grandes esperanzas, pero dejé que se alquitranasen. Pensé en darte un fuerte abrazo el día que me casé. Ahora hay demasiada sangre. No existe tumba lo bastante ancha y profunda como para contener tanta muerte. Y no dejo de preguntarme por qué me carcome tanto. Soy el último descendiente, no posaré ningún bebé en las rodillas de mi madre. Porque no creo, he dejado de creer. No pienso hacer lo mismo que se me hizo a mí. ¿Dónde quedó mi fe? Un día de estos tendré que largarme. Y no quiero hacerlo sabiendo que todo lo que deje a mi espalda no será más que el frágil fantasma de una canción. Solo espero ser ligero. Espero que no cueste cargar conmigo. No más que una melodía que uno sigue por la montaña de vuelta a casa. No soy más que una melodía que uno sigue por la montaña de vuelta a casa». Está canción da buena cuenta de lo que hay detrás de este inmenso trovador: la santa especie de los perdedores. Y no sé tú, pero yo lo tengo bastante claro: pienso tatuarme todos los discos que saque este hombre (lienzo me queda, salvo en los brazos), olvidar el provecho, amar el daño («desmayarse, atreverse, estar furioso»), dar la vida y el alma a un desengaño. Y, cuando haya que rendir cuentas, poder hablar de primera mano. Desnudarse como Livingston ante Burton, o viceversa, en Las montañas de la luna, y poder decir, como ellos: «Esta de aquí… unos indígenas, me clavaron una lanza en la cara, me partió el paladar, me arrancó unos cuantos dientes y salió por aquí. Y esta, dentellada de león. La del hombro, un balazo sin salida. Y esta otra, y dispense que le enseñe el culo, de cuando me senté sobre un escorpión, lo aplasté y casi me mata». Arriesgada profesión, la de vivir. Y no todos la ejercen. Hay quien solo la lee o la mira pasar. Allá se las ingenie como pueda. Sin duda, muchísimo mejor es esto, aunque duela y sea para siempre (como dice la gente que no se mancha, que poner caras, que no se entinta), procurar que al final, tu cuerpo exánime, antes de que se lo dispute la gusanada, sea un mapa. Jon Charles Dwyer, un amante de las cicatrices, lo sabe, lo ha probado (y acudo al «probar» de haberlo catado, como en el soneto del «Monstruo de la Naturaleza y Fénix de los Ingenios», tanto como al de haberlo demostrado, como queda claramente de manifiesto en estas nueve canciones que, después de oídas, se recomienda lavar con agua fría y jabón neutro, secar a toquecitos con papel de cocina, aplicar una pomada cicatrizante y secar al aire, cada ocho horas).

SAY ZUZU

Here Again: A Retrospective (1994-2002)

(Strolling Bones Records, 2022)

Fue el hermano mayor de alguien, eso seguro. Puede que de ella. Nos puso un día el disco o nos habló de él. Antes los hermanos mayores ejercían ese oficio (no sé si seguirán haciéndolo). Había estado en Chicago, creo (hubiese sido mejor New Hampshire, pero me he propuesto ser fiel a la historia), de intercambio o algo por el estilo (y, allí, en lo que pudo haber sido New Hampshire, pero creo que fue Chicago, el hermano mayor de alguien le habría dicho al que creo que fue el hermano mayor de ella: «Escúchate esto»). Era la época de Wilco. Sí. Aunque a nosotros Wilco siempre nos dio un poco igual. En aquellos días escuchábamos más a Richmond Fontaine y los primeros discos de Calexico y Drive By Truckers. Y muchas bandas más (hijos bastardos de Uncle Tupelo) que duraron dos o tres álbumes. Cinco, a lo sumo, como en el caso de los Say Zuzu (sin contar cassettes ni directos). El hermano mayor de ella (o de quien fuera) nos puso o nos habló del Say Zuzu, el disco de 1994. Casi lo borramos de tanto escucharlo (acabó regalándonoslo). Aquel mismo año, 2003, en un viaje a Londres, encontramos en una tienda de Notting Hill (que ya no existe y que ya ha aparecido en más de una ocasión por estas crónicas) el Every Mile, que resultó ser el último disco de la banda (nos lo dijo el de la tienda, se habían separado; antes se enteraba uno así de las cosas: hermanos mayores, dos o tres revistas y tiendas de discos; lo de surfear por la red vendría luego). Por supuesto, nos lo trajimos. Aún no lo sabíamos, pero nosotros también nos separaríamos ese mismo año. Nuestra banda de dos ya había viajado a Londres herida de muerte. Ya andábamos con la brújula rota en el corazón. Pero recuerdo estar los dos en el coche de ella (bueno, de su hermano mayor), frente al vertedero de Valdemingómez, viendo gaviotas y bebiendo cerveza. Olía mal (como ya lo nuestro), pero nos gustaba plantarnos allí con el coche, poner la música a todo trapo y soñar con salir algún día de todo aquello (fuese lo que fuese todo aquello). Y recuerdo haber escuchado allí mismo la canción «Doldrums», que nos sabíamos casi casi de memoria, uno de los temas del disco que nos trajimos de aquel viaje a la «pérfida Albión» y que siempre nos dejaba al borde de la lagrimita, con Pauly entrando en el bar donde trabajaba Mary Frank, iluminándose cada vez que ella le sonreía. Luego ella hacía café y se sentaba un rato a charlar con él… En su día, nosotros fuimos muy ellos (ella trabajaba en un bar y me sonreía), pero en la época de aquel viaje ya apenas si nos hablábamos. El caso es que todo se fue a la mierda y ella se quedó con los dos discos. El primero no me jodió tanto (al fin y al cabo, era del que pudo haber sido su hermano), pero el otro sí que dejó herida (como los tebeos y los libros de ciencia ficción que también se apropió). Pasado el duelo, intentaría volver a encontrar aquellos discos, como también los otros tres que sacaron en medio, pero no hubo manera. Luego vendrían otras chicas y otras bandas. Y así habría acabado más o menos la cosa. No más que otra historia triste de canciones compartidas, corazones rotos y vertederos. Hasta que, el año pasado, apareció este Here Again: A Retrospective, que ha sido un «magdalenazo proustiano» en toda la cara. Nada más oír el «Here Again», se me pusieron los pelos de punta. Y ahora con mayor razón que entonces, cuando Jon Nolan canta eso de «Oye, ¿te acuerdas de aquellos tiempos? / ¿Cuál era aquella canción que solías cantar? / Me hacía sonreír horas y horas / ¿Cuál era aquella canción que me cantabas, amigo mío? / Desde entonces no he vuelto a sentirme tan bien». Pues lo más seguro, amigo mío, amiga mía, es que fuera esta misma canción, «Here Again», y al menos otras cuatro de las que componen esta antología, incluso las otras seis que no llegamos a escuchar en su día. Y es una auténtica gozada poder volver a subirse a «The Bull», el autobús escolar, voraz devorador de gasolina, el apenas semifiable Ford de 1987 que convirtieron los Say Zuzu en su vehículo de gira, con el mapa de carreteras que constituye esta emocionante retrospectiva que abarca sus cinco discos de estudio. Y siguen sonando igual que sonaban entonces, sin haber perdido ni un ápice de su fuelle original. Carreteras, chicas, sueños. «A veces estoy tan asustado que / me pongo a hablar como una cotorra para salvar mi vida / pero en otras ocasiones estoy tan asustado que no puedo decir ni mu / […] / Pero lo único que pido es dar con una buena chica antes de irme a casa». El inmenso Brent Best, de Slobberbone (otra de aquellas bandas que nos ayudaron tanto en aquellos días del vertedero en los que fantaseábamos con los días que hoy han quedado en esto), escribe un maravilloso texto para el disco sobre la suerte de tener una banda y cantar tus canciones al vacío y que la gente atienda y te devuelva su eco, citando a Stevenson y su «viajar esperanzado es mejor que llegar», sin más recompensa que el mero hecho de estar haciéndolo (no de haberlo hecho). Y los recuerdos de todas esas travesías, de una vida así, que no solo servirán para alimentar conversaciones nostálgicas, sino como tótemes para nuevos expedicionarios, «como dibujos en la caverna, o firmas en las paredes de un autobús de gira». Leo, además, que han vuelto a juntarse y que este año sacan un nuevo álbum (No Time To Lose, de hecho, creo que sale hoy), en el mismo sello de este bienvenidísimo Aquí estamos de nuevo. Por otro lado, no sé qué habrá sido de ella (ni de aquel hermano mayor de alguien). Nunca volvimos a vernos. Pienso a menudo en Pauly y en Mary Frank, en si seguirán sentados en aquella cafetería, esperando a ver lo que les trae el viento. Y he estado tentado de llamarla. Aún tengo su teléfono. Pero habría sido raro. Por mucho que el vertedero fuese sellado, revegetado y puesto en fase de desgasificación, las emisiones siguen siendo funestas. Hace nada los vecinos denunciaron una muralla de sacos de residuos. Mejor no remover las cenizas. Follábamos bajo aquel olor. ¿Te lo puedes creer? Si aquello no fue amor, que alguien baje y me lo explique.

MICHAEL KANE & THE MORNING AFTERS

Broke but not Broken

(State Line Records, 2022)

