MOLLY TUTTLE & GOLDEN HIGHWAY

City of Gold

(Nonesuch Records, 2023)

Este es, sin duda, el disco de Molly Tuttle que estábamos esperando desde que, hará ya unos cinco años, por los azares de los links y los arcanos del algoritmo (acabo de corregirlo, había puesto, una vez más, logaritmo, quizá porque el logaritmo neperiano, junto con las putas derivadas, marcaron un antes y un después en nuestra adolescencia: llegó un momento en que como en Matrix, pastilla azul o pastilla roja, tuvimos que elegir: o eso o Salinger, y elegimos Franny y Zooey –probablemente para nuestra desgracia–; de ahí la fijación, se conoce que los algoritmos nos hicieron menos daño), por los azares de los algoritmos (ahora he acertado a la primera), decía, vaya usted a saber rebotados de qué pesquisas peregrinas, nos saltó un día en YouTube el vídeo de Molly Tuttle probando una guitarra acústica Martin D-18 de 1938 en el canal de Carter Vintage Guitars de Nashville (nº625 8th Avenue South, por si pasáis por allí), y de ahí, claro, derivamos (sin cálculo diferencial, ni análisis matemático) a la barbaridad que se marcó, un año después, con la versión del «White Freightliner Blues» de Townes Van Zandt, con póster de Bill Monroe al fondo. Y nos quedamos ojipláticos. Por entonces solo había sacado un EP (Rise, 2017) y, con veinticinco años, ya era una institución en el circuito del bluegrass. Por aquí reseñamos su primer álbum en solitario (When You're Ready, 2019) y, hace no mucho más de un año, su primer disco con los Golden Highway (Crooked Tree, 2022) que, de alguna manera, prefiguraba ya lo que tenemos ahora entre manos, este City of Gold que, como empecé diciendo, es el disco que estábamos esperando. En Crooked Tree, apostó decididamente por el bluegrass. Para ello, contábamos entonces, se rodeó, aparte de con una banda impecable (los Golden Highway), de gente de mucho relumbrón: Margo Price, Billy Strings, Old Crow Medicine Show, Sierra Hull, Dan Tyminski y Gillian Welch. Con esa compañía era fácil meterse en el bosque y salir con pocos rasguños. El caso es que, después de aquel álbum, Molly salió de gira con los Golden Highway (Shelby Means, contrabajo; Bronwyn Keith-Hynes, violín; Kyle Tuttle, banjo –ningún parentesco, por cierto– y Dominick Leslie, mandolina) e hicieron cien bolos en una año. La máquina ya andaba sola. Estaba perfectamente engrasada (todos los que han tenido la suerte de asistir a algún concierto de la susodicha gira coinciden en el veredicto: energía, gozo, virtuosismo… NIVELAZO). Y fue entonces cuando se metieron a grabar este City of Gold, ya sin necesidad de tanta colaboración estelar (esta vez solo un dúo, «Yosemite», con Dave Matthews, al que teníamos algo olvidado por aquí y al que adoramos –hoy mismo he desempolvado sus discos–, «la primera vez que canta una canción de bluegrass, una cosa surrealista y maravillosa, nunca me imaginé que aceptaría la oferta, me voló la cabeza»; y la pericia –magia, según ella– del inmenso Jerry Douglas, que vuelve a coproducir el disco con la propia Molly y se hace cargo del dobro en tres temas), el disco, insisto, que estábamos esperando. Todas las canciones las ha compuesto, mano a mano, con su pareja, Ketch Secor, de los Old Crow (ya el anterior disco incluía tres temas coescritos por ambos). Destacaría, por destacar una, «Alice in the Bluegrass», una maravillosa adaptación bluegrass de Alicia en el País de las maravillas, cambiando el Cheshire de Lewis Carroll por los bosques de Kentucky. Molly hizo de Reina de Corazones cuando cursaba séptimo en el colegio y siempre ha sido fan del libro. Durante la pandemia se aprendió el tema «White Rabbitt» de Jefferson Airplane para un directo desde casa dedicado a la zona de la Bahía, y luego, hablándolo con Ketch, se les ocurrió hacer una versión bluegrass. El tema es una auténtica maravilla (hay un vídeo por ahí con todos ellos disfrazados de los personajes del libro/canción que es una fiesta a la que uno querría haber asistido). La prohibición de la marihuana, las relaciones abusivas y el derecho al aborto, son otros de los temas que trata en el disco. Hazel Dickens es su referente. Una mujer que siempre defendió lo que creía acerca de las mujeres y los derechos de la clase obrera en sus letras. Molly dice que ella se limita a seguir los pasos de la que ha sido su heroína desde que tenía doce o trece años. La última canción, «The First Time I Fell in Love» deja claro su posicionamiento radical para lo venidero. El amor del que habla la canción es el amor a sí misma. Y este álbum, como el anterior, da buena cuenta de ello. Hace lo que quiere y como quiere. Y en el proceso nos contagia su alegría. Bendita sea.

THE PINK STONES

You Know Who

(Normaltown Records, 2023)

Hace poco, un par de meses a lo sumo, Chip Midnight, de The Big Takeover, hizo una entrevista maravillosa a Hunter Pinkston, compositor, vocalista y guitarrista, lo que viene siendo el líder, para entendernos, de los Pink Stones, la banda de «country cósmico» de Athens, Georgia, con motivo de este, You Know Who, su segundo álbum de larga duración. Hay que tener arte para todo en esta vida, incluso para hacer una entrevista. Y en esta a la que nos referimos, Chip Midnight, con muchísimo arte, se saca de la manga una pieza exquisita. También ayuda, es verdad, que el entrevistado se deje y, en este caso, se da el hecho feliz de que Pinkston es, para tales efectos, una mina de oro. La cosa no habría funcionado con cualquiera. Más que un interrogatorio, Midnight le propuso a Pinkston ir soltándole palabras o frases al tuntún y que él dijese lo primero que le viniese a la cabeza, una especie de test de Rorschach. Lo primero que le lanza a bocajarro, como no podía ser de otra manera es: NIKKI LANE, (probablemente uno de los motivos por los que la banda haya dado el gran salto y nos hayamos enterado de su existencia por estas latitudes; en el tema del sencillo, bien destacado en la cubierta, «Baby, I'm Still Right Here (With You)», segundo corte del álbum, Nikki Lane se marca un dúo exquisito con Pinkston, un temazo muy a lo Tammy Wynette y George Jones, «o al menos esa era mi intención»). Ya la había visto varias veces en directo, pero un día tocó con Brent Cobb en Athens, los presentó un colega y se fumaron un porro, mano a mano, en el tejado del teatro donde actuaban, hablaron de música y, en algún momento, Pinkston le habló del disco que estaban a punto de grabar y, envalentonado por la gracia de la marihuana y la emoción, le soltó que sería la hostia para ellos que colaborase en un tema. Ella le respondió que sería la hostia para ella hacerlo. Y así fue. Se presentó en el estudio y, en una hora, lo tuvieron. «Ella no puede ser más molona. Y me refiero a un nivel muy elemental. Sin presión ni estrés. Puro compadreo desde el primer momento». La primera vez que tocaron en Nashville, lo hicieron en su tienda de ropa, con muchísimo calor, en una suerte de evento privado durante los fastos del Americana Fest. GEORGE JONES, de niño, en casa, todo era Elvis por parte de madre y mucho rock sureño, Sex Pistols, Ramones y The Clash por parte de padre; pero ya algo más crecidito empezó a surfear por la Wikipedia con las cosas que le gustaban y a extraviarse en el laberinto de los «links». Gram Parsons y Emmylou Harris le llevaron a escuchar a «la zarigüeya» (Parsons lo escuchaba con devoción, lo mismo que hacía Pinkston con Parsons —hay bastante de Flying Burrito Brothers en su música, eso es innegable—). Entendió a la primera por qué le gustaba tantísimo a su ídolo, y se hizo fan. «Yo quiero eso», se dijo. COMIDA FAVORITA DURANTE LA GRABACIÓN DEL ÁLBUM, hay un pequeño restaurante en Athens que se llama Seabear al que estuvo años sin ir porque era joven y pasaba millas del tema de la comida. Ahora trabajan allí unos colegas suyos. Comida de mar, unas ostras de chuparse los dedos. «Vas, empiezas con las ostras, te tomas un cóctel, y luego una tortita de cebolleta con bien de carne de cangrejo, sin escatimar, y te quieres morir de lo bueno que está eso, tío. Voy allí a comer en cuanto cobro o cuando me entra algo de dinero extra, me pillo una mesa y me dejo mis buenos cien pavos sin pensármelo, eso es normalmente lo primero que hago. Además, ponen una música que te cagas, la última vez estaba sonando Bobby Charles». TRABAJO DIARIO, se desloma en una planta de prensado. Lleva ya un tiempo. Ahora es más fácil, porque ha dejado el trabajo físico de manejar la prensa y está en el departamento de ventas, lo que le permite hacer más turismo, por decirlo así, tiene que viajar mucho, y ni tal mal. PELÍCULAS, TELEVISIÓN, LIBROS, está como loco por ver la nueva de Wes Anderson, Asteroid City (de hecho, los Pink Stones parecen la típica banda que Wes Anderson se pasaría escuchando todo el día) y la nueva temporada de The Righteous Gemstones, porque ama a esa gente, son tronchantes. Y de libros, acaba de terminarse por segunda vez Satán es real (traducido por un servidor para mis queridísmos hermanos de EsPop Ediciones), el libro de los Louvin Brothers, es uno de sus libros de cabecera, «ellos, increíbles, y todas esas historias delirantes». También es muy fan de Hunter S. Thompson. UN ÁLBUM QUE TODO EL MUNDO DEBERÍA TENER PERO DEL QUE NADIE HA OÍDO HABLAR, Bottle Bottle de Jim Ed Brown, «acabo de hacerme con una copia, una cosa bastante oscura. Me flipa, buen honky tonk de los sesenta», y cualquier cosa de Jim Reeves, ¿qué te voy a contar?, esa voz tan increíble, Good-N-Country, por ejemplo. SORPRESA EN TU LISTA DE CONTACTOS, «es gracioso que me lo preguntes porque, precisamente, anoche estábamos tocando en Macon y, después del concierto, mientras me descuelgo la guitarra y la estoy dejando en el soporte para salir a echarme un piti, alguien va y me agarra del hombro, me doy la vuelta y resulta que es nada menos que Jim Lauderdale, en plan: “Creo que ya nos conocimos un día, pero solo quería decirte que me ha encantado el concierto”. Y me pidió el teléfono para estar en contacto y tal. La hostia». FLEA, «Bua, lo conocí en Whole Foods, durante el rodaje de una peli en Atlanta, Baby Driver. Acababa de llegar a la ciudad como hacía una hora, se alquiló un coche muy loco y se vino desde el aeropuerto a hacer la compra en Whole Foods. Nadie lo reconoció, menos yo. Y, claro, no pude evitarlo, me puse en plan: “Hostia puta, tú eres Flea, tío”. Estuve hablando con él un rato y en un momento voy y le suelto: “Ya sé que es un coñazo, ¿pero podría hacerme una foto contigo? Es tan flipante verte por aquí”. Y él: “Pues claro, hombre. Nos hacemos una en un momento”. Y el caso es que en cuanto nos ponemos a ello, toda la peña de alrededor nos empieza a mirar rollo: “Espera un momento, ¿quién es ese tío”. Y, de pronto, caen en la cuenta: “Oh, joder, es el pavo ese de los Red Hot Chili Peppers”. Momento que yo aproveché para pirarme, mientras todos se le echaban encima». Ja, ja, ja, ja. Genio y figura. Más «resalao» ya no los fabrican. Y este segundo álbum al frente de su gloriosa banda, al igual que el primero (pero con más porros en su haber) suena a toda esa simpatía, humildad y buen rollismo con el que van siempre por la vida (pese a todo, que no es poco). Lo destilan. Suenan de puta madre, y, en un visto y no visto, te alegran el día. Fiesta, gozo y alegría. Con ellos, toda la vida es viernes.

BELLA WHITE

Among Other Things

(Rounder Records, 2023)