Allá por 2016, alguien, basándose en las listas de Rob y sus colegas en Alta Fidelidad, la novela de Nick Hornby (John Cusack en la gloriosa película de Stephen Frears, y Zoë Kravitz en la serie infecta que nunca estará en la lista de favoritas de nadie), le preguntaba a Michael Kane por sus cinco bandas y álbumes favoritos de todos los tiempos. Pregunta jodida de respuesta variable, según el día e incluso la hora. Pero aquel día, a tal hora, después de haber desayunado lo que quiera que hubiese desayunado y bajo aquel clima, seguramente frío, diciembre en Massachusetts, Kane contestó lo primero que le vino a la cabeza. Bandas: Tom Petty & The Heartbreakers (la primera canción que se aprendió Kane fue «American Girl»), Bruce Springsteen & The E Street Band, The Ramones, The Clash y Marah. Álbumes (quizá no de todos los tiempos, pero ahí van): My Aim is True, de Elvis Costello; Greetings from Asbury Park, de Bruce; 20.000 Under the Sky, de Marah; Separation Sunday, de Hold Steady y Sorry Ma, Forgot to Take Out the Trash, de The Replacements. Por aquel entonces, el susodicho, con sus Morning Afters, acababa de editar por Bandcamp su primer EP, Adding Insult to Industry (glorioso título) y la cosa, en efecto, ya sonaba un poco a todo eso, a lo que yo añadiría, sin duda, la pegada de Mike Ness. Los siguientes discos, hasta este, no harían sino consolidar ese sonido. A pesar de la debacle, a pesar de los muy cenizos enterradores del rock and roll, a pesar de esta birria de mundo que hemos acabado perpetrando en el que ya una novela como Alta Fidelidad no se entiende si no va acompañada de un fuerte aparato crítico y mucha nota antropológica a pie de página, Michael Kane sigue haciendo exactamente lo mismo que hacía entonces (que ha hecho siempre) y reaparece con este potente Broke but no Broken que ya desde el título, como es costumbre en la banda, lo dice todo: en la ruina, sí, sin blanca (porque intenta tú cotizar con el rock and roll y luego me cuentas), pero aún sin domar, aún sin dar el brazo a torcer, aún «rabiosos contra la máquina». La mezcla infalible para el explosivo: guitarra, bajo y batería (aquí también algún teclado). Hay quien dice punk, power pop, garage rock y, para darles cerita a los tonticos, venga, por qué no, americana (lo que me recuerda a Blas Fontiveros, el personaje encarnado por Antonio Resines en La niña de tus ojos, cuando decía que claro, que qué cojones se suponía que iban a hacer ellos si eran españoles, pues españoladas, coño, lo que corresponde, de ser alemanes harían alemanadas e italianadas de ser italianos, ¿no te jode?; pues eso mismo me pasa a mí con el sambenito de la americana, soplapollez supina, y cierro ya el paréntesis, que se me llevan los demonios…). La cosa es mucho más sencilla, y lo declara el propio Kane cada vez que se lo preguntan: «Somos una banda de Rock and Roll». El término quizá esté ya muy manido y cualquier tonto con pintas que se gasta una fortuna en trapos no dudará en apuntarse al bombardeo (aunque luego todo suene a tuerto llorón, pura estética impostada y vacía), pero, como dice Kane, el Rock AND Roll, y pone el AND en mayúsculas, porque solo con el rock la cosa no tira. En los tiempos que corren (en los que hasta Bruce Springsteen se disfraza de sí mismo), lo que hacen ellos ya es casi una música de tribu perdida. No en vano su perro se llama Strummer. Música curada en bares, locales de ensayo y garajes. Mano a mano en las calles de Boston, con bandas como los Warning Shots, los Bundles y Carissa Johnson. Música de gente que se dedica a hacer un montón de mierdas solo para poder hacer ESTO. Curran como cabrones, lidian con jefes, torean el estrés del día a día, se las arreglan como pueden para llegar a fin de mes, acumulan facturas… y todo eso solo para poder escribir canciones y ofrecérselas en vivo a la gente. Vivir en ese equilibrio. Sin fastos ni ínfulas. Con eso les basta. Rock and roll para vivir e ir tirando (y, probablemente, para no acabar matando a alguien). Según sales de la fábrica, una ducha, una cervecita (bueno, quien dice una dice siete) y a tocar. No hay doblez. Solo fuerza y rabia blue collar. La música más honesta del mundo. Y en esta última entrega, además, una versión del «Bring It On Home» de Sam Cooke (un clásico de sus directos) que te devuelve la fe (de haberla perdido) en todo lo que siempre creíste. La banda que querrás que esté tocando, si Dios quiere, antes de fundirte en negro, en la Taberna del Fin del Mundo (como en el local de aquel directo de 2018 que grabaron «primitivamente» –«recorded primitively»– en Charlestown, Massachusetts).

MARISA ANDERSON

Holiday Motel

(16 Records, 2005)

Este es, sin duda, uno de los discos de mi vida. Un disco que, desde que llegó a mí, con su mucho de peripecia puramente accidental, no ha hecho sino ir creciendo en intensidad y desgarro, ganando fuerza y presencia tras cada nueva escucha. Al principio, no lo frecuenté tanto como lo iría haciendo después (casi de forma obsesiva), lo cierto es que me fue embaucando poco a poco. Ahora rara es la semana en que no me lo pincho, en vena. Y me sorprende seguir hallando cosas nuevas, matices, cristales rotos. Tiene una rara magia. Y eso que han pasado ya casi veinte años. Era la época de bucear mucho por CD Baby en busca de peces extraños. Si te gustaba esto, lo mismo podría gustarte esto otro, horas y horas de bailar pegado con el algoritmo. A decir verdad, ya no recuerdo a cuento de quién decidió la máquina que este Holiday Motel de Marisa Anderson, recién salido por aquel entonces, podría ser de mi incumbencia. El caso es que lo compré sin dudarlo. La cubierta del álbum y el título, supongo, tuvieron mucho que ver: como buen damnificado por las Crónicas de Motel de Sam Shepard, todo lo que transitara por esa zozobra del nomadismo y el tedio, de la soledad y el extravío, llamaba poderosamente mi atención (lo sigue haciendo). Tardó en llegar, y llegó, además, en compañía de otros, por lo que, en aquel momento, dando preferencia a los que más esperaba, no le hice mucho caso. Ya digo que sería después, de un modo casi imperceptible, cuando empezaría a devorarme por dentro. Y la metástasis llega hasta el día de hoy. Y está claro que esto ya no hay forma de atajarlo: moriré de este disco. Marisa Anderson, a cargo de todo, en otoño de 2004, entra en el Blue Room Studio de Portland, Oregon y graba sus propias «crónicas de motel» (ahora pienso que, probablemente, las piruetas del algoritmo partieron aquel día de algún disco de Richmond Fontaine; y no deja de ser curioso, por otro lado, que dos años más tarde Willy Vlautin publicara su primera novela, Vida de Motel; a veces, la tan denostada Inteligencia Artificial acierta de chiripa). Nueve canciones y ella, ya digo, salvo por unas esporádicas percusiones (sts), un chelo (Melissa Collins) y unas voces (Mirah Yom Tov Zaitlyn), se hace cargo de todo: voz, guitarra acústica, slide, banjo, piano y órgano. Y es un disco de lo más raro, además, porque es un disco que nunca volvería a suceder. La voz de Marisa Anderson desapareció. Yo le perdí la pista y lo descubriría mucho más adelante. Sus siguientes discos, hasta el décimo, del año pasado (curiosamente titulado, como para llamarme la atención y decirme que ella nunca se fue a ninguna parte y que quizá fui yo el que se largó –o el que dejó de escucharla–, Still Here) son instrumentales. Después de su primer disco, dejó de cantar. Y me resulta incomprensible. Esa voz tan característica, casi susurrada, frágil pero poderosa, que es la voz con la que cantaría uno probablemente en una habitación de un motel perdido, tratando de no molestar al de la habitación de al lado, ese asesino, viajante de comercio, yonqui o prostituta, que aporrea la pared para que dejes de dar por culo con la guitarra, como en la secuencia de apertura de American Folk, la maravillosa película de David Heinz, con el inmenso Joe Purdy. Bien, pues esa voz decidió callarse. Y dejar de contar sus historias de perros con tres patas y viajes por carreteras solitarias (esas letras que son verdaderas joyas literarias, con esos versos y esa manera de frasear que te deja siempre al borde del sollozo: «de vez en cuando te percibo en el viento, pero tú siempre te acabas de ir de todos los sitios en los que entro»). Un misterio, ya digo. Ese repentino silencio… Marisa Anderson nació en el norte de California y creció en Sonoma. Música clásica y de iglesia en el coche de mamá y country en el camión de papá, mucho Doc Watson y los Oak Ridge Boys. Empezó a tocar la guitarra a los diez años, ella misma se describiría después como una adolescente extraña, siempre rodeada de libros y discos de folk, Apalaches y el Delta del Mississippi, sí, pero también Inglaterra y África. A los diecinueve deja la universidad y se pasa cerca de diez años viviendo en su coche y en una tienda de campaña, recorriéndose el país, macerando su fingerpicking y sus historias. Una temporada con Circo De Manos en México, estancias prolongadas con los indígenas durante el conflicto de Chiapas. Luego un par de bandas, los Dolly Ranchers y la Evolutionary Jass Band, esta última ya en Portland, Oregon, después de mucho bar cowboy, mucho motel y mucha carretera. Y así hasta grabar en 2004 este irrepetible y casi fantasmal Holiday Motel. En realidad, no volvería a saber nada de ella hasta Leave No Trace la película de Debra Granik (directora de Winter's Bones), en la que sale tocando la guitarra con Michael Hurley, interpretando «O My Stars» y «Dark Holler» en torno a un fuego de campamento. La extrañeza no hizo sino intensificarse. Holiday Motel, un disco perdido en el desierto al que uno no puede evitar regresar. Probablemente, el disco que más veces haya escuchado en mi vida. Y sigue siendo como la primera vez, como pegar el oído a la pared de la habitación de un motel, como el voyeur del motel de Talese, y escuchar las historias de la habitación de al lado, tratando de imaginarme quién es ella, qué esconde esa voz triste, de dónde viene, qué le ha pasado… Y a la mañana siguiente asomarme a la ventana y ver que ya se ha ido o que está yéndose, no más que un coche que se aleja bajo una nube de polvo. Me habría encantado coincidir con ella en la barra del bar, al otro lado de la carretera. La intimidad de dos extraños. «What’s your story?». Esa guitarra y esa voz que, aunque uno ya sabe que al final pierden, sigue esperando que quizá algún día se salven, y siguen doliendo y emocionando como el primer día. Es un poco mi Paris, Texas, mi kryptonita. Un encuentro azaroso que te marca para siempre, por mucho que luego cada uno tome su camino y se pierda en la noche, o precisamente por eso. Todo muy raro, pero dolorosamente bello.

TEDDY & THE ROUGH RIDERS

Teddy & The Rough Riders

(Appalachia Record Co., 2022)

Hay una foto mítica de Teddy Roosevelt y sus hombres en la colina de San Juan. Son los Rough Riders (los «jinetes duros», casi todos leñadores canadienses), el Primer Regimiento de Caballería Voluntaria de Estados Unidos en la Guerra Hispano-Estadounidense, nuestro tan cacareado desastre del 98, de cuando nuestro Imperio mostró sus vergüenzas. Un regimiento que luego se mitificaría mucho en los espectáculos circenses del Viejo Oeste, como el de Buffalo Bill. Luego está la banda de rock 'n' roll de Ohio, de finales de los cincuenta, bastante popular en su época. Pero tampoco son esos. Los Teddy & The Rough Riders que hoy reseñamos son una banda de Nashville, la banda de Nashville favorita de Margo Price quien, además, embarazada de siete meses, se encargó de producirles este álbum homónimo con el que salen a la palestra (además de contribuir con voces y percusiones, y de colar a su marido, el gran Jeremy Ivey, para darle también su toque, a la armónica y las voces). La cosa es muy setentera, muy de unir hippies con cowboys, moteros con fumetas, en la onda de Flying Burrito Brothers, New Riders of the Purple Sage, Commander Cody y compañía. Country cósmico, muy Costa Oeste. Me los imagino en la fotografía de la colina de San Juan, un poco al fondo, melenudos y claramente perjudicados, descojonándose de risa. De haber sido ellos los susodichos Riders quizá hoy no tendríamos un Valle Inclán, ni un Unamuno. Y el sentimiento trágico de la vida habría sido otro bien diferente, más festivo, menos de bohemia polvorienta. Jof Owen, en la revista Holler, lo clava: «una banda capaz de sonar como todas las bandas que has amado a lo largo de tu vida y, al mismo tiempo, como nada que hayas oído antes en tu vida. No innovan el country rock, lo encarnan». Y, a renglón seguido, se imagina una estampa maravillosa: «Imagínate que, cuando tenías ocho años, tus padres hubiesen decidido una Nochebuena dejarte abrir los regalos sin tener que esperar al día siguiente». Oír este disco te producirá esa misma sensación. Orville Peck, por citar solo a otro de sus muchos forofos incondicionales (con quien, por cierto, han girado), lo suelta sin tirar de las riendas: «es una de las mejores bandas country que está haciendo música en la actualidad». Ryan Jennings y Jack Quiggins, autores de las canciones del grupo, se criaron en el West End de Nashville, el barrio originario de todo el movimiento outlaw de los setenta (que también personifican, tanto estética como vitalmente), se conocen de largo y llevan fatigando el circuito, escribiendo canciones y haciendo versiones de canciones sobre whisky, desde hará unos siete años. Luego irían apareciendo los demás «jinetes duros» del batallón, Nick Swafford (batería), y Luke Schneider (pedal steel, dobro), de la banda de William Tyler y de la propia Margo Price. Grababan y editaban cosas caseras, y vivían casi permanentemente encadenando bolos, algo así como un secreto a voces dentro del circuito. Margo Price los metió en el Club Roar y en tres días capturaron la magia. «Al final», cuenta Swafford, «no nos queda otra que vivir de la pureza y los errores, de todo lo bueno que se desprende de eso. Hay gente que se pasa tres o seis meses con un álbum, y nosotros, bueno, nosotros solo teníamos novecientos dólares, así que lo grabamos todo en tres días». También se dejaron caer unos cuantos amigos por el estudio: Jeremy Ovey, Luke Schneider, Emily Nenni y Mike Eli, entre otros. Se definen como una banda de country rock, lo que no es más que una manera, según Jennings, de poder aspirar a ser George Jones y The Velvet Underground al mismo tiempo. La vibra maternal de Margo Price, a punto de parir, fue crucial en el estudio. Se conoce que suministró bien de marihuana a todo el mundo (aunque ella no fumó, no podía, ya se desquitaría luego). No faltó de nada, como ha de ser. Y todo eso se transmite maravillosamente en el disco. Un álbum para gozarlo en modo infinito sin parar. Desde el momento en que pinchas el tema uno, con el volumen a todo trapo, se te convierte la casa en un honky tonk. Te abres una cerveza, la primera de muchas, y en apenas segundos descubres que no te la puede sudar más la pérdida de Cuba (en realidad, la pérdida de lo que sea). Como dijo el profesor Villacañas el otro día en la radio: «Ese día los españoles estaban en los toros tranquilamente perdiendo un Imperio» (al loro con el libro que edita en unos días Underwood, por cierto, Érase una vez España. El mal radical de la españolez). Pues eso: música para perder Imperios y celebrarlo jubilosamente. Y ya vomitaremos si eso (o no) mañana.

THE LOCAL HONEYS

The Local Honeys

(La Honda Records, 2022)

El pasado 27 de enero, La Honda Records (sello reciente que va a darnos muchas alegrías –Colter Wall, Vincent Neil Emerson y Riddy Arman ya han dejado el listón altísimo–) daba la bienvenida a su quinto artista, el músico canadiense Bryce Lewis, de quien ya daremos buena cuenta en su momento, cuando editen el disco, por lo que ahora que me dispongo a hacer esta reseña, The Local Honeys ya no son su última apuesta. Como nos pasara en su día con Bloodshot Records, o, qué se yo, con Fat Possum, por citar solo los más afines a nuestros desvelos, todo parece apuntar a que este nuevo sello va a ser nuestro siguiente Virgilio para la selva oscura, «nel mezzo del cammin di nostra vita». Confianza absoluta para bajar con ellos de la mano hasta el círculo más remoto del infierno. El disco de las Local Honeys (como, sin duda, lo hará en breve el de Bryce Lewis) no hace sino confirmar nuestra intuición, lo cual, ¿qué duda cabe?, es ya más que suficiente motivo para celebrarlo y reseñarlo cuantas veces sea necesario (de hecho, por este blog ya han ido pasando todo su plantel), puesto que la existencia de un sello así, tan radical y tan sin imposturas, en los tiempos que corren, en efecto, y retomando al Dante, tan de selva oscura, es poco menos que heroico (incluso suicida) y, por eso, al menos en lo que a mí respecta, ya me tienen ganado para la causa. The Local Honeys son puro Kentucky. La sangre de Kentucky corre por sus venas como un caballo de carreras desbocado. Los que saben de esto recuerdan las palabras del maestro Tom T. Hall (el Raymond Carver de la música country), quien cuando tildaba a alguien de dar crédito a la maravillosa tradición de Kentucky quería decir, básicamente, que te cogieras una silla y te pusieras a escuchar, porque la cosa iba en serio. Y, tanto Linda Jean Stokley como S. Montana Hobbs, llevan ya sus buenos diez años dándole la razón al viejo Tom T. Hall. Viñetas cuidadosamente elaboradas, pura artesanía, del Kentucky rural que las vio nacer y crecer, entre bosques y caballos. Central Appalachia. De nuevo, sí, nueva piel para la vieja ceremonia. Pero ellas, recogiendo toda esa tradición ancestral, dan un paso más allá, se niegan a ser simples abastecedoras de tradición, innovan y rompen reglas (como, por ejemplo, meter una batería en una banda de bluegrass, algo considerado tradicionalmente tabú, casi sacrílego, que a los más puristas, les parecerá degeneración y corruptela, «bastardear» el género, como seguramente dirán, en su pazguata función de gendarmes de la pureza), no como método premeditado ni de manera estudiada, sino de forma natural, para dirigirse a la nueva generación, que es la suya, la nueva hornada que se cuece en los Apalaches, gente que comprende la belleza, la lucha y la complejidad de lo que supone vivir hoy en esas montañas (la epidemia opiácea, la adicción, la desaparición de los viejos hillbillies, las penurias y las derrotas de la vida rural, tema especialmente conmovedor en la canción «Dead Horses»…). La cosa se resuelve, además, con un lirismo y una exquisitez literaria a la que ya podrían siquiera aspirar muchos, en una especie de pulso permanente entre la elegía y la esperanza. Tratar de asir con la música todo ese mundo que se desvanece, ese mundo cuya esencia, desde los primeros tiempos, parece ser precisamente esa misma cualidad intrínseca del desvanecimiento, de vivir siempre al filo y de espaldas al tiempo, siempre pivotando entre la lucha, la pérdida y la supervivencia. No en vano el disco se inicia con una versión de la mítica «The L&N Don't Stop Here No More» de Jean Ritchie, realeza de los Apalaches (y, por lo visto, pariente de Hobbs), sobre las penalidades de las comunidades mineras tras el cierre de las antiguas minas, especialmente conmovedora gracias, también, a la labor de los miembros de The Food Stamps, la banda de Tyler Childers, que las acompaña en todo el disco, dirigidos y producidos por Jesse Wells, alias «El Profesor» dado que, aparte de miembro de la susodicha banda (a su cargo quedan las guitarras, el violín y la mandolina), es además archivista y profesor en el Centro para la Música Tradicional de la Universidad Estatal de Kentucky, en Morehead, a la que asistieron tanto Linda como Montana. Jesse Wells ha sido siempre su mentor. Fue quien les hizo ver, por ejemplo, que en cada rincón y grieta de las vetustas montañas de Kentucky, hasta en el recoveco más peregrino, hay una forma diferente de tocar el violín. Los violinistas del condado de Woodford suenan completamente diferentes a los del condado de Jackson, Estill, Wolfe o Pike. Y así con todo. Linda Jean Stockley, lo reconoce: «Toda esa música nos ayudó a conectar más con nuestro terruño y con la historia de la música que emana de él». Han tocado mucho en gasolineras y aparcamientos. Se han curtido bien en la carretera y son, además, expertas en cerveza local. Sus favoritas: Cougar Bait (4.9% ABV American Blonde Ale), Halfway Home (5.5% ABV American Pale Ale), Cliff Jumper (7.0% ABV India Pale Ale), Shotgun Wedding (5.5% ABV Brown Ale envejecida con vainas de vainilla) y Survive (4.5% ABV Pilsner). Pollo frito, bollos y tarta Derby. Pan de maíz y frijoles. Si no te han enamorado ya, es que no tienes corazón. Tom T. Hall ni lo dudó, lo vio clarísimo (así que no es solo cosa mía). Siéntate y atiende.

BILLY STRINGS

Me and Dad

(Rounder Records, 2022)