Nadie canta como Bella White. Ya lo había dejado meridianamente claro en su primer disco, Just Like Leaving, con diecinueve años, en 2020, si bien más amoldada en aquel entonces a la tradición del bluegrass, más cercana a la música de los Apalaches, por clara influencia de su padre, natural de Virginia, que militó en incontables bandas montañesas. Pero ya estaba ahí latente, alma vieja en corazón joven, el fraseo, el modo de decir lo que se canta, su exquisita manera de romper la frase y el ritmo, de acelerar o aminorar el tempo, controlando el nivel y la intensidad de la voz según el propósito del verso, adecuando el sentimiento a la letra, sin buscar la rima fácil ni forzar coincidencias peregrinas. Ella cita a Joni Mitchell entre sus influencias, claro, una maestra en lo de «cantar como me da la gana», y yo identifico también en estas nuevas diez composiciones (sobre todo en «The Best of Me» y en «Among Other Things»), a Nancy Griffith, la gran dama de la música folk, contadora de historias, frágil y dura al mismo tiempo, incapaz de callarse lo que siente y vive, lo que la entroncaría directamente con John Prine, otro de sus ídolos declarados. Credenciales, en cualquier caso, de toma pan y moja. En este segundo disco, Among Other Things, ya firmado con el sello Rounder, se separa del bluegrass, en el que ya muchos estaban más que dispuestos a encasillarla para siempre, y se adentra de lleno en un terreno más personal, más original, más amplio de miras, del que ya va a ser muy difícil que salga. No me extraña nada que lo reventara en el Americana Fest de 2022, que Willie Nelson contara con ella para su Luck Reunion de 2023 y que debutara el 25 de abril en el Gran Ole Opry a los pocos días de que se publicara el álbum. Cumplió los 23 hace nada, en el Newport Folk Festival. Y es que, entre otras cosas, como reza el título de su disco, Among Other Things es una obra maestra, y resulta verdaderamente apabullante. Tan apabullante como lo fue en su momento la aparición de los primeros discos de Krista Shows o Riddy Arman. Bella White sabe perfectamente lo que quiere y lo hace sin tener que rendirle cuentas a nadie. Se desgarra el pecho y se expone a la brava, con candor y audacia, revelando sus inseguridades y sus flaquezas sin ningún miedo. Y también su rabia, como en la canción «Marilyn», evidenciando la rotura de alguien que no puede permanecer indiferente a la fealdad, el abuso y la injusticia. En los dos últimos años, confiesa, ha estado escuchando mucho a Emmylou Harris, icono entre los iconos. Fue ella la que la animó a envalentonarse para trascender el género, para molestar a los que se molestaron cuando Dylan se enchufó, y hacer lo que le viene en gana. Lo mismo que Linda Ronstadt y Bonnie Raitt, mujeres asombrosas a las que no duda en calificar de puntales, de centros neurálgicos, de verdaderas centrales eléctricas. Al escucharlas, dice, se siente que saben perfectamente adónde se dirigen y de qué modo quieren llegar. «Pruébalo todo y luego haz lo que te salga del coño». Ese fue siempre el espíritu que se vivió en su casa, donde también sonaban a todas horas los Stanley Brothers, Flatt & Scruggs y los Monroe. Y eso es precisamente lo que ella ha hecho ahora (la vulnerabilidad impuesta por la pandemia tuvo bastante que ver): «En cuanto empecé a saltarme los márgenes, se me abrieron un montón de puertas. Me sentí libre para explorar y experimentar, sin verme encorsetada ni obstaculizada por las ideas preconcebidas de lo que se supone que tiene que ser mi música». Jonathan Wilson ha sido el productor perfecto para acometer semejante (jubiloso) sacrilegio. Se encerraron en los Fivestar Studios de Topanga Canyon y no le hicieron ascos ni al Hammond ni a las Fender, rodeándose, además, de un plantel de músicos extraordinarios que nada tenían que ver con los de su primer álbum, gente de Big Chief y de la banda de Lana del Rey. Y su voz en estado de gracia, claro. «Cuando grabé mi primer disco no tenía muy clara la dirección que iba a tomar, más allá de mi amor por ese estilo musical y el deseo de crear algo que diese fe de ello. Pero con este nuevo álbum, comprendí mucho mejor lo que quería decir y cómo quería decirlo. Me sentí más empoderada durante todo el proceso y me reportó un gozo mayor ver cómo las canciones iban generando sus propios pequeños universos. Espero que cuando la gente escuche esta música, se contagie de esa misma sensación de empoderamiento, la voluntad de ser completamente libre para hacer lo que una desea, impune e incondicionalmente». Así que ya pueden ir agarrándose los machos, porque esto no ha hecho más que empezar. Pensando ahora en todos esos agoreros que gustan tanto de denunciar la muerte de la música y de la sacrosanta tradición, he aquí una nueva actualización de los dos viejos adagios a los que tanto recurrimos por estas líneas para subrayar todo lo contrario: el círculo no se rompe y sigue generándose nueva piel para la vieja ceremonia. Y si no te gusta, pues buenas noches y buena suerte (más cerveza para mí y para los míos).

SPENCER BURTON

Don't Let The World See Your Love

(Dine Alone Records, 2014)

Este es el primero de los cinco álbumes que Spencer Burton lleva grabados con su nombre hasta la fecha. Antes, entre 2010 y 2012, grabó dos EPs y dos LPs con el nombre de Grey Kingdom, más sombríos (en el disco que hoy reseñamos hay un tema titulado «Grey Kingdom», que habla, precisamente de un cambio de rumbo, de un dejar atrás, y que, de alguna manera clausura con una buena lápida la etapa anterior). Y aun antes fue miembro de los Attack in Black, la banda hardcore punk o indie rock (según a quién o cuándo preguntes) de los hermanos Romano (Ian y Daniel), de Welland, Ontario. De hecho, fue Daniel Romano quien le produjo este primer disco firmado ya sin máscaras (en el que, también, por cierto, colabora como músico, porque ya que uno se pone, se pone). Valga todo lo precedente como preámbulo para advertir que, hasta llegar a estas once canciones, la biografía de Spencer Burton ha sido la de un trovador ambulante, un narrador itinerante o, si se prefiere, un culo de mal asiento, horas y kilómetros recolectando y compartiendo historias, aquejado de lo que él diagnosticaría luego como una incurable aversión a la permanencia (¿y quién mejor que Daniel Romano, maestro del disfraz, para entender esa «anatomía de la inquietud», que diría Bruce Chatwin?). Buena parte de las canciones de este Don't Let The World See Your Love derivan de las gentes y los lugares que se fue topando en la carretera (casi como si encarnara al protagonista de «Early Morning Rain», la canción de su compatriota, el maestro Gordon Lightfoot, «con un dólar en la mano, un dolor en el corazón y los bolsillos llenos de arena, lejos de casa, echando de menos a los seres queridos, bajo la lluvia, en la madrugada, y sin ningún sitio a dónde ir», que es lo mismo que decir «con todo el mundo por delante»; y ya que tengo atrapado a Gordon Lightfoot en este paréntesis, aprovecho para añadir que en el tema «Garden Path», Burton parece estar poseído por su espíritu; de no saberlo, cualquiera diría que la canción es un descarte de uno de aquellos primeros discos míticos del legendario músico canadiense, también de Ontario, nada es casual). Burton cogía la moto y desaparecía por un tiempo, zambulléndose en la lejanía, perdiéndose en mitad de ninguna parte. «Parte del álbum fue compuesta en St. John's, Newfoundland; parte en Peterborough, Ontario. Una canción me vino a la cabeza en Dawson City, en pleno Yukón, y creo que hasta llegué a escribir una en Nashville». El disco es austero, casi minimalista en su producción. Firmarlo con su nombre fue una declaración de principios. Por primera vez, se sentía capacitado para mostrarse a sí mismo sin tapujos, sin sombras ni imposturas. Sintió que aquellas nuevas canciones que le estaban abordando eran las que siempre había deseado escribir, sin los misterios ni las ambigüedades de la atropellada –como ha de ser, por mucho que la DGT pretenda impedirlo– juventud. «Ya no sentía la necesidad de ocultarme detrás de otro nombre». El amor, la amistad, las sensaciones de aislamiento y desorientación, la carencia de un sentido de hogar o pertenencia al que poder acogerse en las horas duras, más allá del que proporciona la propia música (como cantimplora). La fragilidad de los sentimientos y las emociones, al desnudo, sin refugio. Se conoce que en su día, antes de publicarse, si comprabas este disco en preventa, te llegaba a casa con una taza de acampada de doce onzas y una bolsa premium de la mezcla de café orgánico del propio Spencer Burton, creada por la tostadora Seattle's Anchorhead. Cierto reseñista avispado, al que le llegó el disco en copia digital, claro, y, por tanto, no pudo catar el café, no tuvo, sin embargo, inconveniente en aprovechar la descripción del tueste que venía en las notas de prensa para describir el nuevo trabajo en solitario de Burton: «con cuerpo, rico y terroso, dulzura intrincada y regusto limpio». Uno se imagina perfectamente acampado allí arriba, en el Yukón, como un viejo personaje de un cuento de Jack London, probablemente con dos o tres perros, oyendo estas canciones junto a la lumbre, con un conejo espetado y chisporroteante haciéndose a fuego lento, y la susodicha taza de café humeante entre las manos sin guantes. Iron and Wine aunando fuerzas con James Taylor: así lo describieron en su día, y la comparación no es para nada descabellada (dejando aparte el extraordinario parecido que se gasta Spencer Burton, con semejantes barbucias, con el bueno de Sam Beam). Café muy negro, montañas, cabaña de troncos, perro, buena compañía (hombre, mujer o libro) y nieve. Y morir de viejo, como diría aquel soldado en la trinchera de aquella viñeta de aquel cómic que ya no recuerdo. (Su último disco, Coyote, está ya al caer, esperemos que el mensajero de Pony Express no se extravíe; la vida es esto, lo demás es pose, letrina y red social.)

CAITLIN ROSE

Own Side Now

(Names Records, 2010)

En noviembre del año pasado salía su último disco (Cazimi, 2022), el tercero (sin contar el EP, Dead Flowers, 2008, que seguro que habrá alguno por ahí que lo mire y, queriéndoselas dar de listillo –porque su padre nunca lo besó ni lo quiso–, me afee el dato aseverándome que es el cuarto –¿es que usted, aparte de lo de su padre, que ya lo siento –miento–, no tiene amigos?–). Bueno, pues había pasado casi una década desde el segundo (The Stand-In, 2013), un álbum que le reportó muchos parabienes, pero con el que actualmente sigue manteniendo una relación de amor/odio. De ahí un poco, se entiende, la demora, el desencanto, la incomodidad y el prolongado silencio. El caso es que en aquel álbum (el segundo para nosotros, el tercero para el listillo) había una ligera rendición al pop, vaya por Dios, y casi todos los temas estaban coescritos. De hecho, en los últimos años, Caitlin Rose ha tenido a bien desterrar casi todos esos temas de su repertorio en vivo. No acaba de domarlos, no acaba de sentirlos suyos. A diferencia de las canciones del primero, las diez joyazas de este apabullante Own Side Now, que grabó con veintitrés años, en 2010, cuando se la llegaría a comparar, y no con poco acierto, con las inmensas Iris DeMent, Loretta Lynn y Patsy Cline, mucho antes del boom de otras artistas que hoy se acreditan el mérito (o más bien se lo acreditan otros) de la regeneración del género, fenómeno, sin embargo, que se debió en buena parte a este disco que, por cierto, además, hace dos años se reeditó remasterizado en vinilo, y no por la fiebre vinílica (que no es más que pan para hoy), sino sencillamente porque marcó un hito. Hubo un antes y un después de este álbum. Al César lo que es del César (y que conste que lo digo sin pretender desmerecer a las Margo Price o Nikki Lane de turno, que vendrían luego y arrollarían, claro que sí, pero, vendrían luego, bien está repetirlo). Por eso quiero volver hoy a «La vie en Rose», a aquella maravillosa entrevista que le concediera Caitlin Rose al periodista inglés Simmy Richman, paseándolo por las calles de su East Nashville querido, apenas unas semanas antes de que saliera el disco. La entrevista en la que pudimos enterarnos de todo: «fuma, bebe y tiene claro por qué Hank Williams disparó a cuatro ardillas». Rara vez se la veía sin un pitillo, había escrito más de una canción sobre el tabaco y los sitios de Nashville que frecuentaba eran donde se permitía fumar, en su caso, American Spirits («los azules«), cuyas cajetillas liquidaba antes de que te diera tiempo a decir: «el futuro de la música country». Citó al periodista en un restaurante mexicano próximo a su hotel. Nada más llegar se pidió un margarita. Luego se hinchó, e hinchó al periodista, a cervezas. Huelga decir que, a estas alturas de la entrevista, recién iniciada, ya nos habíamos enamorado perdidamente de ella. Y de ahí a Broadway, probablemente la calle con más honky-tonks del mundo, de cabeza al Robert's Western World («el hogar de la música country tradicional»), mejor que el tan cacareado Tootsie's, hoy más bien una parque temático para turistas mitómanos. Y luego una vuelta, con pase especial (conseguido gracias a su madre, Liz Rose, ganadora de un Grammy y autora de varias de las más exitosas canciones de Taylor Swift) por el Country Music Hall of Fame and Museum. El periodista apunta que la joven Rose fue cantando todas las canciones que iban sonando por megafonía en las distintas salas. Se las sabía TODAS de memoria, de pe a pa. Y que lo que más tenía ganas de ver eran las cuatro ardillas disecadas que mató Hank Williams, a las que luego vistió como si fuesen los miembros de su banda. «¿Por qué demonios haría una cosa así?», preguntó el periodista. Ella contestó sin dudarlo: «Porque por aquel entonces no tenían internet». Y, de allí, a su casa, en el East End (aunque ella es natural de Dallas, pero se mudaron a Nashville a los siete años de su nacimiento), la nueva zona de moda de la ciudad, a sentarse en el porche a seguir fumando y a beber té helado. Allí le cuenta que empezó a escribir canciones a los dieciséis años. En esa época, dice, escuchaba mucho punk-rock: Bikini Bill, los Ramones y las Donnas, así que eran temas de tres acordes, como comprenderás, un poco igual que ahora, apuntaba el periodista, aunque ella le aseguraba haberse aprendido desde entonces otros cinco. Pero ahí radicaba la clave, en la sencillez. Ese era el secreto. Y en eso también se asemejaban el punk y el country: acordes sencillos y canciones sobre estar jodido, o borracho. Y, de pronto, ¡BOOM!, otra revelación: el que realmente lo cambió todo para ella fue John Darnielle, de los Mountain Goats, a los que versionó mucho en aquellos tiempos, sobre todo el tema «I Think I'll Just Stay Here and Drink», que luego descubriría que era de Merle Haggard, momento en que, claro es, se enamoraría de la música del líder de los Strangers, «una de las mejores cosas que he oído en mi vida», «el Shakespeare de la música country», en palabras de Mike Beck, e, irremediablemente, tanto el periodista inglés como nosotros, yo al menos, ya no sabemos dónde meternos ni qué hacer para disimular el estremecimiento. Luego se llevó al periodista al Dino's, su bar favorito del barrio, donde iba a tocar esa noche. «Vas allí, te encuentras con otros músicos de la zona y, básicamente, se fuma, se bebe, se desenfundan las guitarras y se canta». Ojalá hubiésemos podido estar allí aquella noche. El padre de Caitlin sí que andaba por allí, y cantaron juntos el tema que vienen cantando juntos desde que ella era una renacuaja: «The Last Nicotinian». «Es una chica especial, ¿no cree?», le pregunta alguien al periodista en un momento de la noche. «Y que lo diga», responde él, «y que lo diga». Frescura, tradición y talento: «la cara nueva, con mentalidad outlaw, del futuro de la música country, como un cruce entre Elvis Presley y Gram Parsons». Simmy Richman ya supo, después de aquella noche, que las muchas canciones que ya había escrito aquella joven de veintipocos años, seguirían cantándose en los bares y honky-tonks de Nashville durante años. Al día siguiente, camino del aeropuerto, el periodista recibió un mensaje de Caitlin por Facebook: «Creo que me he despertado aún borracha. Espero que Nashville haya quedado en buen lugar con el paseo que te di. Otra cosa no, pero pasárnoslo bien en los bares, eso sí que sabemos. Tómate una birra a mi salud en el Tootsie's antes de embarcar, tienen una sucursal en el aeropuerto.» El periodista le contesta: «¿Crees que es una buena idea?». Y ella le dice: «Siempre». Claro que sí, en su bando, siempre.