Comenzaré haciendo dos declaraciones que luego intentaré matizar. DECLARACIÓN nº1: Adoro a Billy Strings. DECLARACIÓN nº2: Detesto sus discos. En lo que se refiere a la primera declaración no hay mucho más que añadir. Se trata de un amor incondicional. Desde que lo vi por primera vez, me quedé prendado. Su actitud, sus pintas, su desfachatez, ese vídeo de KEXP actuando con Don Julin a la mandolina y Kevin Gills al contrabajo, en esa senda en mitad del bosque, en Pickathon, allá por julio de 2015. Mucho antes del Grammy (2021) y de saltar al superestrellato. Un pasado duro con padre biológico muerto por sobredosis de heroína cuando tenía apenas dos años. Luego su madre se casó con Terry Barber (el padre de este disco, su auténtico padre: «Terry me crio y me enseñó a limpiarme el culo, a anudarme los zapatos y a tocar la guitarra. Es mi puto padre»), el músico amateur de bluegrass que le inoculó el virus de la música. De Michigan a Kentucky y de Kentucky a Michigan. Siendo aún preadolescente, sus padres se enganchan a la metanfetamina. A los trece, Billy se va de casa y acaba enganchándose también a todo lo que pilla. Drogas duras y alcohol a punta pala. Rock, metal, tatuajes, heridas. El desenlace no auguraba nada bueno. Pero, al final, logró salir de todo eso. Lograron salir. Los tres. Y ese pasado, esas peripecias, esos saltos mortales, se transmiten en su directo. Hay dolor y hay gozo. Hay Doc Watson, claro, y Del McCoury, Bill Monroe, John Hartford, Ralph Stanley y Earl Scruggs por parte de padre, pero también se identifica el Jimi Hendrix, el Johnny Winter, los Def Leppard y los Black Sabbath de sus devaneos. Fue su tía la que le cambió el nombre, de William Lee Apostol a Billy Strings, Billy «Cuerdas», por la pericia que se gastaba con cualquier instrumento de bluegrass que cayese en sus manos. Se hizo con mi corazón aquel día de frío infernal, en el Capitol Theatre de Nueva York, cuando sacó chocolate caliente para todos los que esperaban en la cola de su concierto. Desde 2015 ansiaba que alguien le grabase, para poder disfrutar una y cien veces de sus discos. Y así llegamos a la DECLARACIÓN nº2. Salieron los esperadísimos álbumes, fueron llegando puntualmente a casa. Y ahí están, después de la primera escucha, muertos de risa. Evidentemente –para mí al menos–, algo se perdió en la traducción. Suele pasarme con ciertas producciones de bluegrass. Cuando se sobreproducen, se embellecen y se revisten de excesiva grandilocuencia. Me agotan en seguida. Puede que sea un problema únicamente mío, una tara de fábrica. Ya hablaba el otro día del tedio que, fuera del ámbito del circo, me provoca siempre el virtuosismo, cualquier virtuosismo. No te digo ya cuando se trata de un virtuosismo grabado. En eso me parece que la cosa es como lo del chiste de Woody Allen en Días de Radio, ¿qué puto sentido tiene un ventrílocuo por radio? También creo que es cosa del bluegrass. Estoy convencido de que la música bluegrass, al igual que otras músicas tradicionales, la música folk en general, más que para ser escuchada, siquiera en vivo, es para ser perpetrada, para ser vivida. Es una celebración. Es una fiesta en el porche. Es un llenar el vacío de la miseria humana. Uno puede disfrutarla desde fuera, no te digo que no (soy la prueba viva, supongo), pero es como ir a una fiesta en la que todo el mundo está jubilosamente ebrio y no tolerar el alcohol (ser siempre el que renuncia al opio para vigilar que los demás no acaben tirándose por la ventana). Y mucho más aún para alguien como yo que, además, no ha nacido con dotes para la música (en más de uno de esos saraos de porche me he visto involucrado en mis viajes por el Oeste, con todo el mundo tocando y compartiendo canciones de su tierra; recuerdo especialmente a dos pescadoras/violinistas de Alaska en el Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, claro, ya os podéis imaginar, me llega el turno y no sé ni dónde meterme –creo, de veras, que de haberme sabido entonces alguna canción tradicional o de haber sabido tocar alguno de aquellos instrumentos que iban pasando de mano en mano, ahora vosotros no estaríais leyendo esto y yo estaría probablemente borracho en un bar de Anchorage, esperando el barco pesquero de mi chica–), imposible evitar la sensación de ser un tipo orondo en calzoncillos que bebe cerveza y come cosas grasientas mientras ve deporte por la tele. El deporte, como el bluegrass, como el sexo, es para hacerlo, no para verlo. Lo demás no dejará nunca de ser figuración y tentativa, un pobre remedo. Claro que tampoco es que uno sea ajeno a la belleza que, a veces, se desprende de todo eso. Y esa belleza, aun no siendo uno partícipe de su hervor, se puede husmear y admirar desde fuera (incluso diferida). Cuando la cosa es tan auténtica, cuando se logra transmitir esa magia del momento, del suceso instantáneo, del júbilo de estar y saberse juntos, y celebrarlo, celebrar esa cosa a veces tan ínfima que es no tener nada, o apenas nada, en este puto mundo, pero tener la música (el «somos feos, pero tenemos la música» que le soltaba Leonard Cohen a Janis Joplin en el Hotel Chelsea). A veces, con eso, basta. Y, a veces, hay discos de bluegrass que lo transmiten, aunque uno solo colabore bebiendo cerveza y tocando instrumentos invisibles en el vacío. Pero, ya digo, que los discos de Billy Strings siempre acababan resultándome tediosos, no me provocaban el desafuero que me provocaban sus grabaciones en vivo, sus vídeos. Hasta este álbum. Me and Dad es el disco que estaba esperando. Aquí y ahora, sí. Descomunal en su sencillez. Pura emoción. Cuenta Billy que, sometido a la vorágine de la carretera y de los infinitos bolos que lleva solapando en estos últimos doce años, tenía miedo de no encontrar el tiempo para hacerlo, le aterraba no poder llegar a grabar este disco con su padre. Por fortuna para todos, ha sucedido. Metió a Terry en los estudios Sound Emporium de Nashville, en compañía de unos músicos de ensueño (un par de McCourys y Jerry Douglas, entre otros). Terry se presentó con la Martin acústica que tocaba cuando Billy era un crío y que, en su día, tuvo que empeñar para sacar adelante a la familia. Catorce temas mano a mano, padre e hijo, todo recuerdos, emoción y vínculo. ¿Quién canta qué? Todo sale natural. «Llevamos tocando estas canciones toda la vida. Llegamos a la parte en la que uno de los dos tiene que cantar y nos miramos». «¿Tú o yo?», le pregunta Billy a su padre. «Llevamos haciéndolo desde que tenía tres años. No puedo tocarla con nadie como la toco contigo». «Yo igual», dice Terry. «Lo he intentado, pero no hay manera». La voz de la madre de Billy se une también al final, en el último corte. El disco es eso. Solo eso y todo eso. Después de los años duros, de los años de lucha y supervivencia, del ruido y la furia, este disco es meramente eso: «Mamá, papá y yo. Los tres juntos». Y es pura magia. Medicina buena, que diría un chamán de las llanuras. Ahora sí, Billy. Inmenso. Gracias por este regalo.

ADEEM THE ARTIST

White Trash Revelry

(Four Quarters Records, 2022)

Por muchos motivos, este es uno de los discos más importantes que ha dado a luz el género (country) en los últimos años. Por la valentía, por la honestidad, por la calidad literaria de sus letras, por la excepcional manera de radiografiar el basural estadounidense, la cochambre del sueño americano, por el modo atrevido y desprejuiciado con que planta cara a unos y otros, sin cortarse un pelo, por cómo rompe con toda suerte de ideas preconcebidas, por la rabia y por la desesperación, claro es, pero también por la esperanza, por el afán de lucha irredenta y por su luminoso carácter levantisco, subversivo e indómito. Y todo ello sin dar la chapa (más que activista, se considera un payaso de rodeo) y con unas dotes musicales apabullantes. Pura emoción desatada. La banda sonora perfecta para un libro como El Manifiesto Redneck Rojo, de nuestros queridos Trae Crowder, Corey Ryan Forrester y Drew Morgan, la conciencia de un nuevo Sur. Muchos lo han descubierto ahora, gracias al espaldarazo que le ha dado Thirty Tigers, pero ya lleva, con este, ocho discos y varios EPs, editados en Bandcamp. Nació como Kyle Bingham (Kyle por Kyle Petty, el corredor de NASCAR), pero se hace llamar Adeem the Artist y, a veces, Adeem Maria. Género no binario. Prefiere hablar de sí mismo como de «ellos». Y ellos nacieron en Gastonia, en 1988, la misma localidad de Carolina del Norte en la que se crió Wiley Cash (autor de Una tierra más amable que el hogar y de El oscuro camino hacia la misericordia, ambas editadas en España por la editorial Siruela; si no las habéis leído, ya estáis tardando, diseccionan muy bien el lugar y la gente de la que estamos hablando). Clase obrera pura y dura. De padres jóvenes que apenas si se conocen cuando él/ellos nace/n. El primer lugar que recuerda de niño es el tráiler donde vivían. Jugar con los Power Rangers en el jardín, entre chatarras. Luego, de adolescente, muchas noches de beber y de fiesta. Vida de parque de caravanas. Moteros, peleas, botellas rotas, paro y desolación. Pero, no obstante, lo que más recuerda es la calidez, por encima de las penurias. El sentimiento de comunidad. El tío Richard vivía con ellos, una especie de brujo o satanista, lector apasionado de teoría del anarquismo. Le enseñó a identificar espíritus en el cielo. Y a escuchar buena música. Su madre fumaba marihuana mexicana, estaba obsesionada con Collective Soul y Nine Inch Nails, y tenía dos amigas junto a las que Adeem creció pensando que eran sus tías: Lucinda, bipolar, víctima de un trauma extremo, y Faye, que vivía con Joel, el primer músico que Adeem conoció y que acabaría muriendo de sobredosis. Tras su funeral, Faye le regaló un CD con sus canciones. Gente excéntrica y rara. Su padre trabaja con máquinas en un edificio que parece un castillo insondable y acostumbra a ir con su hijo a ver partidos de hockey y a comer tacos. «Esos son mis recuerdos favoritos», escribe Adeem. «Recuerdos con manchas de tabaco. Recuerdos con olor a alcohol. Todos hablando a voz en grito. Todo el mundo muy soez. Cada cruel intercambio impregnado de humor irreverente». Piel de pollo con vinagre (normal que la criatura engorde), mucho blockbuster y actions figures del Todo a Cien. Júbilo máximo en el basural. Con la iglesia baptista apretando fuerte. A los veintidós se independiza y sale al mundo con su acento sureño y un arsenal de recetas para hacer casserole con patatas fritas de bolsa. El mismo lo dice: toda su infancia fue una parranda de basura blanca (título del disco que hoy reseñamos: White Trash Revelry). «Ahora me siento lejos de todas aquellas personas que fueron los pilares de mi juventud. Apenas queda uno con vida, soy un aldeano perdido de una comunidad olvidada y abandonada, el chiste que remata la diatriba de una red social blanca y progre. Basura blanca vagabunda, eso soy, el fantasma viviente de mis ancestros». Las canciones del disco (autofinanciado y con donaciones de extraños, dólar a dólar) son un fiel retrato de ese paisaje (y ese paisanaje). En la segunda estrofa del primer tema, «Carolina», deja las bases sentadas: «Del puño de mi abuelo a los labios de mi madre, hay una huella ancestral, una herencia americana de trauma y depresión», para terminar unos versos más abajo diciendo que «desde el canal del parto hasta el ulular de las sirenas de emergencia, uno tiene muchas pieles que ponerse mientras trata de averiguar quién es», y no importa lo que diga la gente, no hay que esperar que lo vayan a entender, no es culpa de nadie, la vida no es siempre lo que uno planea, «algunos tuvimos infancias que nunca fueron poemas». En «Heritage of Arrogance» habla del racismo, de la supremacía blanca, del Klan, de Rodney King y de la furia negra, «dos caras de una misma moneda, el Klan y la APC / la clase de mierda que nuestros padres nos contaron a ti y a mí […], y decir que son las dos caras de una misma moneda implica decir que no existe una cara mejor / viene a decir que el racismo y la justicia están igualmente justificados / y yo sé muy bien que nunca pedí nacer blanco / nunca me enseñaron que el mundo era tan jodidamente injusto, pero ahora depende de nosotros arreglarlo». En «Painkillers & Magic», toca el tema de las metanfetaminas y de la locura espiritual, «esta coalescencia / de santidad y horror, adicción, pérdida y bendición / analgésicos y magia». Alcoholismo, familias rotas, violencia, paro, pobreza… El disco apura el cáliz hasta las heces y no se deja nada en el tintero. Pero lo hace desde una nueva perspectiva. En «Redneck, Unread Hicks» queda de manifiesto que las cosas han cambiado (quizá no tanto las cosas, sino la manera de encararlas): paletos queer cantando «Black Lives Matter» con una melodía de Jimmie Rodgers, rednecks y cazurros analfabetos gritando: «¡Palestina libre!», gays casándose con un amor infinitamente más sagrado que el del tercer matrimonio de Donald Trump, mujeres trans y socialistas, con conciencia de clase, tocando la mandolina y tumbándote con el moonshine cualquier noche de sábado, «yeah, estos rednecks y cazurros analfabetos se están organizando en el parque de caravanas». Todos los estereotipos tirados al cubo de la basura. Y luego dos joyas. «Middle of a Heart», una de las canciones más bellas que el que esto suscribe ha escuchado en mucho tiempo (ya ni sé la de veces que la habré pinchado desde que entró el disco en casa); y «Books & Records» que es casi imposible escuchar sin que se te revuelva la patata: te suben el alquiler cada año, te dejas la piel en dos curros de mierda, pero aun así aguantas y persistes, aunque probablemente en diciembre tendrás que irte, porque ya no llegas ni a rastras a fin de mes, «hemos estado vendiendo nuestros libros y nuestros discos / los instrumentos que tocaron nuestros abuelos / hemos estado vendiendo nuestros libros y nuestros discos / pero, algún día, los volveremos a comprar. // Tal y como van las cosas, dudo mucho que nos podamos jubilar / pero para entonces el hierro fundido estará bien sazonado / y, con un poco de suerte, volveremos a tener nuestros momentos junto al fuego / y podremos volver a poner un disco y a leer un libro». Touché.

TRAMPLED BY TURTLES

Alpenglow

(Banjodad Records/Thirty Tigers, 2022)

Pisoteados por tortugas, y no les preguntéis por qué. Desde sus inicios todo fue improvisado y accidental. Muy de hacer de tripas corazón. De sobreponerse y de reinventarse. De no ceder al desánimo. Todo empezó en Duluth, Minnesota, con un robo. Dave Simonett, líder de los Pisoteados, tenía otro grupo antes. Pero una noche, durante un bolo, una emprendedora banda de ladrones le desvalijó el coche y se llevó todo su arsenal musical, dejándole solo la guitarra acústica. De ese despojamiento, nació el nuevo grupo. Hay que agradecérselo a aquellos chorizos (me gusta pensar que los susodichos rateros también eran músicos, o al menos aspirantes a serlo, y que con el equipo robado pudieron formar una banda, una banda que lo mismo tú y yo conocemos, pero sería pedir mucho). Dave Simonett recompuso las piezas para forjar un nuevo grupo, pero esta vez con cosas que no necesitasen amplificación, con cosas poco atractivas para los ladrones, cosas que nadie salvaría del fuego en caso de incendio: banjo, mandolina, violín…, la cacharrería del bluegrass. Y claro, me diréis, nada más alejado del trote del banjo y de la fanfarria del bluegrass que el paso de una tortuga. Pero lo que todos tuvieron claro desde el principio es que no querían un nombre que sonara a banda de bluegrass. Nada de Pine-Ramblers-no-sé-cuántos. De esos ya había a espuertas. Además, ellos se definen como una banda de rock con instrumentos de bluegrass, vamos, una banda de rock desahuciada. En 2004 sacaron su primer disco, Songs from a Ghost Town, y desde entonces, hace ya casi la friolera de veinte años, que se dice pronto, no han parado. El que reseñamos hoy es su décimo álbum, se lo ha producido Jeff Tweddy (que también toca la acústica en unos cuantos temas y es el autor de «A Lifetime To Find», el quinto corte). El disco se titula Alpenglow, pero podía haberse titulado perfectamente «El Álbum del puto COVID», pues fue concebido y compuesto durante la pandemia, de ahí que todos los personajes que pululan por las canciones estén, de una u otra forma, al borde de un precipicio o de un cambio radical, por voluntad propia o porque no les queda más tutía. Mudanzas, separaciones, viajes. Confrontación con lo desconocido. Simonett ha gastado sus buenas horas haciendo trabajos de carpintería y de construcción, así que sabe muy bien lo que es recomponerse. Cantaba Willie que la vida nocturna no era vida, pero era su vida. Y Simonett lo suscribe. Cada noche, cada bolo, cada canción, cada disco, una restauración. Y el bluegrass tiene mucho de carpintería. El título hace referencia al resplandor entre rojizo y rosado que se ve en las montañas justo antes de la puesta y la salida del sol. Y eso es lo que han pretendido capturar en el delicado entramado acústico de cada tema. Porque otra cosa que tiene esta gente es que sí, en efecto, hay virtuosismo instrumental, tocan de vicio, pero nunca resulta excesivo y siempre está al servicio de la canción (algo que en el bluegrass tampoco es que sea tan frecuente, lo que dejó aquí apuntado porque para el que esto escribe no hay nada más cansino que el virtuosismo, que para un ratito, vale, pero para más de cinco minutos es cosa ya que solo se tolera en el circo, entre actos de perritos futbolistas, fieras narcotizadas, equilibristas ebrios y empacho de algodón de azúcar). Jeff Tweddy los convocó, se sentaron en círculo en el estudio y le cantaron todos los temas a lo vivo. De vez en cuando, se colaba él con su guitarra, como un vampiro, como quien no quiere la cosa, y sugería cambios. En ningún momento tuvieron la impresión de estar grabando. No pudieron sentirse más cómodos. Hasta el punto de que Simonett piensa que, el de este disco, bajo la tutela de Tweddy, es su conjunto de canciones más potente hasta la fecha. El final es glorioso. Concluye con el tema «The Party's Over» y lo que promete lo cumple. Todo el disco es una fiesta (todos sus discos lo son). Y el poso que deja con esta especie de vals triste es precisamente esa sensación de fiesta concluida, de desbaratamiento, de colillas despachurradas y latas vacías. La última frase es memorable: «La fiesta ha terminado / y me he quedado aquí solo pensando / en los perros, en la luna y en ti». Lo bueno es que no hay más que volver a pinchar el álbum desde el primer surco para que la fiesta se reanude, las veces que uno quiera, con el salón limpio y las botellas llenas, al menos hasta que estos tipos de Duluth nos deleiten dentro de un par de años, o los que sean, con un nuevo disco. En cualquier caso, es un auténtico placer dejarse pisotear de nuevo por estas maravillosas tortugas. Y, ya que estamos, aprovechamos para mandarles un saludo especial a los cuatreros que, sin saberlo, propiciaron estos prodigios.

EMILY NENNI

On The Ranch

(Normaltown Records, 2022)

Si hay algo que se identifica con ella y que entronca directamente con el modo de vida que nos ha elegido (porque por muy heroicos que nos supongamos, esta vida de porche y leve alcoholismo no es algo que hayamos elegido nosotros, aunque de habernos visto ante tal disyuntiva la hubiéramos elegido sin dudarlo, porque, en el fondo, no damos para más, como es público y notorio –lo siento, mamá–, si bien es cierto, también te digo, que ni falta nos hace, porque con lo poco que ya tenemos vamos tirandillo, tan ufanos y tan rumbosos, hacia nuestras tumbas respectivas), si hay algo que la define, decíamos, es el sonido de una lata de cerveza estrujada y lanzada al matojo (ya habrá tiempo de recogerla luego) antes de ir a por otra bien fresquita a la nevera y seguir aporreando la guitarra o darle la vuelta al disco (aquí miento, porque no gasto vinilo, pero sé que vosotros sí), que es, por otro lado, el sonido y el estilo del country que Emily Nenni acomete, sin más etiqueta que ese providencial estrujamiento metálico, puro casticismo de honky-tonk, bares llenos de humo, casas prefabricadas y una buena perra siempre al lado, recogiendo piñas, en este caso Edna, con la que, por cierto, como no podía ser de otro modo, cierra con imbatible broche de oro la lista de agradecimientos del disco. Una música honesta y vulnerable, dulce y triste, pero que tampoco se toma demasiado en serio, porque al final de todo se sale, más o menos indemne, de todo menos de lo que no se sale nunca, claro es, pero ahí ya no habrá más apuro que el de los que queden atrás para llorarnos o maldecirnos, y no será cosa nuestra, así que allá se las compongan). La vieja escuela del honky-tonk, como dice ella misma, pero con el toque peculiar de haberse criado en la zona de la Bahía, en California, en el seno de una familia de «nerds» de la música que, desde que la criatura se fue cuajando en el útero materno, vivió siempre con banda sonora de fondo: Patsy Cline, Willie Nelson, Jessi Colter y Hank Williams por parte de madre, y James Brown y John Coltrane por parte de padre. Toda la memoria y los recuerdos, todo el grueso álbum familiar, vinculado siempre a alguna copla. Ella comienza a estudiar ingeniería de sonido en la universidad, pero, en cuanto ahorra un poco, dice adiós a las aulas y se larga con veintiún años a Nashville siguiendo la proverbial senda de ladrillos amarillos, sin conocer a nadie en el punto de destino (obstáculo nimio, puesto que Oz siempre acaba siendo un enano bastante chusco). Y como la chica tiene lo suyo de pillina, para colarse y medrar en el mítico Robert's Western World de la calle Broadway («bandas country, cerveza fría y emparedados de mortadela frita»), se pone a hacer galletas para seducir a los gorilas de la puerta y a la banda local (Brazibilly), y en muy poco tiempo, con mucho callo también adquirido en las noches maratonianas del Santa's Pub (envalentonándose a base de cervezas), consigue hacerse con el escenario. De aquel trajín salió la oportunidad en 2017 de grabar su primer disco, Hell of a Woman, título de lo más apropiado porque, desde luego, ¡vaya tía!, el álbum que sería su llamamiento a las armas (y que casi nadie referencia al hablar de ella, porque documentarse se conoce que ha de ser cosa de indigentes, y así nos va), donde ya se olisquea sobre el lecho de la pedal steel esa voz, mezcla de Patsy y Dottie West, que enseguida alza el vuelo en los cuatro temas del EP de 2020, Long Game, uno de los cuales, el que da título al susodicho, alcanza el millón de escuchas y llama la atención de la gente de Normaltown y New West Records. Estos, obvio, la fichan al momento, coincidiendo con la época del virus que hizo de todos nosotros unas monjas de clausura, hoscos cenobitas involuntarios, y con su marcha a Colorado para trabajar en un rancho, sito en el Parque Nacional de Great Sand Dunes, donde se dedica a servir comidas, jugar con los perros, cuidar al niño del propietario, tocar una vez por semana para deleitar a las visitas ocasionales, componer casi todas las canciones de este prodigioso On The Ranch (que le produce Mike Eli, guitarrista de Chris Stapleton) y, sobre todo, a beber y estrujar latas de cerveza, que es lo suyo, como esta mandado y es de recibo. En una reciente entrevista, Emily Nenni ha declarado que el lugar más inesperado al que le ha llevado toda esta aventura es a conducir un viejo cortacésped (a lo George Jones) por un parque de caravanas con un sombrero vaquero mientras va cantando una canción sobre estar demasiado ocupada paseando al perro como para ocuparse de tus soplaplolleces. En sus conciertos del Santa's se vuelve más pantanosa y se atreve con el «Meet Me In The Morning», de Bob Dylan y el «Amarillo Highway» de Terry Allen. En el Robert's se decanta por el «My Shoes Walking Back To You», de Ray Price y el «Bottle Let American Down» de Merle Haggard. Si pudiera viajar en el tiempo, no lo dudaría ni un instante: de cabeza a los setenta para poder ver a Waylon y a Willie tocar juntos (y a los Faces y a Funkadelic y a Betty Davis). Si fuese una Spice Girl, se apodaría Hell of a Spice. El año pasado estuvo de gira con Charley Crockett, Kelsey Waldon y Teddy and the Rough Riders y, si tuviera que definirse, recurriría a su canción «Messin' With Me», con la que abría el EP de 2020 y en la que ya te dejaba meridianamente claro que, con ella, tonterías las justas. Como dijo Cher en cierta ocasión: «Soy muy dulce y de lo más agradable, ahora bien, tócame las narices y acabo fregando el suelo con tu cabeza». Diosa.