KELLY JOE PHELPS

Tunesmith Retrofit

(Rounder, 2006)

Era medicina buena. El músico de folk inglés John Smith dijo de él en una ocasión que tenía algo de chamán. En sus conciertos la gente entraba en trance. En mayo de 2022, aparecía una escueta anotación en su página de Facebook: «Kelly Joe Phelps murió ayer tranquilamente en su casa de Iowa». Tenía sesenta y dos años. Desde el Brother Sinner and the Whale de 2012 (él solo con la guitarra), no habíamos vuelto a tener noticias suyas, aparte de la nota peregrina en la que se nos informaba de que había contraído una neuropatía cubital en el brazo derecho que le había dejado insensibilizada la mano. Lo peor que puede ocurrirle a un guitarrista. Tuvo que suspender la gira. En 2013, se dirigió a sus seguidores con un mensaje desde su página web en el que decía que era optimista y que parecía que la cosa podía tener cura. Luego, silencio. Hasta el anuncio de su fallecimiento. Desde entonces ha pasado algo más de un año. Leía el otro día a Paco Umbral. Decía que, por lo general, le salían de corrido, pero que, a veces, había artículos que se le resistían «como señoritas decentes». Eso es un poco lo que me ha pasado a mí con esta reseña. Llevaba demorándola desde hace ni se sabe, se me atravesaba, me hacía requiebros, me abofeteaba la mano. Quizá por la preeminencia de lo novedoso, por la velocidad de las cosas, el descuido… Y luego, claro, la muerte, la pena, la rabia. Yo qué sé. El caso es que el otro día desempolvé sus discos. Y volví a escucharlos. El «Crow's Nest», que abre este Tunesmith Retrofit, volvió a ponerme la piel de gallina. Sigue siendo una de mis canciones favoritas. Se conoce que esta medicina no tiene fecha de caducidad, que, como la ayahuasca (o como el desodorante ese que anuncian), una vez que entra en contacto contigo ya no te abandona. La entrada del violín de Jesse Zubot al final de la segunda estrofa, después de los versos: «allí escucharé todas las canciones que te sepas, / aplaudiré cuando acabes / y puede que entonces te bese, / puede que entonces te bese», no ha perdido ni un ápice de su vieja y orgásmica emoción. Este fue el primer disco que grabó, con Rounder, después de su larga relación con Rykodisc. Y es un álbum bastante raro en su discografía. Aunque repetía con muchos de sus músicos habituales, nunca había cantado así antes, ni volvería a hacerlo después. Es su disco más íntimo y literario. Por las canciones, entre metáforas y símiles, parece rondar el fantasma de Wallace Stevens (El hombre de la guitarra azul). Y rescata el banjo, que llevaba veinte años sin tocar. «Una especie de folk retorcido», así describió una vez su música a un periodista que pretendía etiquetarlo. Empezó a tocar la guitarra desde canijo, a los doce años, en Sumner, una pequeña localidad agrícola del estado de Washington. Le apasionaba el free jazz. Ornette Coleman, Miles Davis y John Coltrane eran sus músicos de cabecera. Luego le volaron la cabeza Mississippi Fred McDowell y Robert Pete Williams, maestros del blues acústico. Empezó a ganar notoriedad por sus solos con la slide guitar, que tocaba con el instrumento plantado cara arriba sobre las rodillas y presionando los trastes con una barra pesada de acero. Esa será la estampa que quedará para siempre en la retina: subido al escenario, en su silla de mimbres, tatuado y oficiando la ceremonia. Él siempre consideró que la música era un lenguaje de oración, referencia a la noción bíblica de hablar en lenguas y al hecho de expresar unos sentimientos que no pueden ser expresados de otra manera. No en vano incluyó en el disco el tema «Handful of Arrows» un fiero tributo a Chris Whitley, muerto en la más abyecta pobreza el año anterior, una composición conducida con un sentimiento de inspiración amerindia, con la tremolo Weissenborn de Steve Dawson, sin duda uno de los momentazos del álbum, junto al instrumental «MacDougal», un rag con el que homenajea a su querido y admirado Dave Van Ronk, «el alcalde de la calle MacDougal», donde la fantasía de sus dedos convoca la presencia de los espíritus: el reverendo Gary Davis, Jorma Kaukonen, Bert Jansch y Sandy Bull. Los viejos maestros. Entre sus varias colaboraciones, tocó la guitarra en un par de discos de Greg Brown (Slant 6 Mind y Further In) y en uno de Jay Farrar (Sebastopol), así como el dobro en dos temas («Banks of the Ohio» e «Ira Hayes») del The Highway Kind, de Townes Van Zandt, usted verá. Después de esta obra maestra grabó un álbum instrumental (Western Bell, 2009), al año siguiente uno mano a mano con Corinne West (Magnetic Skyline), después el Brother Sinner and The Whale del que hablábamos al principio, y, como escribió tan genialmente Javier Marías (creo recordar que refiriéndose a Emily Brönte), ya no escribió más nada. Quiere decirse que se murió.

SLAID CLEAVES

Together Through The Dark

(Candy House Media, 2023)

Ya casi nadie funciona así. Hay una ansiedad y una prisa que lo impide. Se quiere todo para ayer. Lo hablaba el otro día con una amiga actriz que va a empezar a grabar hoy mismo una serie para una de esas plataformas tan de «suscríbete hoy mismo y aprovecha la oferta de lanzamiento». Todavía no tienen ni los guiones definitivos. Pero hay que empezar ya, porque no se llega (la pregunta sería: «¿A dónde?», pero no es mi negociado, así que me da igual, ellos sabrán). Ya nadie respeta los tiempos de cocción y, claro, así luego nos comemos lo que nos comemos. Follar en la primera cita (o follar y ya luego, si hay necesidad, citarse, que tampoco es que haga falta) y un artefacto que estalle en los primeros cinco minutos, no vaya a ser que se aburra el personal y se ponga a revisar los likes de su última publicación en Instagram. Cada vez hay más imbéciles que dicen leer en diagonal. Y lo de sentarse con una cerveza a escuchar un disco es desde hace ya tiempo cosa de vagos y/o jubilados. Como la extravagancia de leer, por ejemplo, el libro que se critica, esa costumbre tan de indigentes… Se bebe y se besa con ansia. Ya no hay tiempo para nada. Alta velocidad y, a ser posible, Scotty, teletransporte para dos. Se hace elogio de lo micro, y no por la precariedad que lo exige, sino por puro apremio, por impaciencia, porque la gente ya va siempre de un lado a otro con un petardo en el culo (tengo una amiga que os los metería bien adentro, y sin lubricante, hijos de puta), temerosa de perderse algo o llegar tarde a un sitio ignoto. Empresas como Amazon triunfan porque lo que pides hace cinco minutos te lo llevan a casa hace diez, casi antes de saber que lo quieres o lo necesitas. Así que ahí vamos, como cretinos, a lo Minority Report, que ya ni delinquir puede uno tranquilo. En el mercado se vive a diario, cuídate de dudar más de lo legítimo ante el precio de las picotas o de dilatar la conversación con esa panadera que a veces te regala pastelitos, porque detrás de ti aguardan chacales furibundos… Y en medio de todo eso, Slaid Cleaves, a su bola, reaparece a la chita callando, como quien no quiere la cosa, tan tranquilo, con un nuevo disco. Cinco años han pasado desde el Fantasma de la radio del coche, su anterior álbum. Doce en treinta y tres años. Nada que ver con el apuro institucionalizado. Ese miedo al olvido o a no estar en el candelero que incita a producir materia excrementicia. Cleaves siempre ha sido un artesano de la canción, a lo Guy Clark. Se trabaja día a día, en el taller y en la carretera, y cuando por fin se edita es porque la cosa ha madurado y se desprende sola del árbol, no se arranca. Lo verde da cagalera. Te lo advertía tu abuelita (en tiempos de La Lentitud, de Kundera). El vino necesita su solera y la Guinness su reposo. Lo de Slaid Cleaves (y se percibe muy bien en todas sus entrevistas) es de entomólogo y de viajar preferiblemente en calesa, con esa cosa tan flaubertinana de cuidar/regar cada palabra, velar por el ritmo y el fraseo (igual que, por ejemplo, James McMurtry, otro jugador de la misma liga), con casi el convencimiento de que los sinónimos no existen. Aquí no hay muebles de Ikea. No hay temas para salir del paso. Da igual que te llamen tardo, flemático o cachazudo. Aquí se tallan las canciones con una cadencia casi litúrgica, sin atender a los vientos favorables de la moda de turno, con la escrupulosidad en la ejecución de un rito, como el fabricante de máscaras de teatro nō de la novela de László Krasznahorkai, Y Seiobo descendió a la tierra. Tres de las doce canciones las ha compuesto, mano a mano, con otro afamado ebanista (y cultor de la lentitud) Rod Picott. Narradores de historias (Adam Carroll, otro que tal baila, sin exabruptos, coescribe también uno de los temas del disco, «Second Hand») que saben tomarse su tiempo y servir las cosas en su punto. Scrappy Jud Newcomb, que ejerce por tercera vez de productor (y toca casi todos los instrumentos) dice que es un álbum dirigido a los esperanzados, a los currantes, a los magullados, a los confusos y a los tristes. Pero sobre todo a los que siguen creyendo en la libertad de la que hablaban las historias que leíamos cuando chicos, o que escuchábamos en los viejos hits de la radio FM (esa cosa que ya no existe). Marca de la casa, como quién dice. En cierta forma, para Slaid Cleaves no hay otro modo de proceder. Talla la clave en medio de la canción que da título al disco: «Atendemos nuestras magulladuras y palpamos nuestras cicatrices, / alzamos la vista a la noche y contemplamos el caos de las estrellas. / El mismo viejo baile durante un tiempo interminable. / Nos extraviamos en la oscuridad, en busca de una última oportunidad». Ese extravío, ese perderse en la oscuridad, ese acariciar el dolor, tras la aparente calma de su voz, es donde reside su secreto, que no es otro que el de dejar que las cosas coagulen y se solidifiquen. Sin acelerantes. No hacer caso a los cagaprisas. Y así vuelve a dejarnos doce nuevas joyas. Pura crema. Stradivarius (nada de violines fabricados en serie en China, como últimamente todo). Aplíquese, por tanto, lo de Moliere: «Los árboles que tardan en crecer dan los mejores frutos». Y el resto, si quieres, se lo pides a Alexa y te masturbas en frío.

PLAINS

I Walked With You A Ways

(Anti-, 2022)

Hay una comedia en tres actos de Bretón de los Herreros, fechada en 1883, que se titula precisamente como el dicho que quiero traer a colación para hablar de Plains: «Dios los cría y ellos se juntan» (en este caso ellas), en la que un tal Ciriaco Palomo, «ex-fiel de fechos, hijo legítimo de ídem, ídem, es decir, de otro Ciriaco y de otro Palomo», sabe muy bien a quién arrimarse y con qué fines. Porque es bien sabido que no todas las aleaciones salen bien. Primero, no salta uno al ruedo de balde, se llega a la arena más bien baldeado, criado o creado, nada de a medio cocer, sino curtido, con los deberes hechos, como quien dice. Se conoce que en Cuba, donde son más de la gozadera y de enseñarle el culo a la muerte (y muy bien que hacen), trastocan a Dios por el diablo, y el dicho viene a funcionar igual y hasta puede que mejor. En el fondo, lo mismo da. Que cada cual elija su propia aventura, su mentor predilecto, y se descalabre como quiera o buenamente pueda. Sea como sea, se proceda de donde se proceda, se ha de tener también un talento, natural o adquirido, para saber con quién y en qué momento juntarse, porque la mixtura no siempre liga y luego, claro, el suflé desmerece y no hay Dios que se lo coma, hasta puede incluso que la cosa acabe a farolazos, como el rosario de la aurora, vamos, con la reunión desbandada tumultuariamente por falta de consenso, y entonces, pues eso, si te he visto no me acuerdo, o, aún peor, ya nos veremos tú y yo en los tribunales (por estas latitudes suele añadírsele siempre, para rematar la frase, un buen insulto español —que en inglés la verdad es que no queda tan afinado—). Bueno, pues el disco que hoy reseñamos, I Walked With You A Ways (que ya indica en su título un recorrer juntos un largo camino —y ya se sabe que para viajar, si no se hace solo, uno ha de elegir muy entomológicamente a sus compañeros; lo mismo que para ir a un concierto o al cine—), el disco, decía, es el resultado de uno de esos raros y felicísimos «arrejuntamientos». Katie Crutchfield venía de grabar su quinto álbum, Saint Cloud (2020), con su banda, Waxahatchee (llamada así por el Waxahatchee Creek, en Alabama, donde Dios o el diablo la crió —y probablemente perdió el gorro—), inspirado en su lucha con el alcoholismo y la decisión de mantenerse sobria. Había girado ya con The New Pornographers y con Kurt Vile and The Violators, así que Katie tenía ya mucha carretera a sus espaldas. Jess Williamson, criada asimismo por Dios o el diablo en los suburbios de Dallas, venía de grabar su cuarto álbum de estudio, Sorceress (2020), con el sello Mexican Summer. Tanto el uno como el otro, habían sido los álbumes más exitosos de sus respectivas carreras. El caso es que, por los azares del destino, con intervención de Kevin Morby, compañero de Crutchfield, coincidieron ambas un buen día y saltó la chispa. Admiración mutua y, como no podía ser de otra manera (por lo de la buena crianza, satánica o divina, y el destino) el comienzo de una hermosa amistad, igualito que Louis y Rick al final de Casablanca (pero con menos niebla), con la correspondiente decisión de reunirse y grabar juntas en cuanto las circunstancias lo propiciasen. Pues bien, el guiso pudo perpetrarse en los primeros días de la pandemia. Cada cual puso sobre la mesa unas cuantas canciones compuestas originalmente para sus propios proyectos (junto a una versión de un tema de Hoyt Van Tanner, «Bellafatima», trovador de Lockhart, Texas), dejando que la otra les diese una vuelta y las fagocitase. Canciones de corazones rotos («Abilene», desgarrador lamento sobre la pérdida y la negación: «Texas en el retrovisor, Plains en mi corazón, / no pude controlarme cuando Abilene se vino abajo. // No hace falta que hablemos de Abilene / porque ya da igual, / ya no hay que arreglar el jardín, ya no hay juguetes por el suelo, / así que yo ya no hablo de Abilene»), tormentas, huidas, travesías interminables por carreteras comarcales, empatía y autoconocimiento; letras impulsadas siempre por una sabiduría levemente mordaz y enraizadas en el amor que ambas comparten por los sonidos tradicionales de la música country, mandolina, banjo y violín, y las viejas armonías de los clásicos valses campestres. Y, por encima de todo, esa sensación de libertad que impregna todas las canciones. La clase de liberación, «llorando por la carretera con las ventanillas bajadas», que se desprende de haber encontrado al fin tu propio camino, dejando de lado las expectativas y los juicios de la gente, sabiendo lo que es auténtico para ti y el lugar adónde te diriges, aun siendo consciente de que lo que te queda por delante nunca dejará de ser un desafío. Claro que con la suerte inesperada de haberte topado con la perfecta compañera de viaje; aunque, en realidad, no haya sido tanto una cuestión de suerte. En realidad, cuando se viene con tan buena crianza, con solera de Dios o el diablo, el encontronazo y la consecuente fundición no tiene nada de accidental, sino más bien de pura predestinación, de jubilosa fatalidad y, si algo así acontece, no cabe duda de que se trata de magia —o algo bastante parecido—. Y ante semejante suceso uno solo puede desear y esperar que se repita. Y dar las gracias al obrador que corresponda, llámese Dios o el diablo.