THE MINERS

Megunticook

(Match-Up Zone Records, 2021)

Aparte de ser la cuna del invento neerlandés del dónut (lo cual ya fundamentaría, sin más aliños, su incuestionable relevancia histórica) y de haber sido «el legítimo centro de las ideas revolucionarias», bajo el auspicio, entre otros, del torrencial Benjamin Franklin, que no era de allí, sino de Boston, pero como si lo fuera, Philadelphia (Philly para los amigos), «La ciudad del amor fraternal», «Cuna de la libertad», colonia de cuáqueros, en la orilla occidental del río Delaware, también es la base de estos mineros, The Miners, que, por fin, después de algo más de diez años desde la publicación de las seis fantásticas canciones que componían su EP de estreno, Miner's Rebellion (2012), grabado en un sótano con un magnetofón de ocho pistas, sacan su primer disco de larga duración y vienen a confirmar lo que muchos presumían del todo improbable y lo que los propios Miners no dudan en afirmar ante el gesto de estupor de quienes suelen asignar a la cosa otros paisajes, otras latitudes, esto es: Sí, en efecto, hay bandas de alt-country en Philly. Y, además, nada tienen que envidiarle a las grandes bandas que fueron siempre sus referentes: Uncle Tupelo, Blue Mountain, Whiskeytown y los Jayhawks, con su buen aderezo de Flying Burritos y Merle Haggard (hay que decir que la banda empezó a dar el callo, por accidente, allá por 2007, cuando ya todo ese movimiento del «country alternativo» parecía superado y quedaban muy pocas bandas que lo transitaran; luego resurgiría con el encumbramiento de la etiqueta «Americana» que, como siempre hemos dicho, lo mismo sirve para un roto que para un descosido, y hoy ya el asunto no suena tan extemporáneo, cuando hasta los indies –no de independientes, sino de atufantes–, se suben al carro a robar manzanas y deslizan banjos y mandolinas en sus infectas cantinelas). Country de Philadelphia. Pedal steel sobre el puente del río Schuylkill. A lo que también habría que añadir que en estos diez años transcurridos desde su primera grabación han pasado muchas cosas. Sentimientos de separación y de incertidumbre (el cáncer de mama de una esposa, la muerte por demencia de una abuela, el recuerdo del amigo batería que se mató en un accidente de coche a los dieciséis años, el hijo que abandona el hogar para irse a estudiar a la universidad de Ohio…, un poco haciendo bueno, y dispénsenme por la cita y por la longitud del paréntesis, lo que decía Shopenhauer: «la tarea del novelista no es narrar grandes acontecimientos, sino hacer interesantes los pequeños», emocionar e incendiar corazones desde lo modesto, sin pose ni pirotecnia), peripecias vitales, más o menos reseñables, algún que otro bolo (tampoco tantos) y mucho acaparamiento de viejos vinilos, porque esa es una de las alegrías que se concede Keith Marlowe, líder y compositor de la banda, la del coleccionismo de vinilos, a lo Robert Crumb, con el oído siempre atento (puede sonar raro, pero hay muchos músicos que apenas escuchan música, y claro, luego suena lo que suena –como también pasa con los editores que apenas leen, se conoce que en todos los gremios cuecen habas–). Y es que todas las canciones de Megunticook (el nombre de un lago de Camden, Maine, que ya aparecía referenciado en una de los temas del EP, «Norton's Pond», lugar idílico al que Marlowe regresa con los suyos siempre que puede, lleno de recuerdos de infancia, porque en contra de lo que recomienda el insufrible Joaquín Sabina, al lugar donde se ha sido feliz debería uno siempre tratar de volver –no querer hacerlo es envejecer y contar batallitas geriátricas sobre un pasado que luego, en realidad, a poco que uno enfoque, nunca fue tan áureo–), todas las canciones, decía, salvo dos, han ido surgiendo mientras se vivía, al ritmo de los sobresaltos cotidianos, no han sido compuestas ex profeso para el disco y, por añadidura, son ya viejas compañeras de carretera, las han fatigado a base de bien en vivo y, por eso, suena ahora todo tan solvente y engrasado. La foto de la cubierta está hecha por el propio Marlowe desde el Acantilado de la Doncella, después de una buena caminata, justo desde la cruz que marca el lugar donde una joven murió despeñada, allá por mil ochocientos no sé cuántos, cuando perdió el pie al volársele el sombrero e intentar cazarlo al vuelo. Megunticook, tal y como lo bautizaron los indios de la Nación Penobscot, que viene a significar algo así como «grandes olas del mar», por las montañas que lo circundan. Un lugar de recuerdos y escapadas, plácido y acogedor, casi un ensueño, pero que también actualiza nuestra fragilidad ante la indiferencia, ni siquiera cruel, de la naturaleza. Un lugar que te devuelve a tu sitio, que te hace poner los pies sobre la tierra y que te recuerda que cuando las cosas se despeñan, se despeñan para siempre. De eso, los indios sabían y, por eso mismo, siquiera por eso mismo, ha de procurar uno vivir la vida, no solo verla pasar o rememorarla, agarrar el sombrero antes de que se nos escape y ya sea demasiado tarde para no verle las orejas al vacío. Y claro que sí, insisto, hay alt-country en Philadelphia, y suena tan bien como el de quienes, sin saberlo, lo inventaron en su día. La rueda sigue girando. «The road goes on forever and the party never ends», con permiso de Robert Earl Keen. Y ya habrá tiempo de lamentarlo con la gusanera.

JOHN FULLBRIGHT

The Liar

(Blue Dirt Records & Thirty Tigers, 2022)

Compruebo (con gato doblando la esquina y perturbación en Matrix) que hoy, hace exactamente siete años, y puede incluso que a la misma hora, reseñábamos por estos pagos el primer álbum de John Fullbright, From the Ground Up. Ya han pasado sus dos buenos lustros desde la publicación de aquel disco que puso al artista en el punto de mira (de los que estaban mirando, se entiende). Apenas una colección de maquetas de un chaval de veinticuatro años que había debutado en Okemah, Oklahoma, en lo del Festival de Woody Guthrie (que no es tontería, como ya aventurábamos en la pretérita reseña), pero que le valió, entre otras bondades, una nominación a los Grammy y la participación en el tributo que se le hizo a Chuck Berry en el Rock an Roll Hall of Fame, donde se marcó un «Ain't Nobody's Business», con un toque a lo Leon Russell, que, según los testimonios de los asistentes y los participantes (gente del calibre de Joe Bonamassa, Rosie Flores, Ronnie Hawkins y Merle Haggard), «robó el espectáculo», vamos, que se lo llevó de calle. A los dos años, sacó su segundo disco, Songs (2014), aún más poderoso, si cabe, y, después, el bueno de John desapareció del mapa. Hizo mutis por el foro y ha permanecido en segundo plano, entre bambalinas, fundido en negro, durante ocho años, hasta que, el pasado mes de octubre, se publicó este, su tercer álbum de estudio, The Liar. En el curso de estos ocho años, entre otras cosas (la vida misma, la comida del perro, el amor, el supermercado…), tuvo lugar una mudanza, con todo lo de traumático que tiene siempre semejante incidencia. Y más aún cuando se trata de dejar atrás un pueblo, Bearden, de ciento treinta y tres habitantes, por una ciudad de más de cuatrocientos mil, Tulsa, donde enseguida se verá fagocitado, y ni tan mal, por el personalísimo «tempo» de la urbe, esa onda relajada que caracterizaba al inmenso JJ Cale (con ese pitillo en el traste, esa manera de fumar, esa maravillosa pachorra y ese «mira una cosa, Eric Clapton, te comento…»…), donde pasa buena parte de su tiempo participando en jams de mero acompañante, de actor secundario, diríamos incluso que de figurante. Hasta llega a producirles, casi en la sombra, un disco a los American Aquarium, el Things Change de 2018, y debuta como actor en la serie de Sterlin Harjo, Reservation Dogs (interpretando a uno de los paletos del desguace). Pero aún así, sigue regresando siempre que puede a su granja en el pueblo, porque, como él mismo dice, sí, vale, puede que en la ciudad disponga de una acogedora comunidad musical, de una rica variedad de tiendas de alimentación y un camión de la basura que pasa a vaciarte el cubo cada noche, pero, en el campo, en su pueblo, tiene las estrellas («Stars», tercer corte de este álbum, canción que lleva años interpretando en directo y que, por fin ha grabado, una épica de la soledad, el amor, la pérdida, la vida, la muerte y Dios, en seis estrofas y tres minutos treinta y dos segundos; de lo mejor que habrás oído en la última década –compuesta tras asistir al funeral de un amigo–). Y en esas andaba, tan a lo suyo, de aquí para allá, sin mayores zarabandas, cuando, un buen día, se entera por casualidad de que la viuda de Steve Ripley está barajando la idea de vender el estudio de su marido: la réplica que se montó, en un granero de ordeñar vacas, del célebre Church Studio de Tulsa del que él mismo fuera propietario durante veinte años y que, en su día, fundara nada menos que Leon Russell, con aquella legendaria Big Room, monumento histórico nacional, cuna del «sonido Tulsa». Y, claro, no lo dudó ni un segundo. Se puso en contacto con la viuda y rompió su silencio para pedirle que le dejara grabar alguna cosilla antes de venderlo. Ella aceptó. Bendita sea. Entonces Fullbright reunió a los colegas con los que llevaba tocando años y se encerraron a cal y canto en el estudio durante cuatro días. Plantaron unos cuantos micros por la sala y se pusieron a tocar. Tal cual. Sin más. Dice Fullbright que llevaba un puñado de canciones terminadas y unas cuantas inconclusas. Todo se fue configurando orgánicamente y, cuando quisieron darse cuenta, tenían ya quince temas grabados. Muchos de ellos a lo vivo, en una sola toma. El resultado es apabullante. Tiene fantasma, ¿y cómo no iba a tenerlo? La atmósfera de la Big Room es palpable. Esa fue la intención, captar el sonido de aquel espacio, de aquella sala. Se intuye la presencia de algo que ya nunca volverá a repetirse, de algo condenado a desaparecer. Doce canciones perpetradas por un artesano exquisito que siempre ha rehuido del proscenio, que siempre ha preferido hacer las cosas despacito y bien, a lo Guy Clark, de manera que la canción acabe oliendo a resina, canciones que aprovechen la veta del material sin quebrarla, sin clavos ni remaches, así que pasen ocho años, o los que sean, entre disco y disco, más una labor de destilación que de zurrascarse por la pierna abajo a voluntad, como hacen tantos anormales, vertiéndose en redes y en discos inmundos, con canciones que no valen ni lo que costaría la bala jubilosa con la que sería muy de agradecer que alguien les volara, de una vez por todas, la tapa de los sesos. Demasiadas flatulencias suenan ya por los patios del vecindario, como para que nos vengan a vender arena en el desierto de nuestra guerrilla ya casi perdida (y perdóneseme la manera de señalar, pero es que ayer me cayeron encima las listas de lo mejor del año de varias revistas musicales patrias, y la Seguridad Social no me lo cubre). John Fullbright, por fortuna, siempre será un buen antídoto. La esforzada (y a la postre cómica) competición de los coprófagos nunca ha sido de nuestra incumbencia, la verdad sea dicha (dicha de haberlo dicho, sin tapujos, y de «suerte feliz»). Que cada cual cuelgue su farolillo. Para nosotros no hay mejor manera de acabar el año que descorchar este pedazo de disco, con sus doce turgentes y sabrosísimas uvas (de la ira), y brindar por toda la fructífera e inagotable progenie de la tierra roja, los okies de la Dust Bowl, sucesores del viejo Tom Joad y del santísimo patrón, Woody Guthrie. ¡Salud y alegría!

OTIS GIBBS

Once I Dreamed of Christmas

(Benchmark Records, 2003)

Los turrones ya están casi caducados en algunas tiendas, pues la Navidad viene anunciándose desde poco menos que septiembre, cada vez irrumpe antes (que a nadie le extrañe que, en dos o tres años, nos veamos comiendo «el turrón de las Navidades Pasadas», mano a mano con el señor Scrooge), pero no se puede decir que las Navidades quedan inauguradas oficialmente hasta que el sempiterno nostálgico de turno (ya cincuentón, como si lo viera) nos da una vez más la tabarra colgando en redes el vídeo del «Fairytale of New York» de los Pogues, con Kirsty MacColl, que es como el Qué bello es vivir de Frank Capra que seguro que estarán también a punto de emitir por enésima vez en cualquiera de los «57 canales y nada que ver», es un decir, de cuando Springsteen no iba de crooner de crucero que va de cabeza a descalabrarse con el iceberg (que alguien lo pare, a Springsteen, digo, el iceberg que siga a su aire). La industria se ha ido a la mierda y esto ya nadie lo remedia (ni falta que hace, está visto), pero aun así hay costumbres que no se van ni con estropajo de aluminio. Hablo ahora de la vieja tradición discográfica de sacar un truño sobreproducido y ultraorquestado, con bien de almíbar y de horteridad u horterismo (que viene a ser lo mismo y, además, me rima), de sus más grandes artistas, disfrazados como mamarrachos para la ocasión. Con una industria boyante y de muy buen año, oronda y pantagruélica (como uno de esos ricachones que dibujaba George Grosz), la cosa, si no disculpable, era al menos comprensible. Es el mercado, amigo (la coma aquí es de rigor). Lo extraño, lindando con lo criminal, es que a estas alturas del estropicio, haya artistas que se sigan plegando a tan grotesca costumbre. Lucinda Williams, sin ir más lejos. Lo que nos hace pensar que o bien el artista anda de capa caída, o bien ha tenido un nieto/a hace nada. Luego vienen los lamentos. Normal que en Navidades remonten los rankings de depresiones y suicidios. Pero que no se me entienda mal: las Navidades me gustan y puede que, precisamente, me gusten por todo este desbarajuste de lo kitsch. Una Navidad sin mal gusto, sin villancicos de Elvis, Calexico o Bob Dylan (brrrrr), sin vagabundos ateridos de frío, tiendas abarrotadas, familiares borrachos y jerséis de renos y pinos, no sería lo mismo. Necesitamos acabar el año sintiéndonos un poco gilipollas (hablo como especie), porque en algo habrá que ser irreductible, siquiera en eso, persistentes en la gilipollez, a ultranza, para que a fin de año ya no quede otra que remontar, dado que caer más bajo es imposible. Pero aquí he venido hoy a hablar de un disco que es todo lo contrario. De un antídoto. De un disco de Navidad, sí. Más bien de ContraNavidad. De mi disco navideño favorito. Sin alharacas, orquestas, ni falsas alegrías. Otis Gibbs a la guitarra y Jon Martin a la mandolina y el dobro. Punto. Ya en los créditos se avisa al posible despistado: «underproduce by…». Aquí no hay presupuesto más que para darle al record y parar al mediodía para comerse un bocadillo (traído de casa). Puro neorrealismo. La ilustración de cubierta (de Chris Francis) también previene al distraído. Frío, currantes y vagabundos. No en vano, entre las composiciones de Gibbs, se cuela «1913 Massacre» de Woody Guthrie (¡tomad villancico, hijos de puta!). Ni Tin Pan Alley, ni turrón del blando. No hay escapismo, nada de breve paréntesis de anestesia local para cuatro o cinco días de poner buena cara y retener el instinto asesino. Todo lo contrario, ya digo. En «Lloyd the Reindeer», la canción con que se abre el disco, un antiguo marino mercante que trabaja de segurata en un chiringuito de playa se ve involucrado en una pelea a navajazo limpio con un Papá Noel borracho. Todas las canciones se sitúan en esos márgenes, sin perder nunca el humor, por supuesto, porque lo nuestro, lo de ser humanos, la verdad, se mire por donde se mire, es más bien para reírse. Padres en paro, madres solteras deslomándose en dos curros… Un cine casi documental, en efecto, de compromiso social. Nada de happy endings al estilo Hollywood. Austero. Sin decorados. Con un estilo fotográfico bastante tosco. Woody Guthrie, ya lo hemos dicho, pero incluso mucho más Luchino Visconti, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica. La tierra tiembla, Roma, ciudad abierta, Umberto D. Un disco navideño imperecedero y nada circunstancial, que lo mismo se puede escuchar en diciembre que en julio. Te va a doler y a emocionar lo mismo. Feliz Navidad, amigos.

BOBBY DOVE

Hopeless Romantic

(Must Have Music, 2022)

En esta santa (es un decir) casa, y lo sabe cualquiera que haya venido a comulgar con mi cerveza, lo que diga Mary Gauthier va a misa. Y ya que hemos empezado recurriendo a la semántica de la liturgia y los oficios divinos (y cualquiera de los susodichos comulgantes sabe que en esta casa la música se profesa como tal), aprovecho, antes de entrar en materia, para decir que, si hay algún músico en la sala, ya está tardando en hacerse con el evangelio, más que un simple misal, que publicó Mary Gauthier en julio de 2021, Saved By a Song. The Art and Healing Power of Songwriting (St. Martin's Press), por si van y lo leen y les presta algo; y no es porque lo diga yo, que no ejerzo (aunque hubiese querido), es que lo han dicho también, entre otros, Robert Plant, Emmylou Harris y Brandi Carlile, gente de la que no se puede decir que de la misa solo se sepa la media (como muy bien podría ser mi caso: el de alguien para quien la música siempre fue una amante fría y esquiva). Y es que de otras cosas, de vivir, de caer, de reincidir, podrá saber más o menos, pero de lo que es una buena canción, un buen bisturí, un buen puñetazo, Mary Gauthier sabe latín (y yo diría incluso que hasta esperanto, si me apuran). Por eso, cuando en el Americana Music Festival de 2015 (no estuvimos allí, pero nos lo contaron), invitó a aquella joven canadiense desconocida, Bobby Dove, a subirse al escenario a cantar su canción «Too Late To Go Home», estaba claro que con aquel ofertorio, con aquella imposición de manos, no estaba predicando en el desierto ni estaba señalando a un falso profeta. La prueba está en que ese mismo tema se incluiría un año después para cerrar, a solas con la acústica, su primer álbum, Thunderchild (hay un EP anterior con siete canciones, Dovetales, 2013), grabado en Peterborough, Ontario, nada menos que en el estudio de James McKenty (productor de Blue Rodeo y Gordon Lightfoot). Gauthier dio, en efecto, una vez más, en el clavo. Este nuevo disco que hoy reseñamos es la prueba definitiva: Hopeless Romantic. Nacida y criada en Montreal, en el mismo barrio de Leonard Cohen, desde renacuajilla empezó a escribir canciones acompañada de una guitarra acústica y del piano. Su adolescencia fue muy cowpunk, cuestión de fatigar bares locales y micrófonos abiertos, aunque desde que los descubriera con veinticinco años (y no precisamente en un porche de Alabama: Bobby Dove no le ve la gracia ni la utilidad a disfrazarse de sureña, como hacen tantos) ya nunca dejará de escuchar a sus ídolos: George Jones y Dolly Parton. La cosa empezó a cuajar en el legendario Wheel Club, donde daría con su mentor y alma gemela musical, el inmenso Bobby Hill (aparte de músico e historiador, desde los años cincuenta del pasado siglo, uno de los primeros DJs de música country de Canadá). Desde entonces, no ha parado de oficiar, se ha rodeado de músicos de primer orden (este «Romántica Empedernida» se lo han producido Bazil Donovan, de los Blue Rodeo, y Tim Vesely, de los Rheostatics, y cuenta con músicos abducidos tanto de los propios Blue Rodeo, como de los Sheepdogs y de la banda de Kathleen Edwards), y ha compartido escenarios con gente como Richard Thompson, The Sadies, Justin Townes Earle y JD McPherson. Por ahora, su tour manager es su gato, practica kárate (ella, y, bueno, puede que su gato también) y cuando le sacan a colación el country clásico y el honky tonk, que ella ama hasta las trancas, suele decir que se siente más vinculada a otra dimensión, que eso está ahí, desde luego, que lo lleva en la sangre (hay un tema, glorioso, «Early Morning Funeral», que es puro John Prine) pero que, definitivamente, ella es más de Daniel Romano que de Dwight Yoakam. Lo que está claro es que es puro carisma. En Country Queer, Denver-Rose Harmon lo expresó muy bien al hablar de la canción que da título al disco: se emocionó al dar con una música actual que su padre podría escuchar y disfrutar, sin reparar en prejuicios ni discursos de odio. La música de Bobby Dove, dice por otro lado Kaelen Bell, es fácil: fácil de escuchar y fácil de amar, del mismo modo que resulta muy fácil llorar con ella al escucharla. «Sus letras dicen lo que siente y te hacen sentir lo que dice». Algo, que cualquiera que haya leído el libro de Mary Gauthier, mentado unas líneas más arriba, sabrá que es la única clave para dedicarse a esto: honestidad y sentimiento. No otra cosa, tan sencilla y a la vez tan complicada, que lo que apuntaba la célebre y tan manida definición que hiciera en su día Harlan Howard de la música country, esto es, por si hay algún neófito o catecúmeno en la sala: «tres acordes y la verdad». Así que Amén (o amen) y vayan en paz.