BRENNEN LEIGH

Ain't Through Honky Tonkin' Yet

(Signature Sounds, 2023)

Ni el Gran Cañón, ni Yellowstone, ni la Ruta 66, ni la librería City Lights, ni Monument Valley, ni la tabla de quesos más grande del mundo (sita en Madison, Wisconsin, entre las calles Main y King, certificada en 2022 por el Libro Guinness de los Récords: ciento cuarenta y cinco variedades, cerca de dos toneladas, con once metros de largo por dos de ancho)… Uno tiene que establecer sus prioridades (confieso que lo del queso de Wisconsin ha sido lo único que me ha hecho dudar), pero desde que me enteré de que Kelly Willis, Brennen Leigh y Melissa Carper se juntaron el año pasado para hacer una gira juntas, ese bolo de ensueño pasó a ser mi reclamo número uno para cruzar el charco. Kelly, Brennen y Melissa, como en su día Dolly, Lisa y Emmylou, componen hoy mi particular monte Rushmore de putoamismo extremo. La cosa al final no pudo ser (quizá vuelvan a juntarse y el trío acabe convirtiéndose en una benéfica costumbre, soñar es gratis –aunque a veces se pague caro—), pero me queda el consuelo de poder fatigar hasta el colapso del vecino el nuevo disco que sacó Melissa Carper aquel mismo año (Ramblin' Soul, 2022) y este de Brennen Leigh que hoy reseñamos (así como la esperanza, claro es, de que los buenos ciudadanos de Madison no hayan acabado aún con todo ese queso). También se da la casualidad (porque de verdad que no ha sido queriendo) de que hoy hace casi exactamente un año (por un día) desde que reseñamos su anterior trabajo, el Obsessed With The West, que grabara al frente de los Asleep At The Wheel. Procuraremos, por tanto, no repetirnos, salvo para reafirmarnos en nuestra absoluta e incondicional rendición. Brennen Leigh lleva dando el callo muchos años, pero desde que con estos dos últimos álbumes saltara definitivamente a la palestra, ya nadie puede negar (al menos en mi presencia) que es una de las mejores cosas que le han pasado al country & western en los últimos treinta, y puede incluso que cuarenta, años. Ella nunca se ha rendido ni ha sentido la necesidad de justificarse, y a los que venimos mareando la perdiz desde mucho antes de que la cosa comenzara a complacer a los modernos, nos emociona encontrarnos de nuevo con un disco tan extremada y radicalmente honky tonk. La verdad es que uno se siente como en casa al escuchar la canción que da título al álbum, «I Ain't Through Honky Tonkin' Yet», que parece estar sacada directamente de nuestro buzón: «He estado viendo como mis amigos sientan la cabeza, / ya no quieren salir de bares por la ciudad. / Supongo que podría haberme amoldado a esa clase de vida, / pero yo aún no he acabado de honkytonkear» (y discúlpeseme el neologismo). La canción habla de ese lugar (que, con un poco de suerte, quizá tú también conozcas) donde te ponen la cerveza más fría del mundo y la gente siempre sonríe, aunque a veces te pueda asaltar a bocajarro la sensación de no tener ningún sitio donde dejarte vencer, porque hace tiempo que cambiaron la gramola (en la que Brennen aparece acodada en la fotografía de la cubierta, con un efecto vaporoso que lo impregna todo de un cierto aire —falsamente, como veremos/escucharemos— elegíaco), por un televisor. Sentimiento que se repite en la canción «The Bar Should Say Thanks», un encomio del «barfly», de la mosca de bar que ella siempre ha sido, y a muchísima honra. El bar debería darnos las gracias en lugar de echarnos y cerrarnos la puerta en las narices, abandonados y tambaleantes en la grava del aparcamiento, darnos las gracias por haber sido siempre el alma de la fiesta y haberle insuflado vida a ese antro en el que antes de nuestra gloriosa irrupción «no había más que dos o tres pobres diablos llorando con Hank». Nosotros, los hermosos vencidos, que siempre nos gastamos en la gramola el dinero de la paga que quizá hubiese estado mejor en el banco. Y que nunca dejaremos de cometer los mismos errores, como canta Brennen en «Every Time I Do», casi poseída por el fantasma de Patsy Cline. Cruda emoción humana. Porque de eso trataba en el fondo todo aquel country & western de los años cuarenta y cincuenta, que es el que Brennen recolecta y amamanta, actualizándolo, transformando los viejos tatuajes en dragones. Vergüenza y arrepentimiento, claro, la resaca es lo que tiene, pero sin miedo y apostando siempre por el júbilo, por muy kamikaze que sea, a lo Red Sovine, como la Carole (con «e» al final), la camionera de esa tremenda canción que nos sale al encuentro a mitad del disco, «Carole With An E». Agarrar el volante y tirar millas. Y todo eso, además, con Marty Stuart a la mandolina, Chris Scruggs a la producción y las guitarras y Rodney Crowell haciendo voces, gente que jamás se ha caracterizado por alistarse en cualquier milicia. Pero a ver quién es el guapo o la lista que se resiste a irse de honky tonk con Brennen Leigh. Ella sigue manteniendo el «género» muy vivo, puede que más vivo que nunca (lo del tono elegíaco no es en el fondo más que retórica, pura fantasmagoría). Y está claro que si Brennen Leigh no existiera, alguien tendría que inventárnosla. Porque ella, como nadie, sabe darnos la vida y sacarnos una sonrisa cuando estamos solos y tristes en la barra, llorando con Hank.

SETH AVETT & JESSICA LEA MAYFIELD

sing Elliott Smith

(Ramseur Records, 2015)

Lo que se dice «la alegría de la huerta», no era, nunca lo fue. Eso lo sabe cualquiera que haya escuchado sus canciones. De género chico, Elliott Smith tenía más bien poco. La tan castiza expresión procede de una zarzuela, con música de Federico Chueca y libreto de Enrique García Álvarez y Antonio Paso. Cuenta los amores de un tal Alegrías, que se conoce que irradia y desborda buen humor por la huerta murciana, enamorado de Carola, a la que quieren casar sus padres con el hijo de un rico hacendado. Elliott Smith no irradiaba nada de eso. Para morir a los treinta y cuatro años de dos puñaladas autoinfligidas en el pecho (hay teorías), salvo en caso de bipolaridad extrema (hay aún más teorías), no se puede ser la alegría de ninguna huerta, ni siquiera de la murciana, que da gusto verla (no digamos ya de la de Omaha, Nebraska). Reírse se reía más bien poco, o nada. Su ecosistema natural era la aflicción. Imposible no pensar en los primeros versos de «Twilight», de From a Basement on the Hill (el descomunal disco que se editó al año de su muerte), tema incluido en este álbum tributo que hoy reseñamos: «Llevaba sin reírme así de fuerte desde ni se sabe, / será mejor que pare ya, antes de que me eche a llorar». No era la alegría de la huerta, está claro, pero de su lucha perpetua con el alcoholismo, las drogas y la depresión salió mucha luz (y en muy poco tiempo). Nadie sale indemne de sus canciones. Siempre pensé que sus canciones eran como tatuajes. Tanto para él, al componerlas, como para nosotros, al escucharlas. Duelen, pero cicatrizan (a él le cicatrizaron un poco menos que a nosotros, claro), y sí, en efecto, lo sé de buena tinta —nunca mejor dicho—, son para toda la vida (que puede ser mucho o poco, viendo lo visto) y nos da igual el aspecto que tendrán cuando la piel se nos desplanche —aún hay quien nos lo advierte de cuando en cuando, primos hermanos de los del recurrente: «¿Te los has leído todos?»—. El caso es que llegué a este disco con ocho años de retraso, después del asombroso Seth Avett sings Greg Brown, que reseñamos por aquí no hace tanto. Buceando en entrevistas vi que mi venerado Seth Avett había hecho lo propio, en el mismo sello, Ramseur Records, y en compañía de Jessica Lea Mayfield, con las canciones de Elliott Smith. Y no cejé hasta tenerlo en casa. Aquí lo tengo. Hay que decir que tampoco es que ellos sean la alegría de la huerta. Las cosas como son. Los tres podrían compartir vivienda en algún ruinoso inmueble de «Memory Lane», avatar, aún más luctuoso, si cabe, del «Desolation Row» de Dylan. A la cantante de Kent, Ohio, no la conocía. «Composiciones ominosas», leí en alguna parte. Por ahí, me ganó, y me hice forofo. Empezó a los ocho años, tocando en la banda de bluegrass de su familia, los One Way Rider (en un autobús de gira que, en su día, perteneció a Bill Monroe, a Kitty Wells y a Ernest Tubb). Dan Auerbach oyó las canciones de su primer álbum, producido por su hermano y grabado con quince añitos, del que se editaron muy pocas copias, y fue, ya entonces, el que le allanó el terreno y le produjo el que pasaría a ser su primer disco oficial, With Blasphemy So Heartfelt (2008). Tres años más tarde, empezó a girar con los Avett Brothers y, a lo largo de más de cuatro años, fruto de muchas improvisaciones, confidencias, conversaciones de backstage y de carretera, tanto en sus casas como en infinitas habitaciones de hotel, fueron concibiendo y configurando esta poderosa criatura: Seth Avett & Jessica Lea Mayfield sing Elliott Smith (todo empezó con Seth tocando al piano «Twilight» en el backstage; a mitad de la canción se le unió Jessica, telonera por aquel entonces de los Avett, y lo vieron clarinete, no había más vuelta de hoja). La magia es que no inventan nada, no fuerzan nada, no lo deforman ni lo trasplantan (quizá sus terrenos lindasen o fuesen el mismo terreno, vendido a los tres por separado por un agente inmobiliario fraudulento). Interpretan sus canciones con rendición incondicional, con desafiante reverencia. Transmiten su fragilidad, su vulnerabilidad, su lirismo y su dolor. Y todo sangra de nuevo, como recién apuñalado. Sus canciones son así. Alguien lo dijo muy bien por ahí: sus canciones son habitaciones cuidadosamente amuebladas. Elliott Smith no se limitaba a ubicar y elegir el mobiliario. Sus recetas incluyen instrucciones sobre la temperatura, la intensidad de la iluminación, el ambiente y la calidad del aire. Cuando uno se instala en cualquiera de ellas entiende que está todo en su sitio, no sobra ni falta nada. No hay ninguna necesidad de renovar ni de hacer experimentos de Feng Shui. Basta con dejarse habitar por la propia habitación, dejarse poseer por las propias canciones. Y Seth Avett y Jessica Lea Mayfield lo consiguen de un modo extraordinario, se sienten cómodos en esos cuartos, son un poco como las mesas parlantes de las que dio buena cuenta Víctor Hugo en su día. Son casi espiritistas, médiums. Desde el primer tema, «Between the Bars», uno sabe que Seth Avett, a sus 34, la misma edad que tenía Smith el día que se mató, ha firmado, junto a Jessica, una obra maestra. Y poco más se puede añadir. (*Si tuviera mucho dinero —lo pienso cada vez que oigo este disco o el que dedicó a las canciones de Greg Brown—, cada cierto tiempo le produciría a Seth Avett, que en esto es bastante Rey Midas, un disco con el cancionero de cualquiera de mis músicos favoritos. Tengo esa convicción: Seth Avett debería cantar y grabar todas las canciones del mundo.) (**Hasta un disco de zarzuela le produciría, mira lo que te digo.)

RODNEY CROWELL

The Chicago Sessions

(New West Records, 2023)

Procuraré abstenerme de llamarlo pobre hombre porque, al fin y al cabo, es un pobre hombre y, el pobre hombre, ya tiene lo suyo con lo que tiene, pobre hombre. Pero lo cierto es que cada vez que Rodney Crowell saca un nuevo disco, me acuerdo de él. Creo que fue el día que fui a la tienda de discos a por el Texas. El susodicho hombrecillo, con su pinta de jubilado costroso, no compró nada (era más bien de la especie «mirón»), pero al verme con el disco de Rodney Crowell, que acababa de salir, sentenció, sin que nadie se lo preguntara, que Rodney Crowell llevaba sin grabar un buen disco desde que saliera The Houston Kid, allá por 2001, esto es, desde hacía dieciocho años. Y se quedó tan ancho —solo le faltó eructar y rascarse los genitales—. (Se conoce que su mujer le había dicho esa mañana que saliera a la calle a que le diera un poco el aire, y lo entiendo, pobre mujer, tener que lidiar a diario con la peste a rancio que desprende a todas horas su apolillado consorte —también es mucho suponer que tal espécimen goce de vida conyugal, por lo que seguramente fue su madre, seguramente muerta, la que lo mandó a airearse—.) Sirva todo esto para decir que con estas sesiones de Chicago que hoy reseñamos, producidas con gusto exquisito por Jeff Tweedy, a sus setenta y dos años, Rodney Crowell demuestra estar tan en buena forma como el primer día. Fui a comprar el disco a la misma tienda, pero, por suerte, no me topé con el hombrecillo sentencioso (en estos días hay mucha obra en Madrid, y supongo que estará muy ocupado comentando con cualquier otro zángano la mampostería o la consistencia de algún enladrillado). Me bastó con escuchar el primer tema del disco, «Lucky», para acordarme de su polvoriento apotegma, y, claro, me entró la risa. «Pobre hombre», pensé entonces (aunque ahora intente abstenerme de llamarlo así). Porque Rodney Crowell, el chico de Houston, ha vuelto a sacar un disco excelente. Lo primero que llama la atención es la cubierta. El mismo diseño y la misma sonrisa que lucía el músico en el legendario disco con el que debutó en 1978, Ain't Living Long Like This. Él mismo dice que, para él, en muchos sentidos, este The Chicago Sessions, desprende las mismas vibraciones que desprendía su primerísimo álbum. La idea de la cubierta fue de su hija, Chelsea. Y no le pudo parecer más acertada. «Hay algo muy sencillo, muy inocente en todo el proceso. Simplemente yo, con la banda, metidos en una habitación, sin cortapisas, a lo vivo, pasándolo bien». Lo que se transmite, y en eso Tweedy tiene buena parte de culpa, sin caer en un ejercicio de vana nostalgia (eso tan geriátrico y tan de pobre hombre de no querer regresar a los lugares donde una vez se fue feliz), es la alegría intacta de volver a grabar un disco (no un single, no una canción: un álbum con todas las de la ley), después de ya casi medio siglo lidiando con la industria, un poco como lo que le pasó a Johnny Cash con Rubin, cuando ya el Hombre de Negro había tomado la decisión de no volver a meterse jamás en un estudio. El pulso lírico sigue ahí (ya lo hemos dicho en alguna otra parte, Rodney Crowell es un escritor de primera, sus memorias, Chinaberry Sidewalks, están a la altura de los más grandes autores sureños contemporáneos), pero ahora sin florituras ni embellecimientos en la producción (como viene haciendo desde hace ya tiempo, probablemente desde The Houston Kid, el disco en el que el pobre hombre —ops, he vuelto a llamar pobre hombre al pobre hombre, pobre hombre— cifraba el inicio de su decadencia —espero que su pobre madre muerta siga momificándose con lozanía y cobrando fraudulentamente la pensión—). Guitarras crudas, piano honky-tonk y percusión contundente. Fresco y familiar al mismo tiempo. Artesanía cuidadosa y jubilosa liberación. Así es como lo explica el propio Crowell, que se ha autoproducido unas cuantas veces a lo largo de los años, pero que confiesa que es mucho mejor intérprete cuando es otra persona la que se pone el sombrero de productor. Se le nota más relajado y más presente cuando su trabajo va a consistir solo en tocar y cantar, y compara el estudio de Jeff Tweddy con un patio de recreo, en el que cada cual puede dar rienda suelta a sus ideas y sus impulsos. Y luego está Chicago, claro, que también suena. Rodney siempre había querido grabar un disco en «la ciudad del viento». «Tenía esa idea romántica y mística en mi cabeza, debido a todos los álbumes increíbles que han salido de esa ciudad, pero nunca había logrado llegar a grabar allí». Así que la aparición de Jeff Tweedy fue como un regalo del destino. «Iba conduciendo una noche cuando empezó a sonar por la radio la canción de Jeff «I Know What It's Like» y me dejó de una pieza. A los pocos meses coincidimos tocando en el Cayamo Cruise y, cuando me acerque a él para decirle lo mucho que me había impactado su canción, me sugirió que me pasara un día por The Loft, en Chicago, para grabar alguna cosilla». Tweedy, como tú y como yo (y puede que hasta como el pobre hombre, ¿por qué no?, quizá el pobre hombre goce de un pasado egregio en el que pudo llegar a ser menos pobre hombre de lo pobre hombre que es hoy, un pasado que, por algo que quizá le ocurriera en 2001, se truncó para sumirle ya de manera irremediable en el «pobrehombrismo» que hoy destila a raudales por las aceras, dejando un rastro de baba hedionda), decía que Tweddy era fan de Crowell desde que vio sus actuaciones en el documental Heartworn Highways. Así es que, desde su estudio en Nashville, Crowell recopiló unas cuantas demos y notas de voz que le mandó a Tweddy para ver qué le parecían. El encierro de la pandemia le obligó a mantener las cosas simples y crudas, haciéndose cargo él mismo de todos los instrumentos, a veces incluso aporreando la nevera para la percusión. Jeff lo vio claro: «Vente ya mismo para Chicago». En el disco hay material nuevo, aunque Crowell revisita un par de temas de los años setenta: «You're Supposed To Be Feeling Good» (que grabaría en su día Emmylou Harris en su Luxury Liner, 1977) y una emocionante versión del «No Place To Fall», de Townes Van Zandt, que siempre ha ocupado un lugar especial en su corazón: «La primera vez que oí esa canción, Townes estaba sentado enfrente de mí en la mesa, en casa de Guy y Susanna Clark. Dijo: “Ey, tengo una canción nueva para ti”, y desde entonces quedó impresa en mi mente. Quise grabarla como homenaje a una persona de la que aprendí un montón de cosas a propósito de cómo se escribe una canción». También hay un tema compuesto mano a mano con Jeff Tweddy, «Everything At Once». Diez canciones y cuarenta y un minutos de margaritas que no son para los cerdos, ni para los pobres hombres. (Me lo imagino ahora, al pobre hombre, en la Plaza Mayor, dando de comer a las palomas, sin el prestigio, siquiera, de pretender envenenarlas; pobre hombre, ya no me abstengo, lo siento, con sus migas de pan duro y sus excrementos de paloma en el pelo, tarareando una melodía de 1981, pobre hombre.)

MIKE BECK & THE BOHEMIAN SAINTS

Rooted

(Reata Records, 2006)

Desde que iniciara este blog el 14 de mayo de 2015, lo he ido posponiendo, no sé muy bien por qué. Lo mismo por simple amistad, a veces tan despótica y abusiva, por los agravios inconscientes del cariño (lo del asco de la confianza y toda esa vaina), de dar las cosas por descontadas, la lealtad por supuesta, o quizá por considerar que, de alguna forma, ya había saldado la deuda en las páginas de Apacherías, el libro que salió en 2009, donde devanaba las peripecias de aquel viaje a Nevada que cambiaría mi vida para siempre. Mike Beck estaba allí en 2007, el año del primer viaje, y desde entonces no ha dejado de estar presente, de un modo u otro; nos husmeamos los lances por las redes y, de vez en cuando, rompemos el cerco y hablamos para, al final, acabar siempre conjugando la misma esperanzada despedida: a ver si este año logramos llegar sanos y salvos a Elko (él siempre llega). Pero la cosa empezó a fraguarse un año antes, en Madrid, con un disco memorable y, atinando un poco más, con una canción en concreto. El disco (este Rooted al que hoy regreso como a una patria) cayó en mis manos gracias al enciclopédico saber e infatigable empeño de Joaquín, viejo zorro donde los haya, mayoral de Rock & Roll Circus, mi dealer desde el año de Maricastaña (2006), mi camello y un poco, también, mi particular Virgilio cuando me hallo en medio de la mortificante selva oscura, que suele ser casi siempre (y, ya que estamos saldando deudas, vaya por aquí mi reconocimiento para quien ha sido también figura clave en mi vida; recuerdo muy bien el día que entré por primera vez en su tienda, en busca de rarezas de Johnny Cash, y salí de allí a las dos horas, un poco más arruinado que al entrar, pero pertrechado con mis primeros discos de Rod Picott, Stephen Simmons y Nathan Hamilton, en lo que vendría a ser, ahora lo veo claro, una caída del caballo camino de Damasco en toda regla; gracias, Joaquín, por tantísimos deslumbramientos –y lo que te rondaré morena–). La canción culpable fue «John Steinbeck Drank In Here», con la que se abría el álbum que hoy sacamos a colación. Seducción instantánea. Sin paliativos. Una canción sobre la taberna (canciones de sed, siempre bienvenidas en esta casa) en cuya barra mellada solía acodarse uno de mis autores favoritos. Con referencias directas a Cannery Row y Tortilla Flat. Vino tinto y barajas grasientas. Toda esa mitología, californiana en este caso, de Salinas hasta Monterrey, los galones, probablemente falsos, con los que tienen a bien condecorarse los garitos más inhóspitos del lugar para atraer a la «vagabundia» (como pasaba en su día en Madrid con las placas de Hemingway que había en casi cada bar del centro, lo que llevaría a aquel otro hostelero bromista, en los aledaños de la Plaza Mayor, a publicitarse a la contra: «Hemingway nunca comió aquí», casi custodiado un portal más allá por ese pobre hombrecillo patilludo disfrazado de Luis Candelas, embeleso de turistas idiotizadas por lo flamenco, como para certificar que todo es circo y mentira). A esa canción la seguía otra con escritor dentro, «George Orwell's 113th Dream». Y a mí ya me tenía ganado. Allí estaba todo lo que me gustaba: las llanuras de Montana, Bakersfield, Buck Owens, Bob Wills, El Restaurante de Alicia y Ramblin' Jack Elliott. Este último haría luego la conexión con los Byrds: «Mike Beck toca la guitarra como un Byrd. Sus cuerdas hacen cosas que las mías nunca podrán hacer. Obedecen hasta al más ligero toque de sus dedos, como las riendas en la doma de un caballo». Allí residía otra clave. Mike Beck no solo era un músico excepcional (hoy ya son siete discos, si llevo bien la cuenta), también, como descubriríamos luego, era el auténtico «hombre que susurraba a los caballos» (se pasa media vida trabajando en ranchos e impartiendo cursos de doma por todo el país). El caso es que cuando Jaime Rodríguez, director del documental Cowboys I Know, consiguió las credenciales para asistir al Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, me pasó la lista de artistas que participaban aquel año para que fuese seleccionando a los que teníamos que entrevistar (Ramblin' Jack, Tom Russell, Ian Tyson, Don Edwards, Michael Martin Murphy…) y, entre ellos, estaba Mike. Hace poco, la revista Western Horseman ha hecho una lista con las 13 mejores canciones vaqueras de todos los tiempos. Hay canciones de gente inexcusable: Ian Tyson, Tom Russell, Lucinda Williams y Gene Autry. Pero dos de las trece son de Mike. Enseguida nos pusimos en contacto con él y, desde el primer momento, todo fue generosidad y entusiasmo. Nos abrió todas las puertas. Horas y horas, mano a mano, en el Stray Dog, el bar de mineros de Elko, donde tocaba todas las noches, el primer año solo ante el peligro, con su guitarra, a pelo, el segundo vengándose del respetable irrespetuoso con el desembarco de decibelios de su banda, los Bohemian Saints. Todo eso viene bien referido en Apacherías (un libro agotado que ya ni yo mismo tengo, el último ejemplar que me quedaba se lo regalé a una chica con un lunar estratégico; a veces pasa y no puedes hacer nada al respecto, te jodes, acatas el conjuro y bailas). El viaje al corazón del Oeste. Recuerdo a Ramblin' Jack en una de las mesas fatigadas del Stray Dog, agarrándome de la muñeca, señalándome a Mike en el escenario y diciéndome: «Ese hombre que está ahí arriba sí que sabe cómo se escribe una canción». Piropo máximo, viniendo de quien venía. Con los Bohemian Saints la cosa alcanzaba otra dimensión en directo, convocaban al mismísimo fantasma de Tom Petty y sonaban los ecos de Laurel Canyon (este Rooted cuenta también con una tremenda versión del «Drug Store Truck Drivin' Man» de Gram Parsons y Robert McGuinn). Estuvo cuatro horas dando el callo sobre el escenario, con un pequeño receso para salir a la nieve del callejón de atrás, entre contenedores de basura, a resbalar en el hielo y dar cuenta de un buen porro californiano (o, más bien, viceversa). Hablamos largo y tendido. De música y literatura, dos cosas que nunca he sido capaz de desligar. Me dijo aquello de que Merle Haggard era el Shakespeare de la música country. Verdad evangélica, como dirían por aquellos cerros. El caso es que hace poco me saltó en Instagram un vídeo de una reciente actuación de Mike en solitario. Su guitarra volvió a encandilarme. Al momento, pensé: ya casi llevo trescientos cincuenta discos reseñados por aquí, y ninguno de Mike. Tenía que enmendar ese descuido. Y para hacerlo (se hace difícil hablar de un amigo) he querido rescatar este disco que significó tanto. Hacía tiempo que no lo escuchaba y ha vuelto a emocionarme como lo hiciera entonces, hace ya la friolera (y nunca mejor dicho, treinta grados bajo cero en los yermos de Nevada) de veintitrés años. Y los primeros cincuenta segundos de «Cold Cold Ground» (canción que nos cedió generosamente para los créditos del documental) formarán parte ya para siempre de la banda sonora de mi vida. En esos cincuenta segundos se cifra entero aquel viaje iniciático al Oeste norteamericano, toda aquella gente increíble que conocimos en Elko, la amistad, la música, la alegría, los bisontes, los indios Crow, las borracheras (las pescadoras de Alaska, la chica de Idaho, los moteles mugrientos…), el comienzo de tantísimas cosas imborrables. Y así me quedo ya tranquilo, herido de nostalgia, como Harry Dean Stanton con su «Canción Mixteca». Gracias por todo, Mike. Y, como solemos decirnos siempre con fe renovada, a ver si el año que viene logramos llegar sanos y salvos a Elko. Nos lo debemos.