TOWN MOUNTAIN

Lines in the Levee

(New West Records, 2022)

Antes de nada, para situarnos, diremos que nos encontramos en Asheville, Carolina del Norte, en lo que en su día formara parte de la nación cheroqui, diezmada por las enfermedades que trajeron los hombres de Hernando de Soto, o lo que es lo mismo, en Altamont, la localidad retratada en El ángel que nos mira, la inmortal novela de Thomas Wolfe, que está enterrado en el cementerio de Riverside, junto a otro eminente lugareño, O. Henry, cerca del río. La ciudad del Grove Park Inn (hoy alrededor de 273 dólares la noche), ya en la ladera de la montaña Sunset, en las Blue Ridge, el mítico hotel donde Scott Fitzgerald bebiese y escribiese sus mejores páginas, y donde luego Suttree, el protagonista de la novela de Cormac McCarthy, pasara cuatro días con su novia. Anywhere, USA, la película de Chusy Haney-Jardine (que ganó un premio especial del jurado en Sundance, 2008) se rodó aquí (también Los juegos del hambre, por los alrededores), pero está claro que la cosa queda muy lejos de ser eso: «cualquier parte de Estados Unidos». Musicalmente, al menos, que es a lo que vamos, la ciudad es un auténtico crisol, no solo por sus numerosos festivales y su larga tradición de música callejera, también por ser la sede de los Echo Mountain Studios (donde han grabado los Avett Brothers y los Band of Horses, y donde también se ha hecho algún trabajo de ingeniería adicional para el disco que hoy reseñamos, grabado en Ronnie's Place, Nashville) y de la Moog Music Inc., la empresa fundada en 1953 que inventó el Moog, el primer sintetizador comercial, seguido del Minimoog, probablemente dos de los instrumentos electrónicos más influyentes de todos los tiempos. Pues bien, aquí, sumando todas esas vastas e intrincadas influencias (musicales y literarias), surgen los Town Mountain, con su peculiar mezcla de bluegrass tradicional, outlaw country y música montañesa de los viejos tiempos (la impronta marginal del sur de los Apalaches que delata su origen). Más rock and roll que bluegrass y más honky tonk que country, como ellos mismos se declaran, con una energía frenética de quinteto de cuerdas punk, pero con hondas raíces en la tradición de Bill Monroe (que, por otro lado, ya era de por sí bastante punk). La cosa empezó en pequeño. Un profesor de historia (Robert Greer) que queda con un colega (Jesse Langlais) en su apartamento para hacer el tonto con el banjo y la guitarra, a los pies de la montaña Town, que luego daría nombre a la banda. Una banda independiente sin sello que se autodistribuía por CD Baby. En su primer álbum de larga duración, Heroes & Heretics, allá por 2008, incluyeron una versión del «I'm on Fire» de Springsteen que se hizo viral y les dio un pequeño impulso, aunque no sería hasta el New Freedom Blues, de 2018, cuando la banda comenzaría a salir del círculo de Asheville, gracias, entre otras cosas, al espaldarazo que les daría su buen amigo Tyler Childers, a quien conocieron tocando en Lexington, Kentucky, cuando este no tenía más que diecinueve años, y que acabaría haciendo un cameo en el último corte de aquel disco («Down Low»), lo que tras mucho bar, mucho festival (dicen que sus conciertos son incendiarios, y no cuesta creerlo), algún que otro premio y bien de carretera, les llevaría a fichar finalmente por un sello importante, nada menos que New West, con quienes han sacado hace un par de meses este Lines in the Levee que tanto recuerda a The Band, esa pasmosa institución musical, no solo por la rotación de voces y armonías, su pavorosa versatilidad, sino también por toda la tradición musical americana que recogen en sus composiciones (la sombra del viejo y añoradísimo Levon Helm es –jubilosamente– alargada). Un sello, el de Nashville, que les ha permitido mantener su feroz independencia, al tiempo que les ha dado la posibilidad de crecer artísticamente, sin inmiscuirse, porque el timón lo siguen llevando ellos y se reservan la autonomía para hacer y deshacer, como siempre han hecho y deshecho allí, en las montañas de casa, conservando su ética y actitud blue collar de currantes jodidos, aquejados de amores perdidos, decisiones difíciles y familias rotas, espíritus libres de botas gastadas, grit lit, si se quiere, pero ahora con un respaldo importante, con mejor armamento (Miles Miller, batería sacado de las filas de Sturgill Simpson, por ejemplo), y alcoholes mucho mejor destilados (resacas menos enojosas –y aunque solo sea por esto, ya compensa–). Cuestión, como canta Greer en «Big Decisions», de pasar menos tiempo viendo el telediario y más tiempo en el arroyo o, como canta Langlais en «Unsung Heroes», de perseverar en los sueños, a pesar nuestro. En definitiva, no cejar, no aflojar ni ceder. Empeñarse y despeñarse si es lo que toca. No quedarse con la miel en los labios al borde del precipicio para luego lamentarse por no haberse lanzado. No vivir de ucronías estériles y, sobre todo, no aburrir al personal.


WILLI CARLISLE

Peculiar, Missouri

(Free Dirt, 2022)

Inmenso, de nuevo, Willi Carlisle en este, su tercer disco (contando el Too Nice To Mean Much de 2016, que todo el mundo parece obviar, por presuntuosa ignorancia, singularidad muy de la prensa musical de nuestros pagos, o simplemente por tratarse de un EP en directo, algo, por lo que se conoce, indigno de ser siquiera mentado, aunque en este caso contenga seis temazos originales, entre ellos el «Cheap Cocaine» que nos sedujo sin vacilación desde el señaladísimo día que vimos el vídeo que grabó en blanco y negro por las calles de Nola para los maravillosos rescatadores de Western AF). Del anterior álbum, To Tell You The Truth, ya dimos rendida cuenta en estas páginas hace un par de años. Todo lo allí señalado e intuido entonces, no hace sino confirmarse de manera apabullante en este Peculiar, Missouri que ya ha salido de la enojosa tundra de lo autoeditado y que le ha producido (exquisitamente) Joel Savoy (ingeniero ganador de un Grammy y músico cajún, para más inri) en Louisiana, para Free Dirt, un sello que no ha dejado de darnos alegrías desde su fundación, allá en 2006 (John Smith y Erica Haskell, benditos sean); sello, por cierto, en el que no podían tener mejor cabida las canciones de Willi Carlisle, teniendo en cuenta que la primera incursión de Smith & Haskell en el mundo de la edición discográfica, antes de montar su propio sello, fue una antología (antológica) del legendario Utah Phillips, uno de los héroes y referentes de Carlisle (de hecho, en el disco que hoy nos ocupa, hace una impecable versión de su «Goodnight Loving Trail»). Todo casa. Así que aquí lo tenemos de vuelta, como dijimos ya entonces, con todo su descacharrante sideshow de vendedor de elixires fraudulentos, ventajista, embaucador, cantor callejero, actor, cómico de la legua, creador de operetas e incluso malabarista (en las letras). De pícaro y de superviviente, en definitiva. El asunto no se ha dejado domar. Ya lo dice él mismo en las notas del disco: «mantente raro, mantente salvaje». Cuida y mima tu peculiaridad, tu condición de bizarro, porque es precisamente en lo aberrante que supone ser uno mismo y no otro cualquiera, donde reside la única fuente posible de originalidad y universalidad. No admitas copias ni afeites. Que lo que huele, huela. En ese sentido, el texto de Willi Carlisle es bastante revelador. Nadie quiere ser un «vagamundos». Por mucho alarde que se haga (el típico cantante folk con disfraz de mendigo y sombrero raro), todo el mundo desea dar con «un hogar.» Puede que se entienda mal, advierte, y no culparía a nadie por ello, al fin y al cabo, la mayor parte de las canciones del disco versan sobre viajar, sobre irse, sobre no llegar, pero añade una advertencia: son canciones sobre gente que no encaja, cuyo viaje no ha concluido, gente irresuelta. Y no «en construcción» porque quieran, sino porque no les queda otra: «el cocinero viejo en su carromato, el niño de pelo revuelto que duerme sobre la montura, los dos tipos que viven en una furgoneta, el poeta que anhela el beso de un general muerto». En las palabras de Carlisle identifica uno la «anatomía de la inquietud» de la que hablaba Bruce Chatwin, el malestar y el desasosiego que todos hemos sentido alguna vez, culos de mal asiento. Nos la merezcamos o no, dice Carlisle, esa inquietud nos alcanza y, con un poco de suerte (o todo lo contrario), nos sobrepasa. Uno se resigna o bien se lanza al desastre. Él dice que ha oído el eco centenario de innumerables migraciones, grabadas y olvidadas, «el spiritus mundi de los pinos de Arkansas», todos los cantores que nos precedieron, «los que forjaron nuestra miseria y nuestro deleite, ya fuera en el código genético o en microfilm». Todos procedemos de los alaridos (incesantes) de esos cabronazos. De sus canciones y sus eslóganes, que repetimos y aturdimos y revisamos y no queremos dejar de escuchar, permanentemente, ya procedan de los constructores de traviesas para el ferrocarril, de los maquinistas, de los quincalleros de las esquinas, del yodel de los vaqueros solitarios, del balbuceo de los archivistas, o de las abuelas que hablan de viejos amantes que llevan muertos desde ya ni se sabe. El disco rememora y honra a todos esos antepasados, desde la orfandad de la birria en que se nos ha ido quedando esto. A lo que solo se puede reaccionar con cierto grado de locura y de violencia (la locura y la violencia de la memoria activa –y activista–). Nada más punk que un folkie (no de los de salón, se entiende). «Conducimos dieciséis horas al día, nos destrozamos el cuerpo, desarraigamos continentes enteros en busca de amor, en busca de nuestro derecho humano más profundo». ¡Qué locura y qué violencia!, en efecto. Así que solo queda «echar espuma por la boca, bailar y cantar, y buscar en lo alto la estrella fugaz». Mantenerse raro, sí, en estado de extrañeza (peculiar, sí, como la ciudad del condado de Cass, en Missouri, que da título al disco), mantenerse salvaje y curioso. Alimentar esa locura. Para ello, Carlisle recuerda unos versos del poema «At a Window» de Carl Sandburg, cuyo fantasma le visita tras un ataque de pánico en un Walmart, o incluso el poema del gran e e cummings («Buffalo Bill») cuyos últimos versos se tatuaría Harry Crews en el brazo: «Búfalo Bill / muerto / que solía / montar un padrillo / plateado y suave como el agua / y romper unodostrescuatrocinco palomassimplementeasí / ¡Jesús! / Era un hombre apuesto / y quiero saber si / LE GUSTA SU MUCHACHO DE OJOS AZULES / SEÑOR MUERTE (en traducción de Borges y Bioy Casares)», séptimo corte del disco, con un banjo sin trastes y percusión de osamenta. Ayer mismo, la revista Holler, situó Peculiar, Missouri en el octavo puesto de los veinte mejores discos (americana, country, roots) del año. Poco me parece. Yo más bien lo acomodaría en el primer puesto del podio, mano a mano con el que reseñamos la semana pasada: mejor disco folk del año. Puro gozo. Bello y bizarro.