ALEX WILLIAMS

Waging Peace

(Lightning Rod Records, 2022)

Pronto harán seis años (27 de octubre de 2017) desde que dimos cuenta por este corral del Better Than Myself, el tremendo disco con el que salió a la palestra Alex Williams, un milenial barbudo de 26 años con la W de Waylon tatuada en el brazo y toda la pinta y la voz de ser un recluso recién regurgitado del movimiento outlaw de los setenta. Puede que por aquel entonces fuera un mero ejercicio de estilo, un remedo de todo aquello que le fascinaba desde su limitada conciencia de paisano de pueblo pequeño (Pendleton, Indiana), antes de recabar, para curtirse, en el Red Door Saloon de la calle Division, en Nashville. Las canciones eran buenas (mejores que él, según el batería que abandonó la banda tras unos desacuerdos), una especie de gólem, mezcla de fantasías, deseos, estética y actitud, aunque, por decirlo de alguna manera, inanimada, sin sangre. La sangre vendría luego. La sangre vendría con la experiencia cuando, con motivo del éxito de aquel primer álbum, Alex Williams salió a la carretera y todo lo que habría podido ser tildado de impostado, de lugar común o de simple fantasmagoría, se hizo carne (y sangró, claro). Alex Williams comenzó a vivir en su propia piel todo lo que decían/anticipaban las letras de sus canciones («More Than Survival», «Little Too Stoned» y «Week Without a Drink», por poner solo tres ejemplos). Una vida de excesos, desafueros, desmanes, despilfarros, soledad y mucho daño. Lo «outlaw» está bien como sello de identidad (como pegatina de tienda de discos), como estilo o como lenguaje, incluso como posicionamiento ético (hacerle la peineta a la industria —aunque en 2017 la industria era ya un cadáver tan momificado que ni apestaba ni asustaba a los niños—), pero vivirlo es otra cosa. De vivirlo, en ocasiones, no se sale indemne. Y, en este caso, el salto al vacío fue dado en sentido contrario (lo de empezar la casa por el tejado): las primeras canciones hablaban de unas heridas que aún no se había infligido y Alex Williams salió a la carretera a infligírselas por sí mismo, salió al encuentro de todo lo prefigurado. La autenticidad vendría a posteriori, se la iría ganando a pulso. El viaje que se describe ahora supone la encarnación de todo ese desamparo, de toda esa dureza (y también del gozo), las trampas de la adicción, las noches en vela, el desarraigo, todo el desbarajuste existencial que supone la vida en la carretera. Un hiato de cinco años para digerir toda esa experiencia y parir las doce canciones autobiográficas de este Waging Peace en el que nos ofrece unas cuantas instantáneas de su cruenta batalla personal entre el bien y el mal (en «Rock Bottom», bajando los decibelios, introspectivo, se pregunta por qué los caminos más oscuros son siempre los más fáciles de seguir, como el camino de la autodestrucción del que nos habla más adelante en «Higher Road», consciente de que su único enemigo se parece muchísimo a él, ¿qué coño?, es él), ya una vez conquistada la calma, la paz obtenida a base de tumbos y varapalos a la que hace referencia precisamente el título del disco. Y todo interpretado con una conciencia muy clara de quién es, con una seguridad que no hace sino subrayar y poner en negrita la autenticidad latente de su primer álbum. Más viejo y más sabio (treinta y tres años, madre mía, al habla Matusalén —ahora mismo, lo confieso, no puedo sentirme más antidiluviano—, aunque, no en vano, ya se encarga de soltarlo él mismo en «Old Before My Time»: «una mano al volante y un pie en la tumba […] / lo bastante joven para saber que me he hecho viejo antes de tiempo»; la edad, probablemente, sea otra cosa que no tenga nada que ver con el segundero), de algún modo redimido, pero, eso sí, sin dormirse en los laureles ni darnos la tabarra santurrona del excombatiente renacido que te agarra de la manga para ahogarte con su babosa autocompasión y su manido romanticismo (el daño que ha hecho la visión romántica, beat, de la carretera es ya, probablemente, irreparable: pijos y turistas inundan «el camino» para dar pábulo a un mito que desde su origen fue ya bastante artificial y fingido, cuando no una cosa puramente paupérrima, hija de la precariedad, la necesidad y la miseria). Alex Williams nos habla desde la serenidad de haberse encontrado a sí mismo, pero sin apaciguarse, más bien todo lo contrario, ahora goza de mayor potestad y hace gala de muchísima más autoridad y contundencia, por ejemplo, en las guitarras (Ben Fowler, a la producción). Y tras haber atravesado el infierno, nos demuestra que uno puede esgrimir, además, el optimismo sin sonar gazmoño. Como guinda del pastel, por cierto, al igual que en su disco anterior, aparece la armónica de Mickey Raphael a modo de sello de autenticidad (el sello del hombre que siempre estuvo allí). Así que, sí, sin duda, ha merecido la pena esta espera de cinco años, cuando ya lo dábamos (al menos yo) por extraviado (y probablemente atropellado) en la «carretera perdida» de Hank Williams: «I'm a rolling stone / Just another boy, all alone and lost, / for a life of sin, I have paid the cost. / When I pass by, all the people say: / “Just another boy down the lost highway” […] I've paid the cost on the lost highway».

DROPKICK MURPHYS

Okemah Rising

(Dummy Luck Music, 2023)

«E la nave va», sí, pero va mal. Va como el culo. Va directa al iceberg. Y no es que sea cosa nueva ni de aquí solo, es una deriva general, la deriva de los tiempos, si se quiere, Europa no supo, no quiso o no pudo aprender la lección, y aquí, claro, como siempre, lo mismo, pero en cutre, lo que resulta aún más desolador (con nazis de baratillo), y ya no solo por ellos, sino por quienes los eligen, que se llaman Legión, porque son muchos (de Madrid al cielo, o al cieno, que es lo mismo). Lo de estas últimas elecciones, sin ir más lejos (apenas han pasado cinco días), es como para entrar en el bar (en mi caso el Parnasillo del Príncipe, Guinness bien servida y madera robusta de pino) y ya salir solo con los pies por delante y el testamento resuelto, porque el desencanto y la devastación parecen de todo punto inevitables, el iceberg está ahí, lo llevamos viendo desde ya ni se sabe, y ahora hasta nos sonríe y nos saluda. No hay vuelta de hoja: toca descrismarse. Pero, por suerte, están, vienen estando desde hace veintisietes años, los Dropkick Murphys, que en 2022, con su This Machine Still Kills Fascists, vinieron a recordarnos que aún queda espacio para la resistencia y la revuelta (vamos, para descrismarse mejor, dándole un girito a la máxima de Beckett), y que Woody Guthrie, hasta en sus letras inéditas (mejor dicho: aún más en sus letras inéditas), siempre ha sido, y sigue siendo, el más punki de todos. Aquí reseñamos el Okemah Rising, que acaba de salir, secuela del anterior, también desenchufado, con más letras inéditas y la misma rabia, pero, en el fondo, lo que venimos a reseñar son los dos discos, porque se trata del mismo impulso y el mismo ánimo, inmensamente poético, bello, bellísimo, de darle un puñetazo a un fascista, «nazi-stomping fun», el gozo y la diversión blue collar con que nació este grupo de irlandeses de Boston, allá en 1996, todo muy de salir de la fábrica, meterse en el bar y cagarse en los muertos de quienes nos pisan. Una pinta de Guinness en la mano, cualquier canción de cualquiera de estos discos y la voluntad y el júbilo imbatible de estrellarle el vaso (una vez vacío) al primer nazi que se nos cruce. Y quedarse uno luego tan a gustito. Nos vamos, de acuerdo (hijos de la gran puta), pero antes vais a sangrar, os van a quedar graves secuelas y os vais a tener que pagar (por lo privado, os jodéis), bien de traumatólogos y cirujanos. Al Barr, el líder vocalista de los Dropkick, no pudo estar porque tenía que ocuparse de su madre enferma, así que el grupo hizo piña para esperarle y, para entretenerse, se fueron a Okemah, hablaron con Nora, la hija de Guthrie (que les suministró un montón de letras inéditas de sus archivos y que ejerce, además, en sendos álbumes, de productora ejecutiva) y se fueron directos a Tulsa, a The Church, el estudio de Leon Russell, a grabar estas veinte canciones (contando las de los dos álbumes, que, como los buenos discos punk, apenas rozan los treinta minutos), estas veinte granadas de mano. Y hay que decir que Guthrie nunca había sonado tan bien (ni siquiera en manos de Bragg y Wilco, que perpetraron, con sus más y sus menos, aquel prodigioso Mermaid Avenue y sus secuelas). En manos de estos maravillosos alborotadores, estibadores tatuados y llenos de cicatrices del río Mystic, la fuerza, la honestidad y el humanismo de Guthrie, encuentran el molde perfecto. Aquí hay revulsión, resistencia y energía, como nunca antes. Sin preciosismos, ni susurros. Aquí se va a la huelga y se cantan consignas, pero también se revientan farolas, y no precisamente por el itinerario convenido por la policía. Aquí no se calla nada y no hay mordaza que valga. A la fiesta de este segundo round (al igual que en el primero se unieron Evan Felker, de los Turnpike Troubadours en «The Last One», o Nikki Lane, en la adictiva «Never Git Drunk No More») se suman los Violent Femmes («Gotta Get To Peekskill»), Jesse Ahern («Rippin' Up The Boundary Line») y la maravillosa Jaime Wyatt en «Bring It Home» (decir que la versión Deluxe del disco anterior cuenta con unos cuantos temas extra grabados en vivo en el Ryman Auditorium, entre ellos el dúo con Nikki Lane, aquí interpretado en su lugar por Jaime Wyatt, y a ver quién es el guapo o la guapa que se atreve a decir a quién quiere más, las dos inmensísimas). Son, sin duda, los discos que estábamos necesitando en estos momentos. Una inyección de ánimo caída del cielo. Guthrie más vivo que nunca. Así que ya pueden echar a correr Hitler y sus Hitleritos: «La chavalería fascista se piensa que es el doble de dura, / pero no es lo bastante dura. / Dadme una ametralladora y compondré una canción. / Me pasaré la noche entera tocándosela a Adolf. // Echa a correr, Hitler, / porque vamos a por ti». Y si nos arrolla el tiempo, que, al menos, se acuerden de nosotros. Ya dije que solo saldremos de este bar con los pies por delante. Y las macetas de la Ayuso, en el balcón, muy bonitas, sí, perfectas, para el calentamiento global (que llevo encima) y, como decía Burroughs, para arrojárselas a la policía. Okemah rising. «No surrender»… Y oye, mira, ya que vas al servicio, mientras yo le voy poniendo el punto final a esta reseña, pídete otra ronda de Guinness, que estas ya están devastadas y tristes.

TOMMY WOMACK

30 Years Shot To Hell (An Anthology)

(School Kid Records, 2021)

La mera existencia de esta antología justifica el deseo de padecer una amnesia repentina. De descalabrarse en la bañera, por ejemplo, y olvidarlo todo. Perder el conocimiento y despertar en tu casa sin tener ni puñetera idea de quién eres, ni de dónde estás, ni de si esas bragas son tuyas, de alguien que vive contigo o de una visitante casual (promesa o descuido). Ignorar la fecha y toda suerte de afectos, la ciudad y los vecinos. No reconocer a la gente que sale contigo en las fotografías que hay enmarcadas en el pasillo, preguntarte a cuento de qué te tatuaste eso y eso y eso otro, si esa sangre es tuya (esperas que sí) y si de verdad te has leído todos esos libros. Asomarte a la nevera para ver si eres de naturaleza más o menos optimista (temiendo el embate de un brócoli o la injuria de unos tomates cherry), encontrarte, básicamente, latas de cerveza, y respirar aliviado. Acto seguido, revisar el armario de las medicinas para ir haciéndote una idea (paracetamol y poco más, ¡bien!), encontrarte el segundo CD de esta antología en el equipo de música y darle al «Play»… Y, de repente, la felicidad. El asombro. Y algo así como la comprensión instantánea de quién eres, quién fuiste y quién seguirás siendo, porque seguramente esto ya no haya quien lo remedie. Por eso envidio a todo aquel que no conozca a Tommy Womack. Con estas cuarenta y dos canciones obtiene un pase directo al Paraíso al que otros hemos ido accediendo, paso a paso, durante los últimos treinta años, sí, justo los que ampara esta fabulosa antología. Recuerdo perfectamente el día que escuché por primera vez a The Bis-Quits, el disco salió en Oh-Boy Records en 1993, el mismo año que se publicaba otra de las grandes antologías que serían cruciales en mi vida, el doble álbum Great Days, de John Prine. Fueron los primeros artistas contratados por el sello. En la banda estaban Tommy Womack y Will Kimbrough. El niño que gritaba en la fotografía de la cubierta parecía el niño del logo de Oh Boy y, según Womack, la banda era como mezclar a los NBRQ con los Replacements, ahí es nada. Solo sacaron ese disco. (*Permítaseme ahora un breve inciso: si todo se fuera a la mierda, como probablemente debiera, y los contribuyentes del futuro, hijos de los hijos de los hijos de los hijos que saliesen un poco entumecidos y deslumbrados del refugio atómico que, en su día, tuvieron el buen ojo de construirse, —o algún extraterrestre extraviado, en su defecto—, se pusiera a leer este blog —cosas más raras se han visto—, sacaría la conclusión de que John Prine era Dios y de que casi todo giraba en torno a él; y, a decir verdad, no se llevarían una idea demasiado equivocada). Bueno, pues de aquel disco, The Bis-Quits, consta en esta antología un solo tema, «Cold Wind» (yo habría metido el «Anal All Year», título favoritísimo, o el contundente «Yo Yo Ma»). Pero también hay cuatro de su anterior agrupación, los Government Cheese, con quienes llegaría a sacar cinco álbumes (y aprovecho para colar otro inciso y rogaros que no dejéis de leer el libro que escribió Womack sobre la banda: Cheese Chronicles: The True Story of a Rock 'n Roll Band You Never Heard Of, uno de los libros más divertidos que se han escrito sobre los avatares y las peripecias de una banda de rock 'n roll —de la que nadie ha oído hablar—. Oro puro), y otros tres de los dos álbumes que sacó con Daddy (banda en la que volvería a juntarse con el gran Kimbrough). El resto son temas de sus ocho discos en solitario. Entre medias sacó un par de álbumes con Todd Snider (The Devil You Know y Peace, Love an Anarchy) y escribió varias canciones con Jason Ringenberg, de Jason & The Scorchers, una banda que el propio Womack (¿y quién no?) idolatraba (en el Clear Impetuous Morning de 1996 hay cuatro canciones escritas mano a mano). Por otro lado, la lista de artistas que han cantado sus canciones es de toma pan y moja, aparte de Snider y Ringenberg, Jimmy Buffett, Dan Baird, David Olney, Kevin Fowler, qué se yo. Una puta institución en la sombra. Y, además, y ya me despido con esto, es el autor de «The Replacements», temazo de ocho minutos y medio (incluido en el segundo CD de esta antología, perteneciente a su tercer álbum en solitario, Circus Town, 2002) por la que ya contará para siempre con un lugar destacado en el Olimpo del rock n' roll. La letra, más narrada que cantada, viene a ser la biografía de tu vida (intuyo) y de la mía. Es, quizá, uno de los mejores textos que se han escrito sobre la esencia del rock 'n roll (sin soplapolleces eruditas ni contextualizaciones culturales masturbatorias, solo pura pasión y sentimiento) y cómo afecta a nuestras vidas (una canción estratégicamente situada, por cierto, corte tres, antes de la maravillosa «I'm Never Gonna Be a Rock Star», que la complementa de un modo insuperable). Una canción sobre perdedores, sí, sobre «hermosos vencidos» (con permiso de Cohen, otra vez), pero también sobre el gozo infinito de serlo, casi una vocación, sobre la magia, la decepción, la resistencia y las ganas de vivir, o mejor, de gastar la vida, sin importar el rastrojo que puedas dejar al final. La cosa es incendiarse. «Eran como Charles Bukowski con vatios y vómito, / pagabas por verles y te la jugabas, / pero cuando eran buenos, ¡hasta Dios se ponía a bailar!». Eso en cuanto a los Replacements, claro, o la banda que arruinase jubilosamente tu biografía, pero escuchar a Womack es, insisto, simple y llanamente, la felicidad. Peter Cooper, en las notas del disco, lo define muy bien: «Este hombre, este gran artista, es una fiesta andante». Espejos de la casa de la risa —dice Cooper a renglón seguido, poniéndose muy estupendo, muy Max Estrella, muy valleinclanesco—, bueno, de la casa de la risa y de la casa de la no risa, espejos donde se reflejan nuestras almas, como en los del hoy tristísimo y horripilante Callejón del Gato. Con dolor y gozo, igualito que al tatuarse («sarna con gusto no pica», que diría tu abuela): tremenda verbena.

PETE BERWICK

The Damage Is Done

(Shotgun Records/Berwick Productions International, 2023)

Te invitan a una comida. El anfitrión es un viejo amigo de tu hermano, rockero, poco más o menos de tu misma quinta. Habéis sudado y padecido los mismos conciertos, las mismas salas, las mismas sustancias. Intentas llegar tarde, pero llegas pronto, siempre te pasa. Te ofrece una cerveza (primera de muchas, te van a hacer falta) y te cuenta que se acaba de separar de su mujer. Luego van llegando los demás, de uno en uno. Todos viejos guerreros de la fiesta antigua, tatuados y heridos. El primero no puede beber, se está recuperando de un infarto. El segundo ha tenido un año impertinente con la tuberculosis. Y el tercero recién llega de sosegarse los ánimos tras una rigurosa inspección de la próstata. Te sientes un poco impostor, a ti no de duele nada. Si fueses más aprensivo empezarías a notar un picor cancerígeno en el pecho. Haces un chiste, prometes que a la siguiente reunión acudirás con una dolencia prestigiosa. Se ríen por educación (entre líneas puedes leer: «¿Quién es este gilipollas?). La sobremesa deriva hacia el rock and roll. Nostalgia de bolos pretéritos. Quién vio a quién y dónde. Y conciertos recientes. Tal banda mítica que vino con un cantante nuevo que nada que ver. Tal otra sin el batería original, que se mató. Y así todo. Sales de allí un poco tullido. Te pican cosas que nunca te habían picado. Te has asomado al abismo. Tu nueva palabra favorita es: «benigno». Para colmo, viene Springsteen (su último disco, pura cochambre) y lo único noticiable de la gira son sus amiguitos famosos, los hotelazos, los restaurantes. La misma sensación desoladora que al leer aquel infecto libro de Blixa Bargeld. Todo inmensamente prostático y burgués. Y no puedes evitar pensar que lo mismo van a tener razón los agoreros, y esto ya no lo va a poder levantar ni la química. Antes de subir a casa, entras en el supermercado a por cervezas y dudas. Lo mismo ha llegado el momento de entregarse a la leche de soja. De comprar una lechuga. No lo haces, claro. Pero lo piensas. Y ya vas jodido. El caso es que entras en casa, enciendes el ordenador, te abres una cerveza y, al abrir el Facebook, te encuentras un mensaje de Pete Berwick. No hablabais desde su último disco. Han pasado unos años. Te pide una dirección para mandarte su nuevo álbum, The Damage Is Done. Siempre ha sido generoso y atento con quienes lo han seguido y apoyado. Pionero del cowpunk. Escritor increíble. Boxeador amateur y, desde hace unos años, cómico y reputadísimo actor. Para ti una leyenda. Te da un poco de miedo, viendo lo visto. Enseguida te llega el enlace con la contraseña para que te lo descargues. Te abres otra cerveza para que el daño sea mínimo. Pinchas el primer tema, «She Ain't Got Me» y, a los diez segundos, de golpe y porrazo, se te pasan todos los males. Pete Berwick, que había bajado revoluciones en su anterior trabajo, más acústico, ha vuelto con toda su fuerza, se ha juntado con Charlie Bonnet III, y se ha marcado un discazo de canciones duras y sin contemplaciones, a lo Social Distortion, que era justo lo que te hacía falta, el antídoto. Canciones que te devuelven la fe en todo aquello que probablemente te hizo daño pero que, al mismo tiempo, siempre te hizo sentir vivo. Veraz, auténtico e indomable. Pete Berwick haciéndole la peineta a los tiempos duros (y tú ya pensando que lo mismo te has quedado corto con las cervezas —la soja y el brócoli, jubilosamente, no han sido más que los fantasmas inoportunos de una mala digestión—). Y vuelve a ponerte el pelo de punta. En «Don´t Know How» reaparece el magnífico escritor que siempre ha sido (ya se puede uno hacer con su nuevo libro, por cierto, Too Wild To Tame. The Story of The Boyzz). Un relato antibelicista, muy a lo Steve Earle, sobre falsos héroes y falsas esperanzas, cantado con su buena dosis de rabia y desprecio. Y de pronto te reafirmas, sabes que, como el propio Berwick, y como los comensales heridos del convite rockero mentado unas líneas más arriba, no vas a rendirte. Aunque el temporizador de la pared te vaya comiendo el tiempo, no cederás el paso al yogur con bífidus activo. En efecto, en «Timeclock on the wall» se cifra esa actitud irredenta: encuentras una mujer, tienes un par de críos, curras en la fábrica, bebes cerveza y matas otro año; y es así que te levantas un día para darte cuenta que los sueños que dejaste atrás están sepultados bajo el cielo carbonífero del condado de Butler, entre el polvo, el barro, el sudor y el óxido, y que, en algún momento, los mudaste por unos grilletes. Pero, lo importante, no es ese tiempo que te marca el reloj de fichar, sino el tuyo propio, el tiempo de lo vivido. El tiempo que cuando te llegue el momento de entregar la herramienta te permita decir: Arrojad mis cenizas al suelo de la fábrica donde me he dejado la vida. Y decidle a ese puto temporizador de la pared que le gané la partida, porque, vale, me deslomó, sí, pero al vencerme me liberó de los grilletes. Y de eso trata el rock and roll. De seguir viviendo, de enseñarle el culo a la perseguidora, de coleccionar cicatrices. Y puede que pasen los años, que se desmoronen muchos de tus ídolos y que el cuerpo ya no te responda como lo hizo en su día. Pero sigues creyendo en lo que siempre creíste, y es una inmensa suerte que algunos de quienes te acompañaron desde el principio, como Pete Berwick, sigan acompañándote ahora, haciendo que el tránsito duela menos, cauterizando la herida. Así que ya solo me queda darte las gracias, Pete, por no rendirte. Por tu generosidad. Por tu amistad. Aquí seguimos.

CHELSEA LOVITT

You Had Your Cake, So Lie In It.

(Fat Elvis Records, 2020)

En East Nashville, un par de kilómetros al nordeste de donde la Interestatal 24 gira para meterse en la calle Spring, hay una pequeña casa de color salmón, de lo más anodina, tras cuyas paredes de madera de cedro nadie podría imaginarse las barbaridades que se perpetran y se han perpetrado. El lugar se conoce, quien lo conoce, como The Bomb Shelter, y es uno de los estudios analógicos mejor equipados de la ciudad. A cargo del búnker («The Bomb Shelter», nombre heredado de su primer y humildísimo emplazamiento en un sótano) se encuentra Andrija Tokic, quien, desde que se afincara en Nashville, allá por 2004, viene firmando muchas de las mejores producciones discográficas que se han acometido en «La Ciudad de la Música» en los últimos años, entre ellas, el Dead Flowers con que Caitlin Rose saltara a la palestra y el Boys & Girls con el que debutaron clamorosamente en 2012 los Alabama Shakes (por citar solo dos de sus primeras animaladas). Y allí mismo fue donde Chelsea Lovitt (nacida en Southern Mississippi, mudada a Nueva Orleans y afincada en Nashville, previo paso por Francia) fue a llamar para grabar este You Had Your Cake, So Lie In It, que saldría en 2020 bajo el sello con mejor nombre de todos los tiempos, Fat Elvis Records (Discos del Elvis Orondo). Nueve canciones (treinta y cinco minutos de pura dicha) en las que maceran y cuajan todas las influencias de sus correrías, un estilo que definió muy bien Aaron The Audiophile en una reseña de hace unos años diciendo que por cada momento en que canaliza con Hank Williams y el punto retro-country (como sus colegas Sierra Ferrell, Hannah Juanita, Leo Rondeau y Waylon Payne; estamos hablando de esa liga, esto ya lo añado yo), Chelsea Lovitt dedica otros dos a reventarte la piñata con su sensibilidad punk (o con la falta de sensibilidad y de susceptibilidades que caracterizan el punk). Y es que esa es, precisamente, una de las cosas que más nos pueden gustar de ella: el maravilloso sarcasmo de sus afiladísimas letras, su actitud irreverente. Canciones introspectivas, sí, muchas veces descorazonadoras, pero sin dejar nunca de resultar humorísticas, como queda de manifiesto en esa maravilla que es «State of Denial» el cuarto corte del álbum, un tema escrito en un prado de Delaware, con una armónica, un mes antes de entrar en el estudio, a las cinco de la madrugada, después de haberse pasado horas escuchando a Dylan. «Tenía ambiciones para este disco —dice ella—, la idea de que se viese influenciado por el Blonde on Blonde, por supuesto, que es uno de mis álbumes favoritos, y como lo íbamos a grabar en cinta y, además, en Nashville, me pasé días escuchando obsesivamente el Nashville Skyline. Escribí la canción estando enamorada, casi te diría que por primera vez en mi vida, hasta las trancas. […] Es una reflexión sobre lo que es y lo que no es el amor, y sobre por qué unas veces es un «no poder ser» agridulce a causa de la distancia o de tu propia neurosis, que se interpone». En el vídeo, rodado por Joshua Shoemaker, ella va con la furgo de la banda por Nashville repartiendo flores, haciendo feliz a la gente, mientras canta sobre el desgarro de verse separada de sus seres queridos. La música de Chelsea es una mezcla hilarante, genial, de insolencia, arrogancia, fanfarroneo y desafío, con sus buenas dosis de rockabilly, de eso que algunos llaman country psicodélico (que yo no sé muy bien qué cosa es) y la fuerza lírica en las letras del folk de los sesenta. Es muy difícil no enamorarse de ella. De chiquitilla se quedó prendada como una boba del mejor amigo de su hermano mayor (básicamente porque tocaba la guitarra), que le regaló su primer CD, nada menos que de Ace of Base, ja, ja, ja, ja (se parte la caja ella al contarlo y me la parto yo contigo). Pero su verdadero flechazo fue (de nuevo) John Prine (en octubre de 2022 ya la cosa se enmendó, pero en una antigua entrevista ella no podía entender qué cojones pintaba Kid Rock en el Music City Walk of Fame, mientras John Prine seguía sin estar). Su primer concierto fue uno de Lynyrd Skynyrd en la Sala Polivalente del condado de Forrest (Mississippi), al que asistió con su grupo de catecismo; tenía doce añitos (esas cosas marcan, inevitablemente). Para tomar café, en Nashville, te recomienda el Bongo Java, en Five Points, y para pizza, el Five Points Pizza. Donde más le gusta ir a tocar en el Dee's Country Cocktail Lounge, que considera como su casa, entre otras cosas porque la dejan entrar con su perro. Y, por si todo esto no te ha convencido aún de lo fantástica que es y de lo mucho que la necesitas en tu vida/tocadiscos, ahora anda enfrascada en la concepción de un spaguetti western distópico con mucho tema instrumental que cuadraría perfectamente en una peli de Tarantino o de los hermanos Coen. Claro que sí.

ARLO McKINLEY

This Mess We're In

(Oh Boy Records, 2022)

Arlo McKinley fue el último artista que fichó el inmenso John Prine para su sello, Oh Boy Records, antes de hacer mutis por el foro. Y John Prine no fichaba a cualquiera. En su catálogo no hay muchas referencias, pero en ninguna baja el listón. Se conoce que había escuchado el Arlo McKinley & The Lonesome Sound (2014), recomendado por su hijo, Jody Whelan, director de operaciones del sello (que lo vio en vivo una noche en el High Watt de Nashville), y ni lo dudó, claro. Su segundo disco, Die Midwestern (2020), saldría al mercado en su sello, grabado, por cierto, en el Sam Phillips Recording Studio, bajo la supervisión de Matt Ross-Spang (que desde los dieciséis añitos viene liándola parda en Sun Records y ya cuenta en su haber con producciones para Jason Isbell, Margo Price, Charley Crockett, los Old Crow, el propio John Prine y hasta el mismísimo Elvis —Ross-Spang estuvo a cargo de las mezclas de los álbumes Way Down in The Jungle Room, Elvis Presley: The Searcher, The International Hotel, Las Vegas, Nevada, August 23, 1969, From Elvis in Nashville y Elvis on Tour—) y rodeándose de músicos de la talla de Ken Coomer (Wilco), Rick Steff (Lucero, Hank Williams Jr.) y Reba Russell, con quienes repite exquisitamente en este tercer disco, This Mess We're In («este pifostio en que andamos metidos»), ya huérfano de Prine (y de otra mucha gente amada, entre ellos su madre y varios amigos). Un disco sobre la pérdida y la resistencia, sobre el ahogo y la soledad, y sobre cómo encontrar, extraviándose, el camino de vuelta a casa (por ahí dicen que es el campeón de la música triste, y no andan muy desencaminados). Desde los ocho años, cantando en el coro de la iglesia de su familia (la Bethlehem United Baptist), oyendo los vinilos hardcore de sus hermanos y los de bluegrass de su padre (en sus conciertos aún sigue tocando el «John Deere Tractor» de Larry Sparks), McKinley, nacido Timothy Carr en Cincinnati, Ohio, viene mezclando gospel, metal, punk y country, todo muy blue collar, con las viejas Gibson LG1 y J45 de su padre y los pies bien pegados al suelo (digamos mejor: al barro; porque sabe muy bien lo que es ensuciarse las manos y las botas, se ha pasado horas en la carretera, currando de transportista entre Michigan y Ohio, y no es de extrañar, por tanto, que su música suene tanto, e incluso huela, a todos esos trayectos fatigosos, anfetamínicos y solitarios), por los Apalaches y la región conocida como «El Cinturón del Óxido» (también: «Cinturón Manufacturero»), la América de la decadencia industrial y económica iniciada en los años setenta, la América abandonada a su suerte, chatarra, herrumbre y maquinaria obsoleta, paro, violencia, lesiones y mucha basura en la cuneta, tanto mano a mano con Jeremy Pinnell, su mejor amigo, en el dúo folk The Great Depression, como al frente de su propia banda, los Lonesome Sound (abriendo para gente como Tyler Childers, Jason Isbell, Justin Townes Earle, John Moreland y Jamey Johnson —todos, por cierto, gente vapuleada, por decirlo suavemente, gente con más de un máster en tristeza y desolación—). En su segundo álbum (primero en el sello de Prine) documentó esa relación de amor/odio con su tierra inhóspita, marcada por la pobreza y la devastadora epidemia opiácea (desgarramiento que incluye muerte de familiares y encarcelamiento de amigos), reafirmándose en que, pese a todo, pese a tanta pérdida y tanta fuga, sin importar lo que pueda depararle el futuro, morirá siendo un chaval del medio oeste (Die Midwestern). Algo que se subraya y se profundiza, ya casi cicatrizado (aunque aún respirando por la herida), en las once canciones de este This Mess We're In con el que viene a cimentarse como uno de los artistas más sólidos de la nueva hornada. This Mess We’re In es uno de esos discos que cuanto más se escucha, más repercute, reverbera y trasciende (un disco muy parásito, que te va comiendo por dentro). En «I Wish I» se cifra todo el desamparo y el resquicio de esperanza por el que alienta su peripecia: «Cuando todo se desmoronó / me dijeron que el tiempo sanaría mi corazón roto, / así que por qué sigo aquí esperando a que comience la sanación. […] Ojalá pudiese llevarte conmigo, / pero esta carretera debo recorrerla solo. / Estoy intentando regresar a Memphis, / Dios mío. / Estoy intentando perderme / para encontrar el camino de vuelta a casa. / Hay que perderse / para encontrar el camino de vuelta a casa». Y uno sabe, sospecha o cree entender, que la canción ha sido ese vehículo, tanto para él como, por defecto, para el que la escucha/padece, el vehículo de la sanación y el regreso. La canción misma puede que sea esa casa. Seguir cantando es la lucha. La conciencia un poco inconsciente de que hay que seguir tirando, sea como sea, aunque sea sin John Prine y, desde hace un par de días, sin Gordon Lightfoot, «bajo la lluvia tempranera, con un dólar en la mano, un dolor en el corazón y los bolsillos llenos de arena».

JAIMEE HARRIS

Boomerang Town

(Folk N' Roll Records, 2023)

Se veía venir. Este disco, tarde o temprano, iba a acabar ocurriendo. Esta mal decirlo, porque se dice mucho y, al final, de tanto decirlo, la cosa acaba perdiendo gravedad y verosimilitud, pero es cierto y lo tengo que decir: aún no hemos recorrido ni la mitad del año y ya me atrevo a afirmar que nos encontramos ante uno de los mejores discos del año, directo al podio y sin despeinarse. Y como ya decía, ha sido un largo camino, mucho pico y mucha pala, un camino tortuoso, además, nada fácil, pero se veía venir. La primera señal de alarma se cifraba con toda claridad en The Congress House Sessions, el EP de marzo de 2021 en el que Jaimee Harris revisitaba siete de las diez canciones de Red Rescue, el álbum con el que debutara en septiembre del 2020. Despojadas de la farfolla enojosa, las canciones, al desnudo, nos devolvían la emoción y la intensidad de aquella impresionante interpretación que hiciera del tema «Snow White Knuckles» para la Folk Alliance International Conference de Kansas City, Missouri, en febrero de 2018, probablemente uno de los vídeos de YouTube que más haya visto un servidor en los últimos cinco años. Con sus gafas rojas y su tatuaje de la cara de Townes Van Zandt en el antebrazo, me comió el corazón (y me lo sigue comiendo). Pues bien, en las sesiones de Congress House del ya mentado EP se recupera ese espíritu, esa mezcla de fuerza y fragilidad que imprimía en aquel glorioso vídeo. La pandemia la pilló en medio de todo ese proceso de despojamiento, cumpliendo treinta años y perpetrando directos desde casa con Mary Gauthier, una de las alianzas más felices, entusiasmantes y sugestivas que, al menos para el que esto suscribe, cupiera imaginar. Tiempo para rumiar el pasado, la naturaleza del hogar y los orígenes de la familia, el reconocimiento de las huellas que aquel tiempo pretérito imprimió en su piel, como los tatuajes que cubren su cuerpo. Nostalgia, en efecto, volver a sentir el dolor, regresar al dolor, del griego νόστος [nóstos], «regreso», y ἄλγος [álgos], «dolor». Boomerang Town es precisamente ese retorno, el efecto boomerang de todo lo atesorado y digerido. La cura de las heridas y la cicatrización. Ella, natural de Texas, de una pequeña localidad a las afueras de Waco, ha sido habitante de la soledad y el dolor. Conoce ese lugar, estuvo domiciliada allí. Su abuelo se suicidó cuando ella solo tenía cinco años. La lucha con la adicción también ha estado muy presente en su vida, así como con los prejuicios sociales y personales, sin dar nunca el brazo a torcer ni pedir cuentas a nadie, algo de lo que Mary Gauthier también sabe latín (en el disco, por cierto, hay dos canciones compuestas mano a mano, «How Could You Be Gone» —homenaje a su mentor, fallecido en 2017, el colosal Jimmy LaFave— y «Fall (Devin's Song)»). Por suerte, su padre siempre la apoyó y fue clave en su formación musical; no dudó en llevarla al primer Austin City Limits Music Festival, momento que le cambió la vida para siempre. Podría decirse que fue su caída del caballo camino de Damasco, su momento de «¡Eureka!»: ver sobre el escenario a Emmylou Harris, Patty Griffin, Buddy Miller y Julie Miller tocando juntos, normal que en alguien como ella se prendiera la mecha. Claro que conviene decir que Boomerang Town es un disco que, pese a estar inspirado en su experiencia personal, está lejos de ser una colección de fotocopias autobiográficas. Estas canciones proceden de un lugar al que ella alude como «de verdad emocional». Historias de gente que vive en el filo del cuchillo, entre la esperanza y la desesperación. Trabajos que no conducen a nada (Jaimee trabajó en un Wal-Mart a los diecinueve), sueños rotos, ciudades pequeñas… «Lo que supone pertenecer a la generación posterior al “Born to Run”. La generación de Springsteen tenía sitios a los que largarse. Yo no tengo tan claro que la mía los tenga». Para los personajes de sus canciones, como lo fuera para ella en su día, la fuga no siempre es una cuestión de distancia geométrica. No es tan sencillo. Sus canciones se mueven en ese recinto y, en sus letras, Jaimee deja claro que procede de una larga y fastuosa tradición de escritores tejanos: Townes, desde luego, pero también Guy Clark, Ray Wylie Hubbard y James McMurtry, a poco que me apures, novelistas. En Boomerang Town hay tres canciones que si fuesen cuentos o novelas (en cierta forma lo son) yo no dudaría ni un segundo en traducir y publicar en Dirty Works: «Sam's», «On the Surface» y «Good Morning, My Love», con esos fraseos perfectos que, con su voz, tienen la virtud de ponerte los pelos de punta. Jaimee Harris, y esta es otra de sus virtudes, aún cree en el formato álbum, las canciones se retroalimentan y se reflejan entre sí, conforman un todo. El disco tiene un sentido y una lentitud que, hoy en día, y cada vez más, se echan de menos. Claro que no todo es desesperación y nostalgia. En la oscuridad también hay resquicios para la esperanza. Y de ahí la luz de la emocionante «Love Is Gonna Come Again», compuesta a medias con Graham Weber, una canción que te restaña la herida desde el primer verso. Ya digo que se veía venir. Y lo ha hecho. Está aquí. Y tenía que decirlo, porque es inmenso.

JEREMIE ALBINO

Hard Time

(Sleepless Records, 2022)

Pese a su juventud (ya hablo como un viejo –que es probablemente lo que siempre he sido–), son almas antiguas. Casi hablamos de cosas extintas (y sin el «casi»). Para mí, con ellos, todo empezó como una elegía, en el 67 de la calle King, en Hamilton, Ontario (ON L8N 1A5, Canadá). A principios de abril de 2020, después de cuarenta y dos años al pie del cañón, aconteció la gran debacle, la histórica tienda de discos Cheapies Records & Tapes cerraba sus puertas. Una cápsula de tiempo, borrada de un plumazo. Seguro que en tu ciudad habrás vivido una hecatombe semejante. Lo que manda es la comida basura y el textil barato. «No country for old men». En su día, por los alrededores, había otras diez tiendas de discos. Cheapies era Charlon Heston en El último hombre vivo (The Omega Man). Por eso, cuando anunciaron el cierre, con una actitud elegíaca de viejos guerreros que «se resisten a Ser Leyenda», lamentando la pérdida de todo lo que fue y pudo haber sido (la ilusión, la vida, la amistad…), Cat Clyde, para dejar constancia del tiempo ido, para atraparlo, se presenta con su banda en la tienda y graba un par de vídeos. Para empezar, «I Don't Belong Here», cuya letra es inevitable interpretar a la luz de la herida reciente, esto es: yo no pertenezco a esto, a esta ciudad antipática en la que, a partir de mañana, esta tienda de discos habrá dejado de existir. El vídeo, que se puede gozar en YouTube, es de lo mejor que se subió ese año a la web. Ella y los cinco músicos que la acompañan son «puuuuura vida» (como calibraría Billy, el personaje que interpreta el bueno de Dennis Hopper en Easy Rider, al catar la cocaína al comienzo de la película). Parecen los fantasmas de allí, de la tienda, casi salidos de otra época, resistiéndose a la demolición. Ver el vídeo es infalible, te arregla el día. Y fue precisamente ahí donde vimos por primera vez a Jeremie Albino con su guitarra (así se define él mismo: «No soy más que un chaval con una guitarra»), con el que Cat Clyde andaba de gira por aquel entonces. Luego, los dos se marcan una versión escalofriante, mano a mano, del «Stumblin'» de Jackson & The Janks y, a partir de la primera estrofa, desde que suelta la primera frase, segundo 0:05, no creo que haya nadie que pueda evitar declararse su más rendido admirador (en los comentarios al vídeo, interviene él propio Albino para afirmar haber disfrutado inmensamente grabando esta versión con Cat Clyde y el resto de la banda «algunos de mis seres humanos favoritos»). Y así hemos seguido desde entonces hasta ayer mismo, cuando anunció en sus redes que ya tiene listo para sentencia (saldrá en junio) su segundo álbum, Tears You Hide. El que hoy reseñamos por aquí es el Hard Time, el primero. Albino nació y se crio en la metrópoli de Toronto, pero el corazón le llevó a perderse pronto en el condado de Prince Edward, donde se ha pasado más de una década trabajando en granjas, encontrando tiempo y espacio para refinar sus canciones, aprendiendo a tocar primero la armónica y luego la guitarra. Mucha inspiración de los legendarios cantantes de blues (Lighting' Hopkins, John Lee Hooker, Skip James, Furry Lewis), mucho folk (el primer Dylan encabezando el pelotón), mucho soul (la banda sonora de su infancia fue la caja de sencillos Hitsville USA de la Motown), mucho rock 'n' roll (es de la generación criada en YouTube, como Cat Clyde, con acceso inmediato a todo ese material excitante). Y su propia alquimia. Músico y granjero. Todo destilado en un álbum en el que quiso documentar su viaje, su peripecia personal, desde la primera canción que compuso («Shipwreck», que cierra el disco: «It’s not the gold in my belly that’s holding me down / the water that I’m under weighs a million pounds») hasta el material más reciente. Música de después de largas jornadas deslomándose en la granja. «Historias sobre gente, lugares y tiempos pasados». Así define él mismo el álbum, en una palabra: historias. Honestidad y corazón, lo que ya rebosaba y saltaba a la vista en esos vídeos con Cat Clyde en Cheapies que espero que, a estas alturas de la reseña, ya hayas visto. A eso se reduce todo: un hombre con una guitarra contándote una historia. Y preservando, además, todo ese legado que nos quieren clausurar los que manejan el cotarro. Tanto Jeremy como Cat tienen la habilidad de convertir lo elegíaco en puro gozo. Probablemente, como rezaba el título de aquel libro que fue Premio Nadal en 1996 y del que creo recordar que solo tenía de bueno el título, que es lo único que, en efecto, recuerdo: matando dinosaurios con tirachinas, esto es, puede que al final no ganemos y acabemos por extinguirnos (ya sin abrevaderos, sin tiendas de discos), pero de momento resistimos y es emocionante descubrir que en la trinchera hay jóvenes cadetes bailando y pinchando los viejos discos, ver que no todo son mamarrachos con chándal de marca y ritmo dembow.